17. Las semanas van pasando

Rilla leyó su primera carta de amor en su reducto sombreado del Valle del Arco Iris. Sabía que la primera carta de amor, no importa lo que digan sobre eso los adultos, es un hecho de suma importancia para una adolescente.

Después de que el regimiento de Kenneth abandonó Kingsport, se sucedieron dos semanas de ansiedad dolorosa y monótona. Cuando los domingos la congregación cantaba en la iglesia:

Oh, Señor, escúchanos llorar

por aquellos que perecen en el mar.

A Rilla se le quebraba la voz, porque con esas palabras se imaginaba una escena vívida y horrible en la que un submarino se hundía entre las olas despiadadas mientras los hombres se ahogaban dando gritos de desesperación. Pero más tarde llegaron noticias de que el regimiento de Kenneth, había llegado sano y salvo a Inglaterra; y ahora por fin, tenía una carta. Comenzaba con algo que la hizo muy pero muy feliz a pesar de la situación y terminaba con un párrafo que la hizo ruborizar de deleite, alegría y esperanza. Entre el principio y el final la carta estaba escrita con alegría y con la información que Ken podría haber dirigido a cualquiera; pero, gracias al encabezamiento y al final, Rilla durmió con esa carta bajo su almohada durante semanas. A veces se despertaba en mitad de la noche sólo para tocarla y sentía pena por las demás muchachas, pensaba que ninguno de sus novios podía haber escrito nada que se acercara siquiera parecido a esos párrafos maravillosos y exquisitos. No en vano Kenneth era hijo de un famoso escritor de novelas. Él tenía un estilo para expresar las cosas con pocas palabras, punzantes, significativas, que sugerían mucho más que su mero significado; y por más que las releyera miles de veces nunca se hacían viejas ni remanidas ni tontas. Rilla regresó a su casa flotando. Pero los momentos de alegría fueron escasos durante ese otoño. Hubo, por ejemplo, un día de septiembre, en que llegó la noticia de una gran victoria aliada en el Oeste y Susan corrió a izar la bandera, era la primera vez desde que se había quebrado la línea rusa y sería la última durante muchas tristes lunas.

—Parece que el Gran Ataque empezó por fin, querida señora —exclamó—. Pronto veremos el fin de los hunos. Nuestros muchachos estarán de vuelta para Navidad. ¡Hurra!

Se sintió avergonzada por el grito de inmediato, y pidió disculpas por semejante explosión de locura juvenil.

—Pero bueno, mi querida señora, las buenas noticias se me subieron a la cabeza después de ese verano terrible entre bajas rusas y retiradas en Gallipoli.

—¡Buenas noticias! —exclamó la señorita Oliver—. Me pregunto si las mujeres de los hombres que murieron ahí pueden decir que son buenas noticias. Sólo porque nuestros hombres no están en ese frente nos regocijamos como si la victoria no hubiese costado ninguna vida.

—Bueno, querida señorita Oliver, no lo vea de ese modo —la desaprobó Susan—. No creo que hayamos tenido muchas oportunidades de regocijo últimamente y aun así los hombres siguen muriendo. No se deje caer. Parece usted la prima Sophia.

La prima Sophia llegó al máximo de su pesimismo en ese otoño sombrío; hasta Susan, optimista incorregible, tuvo dificultades para levantar los ánimos. Cuando Bulgaria se alió con Alemania, lo único que dijo, en tono malhumorado fue:

—La mujer de ese Constantino de Grecia es alemana, mi querida señora, y ese hecho aplasta todas las esperanzas. ¡Quién hubiera pensado que yo viviría para interesarme por la nacionalidad de la esposa de Constantino de Grecia! Ese individuo miserable está dominado por su mujer y eso es lo peor que le puede pasar a un hombre. Yo seré una vieja criada pero una vieja criada tiene que ser independiente o termina aplastada. Pero si me hubiese casado, querida señora, sería dócil y humilde. Opino que Sofía de Grecia es una descarada.

Susan se enfureció cuando llegó la noticia de que Venizelos había sufrido una derrota.

—Yo le daría una buena paliza a Constantino y después lo desollaría vivo; se lo aseguro.

—Ay, Susan, me sorprende usted mucho —acotó el doctor con cara larga—. ¿Es que no tiene un poco de respeto por el protocolo? Desollarlo vivo por supuesto que sí, pero darle una paliza, jamás.

—Si le hubiesen dado una buena zurra en su juventud, tendría un poco más de sentido común ahora —replicó ella—. Pero supongo que a los príncipes nunca se les pega, y es una gran pena. Tengo entendido que los Aliados le mandaron un ultimátum. Yo les diría que les costará mucho más que un ultimátum despellejar a una serpiente como Constantino. Puede ser que el bloque de los Aliados haga que actúe con sensatez a martillazos, pero eso lleva tiempo y me pregunto: ¿qué será de la pobre Serbia mientras tanto?

Durante el tiempo en que se fue definiendo lo de Serbia, Susan estuvo insoportable. En su exasperación maltrataba a todo el mundo, excepto a Kitchener y se ensañó con todas sus fuerzas con el pobre presidente Wilson.

—Si hubiera cumplido con su deber entrando en guerra hace tiempo, como corresponde, no hubiésemos sido testigos de semejante desastre en Serbia —declaró.

—Es algo muy serio sumergir en la guerra a un país tan grande y con una población tan heterogénea como la de Estados Unidos, Susan —dijo el doctor, que a veces salía en defensa del Presidente, no porque pensara que Wilson lo necesitaba, sino por el mero placer de hacer reaccionar a Susan.

—Quizá, mi querido doctor, quizá. Pero esto me recuerda la historia de la muchacha que le anunció a su abuela que iba a casarse. «Estar casada es algo serio», dijo la vieja señora. «Sí, pero más serio es no estarlo», le contestó la chica. Y se lo aseguro, mi querido doctor, por experiencia propia. Yo pienso que es mucho más grave para los yanquis mantenerse afuera de esta guerra que entrar en ella. Y aunque no sé mucho sobre ellos, soy de la opinión de que en algún momento harán algo, con Woodrow Wilson o sin él, sí, apenas les entre en la cabeza que esta guerra no es una lección por correspondencia.

Carl Meredith partió una tarde amarilla y ventosa de octubre. Se había enrolado el día en que cumplió dieciocho años. John Meredith lo despidió impertérrito. Sus dos muchachos se habían ido; sólo le quedaba el pequeño Bruce. Él amaba a Bruce y a la madre de Bruce; pero Jerry y Carl eran los hijos de su primera mujer y Carl era el único de sus hijos que había heredado los ojos de Cecilia. Cuando éstos lo miraron con cariño profundo por encima del uniforme, el pálido pastor recordó de pronto el primero y último día en que quiso azotar a Carl. Por primera vez advirtió el parecido de esos ojos con los de Cecilia. Ahora lo veía otra vez. ¿Podría volver a ver los ojos de su mujer muerta mirándolo a través de los ojos de su hijo? ¡Qué muchacho alegre, transparente y apuesto! Parecía ayer cuando era el jovencito desaliñado que juntaba insectos en el valle, traía lagartijas a la cama, y escandalizaba a todo Glen con las ranas que llevaba a la Escuela Dominical. Parecía casi imposible que ahora fuera un hombre de uniforme. Y, pese a todo, John Meredith jamás trató de persuadirlo para que no se alistara.

Rilla sintió profundamente la partida de Carl. Habían sido siempre muy compañeros y amigos. Él era apenas un poco más grande que ella y habían pasado la infancia juntos en el Valle del Arco Iris. Mientras caminaba lentamente hacia su casa, empezó a recordar las viejas travesuras y escapadas que habían compartido. La luna llena espiaba entre la nubes escurridizas enviando oleadas de luz extraña, los cables telefónicos cantaban en el viento y las espigas mustias y grises de los solidagos se inclinaban contra los cercos de los jardines como grupos de viejas brujas que se llaman entre sí mientras preparan maléficos hechizos. En noches como ésas, Carl acostumbraba a llamarla con un silbido desde la entrada de Ingleside:

—Vamos a jugar con la luna, Rilla —solía decir, y se escabullían los dos hacia el Valle del Arco Iris.

Rilla nunca había tenido miedo de los insectos y escarabajos del valle aunque sí trataba de mantenerse alejada de las serpientes. Podían hablar de cualquier cosa cuando estaban juntos y en la escuela hacían bromas sobre todos y todo. Y sin embargo, una vez, a los diez años, sé habían prometido solemnemente no casarse. Alice Clow había escrito un corazón en su pizarra con sus dos nombres y después de eso, todos sus amiguitos decían que ya estaban casados. A ninguno de los dos le cayó bien esto; por eso hicieron el juramento en el valle. Nada hacía suponer lo que vendría después. Rilla sonrió ante los viejos recuerdos… luego suspiró. Ese mismo día había llegado un despacho de Londres con el anuncio de que «era el momento más oscuro desde el comienzo de la guerra». Y claro que lo era. Rilla sentía la imperiosa necesidad de hacer algo más que esperar y servir en la casa mientras día tras día todos sus amigos se iban marchando a la guerra. ¡Si fuera varón estaría acompañando a Carl en el frente occidental! Esa idea, repentina y romántica, le había rondado en la cabeza en el momento de la partida de Jem pero no había tomado verdadera conciencia de ella. Ahora estaba segura. Por momentos, esperar en casa, rodeada de comodidades y seguridad, se le hacía insoportable. La Luna salió de pronto por detrás de una nube bastante más oscura que las demás; las sombras y el reflejo plateado se perseguían mutuamente por todo el valle. Rilla recordó una noche de luna llena de su niñez cuando le dijo a su mamá:

—La luna tiene una cara triste, muy triste.

Seguía teniendo la misma sensación… la de la Luna era una cara agonizante, gastada por la preocupación, por el horror de mirar las cosas espantosas que ocurrían abajo.

¿Qué habría visto en la frontera occidental? ¿En la destruida Serbia? ¿Y en las playas devastadas de Gallipoli?

—Estoy cansada —había dicho ese día la señorita Oliver; en un arrebato poco habitual de impaciencia—, cansada de esta seguidilla de tormentos, de que cada día traiga un nuevo horror o el temor de lo que pueda ocurrir. No, no me mire con reproche, señora Blythe. Hoy no tengo nada de heroico. Me siento hundida. Ojalá Inglaterra hubiera dejado que Bélgica corriera su propio destino… ojalá Canadá no hubiera enviado ni un solo hombre… ojalá hubiéramos mantenido a los muchachos atados a nuestras faldas. Ay, en media hora me voy a avergonzar de mí misma… pero en este instante me hago responsable de cada una de mis palabras. ¿Es que no piensan avanzar nunca los Aliados?

—La paciencia es el don de los elegidos —sermoneó Susan.

—Mientras los corceles de Armagedón galopan como truenos dentro de nuestro corazón —rebatió la señorita Oliver—. Dígame, Susan… ¿nunca tuvo… nunca tuvo… la necesidad sobrenatural de gritar… de maldecir… de romper alguna cosa… simplemente porque su sufrimiento ha llegado a un punto en el que se le hace insoportable?

—Nunca maldije ni quise maldecir, mi querida señorita Oliver, pero tengo que admitir —reconoció Susan con franqueza— que en algunas ocasiones he sentido alivio golpeando objetos.

—¿Y no le parece que eso es maldecir un poco? ¿Qué diferencia hay entre dar un portazo deliberado y decir una palabra…?

Susan interrumpió, desesperada y decidida a salvar a Gertrude de sí misma:

—Querida señorita Oliver, está usted muy cansada y sin fuerzas… no me extraña, teniendo que estar todo el día detrás de esos niños revoltosos y después, llegar a casa y recibir malas noticias. ¿Por qué no sube y se recuesta un poco? Yo le llevo una taza de té caliente y unas tostadas y así no le van a dar ganas de golpear puertas o de maldecir.

—Susan, usted es un alma buena… ¡una joya!… pero Susan, sería un alivio poder decir una vez, despacito, por lo bajo una…

—Ya le traigo una bolsa de agua caliente para los pies, además —volvió a interrumpir Susan, resuelta—, y así no va a sentir que necesita decir esa palabra que está pensando, señorita Oliver, se lo puedo asegurar.

—Bueno, voy a hacer un intento con la bolsa de agua caliente primero —dijo la señorita Oliver, arrepentida de sus bromas y desapareció escaleras arriba. Susan meneó la cabeza con preocupación mientras llenaba la bolsa. La guerra estaba afectando los niveles de comportamiento de los suyos. Era lamentable. La señorita Oliver había llegado al borde de lo profano.

«Hay que sacarle la sangre de la cabeza —se dijo Susan—, y si con esta bolsa no tengo suerte, voy a recurrir a una cataplasma de mostaza».

Gertrude recobró las fuerzas y siguió adelante. Lord Kitchener se marchó a Grecia, donde Susan predijo que Constantino iba a experimentar un cambio de actitud. Lloyd George comenzó a fastidiar a los Aliados respecto de los equipos y armamentos y Susan vaticinó que todavía no había dicho todo lo que tenía que decir. Los valientes soldados australianos y neozelandeses se retiraron de Gallipoli y Susan aprobó el movimiento, pero con reservas. Comenzó el sitio de Kut-al-Amara y Susan desplegó sus mapas de la Mesopotamia e insultó a los turcos. Henry Ford partió para Europa y Susan lo criticó con sarcasmo. Sir John French fue reemplazado por Sir Douglas Haig y Susan opinó que era mala política cambiar de caballo en mitad de la batalla. No se le escapaba ni un solo movimiento de reyes, alfiles y peones de la gran partida de ajedrez a pesar de que poco tiempo atrás sólo había leído los Apuntes de Glen St. Mary.

—En una época —se lamentaba—, no me importaba nada que pasara fuera de la isla Príncipe Eduardo, y ahora me preocupa hasta el dolor de muelas de un rey de Rusia o China. Es cierto que es un beneficio para la mente, como dijo el doctor, pero perjudica los sentimientos.

Cuando llegó la Navidad otra vez, Susan no dejó ningún lugar vacante en la mesa. Dos lugares vacíos ya eran demasiado, sobre todo para Susan que en septiembre pasado había dicho que en diciembre no habría ninguno.

Aquella noche, Rilla escribió en su diario:

Ésta es la primera Navidad que Walter no está con nosotros. Jem a veces pasaba la Navidad en Avonlea, pero Walter siempre estaba. Hoy recibí carta suya y de Ken. Todavía están en Inglaterra pero esperan partir hacia las trincheras muy pronto. Cuando lo hagan, supongo que vamos a estar en condiciones de soportarlo. Para mí lo más extraño de todo lo que pasó desde 1914, es cómo hemos aprendido a aceptar cosas que nunca hubiéramos aceptado antes… para seguir viviendo como si tal cosa. Sé que Jem y Jerry están en las trincheras… que Ken y Walter van a estar ahí muy pronto… que si alguno de ellos no vuelve se me partirá el corazón… pero sigo trabajando y haciendo planes… sí y hasta disfruto de la vida de a ratos. Hay momentos en que realmente nos divertimos porque, durante ese instante, no pensamos en lo que pasa… después nos acordamos… y eso es más doloroso que estar pensándolo constantemente.

Hoy fue un día oscuro, nublado y esta noche, como dice la señorita Oliver, es especial para que un novelista se inspire para poner en el papel un asesinato o un rapto. Las gotas de lluvia que chorrean por las ventanas parecen lágrimas corriendo por la cara y el viento aúlla en el monte de arces.

No fue una linda Navidad en ningún sentido. Nan tenía dolor de muelas y Susan, los ojos irritados aunque trató de convencernos con artimañas de que no era así, Jims estuvo muy resfriado todo el día y tengo miedo de que tenga un crup. Ya tuvo crup dos veces desde octubre. La primera vez casi me muero del susto porque no estaban ni papá ni mamá… Papá no está nunca, creo, cuando se enferma alguien de la casa. Pero Susan estuvo fría como un témpano y supo qué hacer con exactitud y para la mañana Jims ya estaba bien. Ese chico es una cruza entre pato y duende. Tiene un año y cuatro meses, anda por todos lados y dice algunas palabras. Tiene la manera más simpática de llamarme Villa Will. Siempre me recuerda esa noche espantosa, absurda y deliciosa cuando Ken vino a despedirse y yo estaba tan furiosa y tan feliz. Jims es rosado y blanco y tiene ojos grandes, cabello ondulado y de tanto en tanto le descubro un hoyuelo nuevo. Todavía no puedo entender cómo puede ser la misma criatura horrible, amarilla y huesuda que traje aquel día en la sopera. Nadie sabe nada de Jim Anderson. Si no vuelve, me quedaré con Jims para siempre. Aquí todo el mundo lo adora y lo malcría… o lo harían si no estuviéramos Morgan y yo para impedirlo. Susan dice que es el niño más inteligente que ha visto en su vida y que reconoce al viejo Nick cuando lo ve… esto es porque Jims arrojó al pobre Doc por la ventana de arriba una vez. Doc se convirtió en el señor Hyde en su viaje hacia la planta baja y aterrizó en un arbusto escupiendo y maldiciendo. Traté de consolar su gato interior con un plato de leche pero no quiso nada y se mantuvo en señor Hyde por el resto del día. La última travesura de Jims fue la de pintar el almohadón del sillón viejo de afuera con caramelo y, antes de que alguien lo descubriera, la señora Clow vino a hablar por asuntos de la Cruz Roja y se sentó sobre él. Su vestido de seda nuevo quedó arruinado y nadie pudo culparla por sentirse humillada. Pero dijo tantas cosas desagradables, me dio tantos sermones sobre cómo debo educarlo y no malcriarlo, que casi pierdo los estribos yo también. En realidad, me quedé tranquila hasta que se fue y luego estallé.

«Esa vieja horrible, torpe y gorda», dije, y con qué placer pronuncié cada palabra.

«Tiene tres hijos en el frente», comentó mamá, con aire de reproche.

«Supongo que eso la disculpa de su falta de educación», le repliqué. Pero me sentí avergonzada, porque es cierto que todos sus hijos varones se fueron y ella lo sobrelleva con valentía, así como también es un pilar de la Cruz Roja. Es difícil olvidarse de todas las heroínas. De todas maneras, era su segundo vestido de seda en un año, en un momento en que todos están ahorrando o ayudando, o por lo menos tratan de hacerlo.

Tuve que volver a sacar mi sombrero de terciopelo verde y usarlo. Traté de usar el marinero todo lo que pude. ¡Cómo odio el verde! Es tan elaborado y estridente. No entiendo cómo alguna vez pudo haberme gustado. Pero juré que me lo pondría y así tenía que ser.

Esta mañana fuimos con Shirley a la estación a llevarle una comida especial de Navidad a Lunes. Lunes espera y vigila todavía, con más esperanza y confianza que nunca. A veces da vueltas por la estación y habla con la gente y el resto del tiempo se queda quieto, mirando las vías sin pestañear. No tratamos de llevarlo a casa: sabemos que es inútil. Cuando Jem vuelva, Lunes vendrá con él; y si Jem… no vuelve más… Lunes seguirá esperando allí mientras siga latiendo su valiente corazón de perro.

Anoche vino Fred Arnold. Cumplió dieciocho en noviembre y se alistará tan pronto su madre se recupere de una operación. Últimamente viene muy seguido por aquí y, a pesar de que me cae bien, me pone un poco incómoda porque tengo miedo que piense que siento algo por él. No puedo decirle nada sobre Ken… después de todo ¿qué le diría si no hay nada que contar? Pero no puedo mostrarme distante ni fría porque se está por ir y eso me afecta. Es raro. Me acuerdo que pensaba que sería divertido tener docenas de pretendientes… y ahora me hago un problema tremendo porque dos son demasiados.

Estoy aprendiendo a cocinar. Susan me enseña. Hace mucho que quería aprender; no, tengo que ser franca: Susan trata de enseñarme, que es algo totalmente diferente. No tenía mucho éxito conmigo y estaba desanimada. Pero desde que los chicos se fueron quiero hacer tortas y ese tipo de cosas para ellos, así que empecé otra vez y para mi sorpresa lo estoy haciendo bien. Susan dice que el secreto está en contener la boca y papá dice que es mi subconsciente y que ahora sí tengo ganas de aprender. Creo que los dos tienen razón. Y ahora sé dos recetas de torta. Me puse un poco ambiciosa la semana pasada y traté de hacer bombas de crema, pero fue un terrible fracaso. Salieron del horno chatas como monedas. Creí que al rellenarlas con la crema se inflarían un poco pero no fue así. Creo que Susan se sintió bien por dentro. Ella es toda una campeona haciendo bombas de crema así que le dolería mucho que alguien la igualara en esa tarea. Me pregunto si no me habrá dado mal las instrucciones; no, no la creo capaz de semejante cosa.

Hace algunos días Miranda Pryor pasó una tarde conmigo ayudándome a recortar unas prendas para la Cruz Roja conocidas por el encantador nombre de «camisas para insectos». Susan dice que ese nombre no es decente y yo sugerí que las llamáramos «camisetas para piojos», que es una versión del viejo Sandy. Pero ella movió la cabeza y le comentó a mi madre más tarde que, en su opinión, ni piojos ni camiseta eran palabras que debían pronunciar niñas de mi edad. Se espantó, en especial cuando Jem en la última carta le escribió a mamá: «Dile a Susan que esta mañana hice un buen recuento de piojos ¡y me encontré cincuenta y tres!». Susan se puso verde.

«Querida señora, cuando yo era joven, si alguna persona tenía la desgracia de encontrarse con… esos insectos… lo mantenía en secreto lo más posible. Perdone mí mentalidad estrecha, pero sigo pensando que es mejor no mencionar semejantes cosas».

Mientras trabajábamos con las camisas, Miranda tomó confianza y me contó que se siente muy, pero muy mal. Está comprometida con Joe Milgrave y Joe se enroló en octubre y se está entrenando en Charlottetown desde entonces. El padre de Miranda se puso furioso cuando Joe se enroló y le prohibió a Miranda todo tipo de comunicación con él. Pobre Joe, espera partir para Europa en cualquier momento y quiere que Miranda se case con él antes de irse, es decir que hubo comunicación entre ellos a pesar de lo que dijo Patillas-en-la-Luna. Miranda quiere casarse pero no puede y eso le desgarra el alma.

«¿Por qué no te escapas y te casas?», le dije. No sentí ningún cargo de conciencia por el consejo. Joe Milgrave es una persona excelente y el señor Pryor le había tomado cierto cariño hasta que comenzó la guerra, de manera que sabía que Patillas la perdonaría después de un tiempo cuando quiera que su ama de llaves vuelva a casa. Pero Miranda movió la cabeza de cabello brillante con tristeza.

«Joe me lo pidió pero no puedo. Las últimas palabras de mi madre en su lecho de muerte fueron: "Nunca, nunca te fugues de casa, Miranda" y yo se lo prometí».

La madre de Miranda murió hace dos años, y parece que, según Miranda, su mamá y su papá se fugaron para casarse. Imaginarme a Patillas-en-la-Luna como el héroe de semejante aventura está fuera de mis posibilidades. Pero la cosa fue así y la señora Pryor vivió para arrepentirse. Su vida junto al señor Pryor fue muy dura y siempre creyó que lo que le pasaba era el castigo por haberse escapado con él. Por eso hizo prometer a Miranda que ella nunca haría una cosa así por ninguna razón posible.

Por supuesto que no se puede instigar a una chica a que rompa la promesa hecha a su madre moribunda, así que no se me ocurrió otra cosa que decirle que se casara con Joe cuando el chico fuera a su casa y su padre no estuviera allí. Pero Miranda dijo que eso no se podía organizar. Su papá parecía sospechar que ella planeaba algo por el estilo porque nunca se iba por mucho tiempo y, por supuesto, Joe no podía conseguir una licencia en tan poco tiempo.

«No, tengo que dejar que Joe se vaya y allá lo van a matar… sé que es así… y se me va a romper el corazón», dijo Miranda, mientras que las lágrimas corrían por sus mejillas copiosamente y salpicaban las camisas para piojos.

Escribo así, no por falta de compasión por la pobre Miranda sino porque he tomado la costumbre de dar a las cosas un cariz cómico; cuando escribo a Jem, a Walter y a Ken, lo hago para hacerlos reír. Realmente me dio pena Miranda, tan enamorada de Joe y profundamente avergonzada de los sentimientos progermanos de su padre. Y creo que ella lo sabía porque dijo que quería contarme todo porque este último tiempo notó que yo me preocupaba por su situación. Sé bien que yo acostumbraba ser una criatura egoísta, despreocupada… me acuerdo de cómo era y me da vergüenza, así que creo que no soy tan mala como antes.

Ojalá pudiera ayudar a Miranda. Sería muy romántico planear una boda de guerra y me encantaría poder darle una lección a Patillas-en-la-Luna. Pero por el momento el oráculo no ha dicho una palabra.