—¿Por dónde andas, mi Ana? —preguntó el doctor, que todavía, después de veinticuatro años de matrimonio, llamaba así a su mujer de tanto en tanto cuando no había nadie alrededor. Ana estaba sentada sobre los escalones de la galería, contemplando el festivo mundo primaveral con mirada distraída. Más allá del huerto blanco había un bosquecillo de pinos oscuros y cerezos silvestres donde los pájaros cantaban con regocijo; caía la noche y el fuego de las primeras estrellas ardía sobre el bosque de arces.
Ana volvió con un suspiro.
—Me estaba evadiendo de las intolerables realidades con un sueño, Gilbert; un sueño en el que todos nuestros hijos estaban de nuevo en casa, y eran pequeños y jugaban en el Valle del Arco Iris. Está tan silencioso ahora… pero imaginaba las voces claras y los sonidos infantiles como en el pasado. Oía el silbido de Jem y el aullido de Walter, la risa de las mellizas y por unos instantes benditos olvidé los cañones del frente y sentí una felicidad falsa, dulce.
El doctor no respondió. A veces, su trabajo le permitía olvidar por unos instantes el frente de guerra pero no era algo que pasara con frecuencia. Tenía el pelo grueso salpicado por abundantes hebras grises que no habían estado allí hacía dos años. Pero sonrió a los ojos soñadores que amaba, los ojos que una vez habían sido pozos risueños y ahora siempre parecían llenos de lágrimas sin derramar.
Susan pasó con una azada en la mano y su segundo mejor sombrero en la cabeza.
—Acabo de leer un artículo en el Emperor que dice que una pareja se casó en un aeroplano. ¿Cree usted que es legal, querido doctor? —preguntó, ansiosa.
—Pienso que sí —respondió el doctor, muy serio.
—Bueno —opinó Susan—, a mí me parece que un casamiento es demasiado solemne para un asunto tan vertiginoso como un aeroplano. Pero ya nada es como antes. Falta media hora para la reunión de oración, así que voy a sacar unas malezas de la huerta. Pero voy a estar pensando todo el tiempo en esta nueva desventura de Trentino. No me gusta nada esa locura austríaca, mi querida señora.
—A mí tampoco —estuvo de acuerdo la señora Blythe con pesar—. Toda la mañana estuve preservando ruibarbo con las manos y aguardando las noticias de la guerra con el alma. Cuando llegaron, sentí que me marchitaba por dentro. Bueno, yo también tengo que ir a prepararme para la reunión de oración.
Cada pueblo tiene su propia historia no escrita, transmitida oralmente de generación en generación, de sucesos trágicos, cómicos y dramáticos. Se cuentan en bodas y festivales y se representan alrededor de fuegos invernales. Y en esos anales orales de Glen St. Mary, el relato de la reunión de oración de esa noche, que se llevó a cabo en la Iglesia Metodista, estaba destinado a llenar un lugar inmortal.
La reunión de oración había sido idea del señor Arnold. El batallón del distrito, que se había estado adiestrando todo el invierno en Charlottetown, partiría en breve hacia Europa. Los muchachos del Puerto de Cuatro Vientos, de Glen, de Harbour Head y Upper Glen estaban en casa, disfrutando de la última licencia y al señor Arnold le había parecido adecuado llevar a cabo una reunión mixta de oración por ellos antes de que partieran. El señor Meredith estuvo de acuerdo y se anunció que la reunión se llevaría a cabo en la Iglesia Metodista. Las reuniones de oración en Glen no solían tener éxito, pero esa noche la Iglesia Metodista estaba abarrotada. Todos los que estaban en condiciones de ir se habían hecho presentes. Hasta la señorita Cornelia… y era la primera vez en su vida que la señorita Cornelia pisaba una Iglesia Metodista. Había sido necesario nada menos que un conflicto mundial para que pasara semejante cosa.
—Antes aborrecía a los metodistas —declaró la señorita Cornelia con serenidad cuando su marido manifestó sorpresa ante su intención de asistir a la reunión—, pero ahora ya no. No tiene sentido odiar a los metodistas cuando hay un Káiser o un Hindenburg en el mundo.
De manera que la señorita Cornelia estaba allí, y también Norman Douglas y su esposa. Y Patillas-en-la-Luna se pavoneó por la nave central hasta un asiento delantero, como si fuera plenamente consciente del honor que confería al edificio. La gente se sorprendió de que estuviera allí: por lo general evitaba todas las reuniones relacionadas con la guerra. Pero el señor Meredith había dicho que esperaba que su sesión tuviera buena presencia y era evidente que el señor Pryor se había tomado a pecho sus palabras. Tenía puesto su mejor traje negro, corbata blanca y los apretados rizos canosos prolijamente peinados. La cara ancha, regordeta y roja tenía, como pensó Susan con un dejo de perversión, un aire más «santurrón» que nunca.
—Apenas vi entrar a ese hombre en la iglesia, con ese aspecto, supe que habría problemas, mi querida señora —declaró Susan más tarde—. No tenía ni idea de qué tipo de problemas serían, pero me di cuenta por su expresión de que estaba tramando algo.
La reunión de oración comenzó en forma convencional y prosiguió tranquilamente. Primero habló el señor Meredith con su habitual sentimiento y elocuencia. El señor Arnold dijo una homilía que hasta para la señorita Cornelia fue impecable en gusto y tema.
Y luego, el señor Arnold pidió al señor Pryor que condujera las oraciones.
La señorita Cornelia siempre había dicho que el señor Arnold no tenía cabeza. Y no era de esperarse que fuera caritativa en sus juicios sobre los ministros metodistas, pero en este caso no erró mucho el blanco. El reverendo señor Arnold no tenía mucha cabeza, eso era evidente, o jamás hubiera pedido a Patillas-en-la-Luna que condujera las oraciones en una reunión de oración por los soldados. Pensó que devolvía la atención al señor Meredith, que al concluir las homilías había pedido a un diácono metodista que condujera el servicio.
Algunos esperaban que el señor Pryor se negara de mal modo… y eso también hubiera provocado considerable escándalo. Pero el señor Pryor se puso de pie enseguida, dijo pomposamente: «Oremos» y procedió a orar. Con una voz sonora que llegó a todos los rincones del atestado edificio, soltó un torrente de palabras fluidas y ya estaba bien adentrado en su oración cuando el público, aturdido y horrorizado, cayó en la cuenta de que lo que estaba oyendo era un burdo discurso pacifista. El señor Pryor tenía al menos el coraje de sus convicciones o quizá, como dijeron algunos después, creyó que estaba a salvo en una iglesia y que era una excelente oportunidad de ventilar ciertas opiniones que no se atrevía a manifestar en otra parte por temor a que lo agredieran. Pidió para que la guerra profana cesara para que los engañados ejércitos llevados a la masacre en el frente occidental pudieran abrir los ojos a la iniquidad y arrepentirse mientras todavía hubiera tiempo, para que los pobres hombres presentes de uniformes que habían sido obligados a seguir el sendero del asesinato y el militarismo pudieran ser rescatados…
El señor Pryor llegó hasta allí sin obstáculos; tan paralizados estaban los oyentes. Tan encarnada tenían la convicción de que pasara lo que pasare no debía provocarse alboroto dentro de una iglesia que parecía probable que continuase, desbocado, hasta el final. Pero un hombre, al menos, entre los oyentes, no se sentía contenido por reverencia heredada ni adquirida por el sacro edificio. Norman Douglas era, como Susan había asegurado más de una vez, ni más ni menos que un «pagano». Pero era un pagano fervientemente patriótico y cuando el significado de lo que decía el señor Pryor penetró en su mente, Norman Douglas perdió los estribos. Se puso de pie con un rugido, en su banco lateral, de frente a la gente y gritó con voz atronadora:
—¡Basta… basta… TERMINE con esa plegaria abominable! ¡Qué oración más horrible!
Se irguieron todas las cabezas de la iglesia. Un muchacho uniformado, de pie en la parte de atrás, lo vitoreó con timidez. El señor Meredith levantó una mano prudente, pero Norman ya estaba más allá de toda prudencia. Esquivando las manos represoras de su mujer, saltó por adelante del banco y tomó al desafortunado Patillas-en-la-Luna de las solapas. El señor Pryor no se había callado ante el primer exabrupto de Norman Douglas, pero tuvo que hacerlo ahora por la fuerza: Douglas, con la larga barba rojiza hirsuta de furia, lo sacudía hasta hacerle castañetear los dientes, enfatizando las sacudidas con improperios terribles y epítetos abusivos.
—¡Pedazo de animal! —Sacudida—. ¡Buitre maligno! —Sacudida—. ¡Gusano mugriento! —Sacudida—. ¡Carnaza podrida! —Sacudida—. ¡Parásito maloliente! —Sacudida—. ¡Basura! —Sacudida—. ¡Reptil indecente!…
Norman se quedó callado, de pronto, como balbuceando. Todos creyeron que lo que estaba a punto de decir, estuviera o no en una iglesia, sería algo que habría que deletrear con asteriscos; pero en ese momento, Norman se topó con la mirada de su mujer y tomó brusca conciencia de dónde estaba.
—¡Sepulcro profanado! —gritó con una sacudida final y apartó a Patillas-en-la-Luna de sí con un vigor que llevó al desafortunado pacifista hasta el extremo de la entrada del coro. El rostro rubicundo del señor Pryor estaba ceniciento. Pero no se amilanó…
—Lo denunciaré ante la ley por esto —jadeó.
—Por favor, hágalo —rugió Norman, abalanzándose nuevamente sobre él. Pero el señor Pryor había desaparecido. No deseaba caer por segunda vez en manos de un militarista vengativo. Norman se volvió hacia la plataforma por un instante triunfal.
—No se pongan así, pastores —atronó—. Ustedes no podían hacerlo, su condición no sé lo permite, pero alguien tenía el deber de hacerlo callar. Saben muy bien que se alegran de que lo haya echado, no se podía permitir que siguiera gimoteando y lloriqueando como un traidor sedicioso. Eso era sedición y traición; alguien tenía que hacerse cargo. Nací para este momento; por fin me he salido con la mía en una iglesia. ¡Ahora puedo quedarme sentado en silencio durante otros sesenta años! Prosigan con sus oraciones. Calculo que no los volverán a molestar con más alegatos pacifistas.
Pero el espíritu de devoción y reverencia se había evaporado. Los dos ministros se dieron cuenta de ello y vieron que lo único que quedaba por hacer era dar por terminada la reunión y dejar que la gente se marchara. El señor Meredith dirigió unas breves y elocuentes palabras a los muchachos uniformados —que probablemente salvaron las ventanas del señor Pryor de un nuevo ataque— y el señor Arnold pronunció una bendición incongruente; al menos, a él le pareció incongruente, porque no podía borrarse de la mente la imagen del gigantesco Norman Douglas sacudiendo al regordete y pomposo Patillas-en-la-Luna como un enorme gran danés sacudiría a un cachorro recién nacido. Y sabía que la misma imagen se había fijado en las mentes de todos los demás. En conjunto, la reunión de oración no podía calificarse como un éxito. Pero se siguió recordando en Glen St. Mary mucho después de que cientos de reuniones ortodoxas y pacíficas hubieran pasado al olvido.
—Jamás, mi querida señora, jamás volverá usted a oírme llamar pagano a Norman Douglas —declaró Susan cuando llegó a casa—. Si Ellen Douglas no se siente orgullosa esta noche, debería estarlo.
—Norman Douglas hizo algo imposible de defender —alegó el doctor—. Habría que haber dejado en paz a Pryor hasta el final de la reunión. Sólo entonces su propio ministro y su sesión tendrían que haberse encargado de él. Ése hubiera sido el procedimiento adecuado. La actitud de Norman fue absolutamente incorrecta y escandalosa, pero ¡qué diablos! —El doctor echó la cabeza hacia atrás y rió—. ¡Qué diablos, Ana, muchacha, me sentí tan satisfecho al verlo!