21. Los asuntos amorosos son horribles

Ingleside, 20 de junio de 1916

Estuvimos tan ocupados y todos los días trajeron noticias tan emocionantes, buenas y malas, que no tuve ni tiempo ni compostura para escribir en el diario desde hace semanas. Me gusta mantener el diario al día: papá dice que un diario de época de guerra tiene que ser algo muy interesante para mostrar a los hijos. El problema es que me gusta escribir cosas personales que no creo que quiera que lean mis hijos. ¡Pienso que con ellos voy a ser mucho más estricta de lo que soy conmigo misma en lo que a decoro se refiere!

La primera semana de junio fue espantosa. Los austríacos parecían a punto de invadir Italia: luego llegaron las primeras noticias terribles de la Batalla de Jutlandia, que los alemanes aclamaron como una gran victoria. Susan fue la única que mantuvo el espíritu.

«No vengan a decirme a mí que el Káiser derrotó a la Marina Británica —declaró con desdén—. Es una mentira alemana, ténganlo por seguro».

Y cuando un par de días después descubrimos que tenía razón y que había sido una victoria británica y no una derrota, tuvimos que soportar sus aires de superioridad, pero lo hicimos con mucho placer.

Fue la muerte de Kitchener lo que terminó con Susan.

Por primera vez la vi mal. Todos sentimos el impacto de esa muerte, pero Susan se hundió en pozas de desesperación. Las noticias llegaron de noche por teléfono, pero Susan no quiso creerlas hasta que vio el titular en el Enterprise al día siguiente. No lloró ni se desmayó ni sucumbió a un ataque de histeria; pero olvidó poner sal a la sopa y eso es algo que nunca le pasó, no desde que tengo memoria. Mamá, la señorita Oliver y yo lloramos pero Susan nos miró con una expresión de sarcasmo pétreo y dijo:

«El Káiser y sus seis hijos siguen vivitos y coleando. Así que el mundo no queda totalmente desolado. ¿Por qué llorar, mi querida señora?». Siguió en ese estado durante veinticuatro horas y luego apareció la prima Sophia y dio su lúgubre punto de vista.

«¿Qué noticias terribles, verdad, Susan? Habrá que prepararse para lo peor, porque sin duda llegará. Dijiste una vez, y recuerdo muy bien tus palabras, Susan Baker, que tenías absoluta confianza en Dios y en Kitchener. Bueno, ahora te queda solamente Dios, Susan Baker».

Y la prima Sophia se llevó el pañuelo a los ojos como si el mundo estuviera realmente en grandes aprietos. En cuanto a Susan, su prima fue su salvación. Volvió a la vida en un periquete.

«¡Sophia Crawford, cállate la boca! —exclamó con severidad—. Podrás ser una idiota, pero no es necesario que además seas irreverente. No se puede llorar y quejarse porque el Todopoderoso es el único apoyo de los Aliados, ahora. En cuanto a Kitchener, su muerte es una gran pérdida y no lo discuto. Pero el resultado de esta guerra no depende de la vida de un hombre y ahora que los rusos están volviendo al ataque vas a ver qué pronto mejoran las cosas».

Susan lo dijo con tanta vehemencia que se convenció a sí misma y recuperó el ánimo de inmediato. Pero la prima Sophia sacudió la cabeza.

«La esposa de Albert quiere ponerle al bebé el nombre de Brusiloff —dijo—, pero le dije que antes esperara a ver qué resulta de él. Estos rusos tienen la costumbre de desaparecer».

»Sin embargo hay que decir que los rusos se están portando espléndidamente. Salvaron a Italia. Pero aunque llegan las noticias diarias de su avance arremetedor, no nos sentimos tan llenos de júbilo como antes. Como dice Gertrude, Verdún terminó con las exaltaciones. Nos sentiríamos más entusiasmados si las victorias fueran en el frente occidental».

«¿Cuándo van a atacar los británicos? —suspiró Gertrude esta mañana—. Hace tanto… tanto que esperamos».

El acontecimiento local de más importancia en las últimas semanas fue la marcha que hizo el batallón del distrito por la zona antes de partir al extranjero. Marcharon desde Charlottetown hasta Lowbridge, luego dieron la vuelta por Harbour Head, pasaron por Upper Glen y bajaron hasta la estación St. Mary. Todo el mundo salió a verlos excepto la anciana tía Fannie Clow, que está inválida y el señor Pryor, que no apareció ni siquiera por la iglesia desde la noche de la famosa reunión de oración la semana anterior.

Fue maravilloso y emocionante ver la marcha del batallón. Había hombres jóvenes y maduros. Estaba Laurie MacAllister, que apenas tiene dieciséis años, pero juró que tenía dieciocho para poder enrolarse; y Angus Mackenzie, de Upper Glen, que tiene por lo menos cincuenta y cinco y juró que tenía cuarenta y cuatro. Había dos veteranos de Sudáfrica de Lowbridge y estaban los trillizos Baxter, de dieciocho años. Todos vitorearon cuando pasaron y luego vitorearon a Foster Booth, que tiene cuarenta y caminaba junto a su hijo Charley, de veinte. La madre de Charley murió cuando él nació y cuando Charley se enroló, Foster declaró que jamás permitiría a Charley ir a un sitio donde no se atrevía a ir él mismo y no pensaba empezar con las trincheras de Flandes. En la estación, Lunes casi perdió la razón. Corrió como un loco y envió mensajes a Jem con cada uno de los soldados. El señor Meredith leyó un discurso y Reta Crawford recitó El Gaitero. Los soldados aplaudieron con ahínco y gritaron: «Adelante… adelante… no perderemos la fe». ¡Me sentí tan orgullosa de que fuera mi querido hermano el que hubiera escrito algo tan bello y emocionante! Y luego miré las filas de uniformes y me pregunté si esos muchachos altos y gallardos podían ser los chicos con los que he reído, jugado, bailado y bromeado toda la vida. Algo parece haberlos tocado y apartado. Escuchan el llamado del Gaitero.

Fred Arnold estaba en el batallón y me sentí muy mal por él, porque me di cuenta de que era por mi causa que partía con una expresión tan apesadumbrada. No era culpa mía, pero me sentí tan mal como si lo fuera.

La última noche de su licencia, Fred vino a Ingleside y me dijo que me quería y me preguntó si podía prometerle que me casaría con él algún día, si regresaba. Lo dijo tan en serio que me sentí peor que nunca en mi vida. No podía prometerle eso… aun si no fuera por Ken… No amo a Fred y no voy a quererlo nunca, pero parecía tan cruel y desalmado enviarlo al frente sin alguna esperanza. Lloré como una chiquilina; y sin embargo… ay, creo que debe de haber algo muy frívolo en mí, algo permanente, porque en medio de todo, mientras lloraba y Fred me miraba con aspecto trágico, me vino a la mente la idea de que sería intolerable ver esa nariz frente a mí en la mesa del desayuno durante toda la vida. Bueno, ésa es una de las cosas que no me gustaría que leyeran mis descendientes. Pero es la verdad aunque sea humillante y quizá sea mejor así, o podría haberme dejado engañar por la compasión y el remordimiento y haberle hecho una promesa apresurada. Si la nariz de Fred fuera tan atractiva como sus ojos o su boca, quizá lo hubiera hecho… ¡Y en qué lío me hubiera metido entonces!

Cuando el pobre Fred se convenció de que no podía prometerle nada, se portó como un caballero, aunque eso me hizo sentir peor. Si se hubiera puesto mal, yo no me hubiera sentido tan triste ni llena de remordimientos… aunque sigo sin saber la razón por la que tendría que sentir remordimientos, porque jamás hice nada para que Fred creyera que sentía algo por él. Sin embargo, allí estaban los remordimientos —y allí están—. Si Fred Arnold no vuelve nunca de la guerra, me voy a sentir culpable toda la vida.

Entonces Fred dijo que si no podía llevarse mi amor con él a las trincheras, al menos quería sentir que tenía mi amistad. ¿Podía darle yo un beso de despedida antes que partiera… quizá para siempre?

No sé cómo pude haber creído alguna vez que los asuntos amorosos eran fascinantes y deliciosos. Son horribles. Ni siquiera podía darle un beso al pobre Fred por la promesa que le hice a Ken. Me pareció cruel. Tuve que decirle a Fred que podía contar con mi amistad, pero que no podía besarlo porque le había prometido a otro no hacerlo.

Dijo:

«¿Se trata… se trata de Ken Ford?».

Asentí. Me parecía terrible tener que contarlo; era un secreto sagrado entre Ken y yo.

Cuando Fred se fue, subí a mi habitación y lloré tanto y tan amargamente que mamá subió y quiso saber qué me pasaba. Se lo conté. Escuchó mi relato con una expresión que decía claramente: ¿Es posible que alguien haya querido casarse con esta beba? Pero estuvo tan buena y comprensiva y cariñosa que me sentí muy reconfortada. Las madres son de lo mejor.

«Ay, pero, mamá —sollocé—, quería que le diera un beso de despedida… y no podía… y eso me dolió más que el resto».

«¿Pero por qué no? —preguntó mamá con tranquilidad—. Considerando las circunstancias, creo que hubieras podido hacerlo».

«Pero no podía, mamá… le prometí a Ken que no besaría a nadie más hasta que él volviera».

Ése fue otro explosivo para la pobre mamá. Me miró y exclamó, con una nota extraña en la voz:

«Rilla, ¿estás de novia con Kenneth Ford?».

«No… no… lo… sé», sollocé.

«¿No lo sabes?», repitió Mamá.

Entonces tuve que contarle toda la historia a ella también; y cada vez que la cuento me parece más tonto imaginar que Ken tenía intenciones serias. Para cuando terminé, me sentía boba y avergonzada.

Mamá se quedó unos minutos en silencio. Luego se acercó, se sentó a mi lado y me abrazó.

«No llores, querida Rilla-mi-Rilla. No tienes nada que reprocharte respecto de Fred; y si el hijo de Leslie West te pidió que reservaras tus labios para él, creo que puedes considerarte su novia. Pero… ay, mi beba… mi última beba… te he perdido… la guerra te ha convertido en mujer demasiado pronto».

Creo que de todos modos nunca seré demasiado mujer como para no sentirme reconfortada por los abrazos de mamá. No obstante, cuando vi a Fred pasar marchando dos días más tarde en el desfile, el corazón se me comprimió en el pecho.

¡Pero me alegra que mamá piense que estoy realmente de novia con Ken!