El otoño de 1916 fue una estación amarga para Ingleside. La señora Blythe se recuperó lentamente y en todos los corazones había dolor y soledad. Todos trataban de ocultarlo ante los demás y de parecer alegres. Rilla reía bastante, pero nadie se dejaba engañar por su risa. Le brotaba de los labios, nunca del corazón. Pero los de afuera comentaban que algunas personas se reponían del dolor con mucha facilidad e Irene Floward dijo que le sorprendía ver lo frívola que era realmente Rilla Blythe.
—Bueno, después de tanto cariño a Walter, parece que su muerte no le importa para nada. Nadie la vio llorar ni una vez, no dice su nombre. Es evidente que ya se olvidó de él. Pobre muchacho, cualquiera hubiera dicho que su familia iba a sentirlo mucho más. En la última reunión le hablé a Rilla de él, de lo valiente y gallardo que era y le dije que para mí la vida nunca volvería a ser igual, éramos tan amigos, sabes, fui la primera persona a la que le contó que se había enrolado, y ella me contestó con tanta serenidad e indiferencia como si hablara de un completo desconocido: «Fue uno de los tantos muchachos valientes y gallardos que dieron todo por su país». Bueno, a mí me gustaría poder tomarme las cosas con tanta calma. Pero yo no soy así. Yo soy tan sensible… las cosas me duelen mucho y no consigo recuperarme. Le pregunté a Rilla por qué no llevaba luto por Walter y respondió que su madre no quería. Pero todo el mundo habla de eso.
—Rilla no se pone colores; solamente blanco —protestó Betty Mead.
—El blanco es el que mejor le queda —comentó Irene con ironía—. Y todos sabemos que el negro no va para nada con su tono de piel. Desde luego, no estoy diciendo que ése sea el motivo. Me llama la atención, nada más. Si mi hermano hubiera muerto yo llevaría luto y riguroso. No hubiera podido dejar de hacerlo. Confieso que Rilla Blythe me decepciona.
—A mí no —exclamó Betty Mead, en un gesto de lealtad—. Pienso que Rilla es una chica maravillosa. Admito que hace unos años, la consideraba algo vanidosa y frívola, pero ahora no es así en absoluto. No creo que haya una chica en Glen que sea tan altruista y valiente como Rilla, nadie que haya cumplido su tarea con tanta constancia y paciencia. Nuestra Cruz Roja Juvenil se hubiera atascado cientos de veces de no haber sido por su tino, perseverancia y entusiasmo… y eso te consta, Irene.
—Pero si yo no estoy desmereciendo a Rilla, por favor —exclamó Irene, abriendo grandes los ojos—. Solamente criticaba su falta de sentimientos. Supongo que es más fuerte que ella. Desde luego, es una dirigente nata, todos lo saben. Y le encanta dirigir, también. Admito que las personas así son muy necesarias. De manera que no me mires como si hubiera dicho algo espantoso, Betty, por favor. Estoy dispuesta a admitir que Rilla Blythe es la encarnación de todas las virtudes, si eso es lo que quieres. Y sin duda es una virtud ser inmune a cosas que destruirían a la mayoría de las personas.
Algunos de los comentarios de Irene llegaron a oídos de Rilla; pero no la hirieron como hubiera pasado en otros tiempos. Sencillamente no tenían importancia. La vida era demasiado grande como para dejar espacio a las trivialidades mezquinas. Tenía un pacto que cumplir y trabajo que hacer, y durante los días largos y las semanas arduas de ese desastroso otoño fue fiel a su tarea. Las noticias de la guerra eran malas: Alemania marchaba de victoria en victoria sobre la pobre Rumania. «Estos extranjeros… —mascullaba Susan, no muy convencida—. Rusos, rumanos o lo que sean, son extranjeros y uno no puede contar con ellos. Pero después de Verdún, no pienso abandonar la esperanza. ¿Puede decirme, mi querida señora, si el Dobruja es un río, una cadena montañosa o una condición atmosférica?».
La elección presidencial de los Estados Unidos fue en noviembre y Susan estuvo al rojo vivo con el tema, disculpándose ante los demás por su entusiasmo.
—Jamás creí que viviría para ver el día en que me interesaría una elección yanqui, mi querida señora. Lo que demuestra que nunca se sabe lo que va a pasar y por lo tanto, no hay que ser soberbio.
Susan se quedó levantada hasta tarde la noche del 7, supuestamente para terminar un par de medias. Pero llamaba a la tienda de Carter Flagg a cada rato y cuando llegó el primer informe de que Hughes había sido electo, subió con paso decidido y solemne hasta la habitación de la señora Blythe y se lo anunció en un emocionado susurro desde los pies de la cama.
—Pensé que si no dormía, le gustaría saberlo. Creo que es para bien. Quizás él también termine escribiendo notas, mi querida señora, pero tengo esperanzas. Nunca me gustaron las patillas, pero no se puede tener todo.
Cuando por la mañana llegaron noticias de que, después de todo, habían reelegido a Wilson, Susan no perdió el optimismo.
—Bueno, más vale malo conocido que bueno por conocer, como dice el refrán —comentó, sin apocarse—. No es que Woodrow me parezca malo, lo que se dice malo, pero a veces parece que no tiene nada en la cabeza. Por lo menos escribe buenas cartas y del tal Hughes no sabemos ni siquiera eso. A pesar de todo, felicito a los yanquis. Han demostrado sensatez y no me importa admitirlo. La prima Sophia quería que eligieran a Roosevelt y está de muy mal humor porque no le dieron una oportunidad. A mí tampoco me hubiera molestado Roosevelt, pero hay que creer que la Providencia rige estos asuntos y conformarnos, aunque realmente no me puedo imaginar qué intenciones tiene el Todopoderoso en este asunto de Rumania… dicho con toda reverencia, claro está.
Susan comprendió algo más —o creyó hacerlo— cuando cayó Asquith y Lloyd George se convirtió en Primer Ministro.
—Mi querida señora, Lloyd George está al timón, por fin. Hace mucho que estoy rezando por esto. Ahora vamos a ver cambios, sí, pronto. Fue necesario el desastre de Rumania pero ya no habrá más tonterías. Considero que la guerra está casi ganada y pienso seguir pensándolo caiga o no Bucarest.
Bucarest cayó… y Alemania propuso negociaciones de paz. Susan hizo oídos sordos y se negó a escuchar las propuestas. Cuando en diciembre el presidente Wilson envió su famosa nota de paz, el sarcasmo de Susan se tornó violento.
—Parece que Woodrow Wilson va a conseguir la paz, ahora. Primero lo intentó Henry Ford y ahora quiere probar él. Pero la paz no se consigue con dos tinteros, Woodrow, eso te lo aseguro —dijo Susan, dirigiéndose al desafortunado Presidente por la ventana de la cocina que daba hacia los Estados Unidos—. El discurso de Lloyd George le informará al Káiser cómo son las cosas, así que guárdate tus notitas de paz y ahórrate el franqueo.
—Qué lástima que el Presidente no pueda oírte, Susan —comentó Rilla, sonriendo.
—De veras, Rilla querida, es una lástima que no haya nadie entre todos esos demócratas y republicanos que le dé algún buen consejo —replicó Susan—. No sé en qué se diferencian, la política yanqui me resulta incomprensible. Pero me temo que en cuanto a insensatez, están todos cortados con la misma tijera.
Me alegro de que haya pasado la Navidad —escribió Rilla en su diario la última semana de un tormentoso diciembre—. Le teníamos tanto miedo… Era la primera Navidad después de Courcelette. Pero vinieron todos los Meredith a cenar y nadie trató de mostrarse alegre ni dicharachero. Fue una reunión serena y amistosa, y eso nos ayudó a todos. Yo estaba tan agradecida de que Jims se hubiera mejorado que casi me sentí contenta. Me pregunto si alguna vez volveré a sentirme verdaderamente contenta por algo. Es como si esa capacidad hubiera muerto dentro de mí, atravesada por la misma bala que mató a Walter. Quizás algún día nazca en mi alma una nueva clase de alegría… pero será distinta, sin duda.
El invierno llegó muy temprano este año. Diez días antes de Navidad tuvimos una gran tormenta de nieve… al menos en ese momento nos pareció grande. En realidad, fue sólo el preludio de la verdadera protagonista. El día siguiente fue lindo e Ingleside estuvo hermoso, con los árboles cubiertos de nieve y grandes montículos blancos por todas partes, tallados en formas fantásticas por el cincel del viento del noreste. Papá y mamá se fueron a Avonlea. Papá pensó que el cambio haría bien a mamá y además, querían ver a la pobre tía Diana, cuyo hijo, Jack, cayó gravemente herido hace poco. Nos dejaron a Susan y a mí a cargo de la casa; papá estaba decidido a volver al día siguiente. Pero no volvió en una semana. Esa noche se desató un temporal que duró cuatro días. Fue la peor tormenta, la más larga de la Isla Príncipe Eduardo por muchos años. Los caminos se cerraron, los trenes quedaron atrapados y los teléfonos se cortaron.
Y luego Jims se enfermó.
Tenía un leve resfrío cuando se fueron papá y mamá y empeoró durante los dos días que siguieron, pero en ningún momento se me ocurrió que podía ser algo grave. Ni siquiera le tomé la temperatura y no me lo perdono porque fue por puro descuido. La verdad es que me había venido abajo. Mamá no estaba, así que me abandoné. Estaba cansada de mostrarme valiente y alegre… me pasé varios días echada boca abajo sobre la cama, llorando. Descuidé a Jims: ésa es la horrible verdad. Falté a la promesa que le hice a Walter y si Jims hubiera muerto, jamás me lo habría perdonado.
La tercera noche luego de la partida de mamá y papá, Jims empeoró de pronto… muchísimo. Susan y yo estábamos solas. Gertrude estaba en Lowbridge cuando se desató la tormenta y no había podido volver. Al principio no nos asustamos demasiado. Jims tuvo varios ataques de crup y entre Susan, Morgan y yo siempre lo sacamos adelante sin mucha dificultad. Pero pronto sentimos pánico. «Nunca vi un crup como éste», dijo Susan.
Yo me di cuenta cuando ya era demasiado tarde, de qué clase de crup era. Vi que no era el crup común, falso crup como lo llaman los médicos, sino el crup verdadero, y comprendí que era peligroso y letal. Papá no estaba, el médico más cercano se encontraba en Lowbridge, no podíamos llamar por teléfono y ni un ser humano ni un caballo podía atravesar la tormenta esa noche.
El valiente Jims luchaba con fuerza por su vida. Susan y yo intentamos con todos los remedios que conocíamos o que encontramos en los libros de papá, pero el niño empeoraba. Era desgarrador verlo y oírlo. Jadeaba mucho, pobrecito, se le ponía la cara azul y agitaba las manos como pidiéndonos que lo ayudáramos. Me descubrí pensando en los muchachos que murieron por el gas en el frente. Seguramente tenían ese aspecto, y la idea me persiguió a pesar del miedo y la tristeza por Jims. Durante todo el tiempo la membrana fatal en su gargantita crecía y se hacía más gruesa. No podía respirar.
¡Ay, yo estaba enloquecida! No me había dado cuenta hasta ese momento de cuánto quería a Jims. ¡Qué impotente me sentía!
Y hasta Susan se dio por vencida.
«No podemos salvarlo… ay, si tu padre estuviera aquí… míralo, pobre criaturita. Ya no sé qué hacer».
Miré a Jims y me pareció que se moría. Susan lo tenía levantado en la cuna para facilitarle la respiración, pero parecía que ya no respiraba. Mi bebé de guerra, con sus costumbres zalameras y su rostro travieso se moría asfixiado delante de mis ojos y yo no podía ayudarlo. Tiré el paño que tenía en la mano, el que estaba usando para las cataplasmas. ¿De qué servía? Jims se estaba muriendo… y era culpa mía. ¡No lo había cuidado lo suficiente!
Justo entonces, a las once de la noche, sonó el timbre de la puerta. El sonido recorrió la casa, haciéndose oír por encima del rugido de la tormenta. Susan no podía ir: no se atrevía a dejar a Jims, así que corrí escaleras abajo. En el vestíbulo me detuve un minuto… de pronto me invadió un temor absurdo. Recordé una extraña historia que me había contado Gertrude una vez. Una tía de ella estaba sola en la casa una noche con el marido enfermo. Oyó un golpe en la puerta. Y cuando fue a abrir, no había nada, nada que pudiera verse, al menos. Pero al abrir la puerta entró un frío helado que pareció pasar junto a ella y subir las escaleras, a pesar de que, afuera, la noche estaba cálida y serena. De inmediato oyó un grito y cuando subió, su marido había muerto. Gertrude dijo que la tía siempre creyó que al abrir la puerta había dejado entrar a la Muerte.
Era ridículo que me sintiera tan asustada. Pero estaba alterada y exhausta y por un instante sentí que no me atrevería a abrir, que afuera esperaba la muerte. Luego recordé que no tenía tiempo para perder, que no podía ser tan necia y salté hacia adelante y abrí la puerta.
Por cierto, entró un viento helado y el vestíbulo se llenó de nieve. Pero allí, en el umbral, había una figura de carne y hueso: Mary Vance, cubierta de nieve… y con ella traía la Vida, no la Muerte, aunque en ese momento yo no lo sabía. Me quedé mirándola.
«No me echaron de casa —sonrió Mary, entrando y cerrando la puerta—. Fui a la tienda de Carter Flagg hace dos días y tuve que quedarme allí desde entonces. Pero ya estaba harta así que me vine para aquí. Pensé que podría caminar por la nieve, pero la verdad es que casi no llego. En un momento, creí que me quedaba atascada del todo. ¿No es una noche espantosa?».
Volví en mí y recordé que tenía que hacer arriba. Le di explicaciones a Mary y la dejé tratando de quitarse la nieve. Arriba encontré a Jims presa de otro paroxismo. No pude hacer otra cosa que echarme a llorar… ¡ay, qué avergonzada me siento cuando lo recuerdo! Pero ¿qué podía hacer?, habíamos intentado todo. Y entonces, de pronto, oí a Mary Vance diciendo detrás de mí.
«¡Pero ese chiquillo se está muriendo!».
Giré en redondo. ¡Por supuesto que se estaba muriendo, mi pobre Jims! Me dieron ganas de tirar a Mary Vance por la ventana o por la puerta. Allí estaba, muy tranquila, mirando a mi bebé con sus extraños ojos blancos, como podría mirar a un gatito asfixiado. Mary Vance siempre me había inspirado antipatía; en ese momento la odié.
«Ya hicimos de todo —masculló Susan—. No es un crup común».
«No, es el crup de la difteria —anunció Mary, mientras se ponía un delantal—. Y no hay mucho tiempo que perder… pero yo sé lo que hay que hacer. Cuando vivía en el puerto con la señora Wiley, hace años, el hijo de Will Crawford murió de crup diftérico, a pesar de que había dos médicos. Y cuando la vieja tía Christina MacAllister se enteró, ella fue la que me curó cuando casi me muero de neumonía, ¿saben?, era una maravilla, no había médico que pudiera igualarla, dijo que podría haberlo salvado con el remedio de su abuela, si hubiera estado allí. Le contó a la señora Wiley cómo era y nunca lo olvidé. Tengo una memoria fantástica, las cosas se me quedan en la cabeza hasta que llega el momento de usarlas. ¿Hay azufre en la casa, Susan?».
Sí, teníamos azufre. Susan bajó con Mary a buscarlo y yo sostuve a Jims. No tenía esperanzas, ninguna esperanza. Mary Vance podía jactarse todo lo que quisiera (siempre se jactaba), pero yo no creía que ningún remedio de abuelas pudiera salvar a Jims. Al cabo de unos minutos, volvió. Se había atado un trozo de tela gruesa sobre la boca y la nariz y traía una vieja sartén de Susan, llena de brasas.
«Miren —dijo, orgullosa—. Nunca lo hice, pero hay que creer o reventar y el niño se está muriendo, de todos modos».
Desparramó una cucharada de azufre sobre las brasas, luego tomó a Jims, lo puso boca abajo y lo sostuvo sobre ese humo asfixiante, cegador. No sé por qué no salté hacia adelante y se lo quité de las manos. Susan dice que fue porque así tenía que ser y creo que tiene razón, porque a mí me pareció que no podía moverme. Susan también estaba inmóvil, observando a Mary desde la puerta. Jims se revolvía entre las manos grandes y hábiles de Mary —hábil es, de eso no hay duda—, tosía y se ahogaba, tosía y jadeaba hasta que creí que moriría torturado. Entonces, de pronto, luego de lo que me pareció una hora, aunque sé que no fue tanto, escupió la membrana que lo estaba matando. Mary lo dio vuelta y volvió a recostarlo en la cuna. Estaba blanco como el mármol y le caían lágrimas de los ojos marrones, pero ese horrendo aspecto lívido había desaparecido de su rostro y respiraba con facilidad.
«¿No les pareció magnífico? —exclamó Mary, encantada—. No estaba segura de que diera resultado, pero me arriesgué. Le voy a ahumar la garganta un par de veces más antes de la mañana, para destruir todos los gérmenes, pero estará bien, ya verán».
Jims se quedó dormido, no en coma, como temí al principio. Mary lo «ahumó» como lo llamaba, dos veces durante la noche y por la mañana la garganta estaba despejada y la temperatura era casi normal. Cuando me aseguré de eso, me volví y miré a Mary Vance. Estaba sentada sobre el sofá, dando cátedra a Susan sobre algún tema acerca del cual Susan debía de saber cuarenta veces más que ella. Pero ahora no me importaba si daba cátedra o no. Tenía derecho… se había atrevido a hacer lo que yo jamás hubiera hecho y había salvado a Jims de una muerte horrible. Ya no me importaba que una vez me hubiera perseguido por el pueblo con un pescado muerto ni que me hubiera desparramado grasa de ganso sobre el sueño romántico de la noche en el baile del faro; no me importaba que creyera saber más que todo el mundo sobre cualquier tema; ya nunca volvería a sentir antipatía por Mary Vance. Me acerqué y le besé la mejilla.
«¿Qué pasa?», preguntó.
«Nada… que te estoy tan agradecida, Mary…».
«Bueno, deberías estarlo, te diré. Ustedes dos hubieran dejado morir a ese bebé de no haber llegado yo en ese instante», —declaró Mary, sonriendo complacida. Nos preparó un desayuno estupendo, nos obligó a comerlo y «nos sermoneó de lo lindo», como dice Susan, durante dos días, hasta que se abrieron los caminos y pudo volver a su casa. Jims estaba bastante recuperado a esa altura y además volvió papá. Escuchó nuestro relato sin opinar demasiado. Papá siempre se muestra algo desdeñoso respecto de lo que llama «remedios de comadronas». Rió un poco y comentó: «Después de esto, Mary Vance pretenderá que la llame para consultarla en mis casos más difíciles».
De manera que la Navidad no fue tan dura como esperaba; y ahora llega el Año Nuevo. Todavía seguimos esperando el Gran Avance que terminará con esta guerra. El pobre Lunes se está poniendo tieso y reumático de tanto esperar los trenes en el frío, pero sigue su vigilia y Shirley sigue leyendo sobre las hazañas de los ases del aire. Ay, 1917, ¿qué nos traerás?