—Le voy a decir una cosa, mi querido doctor —dijo Susan, pálida de ira—: Alemania ha llegado al extremo del ridículo.
Estaban todos en la cocina de Ingleside. Susan preparaba unos bizcochos para la cena. La señora Blythe estaba haciendo un budín para Jem y Rilla acomodaba golosinas para Ken y Walter… alguna vez habían sido Walter y Ken en sus pensamientos, pero casi inconscientemente había cambiado y el nombre de Ken ahora iba primero. También estaba la prima Sophia, tejiendo.
La pacífica escena se vio interrumpida por la aparición del doctor, furioso y excitado por causa del incendio del edificio del Parlamento de Ottawa. Y Susan, automáticamente, se contagió de su furia y su excitación.
—¿Qué harán después estos hunos? —quiso saber—. ¡Venir hasta aquí e incendiar el edificio de nuestro Parlamento! ¿Se ha visto alguna vez semejante cosa?
—No sabemos todavía si los alemanes son los responsables del asunto —señaló el doctor, con la seguridad de que sí lo eran—. Los incendios existen y no hacen falta ellos para causarlos. La semana pasada se incendió el granero del tío Mark MacAllister. No creo que puedas acusar de ello a los alemanes, Susan.
—Por cierto, querido doctor, no sé —replicó Susan, moviendo la cabeza con aire importante—. Patillas-en-la-Luna estuvo allí ese mismo día. El incendio empezó media hora después de que se fue él. Hasta allí, los hechos… pero yo personalmente no acusaría a un ministro presbiteriano de haber incendiado el granero de nadie sin tener pruebas de ello. Sin embargo, todo el mundo sabe que también se enrolaron los dos muchachos del tío Mark y que el mismo tío Mark da conferencias en las reuniones de reclutamiento. Así que no hay duda de que Alemania está ansiosa por vengarse de él.
—Yo no sería capaz de hablar en una reunión de reclutamiento —declaró, solemne, la prima Sophia—. Mi conciencia no me permitiría invitar a los hijos de otras mujeres a asesinar y ser asesinados.
—¿No podrías? —preguntó Susan—. Mira, Sophia Crawford, después de saber que en Polonia ya no quedan niños de menos de ocho años, siento que sería capaz de convocar a cualquiera para ir a pelear. Piensa en eso, Sophia Crawford —continuó, amenazándola con el dedo—. ¡Ni-un-solo-niño-de-menos-de-ocho-años!
—Supongo que los alemanes los tienen a todos —suspiró la prima Sophia.
—Bueno… no —respondió de mala gana, como si odiara admitir que podía existir crimen del que los hunos no fuesen los responsables—. Que yo sepa, los alemanes todavía no se convirtieron en caníbales. Deben de haberse muerto de inanición y de abandono, las pobres criaturitas. Eso es asesinato, prima Sophia. El solo hecho de pensarlo me amarga cada mordisco que doy.
—Me dijeron que a Fred Carson, de Lowbridge, le otorgaron una Medalla por Actuación Sobresaliente —acotó el doctor, por encima del diario local que leía.
—Sí, me enteré la semana pasada —dijo Susan—. Es mensajero de su batallón y parece que demostró un valor extraordinario. La carta, donde contaba todo a sus familiares, llegó cuando la vieja abuela Carson estaba en su lecho de muerte. Le quedaban unos pocos minutos de vida y el ministro episcopal le preguntó si no le gustaría que rezara. «Ah, sí, sí, puede rezar», dijo con impaciencia; era una santa… siempre con buen ánimo… «Puede rezar, pero, por favor, hágalo en voz baja y no me perturbe. Quiero pensar en esta espléndida noticia y no me queda mucho tiempo para hacerlo». Así era Almira Carson de pies a cabeza. Fred era la luz de sus ojos. Con sus setenta y cinco años no se le conoce una sola cana, dicen.
—A propósito, eso me recuerda… que esta mañana me encontré una cana, la primera —comentó la señora Blythe.
—Yo la había notado hace tiempo, mi querida señora, pero no dije una palabra. Me dije a mí misma: «Bastante tiene que soportar la señora». Pero ahora que ya la vio, permítame decirle que las canas son símbolo de dignidad.
—Me estoy poniendo vieja, Gilbert —bromeó Ana con tristeza—. La gente ya empieza a decirme que me mantengo joven. Eso no te lo dicen cuando joven. Pero esa cana no me preocupa, nunca me gustó ser pelirroja.
La señorita Oliver levantó la vista de su libro y preguntó:
—¿Notaron lo distante que parece todo lo que se escribió antes de la guerra? A uno le parece estar leyendo algo tan antiguo como la Iliada. Estuve releyendo este poema de Wordsworth que tienen que preparar los alumnos del último año. Esa calma y reposo tan clásicos, la belleza de los versos, parecen venir de otro planeta y nada tienen que ver con la confusión actual de este mundo.
—Lo único que me reconforta leer en este momento es la Biblia —comentó Susan, poniendo en el horno los bizcochos—. Hay muchísimos párrafos que describen fielmente a los hunos. El viejo Sandy afirma que no hay duda de que el Káiser es el Anticristo del que se habla en el Apocalipsis. Pero yo no llego a tanto; en mi modesta opinión, querida señora, pienso que sería demasiado honor para él.
Una mañana muy temprano, días más tarde, Miranda Pryor llegó hasta Ingleside con el pretexto de la costura para la Cruz Roja; pero, en realidad venía a compartir con la compasiva Rilla los problemas que no podía soportar sola. Trajo consigo a su perro, un animalito sobrealimentado y de patas chuecas que le había regalado Joe Milgrave. El señor Pryor no sentía cariño por los perros, pero como en aquellos tiempos veía a Joe como un buen aspirante a la mano de su hija, le permitió quedárselo. Miranda estaba tan agradecida que, para complacer a su padre, le puso el nombre de su ídolo político, el gran caudillo liberal Sir Wilfrid Laurier… título que pronto quedó reducido a Wilfy. Sir Wilfrid fue creciendo y poniéndose cada vez más gordo; Miranda lo malcriaba absurdamente y nadie lo quería. Rilla, en especial, lo odiaba porque le gustaba echarse patas para arriba para invitar a que le hicieran cosquillas en la barriga. Cuando vio que Miranda tenía aspecto de haber llorado toda la noche, la invitó a subir a su cuarto para que le contara el problema, pero ordenó a Wilfrid que se quedara abajo.
—¿No lo dejas subir? —preguntó Miranda con melancolía—. El pobre Wilfy no va a molestar, te lo aseguro… le limpié con tanto cuidado las patas antes de entrar… Se siente muy mal cuando lo dejo solo en un lugar desconocido… y pronto será… lo único que me… recuerde a… Joe.
Rilla se dio por vencida y Sir Wilfrid, con la cola enroscada con aire impertinente sobre el lomo manchado, subió triunfante las escaleras delante de ellas.
Miranda empezó a sollozar:
—Ay, Rilla, estoy tan triste. No sé cómo empezar a contarte lo mal que me siento. De verdad, tengo destrozado el corazón.
Rilla se sentó en el sofá junto a Miranda. Sir Wilfrid acomodó sus ancas frente a ellas, sacó la lengua roja e impertinente y escuchó.
—¿Cuál es el problema, Miranda?
—Joe llega esta noche, es su última licencia. Recibí una carta suya el sábado, por intermedio de Bob Crawford, ya sabes, por papá… y ay, Rilla, se queda solamente cuatro días… el viernes a la mañana tiene que irse… y quizá no lo vea nunca más.
—¿Todavía quiere casarse contigo?
—Ah, sí. En la carta me suplica que me fugue con él y nos casemos. Pero yo no puedo hacerlo, Rilla, ni siquiera por Joe. Lo único que me reconforta es saber que voy a verlo un rato mañana a la tarde. Papá se tiene que ir a Charlottetown por trabajo. Por lo menos vamos a tener una buena charla de despedida. Pero… ay, después, Rilla… Sé que papá no me permitirá ir a la estación a despedirlo el viernes a la mañana.
—¿Y por qué no se casan tú y Joe mañana a la tarde en casa? —preguntó Rilla.
Miranda, asombrada, tragó un sollozo y casi se ahogó.
—Pero, pero… eso es imposible, Rilla.
—¿Por qué? —inquirió la organizadora de la Cruz Roja Juvenil y transportadora de bebés en soperas.
—Porque… bueno… porque nunca pensamos en eso… Joe no tiene licencia… yo no tengo vestido… no podría casarme de negro… yo… yo… tú… tú… —Miranda se desmoronó por completo. Sir Wilfrid al verla tan desesperada, echó la cabeza para atrás y emitió un aullido melancólico.
Rilla Blythe pensó por unos minutos con intensidad y con rapidez. Luego dijo:
—Miranda, mira, si te pones en mis manos, para las cuatro de la tarde de mañana, vas a estar casada con Joe.
—No, no podrías.
—Claro que sí. Pero tienes que hacer exactamente lo que te diga.
—Ay… no sé… papá me va a matar…
—Tonterías. Se va a enojar muchísimo, eso sí. ¿Pero le tienes más miedo a la rabia de tu padre que a no volver a ver a Joe nunca más en la vida?
—No —respondió Miranda con repentina firmeza—. Es cierto. No.
—Entonces, ¿vas a hacer lo que yo te diga?
—Sí.
—Bueno, entonces comunícate con Joe por larga distancia y dile que consiga una licencia y que luego te llame.
—Ay, no podría —respondió Miranda horrorizada—, sería tan… tan… indecoroso.
Rilla apretó los dientes blancos. «Dios me dé paciencia» pensó, y después dijo:
—Entonces lo llamo yo. Mientras tanto, ve a tu casa y prepara todo lo que puedas. Cuando te llame para que vengas a ayudarme con la costura, hazlo de inmediato.
Apenas se fue Miranda, pálida, asustada pero desesperadamente resuelta, Rilla pidió una llamada a Charlottetown. Se la dieron con tanta rapidez que pensó que era una señal de la Providencia de que estaba haciendo lo correcto, pero le costó más de una hora dar con Joe Milgrave en el campamento. Mientras tanto, caminaba impaciente y rezaba para que cuando tuviera a Joe en la línea no lo escuchara nadie que pudiera irle con el cuento a Patillas-en-la-Luna.
—¿Eres tú, Joe? Habla Rilla Blythe… Rilla… Rilla… ay, no importa. Escucha esto. Antes de venir para casa esta noche tienes que conseguirte una licencia matrimonial… sí… de matrimonio… y un anillo de bodas. ¿Entendiste bien? ¿De acuerdo? Muy bien, pero hazlo porque es tu única oportunidad.
Desbordada por su triunfo —su peor miedo era no conseguir hablar con Joe a tiempo—, Rilla llamó a Miranda. Esta vez no tuvo tanta suerte porque fue Patillas-en-la-Luna el que atendió.
—¿Hablo con Miranda?… ah, señor Pryor. Bueno, señor Pryor, ¿sería tan amable de decirle a Miranda que venga esta tarde a casa para ayudarme con la costura? Es muy importante… en serio, no es que quiera molestarlo pero es necesario. Ay… muchas gracias.
El señor Pryor estuvo de acuerdo, se lo oía un poco desconforme, pero estuvo de acuerdo… no quería que el doctor Blythe se ofendiera y sabía que si no le permitía a Miranda colaborar con la Cruz Roja no sería bien visto por la opinión pública de Glen. Rilla fue hasta la cocina y cerró todas las puertas con una expresión tan misteriosa que Susan se alarmó. Luego dijo solemne:
—¿Susan, puedes hacer una torta de bodas esta tarde?
—¿Una torta de bodas? —Susan quedó pasmada. Tiempo atrás, Rilla había traído su bebé de guerra, sin aviso previo. ¿Estaría por hacer lo mismo, pero esta vez con un marido?
—Sí, una torta de bodas… una para chuparse los dedos, Susan. Una hermosa torta con ciruelas, ralladura de limón, huevos y todo. Y hay otras cosas que hacer. Mañana de mañana te ayudo, esta tarde tengo que hacer un vestido de novia y el tiempo es oro, Susan.
Susan llegó a la conclusión de que estaba demasiado vieja para someterse a semejante estado de alarma.
—¿Con quién vas a casarte, Rilla? —preguntó con un hilo de voz.
—Pero Susan, querida. Yo no soy la novia feliz. Es Miranda Pryor que se casará con Joe Milgrave mañana por la tarde cuando se vaya su papá. Un casamiento de guerra, Susan. ¿No es romántico y conmovedor? En mi vida estuve tan entusiasmada.
El entusiasmo pronto se esparció por todo Ingleside y hasta la señora Blythe y Susan se contagiaron.
—Me pongo a trabajar ya mismo en esa torta —prometió Susan, mirando el reloj—. Querida señora, ¿podría usted juntar la fruta y batir los huevos? Así yo podría poner la torta en el horno antes de la noche. Mañana podemos hacer las ensaladas y todo eso. Yo haría cualquier cosa para vencer a Patillas-en-la-Luna, incluso trabajar toda la noche.
Miranda llegó llena de lágrimas y sin aliento.
—Tenemos que arreglar mi vestido blanco —dijo Rilla—. Te quedará muy lindo con algunos retoques.
Y pusieron manos a la obra; cortaron, probaron, hilvanaron, cosieron como si fuera asunto de vida o muerte. A puro esfuerzo terminaron el vestido a las siete de la tarde y Miranda se lo probó en el cuarto de Rilla.
—Es muy bonito… pero… si pudiera tener un velo —suspiró Miranda—. Siempre soñé con tener un hermoso velo blanco el día de mi boda.
Evidentemente, hay un hada madrina para las novias de la guerra.
Se abrió la puerta y apareció la señora Blythe con una tela livianísima.
—Querida Miranda, quiero que mañana te pongas el velo que usé en mi casamiento. Me lo puse hace veinticuatro años en Tejas Verdes. Fui la novia más feliz del mundo y usar el velo de una novia feliz trae suerte, dicen.
—Ay, es usted tan dulce, señora Blythe —dijo Miranda con las lágrimas a punto de brotar de nuevo.
Le probaron el velo y lo drapearon. Susan entró para hacer su comentario pero no se atrevió a quedarse.
—Tengo la torta en el horno —dijo— y estoy en alerta. La noticia de la noche es que el Gran Duque ha tomado Erzerum. Es un disgusto para los turcos. Ojalá tuviera la oportunidad de decirle al Zar que cometió un error al rechazar a Nicolás.
Susan desapareció escaleras abajo para volver a la cocina; se escuchó un golpe fuerte y luego un alarido penetrante. Todos corrieron hacia allí: el doctor y la señorita Oliver, la señora Blythe, Rilla, Miranda con el velo puesto. Susan estaba sentada con toda su humanidad en el medio del suelo de la cocina con cara aturdida, desconcertada, mientras Doc —que por supuesto estaba encarnado en Hyde— miraba desde el aparador, con el lomo arqueado, los ojos como llamaradas y la cola que parecía medir el triple de su tamaño.
—Susan, ¿qué pasó? —gritó la señora Blythe alarmada—. ¿Te caíste? ¿Te lastimaste?
Susan se incorporó.
—No —dijo, sombría—. No me lastimé, aunque estoy toda destartalada. No se asusten. Y en cuanto a lo que paso… traté de patear a ese maldito gato con los dos pies, eso fue lo que pasó.
Todos rieron a carcajadas. El doctor, casi sin aliento, le dijo:
—Ay, Susan, Susan. Y pensar que nunca creí que te escucharía maldecir alguna vez.
—Siento mucho —respondió ella, apenada— haberlo hecho frente a dos jovencitas. Pero dije que esta bestia es maldita y maldita es. Le pertenece al viejo Nick.
—¿Te parece que uno de estos días va a desaparecer de golpe dejando un olor a azufre en el aire, Susan?
—Pronto va a volver al lugar que le corresponde, denlo por cierto —replicó Susan de malhumor y se acercó hasta el horno sacudiendo sus huesos—. Supongo que semejante golpe habrá movido la torta, y saldrá pesada como plomo.
Pero no. La torta tenía todo lo que una torta de bodas debe tener y Susan le hizo una cobertura hermosísima. Al día siguiente Susan y Rilla trabajaron hasta el mediodía haciendo delicados bocaditos y, tan pronto como Miranda avisó que su padre había salido, empacaron todo en un gran canasto y lo llevaron a casa de los Pryor. Joe llegó con su uniforme y acompañado por quien sería su padrino de bodas, el sargento Malcolm Crawford. La gente era bastante, toda la gente de la rectoría y de Ingleside, y cerca de una docena de parientes de Joe, incluyendo a su mamá, la señora del fallecido Angus Milgrave, como la llamaban para diferenciarla de otra señora cuyo Angus estaba vivo. La señora del fallecido Angus tenía una expresión que mostraba cierta desaprobación, parecía no entusiasmarle mucho esta alianza con la casa de Patillas-en-la-Luna.
Así fue como Miranda Pryor se casó con el soldado Joseph Milgrave antes de su partida. Tendría que haber sido un casamiento romántico, pero no lo fue. Había demasiados factores en contra del romanticismo, Rilla tuvo que admitirlo. En primer lugar, Miranda, a pesar del vestido y el velo, fue una novia de rostro aplanado, común y poco interesante. En segundo lugar, Joe lloró amargamente durante toda la ceremonia, y eso irritó a Miranda sin razón. Mucho tiempo después, ella comentaría a Rilla:
—Sentí la necesidad de decirle allí mismo que si lo ponía tan mal el hecho de casarse conmigo, no tenía por qué hacerlo. Pero luego él me explicó que estaba triste porque tenía que dejarme tan pronto.
En tercer lugar, Jims, que siempre se comportaba tan bien en público, tuvo un ataque de vergüenza y malhumor y no hizo más que gritar «Willa» durante toda la ceremonia. Nadie quería llevárselo afuera porque no querían perderse la boda, así que Rilla, que era madrina, tuvo que tenerlo en brazos todo el tiempo.
En cuarto lugar, a Sir Wilfrid Laurier le dio un ataque. Sir Wilfrid estaba atrincherado en un rincón del salón detrás del piano de Miranda. Comenzó a hacer los ruidos más extraños y espantosos. Comenzó con una especie de tos espasmódica, siguió con un gorgoteo horripilante y terminó con un aullido estrangulado. Nadie pudo oír una sola palabra de lo que decía el señor Meredith excepto en los pocos momentos en que Sir Wilfrid paraba para respirar. Nadie miraba a la novia, excepto Susan, que no podía sacar sus ojos fascinados de la cara de Miranda… todos los demás estaban mirando al perro. Miranda no había dejado de temblar por el nerviosismo, pero en cuanto Sir Wilfrid comenzó su actuación, se olvidó de todo. Lo único que pensaba era que su querido perro se estaba muriendo y ella no podía correr hacia él. Nunca recordó ni una palabra de la ceremonia.
Rilla, que a pesar de Jims hizo lo que pudo para tener un aspecto absorto y romántico como debe tener una madrina de guerra, se tuvo que dar por vencida y concentró sus energías en digerir las inoportunas ganas de reír. No se atrevió a mirar a nadie, mucho menos a la señora del fallecido Angus por temor a que la risa contenida estallara en una carcajada poco digna de una jovencita como ella.
Y por fin se casaron, y tuvieron su cena de bodas en el comedor, una cena tan abundante y generosa como si fuera producto de un mes de labor. Todos habían llevado algo: la señora del fallecido Angus, un pastel de manzana que colocó sobre una silla, para luego sentarse sobre él, distraída. Ni su humor ni su vestido negro mejoraron desde ese momento, pero nadie echó de menos el pastel durante la fiesta y la señora del fallecido Angus se lo pudo llevar de vuelta a su casa. Por lo menos no se lo arrojarían a los cerdos del pacifista de Patillas-en-la-Luna.
Esa noche el señor y la señora Milgrave, acompañados por el ya recuperado Sir Wilfrid, partieron hacia el faro de Cuatro Vientos, que estaba a cargo del tío de Joe, para una corta luna de miel. Una Meredith, Rilla y Susan lavaron los platos, ordenaron y dejaron sobre la mesa una cena fría y la nota compasiva que le escribió Miranda a su padre. Volvieron caminando a casa cuando el místico velo soñoliento y encantado del atardecer invernal se envolvía sobre Glen.
—A mí no me hubiera importado ser una novia de la guerra —comentó Susan, poniéndose sentimental.
Rilla se sentía aplastada, tal vez por el contraste ante la excitación y el apuro de las últimas treinta y seis horas. Estaba un poco desilusionada: todo el asunto había resultado tan ridículo, y Miranda y Joe tan lacrimógenos y vulgares.
—Si Miranda no le hubiese dado semejante cena a su perro no le habría dado ese ataque —dijo con rabia—. Yo se lo advertí… pero ella dijo que no iba a dejar al pobre perro muerto de hambre… que pronto sería lo único que le quedaría, etcétera. Me dieron ganas de zamarrearla.
Susan comentó:
—El padrino estaba más emocionado que el novio. Le dijo a Miranda que deseaba que días como éste se repitieran para ellos. Ella no parecía muy contenta, bueno, quizás era por las circunstancias.
—Bueno —continuó Rilla—, igualmente pienso escribir un informe detallado sobre esto a los muchachos. Jem se morirá de risa cuando le cuente sobre el espectáculo que dio Sir Wilfrid.
Pero, así como Rilla se sintió desilusionada por el casamiento de guerra, también comprobó que todo había salido a la perfección el viernes a la mañana cuando Miranda se despidió de su marido en la estación de Glen. El amanecer tenía una blancura como de perlas y era transparente como un diamante. Más atrás, el aromático bosquecito de pinos estaba cubierto de neblina y escarcha. La luna fría del amanecer colgaba sobre los campos nevados hacia el oeste mientras por encima, los arces de Ingleside brillaban con los hilos dorados del sol que salía. Joe tomó en sus brazos a su mujercita pálida y ella apretó la cara contra la de él. Rilla contuvo la emoción. Ya no importaba que Miranda fuese insignificante, común y desabrida. Ya no importaba que fuera la hija de Patillas-en-la-Luna. Lo único importante era la expresión de éxtasis y de sacrificio que tenían sus ojos, la llama perpetua y sagrada de devoción, lealtad y coraje que ella juró mantener viva en silencio, como miles de otras mujeres que tenían a sus hombres en el frente occidental.
Rilla se retiró del lugar; no había que interrumpir semejante momento. Fue hasta el final de la plataforma donde estaban echados Sir Wilfrid y Lunes, mirándose mutuamente.
Sir Wilfrid le decía con aire superior:
—¿Por qué frecuentas este cobertizo viejo cuando podrías estar echado sobre la alfombra frente al hogar de Ingleside y disfrutar de la vida? ¿Es una pose? ¿O una idea fija?
A lo que Lunes respondió lacónicamente:
—Tengo una cita.
Cuando el tren se fue, Rilla se reunió con la pequeña y temblorosa Miranda.
—Bueno —dijo ella—, se ha ido y quizá no vuelva jamás… pero yo soy su mujer y voy a ser digna de él. Me voy a casa.
—¿No te parece que sería mejor que vinieras a casa conmigo? —preguntó Rilla. Nadie sabía todavía cómo había tomado la noticia el señor Pryor.
—No. Si Joe puede enfrentar a los hunos, yo puedo enfrentarme a mi padre —declaró Miranda con osadía—. La mujer de un soldado no puede ser cobarde. Vamos Wilfy. Me voy a casa aunque tenga que aguantar lo peor.
Pero no hubo nada demasiado espantoso que enfrentar. Es probable que el señor Pryor hubiera pensado que las amas de llaves eran difíciles de conseguir y que Miranda tendría muchos hogares de los Milgrave donde ir a vivir; o que había algo llamado asignación por separación. De todas maneras, a pesar de que le dijo que había actuado como una tonta y que se arrepentiría de por vida, eso fue todo. Fue así que la señora Milgrave se puso el delantal y empezó a trabajar como siempre. Sir Wilfrid Laurier, mientras tanto, se durmió pensando que un faro como residencia de invierno no le merecía una buena opinión y que se sentía agradecido por haber terminado con las bodas de guerra.