La feroz llama de sufrimiento se había consumido a sí misma y el polvo gris de sus cenizas caía sobre el mundo. La vida joven de Rilla se recuperó físicamente antes que la de su madre. Durante semanas la señora Blythe estuvo enferma de dolor y tristeza. Rilla descubrió que era posible seguir existiendo porque la vida no le daba descanso. Había trabajo que hacer: Susan no podía hacerlo todo. Por el bien de su madre durante el día, tenía que envolverse en serenidad y tolerancia como en una manta; pero noche tras noche se tendía en la cama a llorar las lágrimas amargas y rebeldes de la juventud hasta que no tuvo más lagrimas y un dolor pequeño y constante se le instaló en el corazón, un dolor que duraría hasta el día de su muerte.
Se aferró a la señorita Oliver, que sabía qué decir y qué no decir. Eran tan pocos los que sabían eso. Las visitas amables, bien intencionadas, querían reconfortarla pero a veces le hacían pasar momentos terribles.
—El tiempo lo cura todo —dijo la señora Reese con un tono estoico. Tenía tres hijos pero ninguno de ellos había ido al frente.
—Es una bendición que haya sido Walter y no Jem —declaró la señorita Sarah Clow—. Walter era miembro de la Iglesia y Jem, no. Le dije muchas veces al señor Meredith, muchas veces, que debió de haber hablado seriamente con Jem al respecto antes de que se marchara.
—Pobre, pobre Walter —suspiró la señora Reese.
—No venga aquí a llamarlo pobre Walter —dijo Susan, indignada, asomándose por la puerta de la cocina, y Rilla se sintió aliviada. Estaba empezando a sentir que ya no podía soportar esa conversación ni un minuto más—. No era pobre. Era más rico que cualquiera de ustedes. Son ustedes, los que se quedan en casa y no dejan partir a los hijos, los que son pobres, pobres, desnudos, mezquinos y pequeños, pobres como ratas, al igual que sus hijos con sus prósperas granjas, su ganado gordo y sus almas del tamaño de una pulga.
—Vine aquí a consolar a los afligidos, no a ser insultada —declaró la señora Reese y se marchó. Nadie lo sintió mucho. La llama de indignación de Susan se apagó y ella se retiró a la cocina, apoyó su cabeza anciana y fiel sobre la mesa y lloró amargamente un buen rato. Luego se puso a trabajar y planchó los mamelucos de Jims. Rilla la regañó con suavidad cuando fue a la cocina para hacer el mismo trabajo.
—No voy a permitir que te mates trabajando para un bebé de guerra —dijo Susan con gesto obstinado.
—Ay, ojalá pudiera trabajar todo el tiempo, Susan —exclamó la pobre Rilla—. Ojalá no tuviera que irme a dormir. Es horrible irse a dormir y olvidar por un tiempo, luego despertar y ahogarme por la mañana, recibir la noticia de nuevo. ¿Hay gente que termina por acostumbrarse a estas cosas, Susan? No puedo dejar de pensar en lo que dijo la señora Reese. ¿Habrá sufrido mucho Walter? Siempre fue tan sensible al dolor. Ay, Susan, si supiera que no sufrió, creo que podría sentirme un poco mejor, tener un poco más de valor y de fuerza.
Y ese regalo le fue dado con una carta del oficial superior de Walter, informándoles que había muerto instantáneamente de un balazo durante una carga en Courcelette. El mismo día llegó una carta para Rilla, escrita de puño y letra de Walter.
Rilla se la llevó al Valle del Arco Iris, sin abrirla y la leyó allí, en el lugar donde había tenido su última conversación con él. Es tan extraño leer una carta cuyo autor ha muerto… es algo agridulce donde se conjugan el dolor y el consuelo. Por primera vez desde el terrible golpe, Rilla sintió que Walter seguía viviendo con los mismos dones y los mismos ideales. Nada podía destruir ni eclipsar los ideales y los dones. La personalidad que se expresaba en esa última carta, escrita en la víspera de Courcelette, no se extinguiría a causa de una bala alemana. Perduraría, aunque se hubiera quebrado el lazo material con las cosas de la tierra.
Mañana trepamos la colina, Rilla-mi-Rilla —escribía Walter—. Ayer escribí a mamá y a Di, pero me pareció que tenía que escribirte a ti esta noche. No tenía intenciones de ponerme a escribir, pero ahora siento la necesidad de hacerlo. ¿Recuerdas a la vieja señora Crawford del puerto, que siempre decía que «le había sido impuesto» hacer tal o cual cosa? Bueno, es así como me siento. «Me ha sido impuesto» escribirte, a ti, hermana y compañera mía. Hay algunas cosas que quiero decir antes… bueno, antes de mañana.
Ingleside y tú están cerca de mí esta noche. Es extraño y es la primera vez que lo siento desde que llegué. El hogar me pareció siempre tan lejano, tan desesperadamente lejano, tan otro con respecto a esta horrible locura de suciedad y sangre. Pero esta noche están muy cerca… casi me parece que puedo verte… oírte hablar. Y veo la luna brillando blanca y quieta sobre las viejas colinas de mi casa. Desde que llegué aquí me pareció imposible que pudiera haber noches suaves y luz serena de luna en cualquier parte del mundo. Pero esta noche, de algún modo, las cosas hermosas que siempre amé, todas, parecen haberse vuelto posibles… y eso es bueno y me hace sentir una felicidad profunda, certera, exquisita. Debe de ser otoño en casa ahora… el puerto es un sueño y las colinas del valle están azules de bruma; el Valle del Arco Iris es el mismo sitio delicioso y fragante en el que despedimos el verano.
Rilla, tú sabes que siempre tuve premoniciones. ¿Te acuerdas del Gaitero…?, no, claro que no, eras demasiado chica. Un atardecer, hace mucho tiempo, cuando Nan, Di, Jem, los Meredith y yo estábamos juntos en el Valle del Arco Iris, tuve una extraña visión o un presentimiento… como quieras llamarla. Vi al Gaitero bajando por el valle con una fila de sombras tras él. Los otros pensaron que eran ideas mías pero yo lo vi, lo vi unos instantes. Y, Rilla, anoche lo vi de nuevo. Estaba haciendo guardia y lo vi marchando por la tierra de nadie, desde nuestras trincheras hacia las de los alemanes, la misma figura alta, en sombras, haciendo sonar su gaita… Detrás de él iban muchachos de uniforme. Rilla, te aseguro que lo vi; no fue una fantasía ni una ilusión. Oí su música y luego… desapareció. Pero lo había visto, y sabía lo que significaba: sabía que yo estaba entre los que lo seguirían.
Rilla, el Gaitero me llevará al «Oeste» mañana. Estoy seguro. Y no tengo miedo. Cuando recibas las noticias, recuerda eso. Me gané mi propia libertad, aquí, la libertad de toda clase de miedo. Jamás voy a temblar de nuevo: ni ante la muerte ni ante la vida, si, después de todo, me toca seguir viviendo. Y la vida, creo, sería lo más difícil de afrontar para mí, porque jamás volvería a ser bella. Siempre tendría tantas cosas horribles que recordar, cosas que la volverían fea y dolorosa para mí, siempre. Yo no puedo olvidarlas. Pero sea la vida o la muerte, no tengo miedo, Rilla-mi-Rilla y no me arrepiento de haber venido. Estoy satisfecho. Jamás escribiré los poemas que una vez soñé escribir… pero hice algo para que Canadá sea un sitio seguro para los poetas del futuro, para los trabajadores del futuro… sí, para los soñadores, también, porque si nadie sueña, los trabajadores no tendrán por qué trabajar… El futuro, no sólo de Canadá, sino del mundo, cuando la «lluvia roja» de Langemarck y Verdún haya traído una cosecha de oro, eso es lo importante; no dentro de un año o dos, como piensan algunos tontamente, sino generaciones más tarde, cuando la semilla sembrada haya tenido tiempo de germinar y crecer. Sí, me alegro de haber venido, Rilla. No es solamente el destino de la pequeña isla que tanto amo el que está en la balanza, ni el de Canadá ni el de Inglaterra. Es el destino de la humanidad. Es por eso que luchamos. Y triunfaremos… no lo dudes ni por un instante, Rilla. Porque no sólo los vivos están luchando, también lo hacen los muertos. Un ejército así no puede ser derrotado.
¿Todavía hay risa en tu rostro, Rilla? Espero que sí. El mundo necesitará risas y valor más que nunca en los años venideros. No quiero sermonear… no hay tiempo para eso. Pero sí quiero decir algo que quizá te ayude a pasar lo peor cuando te enteres que me fui al «Oeste». Tuve una premonición que tiene que ver contigo, Rilla, además de la que me concierne a mí. Creo que Ken regresará a ti sano y salvo… y que los esperan largos años de felicidad. Y vas a hablarle a tus hijos de la Idea por la que luchamos y morimos… les enseñarás que hay que vivir por ella además de morir, porque si no, el precio que pagamos por ella habrá sido en vano. Ése será parte de tu trabajo, Rilla. Y si tú… todas ustedes, las muchachas de mi patria, lo hacen, entonces nosotros, los que no volvamos, sabremos que no han «perdido la fe» en cuanto a nosotros.
Quería escribir a Una, también esta noche, pero ya no tendré tiempo. Léele esta carta y dile que en realidad es para ambas… para ustedes dos, muchachitas queridas, valientes, leales. Mañana, cuando trepemos la colina, pensaré en ustedes dos, en tu risa, Rilla-mi-Rilla y en la constancia de los ojos azules de Una… los veo muy claramente esta noche. Sí, ambas van a seguir teniendo confianza, estoy seguro de eso: tú y Una. Y entonces, buenas noches. Este amanecer, vamos a subir la colina.
Rilla leyó la carta varias veces. Había una luz nueva en su pálido rostro joven cuando por fin se puso de pie, entre las flores que Walter había amado, con el sol del otoño a su alrededor. Por el momento, al menos, se sentía elevada por encima del dolor y la soledad.
—Claro que voy a seguir teniendo confianza, Walter —dijo con firmeza—. Y a trabajar, enseñar, aprender… y reír, sí, hasta reír con los años, gracias a ti y a lo que entregaste al mundo cuando seguiste el llamado del Gaitero.
Rilla quería guardar la carta de Walter como tesoro sagrado. Pero al ver la expresión en el rostro de Una cuando ésta la leyó y se la devolvió, tuvo una idea. ¿Sería capaz de hacerlo? No, no, no podría deshacerse de la carta de Walter… su última carta. No podía ser egoísmo guardarla. Una copia sería algo tan vacío. Pero Una… Una tenía tan poco… y sus ojos eran los ojos de una mujer herida en lo más profundo del corazón, una mujer que sabe que no debe llorar ni pedir compasión.
—Una, ¿te gustaría guardarte la carta? —preguntó, despacio.
—Sí… si tú pudieras dármela… —respondió Una con voz ahogada.
—Tómala, entonces —se apresuró a decir Rilla.
—Gracias —susurró Una. Fue lo único que dijo, pero algo en su voz hizo que Rilla se sintiera recompensada por el pequeño sacrificio.
Una tomó la carta y cuando Rilla se marchó, se la llevó a los labios. Ahora sabía que el amor jamás llegaría a su vida: estaba sepultado para siempre bajo el suelo ensangrentado de «algún sitio de Francia». Nadie más que ella —y quizá Rilla— lo sabrían. A ojos del mundo, no tenía derecho a llorar por Walter. Tendría que ocultarse y soportar su larga pena como mejor pudiese… a solas. Pero también ella mantendría la confianza y cumpliría con su deber.