Una mañana gris y fría de febrero, Gertrude Oliver se despertó con un escalofrío, entró en la habitación de Rilla y se acostó en la cama junto a ella.
—Rilla… tengo miedo… estoy asustada como un bebé… tuve otro de esos sueños extraños. Nos espera algo terrible… lo sé.
—¿Qué soñó?
—Estaba de pie sobre los escalones de la galería, igual que en aquel sueño que tuve la noche anterior al baile en el faro y se acercaba desde el este una gigantesca nube negra hinchada de truenos. Yo veía la sombra corriendo delante de ella y cuando me envolvió, me estremecí con un frío helado. Luego se desató la tormenta… era terrible… relámpagos y truenos aterradores, torrentes de lluvia. Me volví asustada y traté de buscar refugio y en ese instante, un hombre, un soldado con uniforme de oficial del ejército francés, trepó corriendo los escalones y se detuvo junto mí en el umbral. Tenía el uniforme empapado en sangre con una herida en el pecho, parecía débil y exhausto; pero su rostro pálido estaba tenso y los ojos le ardían bajo la frente demacrada. «No van a pasar», dijo en una voz baja y vehemente que oí perfectamente por encima del rugido de tormenta. Y entonces me desperté. Rilla, tengo miedo… la primavera no traerá el Gran Avance que hemos estado esperando; lo que va a venir es un golpe terrible para Francia. Estoy segura. Los alemanes tratarán de abrirse paso por algún lado.
—Pero el soldado le dijo que no pasarían —objetó Rilla.
Jamás tomaba en broma los sueños de Gertrude, ella no era el doctor.
—No sé si era una profecía o pura desesperación. El horror de ese sueño me oprime con mano de hielo. Creo que vamos a necesitar valentía, más de la que tuvimos hasta ahora.
El doctor Blythe rió al escuchar el cuento durante el desayuno… pero jamás volvió a tomar a la chacota los sueños de la señorita Oliver: ese día trajo la noticia del comienzo de la ofensiva de Verdún y de allí en adelante, durante toda la hermosa primavera, la familia de Ingleside vivió sumida en el temor. Había días en que aguardaban el final con desesperanza mientras los alemanes se acercaban más y más a la valiente barrera de una Francia desesperada.
—Si los alemanes toman Verdún, el espíritu de Francia se va a quebrar para siempre —dijo la señorita Oliver con amargura.
—Pero no van a tomarlo —objetó Susan, que había perdido el apetito por temor a la toma—. En primer lugar, usted lo soñó, soñó lo que los franceses están diciendo ahora antes de que se conocieran sus palabras: ellos dicen que los alemanes no pasarán. Le aseguro, mi querida señorita Oliver, que cuando leí eso en el diario y me acordé de su sueño, me recorrió un escalofrío de temor. Parecen los tiempos bíblicos, cuando la gente soñaba así con frecuencia.
—Lo sé… lo sé —asintió Gertrude, caminando de un lado a otro con paso inquieto—. Me aferro a una fe persistente en mi sueño, sí, pero cada vez que llegan malas noticias… la pierdo. Luego me digo que es «mera coincidencia», «memoria subconsciente» y todo eso.
—No veo cómo la memoria puede recordar algo antes de que el otro lo diga —insistió Susan—, aunque por supuesto, no soy una persona culta, como usted o el doctor. Y creo que es mejor así, si la cultura hace que algo tan simple como eso resulte difícil de creer. Pero en cualquier caso, no es necesario preocuparse por Verdún, aunque caiga en manos de los hunos. Joffre afirma que no tiene significación desde un punto de vista militar.
—Es el viejo consuelo. Ya me lo dijeron demasiadas veces, cada vez que surgen dificultades oigo las mismas palabras —replicó Gertrude—. Ya no me hace efecto.
—¿Alguna vez hubo una batalla como ésta en el mundo? —preguntó el señor Meredith una noche a mediados de abril.
—Es algo tan titánico que escapa a nuestra comprensión —acotó el doctor—. ¿Qué eran las luchas homéricas comparadas con esto? Toda la guerra de Troya podría pelearse alrededor de un fuerte de Verdún y un corresponsal no le otorgaría más que una frase en el diario. No gozo de la confianza de los poderes ocultos —el doctor hizo un guiño a Gertrude—, pero tengo la corazonada de que el destino de toda la guerra depende de Verdún. Como dicen Susan y Joffre, no tiene importancia militar; pero tiene la tremenda importancia de una Idea. Si Alemania triunfa aquí, ganará la guerra. Si pierde, va a perder su suerte.
—Y va a perder —declaró el señor Meredith con vehemencia—. No se puede conquistar una Idea. Francia es una maravilla, eso es seguro. Me parece ver en ella la figura blanca de la civilización que toma una postura firme contra los poderes negros de la barbarie. Pienso que todo nuestro mundo lo ve así y que por eso esperamos el resultado con tanta ansiedad. No es cuestión de que unos pocos fuertes cambien de manos ni de que se ganen o pierdan unos kilómetros de tierra ensangrentada.
—Me pregunto —murmuró Gertrude con aire soñador—, si habrá alguna gran bendición, lo suficientemente grande como para valer el precio, como recompensa por tanto dolor… ¿Les parece que esta agonía con que se estremece el mundo puede ser el dolor de parto de una era nueva y maravillosa? ¿O es solamente una tonta «pelea de hormigas bajo el resplandor de millones y millones de soles»? Pensamos con mucha ligereza, señor Meredith, en una calamidad que destruye un hormiguero y la mitad de sus habitantes. ¿Acaso el Poder que rige el universo nos considera más importantes de lo que nosotros consideramos a las hormigas?
—Olvida usted —objetó el señor Meredith con un destello en los ojos oscuros— que un Poder infinito tiene que ser infinitamente pequeño además de infinitamente grande. Nosotros no somos ninguna de las dos cosas y, por lo tanto, hay cosas muy pequeñas y muy grandes que se nos escapan. Para Aquel infinitamente pequeño una hormiga es tan importante como un mastodonte. Somos testigos de los dolores de nacimiento de una nueva era… pero nacerá débil y llorosa, como todos los seres del mundo. No soy de esos que esperan un nuevo cielo y una nueva tierra como resultado inmediato de esta guerra. No es así como trabaja Dios. Pero no le quepan dudas de que trabaja, Miss Oliver y al final Su propósito se cumplirá.
—Ortodoxo y lleno de sentido común… ortodoxo y lleno de sentido común —masculló Susan con gesto aprobador, en la cocina. Le gustaba, de tanto en tanto, ver a la señorita Oliver amilanarse ante el ministro. La quería mucho, pero opinaba que a la señorita Oliver le gustaba demasiado decir herejías delante de los ministros y se merecía que le recordaran cada tanto que esos asuntos estaban fuera de su jurisdicción.
En mayo, Walter escribió diciendo que le habían otorgado una Medalla D.C. No explicó por qué, pero los otros muchachos se encargaron de que todo Glean supiera el acto de valor realizado por Walter. «En cualquier guerra excepto ésta —escribió Jerry Meredith—, hubiera significado una V.C. Pero no pueden hacer tan corrientes las V.C. como los actos de valor que se realizan aquí a diario».
—Deberían haberle dado la V.C. —protestó Susan, indignada. No estaba muy segura acerca de quién tenía la culpa de ese error, pero si se trataba del general Haig, comenzaba a dudar seriamente de su capacidad para ser Comandante en jefe.
Rilla no cabía en sí de alegría. Su querido Walter se había merecido la medalla… Walter, a quien alguien había enviado una pluma blanca a Redmond; había sido Walter el que corrió fuera de la seguridad de las trincheras para arrastrar a un compañero herido caído en tierra de nadie. ¡Podía ver su hermoso rostro pálido y sus maravillosos ojos en ese momento! ¡Qué honor ser hermana de semejante héroe! Y él ni siquiera se había molestado en contar lo acontecido. La carta estaba llena de otras cosas, cosillas íntimas que ambos habían conocido y querido en los tiempos sin nubes del siglo anterior.
Estuve pensando en los narcisos del jardín de Ingleside —escribía Walter—. Para cuando recibas esta carta, estarán en flor, agitándose bajo ese hermoso cielo rosado. ¿Siguen tan brillantes y dorados como siempre, Rilla? Se me ocurre que deberían teñirse de rojo sangre… como las amapolas, aquí.
Hay luna joven esta noche: una cosita delgada, preciosa, plateada que cuelga sobre estos pozos de tormento. ¿La verás tú también entre los árboles?
Te mando un poema, Rilla. Lo escribí una noche en la trinchera, a la luz de un trozo de vela. Mejor dicho, me vino a la mente allí; no sentía que yo lo estuviera escribiendo: algo me utilizaba como instrumento. Tuve esa sensación un par de veces antes, pero nunca tan intensa como esta vez. Fue por eso que lo mandé al Spectator de Londres. Lo publicaron y la copia llegó hoy. Espero que te guste. Es el único poema que escribí desde que estoy en el extranjero.
El poema era breve y mordaz. Al cabo de un mes, había llevado el nombre de Walter a todos los rincones del globo. En todas partes lo copiaron, en periódicos metropolitanos y pequeños semanarios de pueblos, en editoriales profundos y columnas emotivas, en artículos de la Cruz Roja y en propaganda del gobierno. Madres y hermanas lloraron sobre los versos, jóvenes muchachos se emocionaron con ellos; el gran corazón de la humanidad lo tomó como un epítome del dolor, la esperanza, la pena, el propósito del poderoso conflicto; cristalizados en tres estrofas breves, inmortales. Un muchacho canadiense en las trincheras de Flandes había escrito el gran poema de la guerra. El Gaitero, por el soldado Walter Blythe fue un clásico desde la primera aparición.
Rilla lo copió en su diario al comienzo de un relato sobre la dura semana que acababa de transcurrir.
Ha sido una semana espantosa —escribió—, y a pesar de que ya pasó y sabemos que todo fue un error, no se nos van las magulladuras que dejó. Y sin embargo, en algunos sentidos, fue una semana maravillosa y he tenido atisbos de cosas que jamás había visto antes: de lo valientes y recias que pueden ser las personas aunque estén en medio del sufrimiento más terrible. Estoy segura de que jamás podría tener la fortaleza que tuvo la señorita Oliver.
Hace exactamente una semana, recibió una carta de la madre del señor Grant, de Charlottetown, en la que decía que había llegado un cable informando que el mayor Robert Grant había muerto en acción unos días antes.
¡Ay, pobre Gertrude! Al principio estuvo muy caída. Después de un día solamente, se compuso y volvió a la escuela. No lloró; en ningún momento la vi derramar una lágrima. ¡Pero ay, su rostro y sus ojos!
«Tengo que volver al trabajo —dijo—. Ése es mi deber en este momento».
Yo jamás podría haberme elevado a esa altura.
No tuvo resentimiento, nunca, bueno, apenas una vez, cuando Susan comentó algo acerca de que por fin llegaba la primavera y Gertrude dijo:
«¿Realmente puede llegar la primavera este año?». Después, rió… una risita espantosa, como la que se lanzaría frente a la muerte, pienso, y dijo:
«Qué egoísmo el mío. Porque yo, Gertrude Oliver, perdí un amigo, me parece increíble que la primavera pueda llegar como de costumbre. La primavera no deja de venir cuando hay millones de seres que sufren, pero si soy yo… ay, entonces me pregunto si el universo puede seguir su curso».
«No seas amarga contigo misma, querida —le recomendó mamá con suavidad—. Es muy natural sentir que las cosas no pueden seguir igual cuando un gran golpe nos cambia el mundo. Todos sentimos lo mismo».
Entonces habló esa bruja de Sophia, la prima de Susan. Estaba sentada allí, tejiendo y mascullando como un cuervo de mal agüero, como solía llamarla Walter.
«Pero usted no está tan mal como otros, señorita Oliver —dijo—, y no debería tomarlo tan a la tremenda. Hay gente que perdió a su marido; eso sí que es un golpe; y hay otros que perdieron hijos. Usted no».
«No —asintió Gertrude con más amargura todavía—. Es cierto que no perdí un marido: solamente perdí al hombre que hubiera sido mi marido. No perdí un hijo: solamente los hijos que podría haber tenido…, los que ahora jamás tendré».
«No queda bien que una dama hable de ese modo», exclamó la prima Sophia, escandalizada; y entonces Gertrude lanzó una carcajada tan extraña que la prima Sophia se asustó de veras. Y cuando la pobre Gertrude, incapaz de seguir soportando la situación, salió corriendo de la habitación, la prima Sophia preguntó a mamá si el golpe no habría afectado el cerebro de la señorita Oliver.
«Yo sufrí la pérdida de dos buenos compañeros —explicó—, pero no me afectó de esa forma».
¡Claro que no! Los pobres hombres deben de haberse sentido agradecidos por morir.
Oí a Gertrude caminando por la habitación casi toda la noche. Lo hacía todas las noches. Pero nunca durante tanto tiempo. Y en una oportunidad la oí lanzar un repentino chillido como si la hubieran apuñalado. No podía dormir y sufría por ella; tampoco podía ayudarla. Pensé que la noche no terminaría nunca. Pero terminó; y «el gozo llegó por la mañana» como dice la Biblia. Bueno, no llegó exactamente a la mañana, sino a la tarde. Sonó el teléfono y atendí yo. Era la anciana señora Grant que llamaba desde Charlottetown para decir que todo había sido un error, Robert no había muerto en acción; solamente lo habían herido levemente y estaba a salvo en el hospital, lejos de los campos por un tiempo. Todavía no sabían cómo se había originado el equívoco, pero suponían que debía de haber habido otro Robert Grant.
Corté y volé al Valle del Arco Iris. Estoy segura de que volé: no recuerdo que mis pies hayan tocado el suelo en ningún momento. Me encontré con Gertrude cuando volvía desde la escuela en el bosquecito de pinos donde siempre jugábamos y le lancé las novedades sin previo aviso. Debí de haber tenido más cabeza, por supuesto. Pero estaba tan loca de alegría y emoción que no me detuve a pensar para nada. Gertrude cayó cuan larga era en medio de la hierba, como si le hubieran disparado. El susto que me di me curó —en este aspecto al menos— por el resto de mi vida. Pensé que la había matado… recordé que su madre había muerto repentinamente de un ataque cardíaco, y que había muerto joven, muy joven. Me llevó lo que pareció un siglo descubrir que su corazón seguía latiendo. ¡Qué horror! Jamás vi a nadie desmayarse antes y sabía que en casa no había nadie porque todos se habían ido a la estación para recibir a Di y Nan que regresaban de Redmond. Pero sabía —en teoría— cómo debía tratarse un desmayo y ahora lo sé en la práctica. Por suerte, el arroyo estaba cerca y después de un largo rato Gertrude regresó a la vida. No dijo una palabra sobre las noticias y no me atreví a tocar el tema de nuevo. La ayudé a subir a su habitación y allí dijo: «Rob… vive…», como si le hubieran arrancado las palabras. Se arrojó sobre la cama y lloró, lloró y lloró. Jamás vi a nadie llorar de ese modo. Brotaron todas las lágrimas que no había derramado en la semana. Lloró casi toda la noche, creo, pero esta mañana tenía la expresión transfigurada y nuestra felicidad llegó a rayar en el temor.
Di y Nan volvieron a casa. Van a quedarse un par de semanas. Luego volverán a trabajar en el campo de entrenamiento de la Cruz Roja en Kingsport. Las envidio. Papá dice que yo estoy haciendo un trabajo igualmente bueno aquí, con Jims y la Cruz Roja Juvenil. Pero mi vida no tiene romance, aunque supongo que las de ellas sí.
Kut cayó frente a los alemanes. La noticia fue casi un alivio: hacía tiempo que teníamos miedo de oírla. Nos aplastó el ánimo por un día, pero luego lo superamos y nos recuperamos. La prima Sophia estuvo lúgubre como siempre y se quejó de que los ingleses perdían por todas partes.
«Son buenos perdedores —respondió Susan con aspereza—. Cuando pierden algo, lo buscan hasta que vuelven a encontrarlo. En cualquier caso, mi rey y mi país me necesitan. Tengo que ir a cortar raíces de papas para el jardín de atrás, así que búscate un cuchillo y ayúdame, Sophia Crawford. Así te vas a distraer y dejarás de preocuparte por una campaña de la que nadie te pidió tu opinión».
Susan es genial y es un placer verla azuzar a la prima Sophia.
En cuanto a Verdún, la batalla sigue y para nosotros es un sube y baja de esperanza y temor. Pero yo sé que ese extraño sueño que tuvo la señorita Oliver presagiaba la victoria de Francia. «¡No pasarán!».