22. Lunes lo sabe

—Hoy hace dos años desde que Jack Elliott nos trajo las noticias de la guerra en el baile en el faro. ¿Se acuerda, señorita Oliver?

La prima Sophia respondió en lugar de la señorita Oliver.

—Ay, sí, Rilla, claro que me acuerdo de esa noche y muy bien; viniste bailando a lucir tu ropa de fiesta. ¿No te advertí que no se podía decir qué nos esperaba? Nunca pensaste en lo que te esperaba a ti.

—Nadie lo sabía ni lo pensaba —replicó Susan con aspereza—. No tenemos el don de la profecía. No hay que ser adivino, Sophia Crawford, para decirle a alguien que va a tener problemas antes de que termine su vida. Hasta yo podría hacerlo.

—Entonces todos creíamos que la guerra terminaría en unos pocos meses —comentó Rilla con nostalgia—. Cuando miro hacia atrás me parece absurdo que alguna vez hayamos podido creerlo.

—Y ahora, dos años más tarde, no está más cerca de terminar que entonces —acotó la señorita Oliver con voz sombría.

Susan hizo chasquear las agujas de tejer.

—Vamos, querida señorita Oliver, bien sabe usted que ése no es un comentario razonable. Estamos dos años más cerca del final, sea cuando sea.

—Albert leyó en un periódico de Montreal en el que un experto vaticinaba que duraría otros cinco años —fue la alegre contribución de la prima Sophia.

—No puede ser —objetó Rilla, y después agregó con un suspiro—: Hace dos años hubiéramos dicho que no podía durar dos años. ¡Pero cinco años más de esto! ¡No!

—Si entra Rumania, y espero que entre, terminará en meses no en años —anunció Susan.

—Yo no tengo ninguna confianza en los extranjeros —suspiró la prima Sophia.

—Los franceses son extranjeros —replicó Susan— y mira lo que pasó en Verdún. Y todas las victorias del Somme en este bendito verano. El Gran Avance está en marcha y los rusos siguen bien. Si hasta el general Haig dice que los oficiales alemanes que capturó admiten que perdieron la guerra.

—A los alemanes no se les puede creer una palabra —protestó la prima Sophia—. No tiene sentido creer algo sólo porque te gustaría que así fuera, Susan Baker. Los británicos perdieron millones de hombres en el Somme y ¿adónde llegaron con eso? Vamos, tienes que enfrentarte a los hechos, Susan Baker.

—Están agotando a los alemanes y mientras sea así, no me importa si sucede unos kilómetros más o menos hacia el este. No soy —admitió Susan con impresionante humildad— una experta en temas militares, Sophia Crawford, pero hasta yo me doy cuenta de eso y también lo harías tú si no te empecinaras en ser tan pesimista. Los hunos no tienen toda la inteligencia del mundo. Bueno, que la guerra quede en manos de Haig por el resto del día. Me voy a preparar un baño para la torta de chocolate. Y cuando esté lista, voy a ponerla en el estante más alto. La última la dejé en el de abajo y el pequeño Kitchener le clavó los dedos y se comió todo el baño. Teníamos invitados esa noche y cuando fui a buscar la torta, me encontré con un espectáculo que…

—¿No saben nada del padre de ese pobre huérfano, todavía? —preguntó la prima Sophia.

—Sí, recibí una carta de él en julio —respondió Rilla—. Decía que cuando se enteró de la muerte de su esposa y de que yo había tomado al bebé, el señor Meredith le escribió, ¿se acuerdan?, mandó carta de inmediato, pero como nunca le contestaron, supuso que la carta se habría perdido.

—Le llevó dos años empezar a pensar que se había perdido —replicó Susan con desdén—. Algunas personas sí que piensan despacio. Jim Anderson no tuvo ni un rasguño, a pesar de haber estado dos años en las trincheras. No hay como un tonto para tener suerte, como dice el viejo refrán.

—Escribió con cariño sobre Jims y dijo que le gustaría verlo —explicó Rilla—. Así que le contesté y le conté todo sobre el niño y le mandé fotografías. Jims va a cumplir dos años la semana que viene y es una preciosura.

—Antes no te gustaban demasiado los bebés —comentó la prima Sophia.

—Y siguen sin gustarme, en lo abstracto —admitió Rilla con franqueza—. Pero adoro a Jims y me temo que no me alegré demasiado cuando la carta de Jim Anderson demostró que estaba sano y salvo.

—¡No habrás estado esperando que mataran al pobre hombre! —exclamó la prima Sophia, horrorizada.

—¡No… no… no! Esperaba que olvidara a Jims, señora Crawford.

—Y entonces tu padre tendría que afrontar el gasto de criarlo —dijo la prima Sophia con aire reprobador—. Ustedes los jóvenes son muy poco considerados.

En ese instante entró Jims, tan rozagante, lleno de rizos y precioso que provocó un comentario positivo hasta de la prima Sophia.

—Es un niño realmente bonito ahora, aunque quizá tenga los colores un poco fuertes… con tendencia febril, como quien dice. Nunca creí que podrías criarlo cuando lo vi un día después de que lo trajiste aquí. Pensé que era demasiado para ti, en serio, y se lo comenté a la esposa de Albert cuando llegué a casa. Y ella me dijo: «Hay más en Rilla Blythe de lo que crees, tía Sophia». Ésas fueron sus palabras textuales. «Hay más en Rilla Blythe de lo que crees». La esposa de Albert siempre tuvo buena opinión de ti.

La prima Sophia suspiró, como para insinuar que la esposa de Albert estaba sola contra el mundo en ese respecto.

Pero en realidad no quería decir eso. A su manera, siempre melancólica, apreciaba mucho a Rilla; lo que pasaba era que creía que había que ser estricto con los jóvenes o la sociedad se iría por el camino de la inmoralidad.

—¿Te acuerdas de tu vuelta a casa a pie desde el faro hace dos años? —preguntó la señorita Oliver a Rilla, sonriendo.

—Y cómo —sonrió Rilla; luego su sonrisa se volvió soñadora y ausente; también se acordaba de otra cosa… esa hora con Ken en la playa. ¿Dónde estaría Ken esta noche? Jem, Jerry, Walter y todos los otros muchachos que habían bailado y reído en el viejo faro aquella noche de diversión… la última noche sin nubes en el horizonte. En las inmundas trincheras del frente de Somme, con el rugido de los disparos y los gemidos de los heridos en lugar de la música del violín de Ned Burr y el destello de las explosiones en lugar del resplandor plateado del golfo azul. Dos de ellos descansaban para siempre bajo las amapolas de Flandes: Alec Burr, de Upper Glen y Clark Manley, de Lowbridge. Otros estaban heridos en hospitales. Pero hasta ahora nada había tocado a los muchachos de la rectoría ni de Ingleside. Parecían tener una protección especial. Y el suspenso era cada vez más difícil de soportar con el correr de las semanas y los meses de la guerra.

—Esto no es una clase de fiebre a la que pudieran volverse inmunes —suspiró Rilla—. El peligro sigue siendo tan real como el primer día que fueron a las trincheras. Eso es algo que me tortura día tras día. Pero no puedo dejar de esperar que ya que no les pasó nada hasta ahora, consigan terminar la guerra a salvo. Ay, señorita Oliver, ¿cómo sería no despertar de mañana con el miedo a las noticias que puede traer el día? No me lo puedo imaginar. Y hace dos años, desperté una mañana preguntándome qué nuevo y maravilloso regalo me traería el día. Yo creía que estos dos años estarían llenos de diversión.

—¿Los cambiarías, ahora, por dos años de diversión?

—No —contestó Rilla, despacio—. No los cambiaría. Es extraño, ¿no es cierto? Fueron dos años terribles… pero me siento agradecida por ellos, como si me hubieran traído algo muy valioso, a pesar del dolor. Aunque pudiera, no me gustaría nada volver a ser la chica que fui hace dos años. No es que crea que mejoré tanto, pero ya no soy la muñequita egoísta y frívola de entonces. Supongo que en ese tiempo también tenía un alma, señorita Oliver, pero no lo sabía. Ahora lo sé… y eso vale mucho, vale todo el sufrimiento de los últimos dos años. Pero… —Rilla emitió una risita, como pidiendo disculpas—. No quiero más sufrimiento, aunque sé que eso hace que el alma crezca. Dentro de dos años más quizá mire hacia atrás y me sienta agradecida porque me hizo crecer, pero ahora no lo quiero.

—Nunca lo queremos —respondió la señorita Oliver—. Es por eso que no se nos permite elegir nuestra propia forma de desarrollo, ni la medida, supongo. Por mucho que valoremos lo que aprendimos, no queremos seguir con la amarga enseñanza. Bueno, esperemos lo mejor, como dice Susan; las cosas van bien ahora y si Rumania entra en la guerra con los Aliados, quizás el fin llegue y nos sorprenda por su rapidez.

Rumania entró en la guerra… y Susan comentó con aprobación que el rey y la reina de Rumania eran la pareja real más apuesta que había visto. Así transcurrió el verano. A comienzos de septiembre, llegaron noticias de que los canadienses habían sido transferidos al frente del Somme; la ansiedad y la tensión crecieron. Por primera vez, el espíritu de la señora Blythe se tambaleó y con el correr de los días el doctor comenzó a mirarla con preocupación y a objetar tal o cual esfuerzo especial en el trabajo de la Cruz Roja.

—Ay, déjame trabajar… déjame trabajar, Gilbert —suplicó ella—. Mientras trabajo, no pienso tanto. Si no hago nada, empiezo a imaginarme toda clase de cosas. El descanso es una tortura para mí. Mis dos hijos están en ese frente terrible, en el Somme… y Shirley se lo pasa leyendo libros de aviación y no dice nada. Pero veo crecer el propósito en sus ojos. No, no puedo descansar… no me lo pidas, Gilbert.

Pero el doctor se mostró inexorable.

—No puedo dejar que te mates, Ana, muchachita —dijo—. Cuando vuelvan los muchachos quiero que esté la madre para recibirlos. Mírate bien: te estás poniendo transparente. No se puede seguir así; pregúntaselo a Susan, si no.

—¡Bueno, si Susan y tú se han aliado contra mí! —protestó Ana, impotente.

Un día llegaron las noticias gloriosas de que los canadienses habían tomado Courcelette y Martenpuich, con muchos prisioneros y armas. Susan izó la bandera y declaró que era evidente que Haig sabía qué soldados elegir para una tarea difícil. Los demás no se atrevieron a sentirse triunfantes. ¿Quién sabía cuál había sido el precio?

Rilla despertó esa mañana cuando empezaba a amanecer y se acercó a la ventana para mirar hacia afuera, con los párpados todavía pesados de sueño. El aspecto del mundo en la madrugada no se parece a ningún otro momento del mundo. El aire estaba frío de rocío y el huerto, el bosque y el Valle del Arco Iris tenían un encanto misterioso. Sobre la colina, hacia el este, había brillos dorados y rosados. No soplaba viento y Rilla oyó con claridad el aullido triste de un perro en la distancia, en dirección a la estación. ¿Sería Lunes? ¿Y si era, por qué aullaba así? Rilla se estremeció; el sonido tenía algo de angustioso y triste. Recordó que la señorita Oliver había dicho una vez, al regresar a casa de noche y oír aullar a un perro: «Cuando un perro llora así, está pasando el Ángel de la Muerte». Rilla escuchó el aullido con un frío temor en el corazón. Era Lunes… de eso estaba segura. ¿A quién iba dirigido ese canto fúnebre, al espíritu de quién enviaba ese angustiado lamento?

Rilla volvió a la cama pero no pudo dormir. Durante todo el día vigiló y esperó, presa de un miedo del cual no se atrevió a hablar con nadie. Fue a la estación a ver a Lunes y el jefe de estación le dijo:

—Ese perrito suyo aulló desde la medianoche hasta el amanecer. Fue muy raro. No sé qué le pasaba. Me levanté una vez, salí y le grité, pero no me prestó atención. Estaba sentado solito a la luz de la luna, al final de la plataforma y a cada rato levantaba el hocico y aullaba como si se le partiera el corazón. Nunca lo hizo antes; siempre dormía tranquilo entre las llegadas de los trenes. Pero anoche algo lo preocupaba, de eso no hay duda.

Lunes estaba tendido en su guarida. Meneó la cola y lamió la mano de Rilla. Pero no quiso tocar la comida que ella le había llevado.

—Me temo que esté enfermo —dijo Rilla con preocupación. No le gustaba nada la idea de marcharse y dejarlo. Pero ese día no llegó ninguna mala noticia y tampoco el día siguiente ni el otro. El temor de Rilla comenzó a desvanecerse. Lunes no volvió a aullar y reanudó su rutina de esperar la llegada de los trenes y examinar a los pasajeros. Cuando pasaron cinco días, en Ingleside comenzaron a sentir que podían estar tranquilos de nuevo. Rilla corría por la cocina, ayudando a Susan con el desayuno y cantando con tanto entusiasmo y dulzura que la prima Sophia la oyó desde enfrente y comentó a la señora de Albert:

—Canta antes de comer y llorarás antes de dormir. Así dice el refrán.

Pero Rilla Blythe no derramó lágrimas antes del anochecer. Cuando su padre, con el rostro gris, tenso y avejentado, fue a buscarla esa tarde y le dijo que Walter había muerto en acción en Courcelette, ella se desmoronó, inconsciente, en sus brazos. Y tardó varias horas en despertar al gran dolor que la abrasaba.