16. Realismo y romance

—Varsovia ha caído —anunció el doctor Blythe con aspecto resignado, al traer la correspondencia un cálido día de agosto.

Gertrude y la señora Blythe se miraron tristemente y Rilla, que estaba alimentando a Jims con una dieta Morgan impartida en cuchara cuidadosamente esterilizada, dejó a un lado el instrumento, haciendo caso omiso de los gérmenes y exclamó: «Ay, mi Dios», con tono trágico, como si las noticias hubieran caído como relámpago en lugar de ser una conclusión lógica de los informes de la semana anterior. Creían que se habían resignado a la caída de Varsovia, pero ahora tomaron conciencia de que, como siempre, habían estado esperando contra toda esperanza.

—Bueno, no nos desanimemos —dijo Susan—. No es tan terrible como creíamos. Leí un artículo de tres columnas en el Montreal Herald de ayer, que señalaba que Varsovia no era importante desde un punto de vista militar. Así que tomemos el punto de vista militar, mi querido doctor.

—Yo también lo leí y me dio ánimos saberlo —acotó Gertrude—. Sabía que era una gran mentira; y sigo sabiéndolo. Pero estoy en un estado de ánimo en el que una mentira reconforta, siempre y cuando sea una mentira optimista.

—En ese caso, mi querida señorita Oliver, los informes oficiales alemanes satisfarían sus necesidades —puntualizó Susan con sarcasmo—. Ya no los leo más, porque me ponen tan furiosa que no puedo ordenar mis pensamientos y concentrarme en el trabajo. Y estas noticias de Varsovia me estropearon los planes de la tarde. Las desgracias nunca vienen solas. Hoy arruiné la masa del pan… ahora cae Varsovia… y aquí está el pequeño Kitchener decidido a atragantarse.

Jims trataba de tragarse la cuchara, con gérmenes y todo. Rilla lo rescató mecánicamente y cuando se disponía a reanudar la tarea de alimentarlo, un comentario casual de su padre le provocó tal estremecimiento de emoción que dejó caer la desafortunada cuchara.

—Kenneth Ford está del otro lado del puerto, en casa de Martin West —comentó el doctor—. Su regimiento iba hacia el frente, pero fue demorado en Kingsport por no sé qué motivo y Ken obtuvo licencia para venir a la isla.

—Espero que venga a visitarnos —exclamó la señora Blythe.

—Creo que no tiene más que uno o dos días libres —respondió el doctor, distraído.

Nadie notó el rostro arrebolado de Rilla ni sus manos temblorosas. Ni siquiera los padres más atentos y cariñosos ven lo que sucede bajo sus narices. Rilla hizo un tercer intento de dar de comer al resignado Jims, pero no podía pensar en otra cosa que en la pregunta: ¿vendría Ken a verla antes de partir? Hacía tiempo que no tenía noticias de él. ¿La habría olvidado por completo? Si no venía, sabría que era el olvido. Quizás hasta hubiera… alguna otra chica allí en Toronto. Claro que sí. Era una tonta al pensar en él. No seguiría pensando en él. Si venía, bien. Sería cortés de su parte hacer una visita de despedida a Ingleside, donde lo habían recibido como invitado tantas veces. Y si no venía, bien también. No importaba demasiado. Nadie se iba a preocupar. Eso estaba decidido; le resultaba indiferente. Pero mientras tanto, el pobre Jims recibía comida con una prisa y un descuido que hubieran llenado de horror el alma de Morgan. A Jims no le gustaba: era un bebé metódico, acostumbrado a tragar cucharadas con un intervalo respetable para poder respirar. Protestó, pero en vano. Rilla estaba completamente desmoralizada en lo que a alimentación y cuidado de bebés se refería.

Entonces sonó el teléfono. No había nada de extraño en que sonara el teléfono. Sonaba cada diez minutos, aproximadamente en Ingleside. Pero Rilla volvió a dejar caer la cuchara —esta vez sobre la alfombra— y corrió a atenderlo como si su vida dependiera del hecho de llegar antes que nadie. Jims, agotada su paciencia, elevó su voz y lloró.

—Hola, ¿hablo con Ingleside?

—Sí.

—¿Eres tú, Rilla?

—Zí… zí…

Ay, ¿por qué no dejaba Jims de llorar aunque fuera por un minuto? ¿Por qué no lo estrangulaban?

—¿Sabes quién habla?

¡Cómo no iba a saberlo! ¿Acaso no reconocería esa voz en cualquier lado, en cualquier momento?

—Ken… ¿Eres tú, no es cierto?

—Exactamente. Estoy de paso. ¿Puedo ir a verte esta noche?

—Por zupuezto.

¿Qué había dicho? ¿A verte o a verlos? Iba a estrangular a Jims, de eso no cabía duda alguna… ¿Qué estaba diciendo Ken?

—Oye, Rilla ¿puedes ingeniártelas para que no haya más de una docena de personas por allí? ¿Me entiendes? No puedo ser más explícito por esta espantosa línea rural. Está ligada con medio país.

¿Que si entendía? ¡Claro que sí!

—Voy a tratar —contestó.

—A eso de las ocho, entonces. Nos vemos.

Rilla colgó y corrió a atender a Jims. Pero no lo estranguló. Lo levantó de la sillita, lo apretó contra su rostro, lo besó con fervor y bailó con él por la habitación. Luego de este arrebato, Jims descubrió con alivio que recobraba la cordura, le terminaba de dar la comida y lo acostaba para la siesta con la canción de cuna que a él más le gustaba. Durante el resto de la tarde, Rilla cosió camisas de la Cruz Roja y construyó un castillo de sueños y arcos iris cristalino. Ken quería verla… a solas. Eso era algo fácil de arreglar. Shirley no los molestaría, mamá y papá estarían de visita en la rectoría, la señorita Oliver nunca se entrometía y Jims ya estaría acostado a esa hora: dormía sus religiosas doce horas, de siete a siete. Recibiría a Ken en la galería… habría luz de luna… se pondría el vestido blanco de gasa y se recogería el pelo… sí, al menos un pequeño rodete en la nuca. Mamá no podría objetar algo tan tonto. ¡Ah, qué maravilloso y romántico sería! ¿Le diría algo su Ken? Debía de tener algo en mente, ¿por qué habría insistido en verla a solas? ¿Y si llovía? Susan se había estado quejando del señor Hyde esa mañana. ¿Y si alguna muchacha entrometida de la Cruz Roja venía a hablar de belgas y camisas? O peor aún, ¿si aparecía Fred Arnold de visita? De vez en cuando pasaba por Ingleside a verla.

Por fin, llegó el atardecer, y no podría haber sido mejor. El doctor y su señora partieron hacia la rectoría, Shirley y la señorita Oliver desaparecieron, Susan fue al almacén a buscar provisiones y Jims partió al país de los sueños. Rilla se puso el vestido blanco, se recogió el pelo y se ató dos hileras de perlas alrededor del cuello. Luego se adornó la cintura con rositas rosadas. ¿Le pediría Ken un pimpollo de recuerdo? Sabía que Jem se había llevado a las trincheras de Flandes una rosa marchita que Faith había besado y le había entregado la noche anterior a la partida.

Rilla estaba preciosa cuando se encontró con Ken en el claroscuro de la gran galería iluminada por la luna. La mano que le tendió estaba fría y ella sentía tanta desesperación por no cecear que el saludo brotó de sus labios formal y correcto. ¡Qué apuesto y alto estaba Ken con su uniforme de teniente! Lo hacía parecer mayor… tanto que Rilla se sintió algo tonta. ¿No habría sido un absurdo creer que este espléndido joven oficial tenía algo especial que decirle a ella, la pequeña Rilla Blythe de Glen St. Mary? Sin duda no habría comprendido bien, después de todo. Ken sólo había querido decir que no quería una multitud de gente a su alrededor, haciendo aspavientos y convirtiéndolo en héroe como probablemente había sucedido en el puerto. Sí, claro, era sólo eso… Y ella, como una idiota, había imaginado que deseaba verla. Ahora él pensaría que ella había tramado ese encuentro a solas y se reiría de sus maquinaciones.

—No creí que se pudiera tener tanta suerte —dijo Ken, repantigándose en la silla y observándola con clara admiración en sus ojos expresivos—. Estaba seguro de que alguien andaría cerca y eras tú a quien quería ver, Rilla-mi-Rilla.

El castillo de ensueños de Rilla volvió a aparecer en su paisaje. No había forma de interpretar mal eso.

—Ya no hay… tanta gente aquí en casa como antes —musitó.

—No, es cierto —asintió Ken con suavidad—. Sin Jem ni Walter ni las chicas… el vacío es grande, ¿no es así? Pero… —Se inclinó hacia adelante hasta que sus rizos oscuros casi rozaron el pelo de Rilla—. ¿Fred Arnold no trata de llenarlo, de tanto en tanto? Me contaron algo de eso.

En ese momento, antes de que Rilla pudiera responder, Jims comenzó a llorar a todo pulmón en la habitación justo encima de ellos… Jims, que casi nunca lloraba de noche. Además, Rilla sabía por experiencia que cuando lloraba así era porque hacía un tiempo que protestaba sin que lo oyeran y su paciencia se había agotado. Era un llanto imposible de pasar por alto. No iba a callarse; y era imposible mantener cualquier clase de conversación con esos chillidos sobre la cabeza. Además, temía que Kenneth la considerara insensible por quedarse allí y permitir que un niño llorara de esa manera. No era probable que él conociera las opiniones del invalorable Morgan. Se puso de pie.

—Me parece que Jims tuvo una pesadilla. A veces se asusta muchísimo. Discúlpame un instante.

Rilla voló escaleras arriba; ¡ojalá no se hubieran inventado las soperas! Pero cuando Jims, al verla, extendió sus bracitos y tragó varios sollozos, el rencor desapareció de su corazón. Al fin y al cabo, el pobrecito estaba asustado. Lo levantó con suavidad y lo acunó hasta que cesó de llorar y cerró los ojos. Luego intentó volver a colocarlo en la cuna. Jims abrió los ojos y emitió un chillido de protesta. Esta actuación se repitió dos veces. Rilla comenzó a desesperarse. No podía seguir dejando solo a Ken allí abajo… ya había pasado casi media hora. Con aire resignado, bajó la escalera, con Jims en brazos y se sentó en la galería. Era, sin duda, ridículo sentarse y acunar a un malhumorado bebé de guerra cuando el muchacho que a una más le gustaba venía a despedirse, pero no veía qué otra cosa se podía hacer. Jims estaba feliz. Movió los piecitos debajo del camisón blanco y emitió una de sus raras risas. Se estaba convirtiendo en un bebé precioso; el pelo dorado y sedoso se le rizaba alrededor de la cabeza y tenía unos ojos hermosos.

—¿Es una preciosura, no? —comentó Ken.

—De aspecto no está mal —replicó Rilla con amargura, como para insinuar que era lo mejor que tenía. Jims, que era una criatura astuta, intuyó problemas en el aire y comprendió que le correspondía resolverlos. Levantó la carita hacia Rilla, sonrió y dijo con claridad:

—Will… Will.

Era la primera vez que decía una palabra o trataba de hablar. Rilla se sintió tan encantada que lo perdonó con un abrazo y un beso. Jims comprendió que todo se había aclarado y se acurrucó contra ella, justo donde un reflejo de luz de la sala le iluminaba el pelo y lo convertía en una aureola de oro contra el pecho de Rilla.

Kenneth permaneció muy quieto, contemplando a Rilla… la delicada silueta, las largas pestañas, el labio con hoyuelo, el mentón adorable. En la penumbra de la luz de la Luna, con la cabeza inclinada ligeramente sobre Jims, la luz brillando sobre las perlas, le pareció que se parecía mucho a la Virgen que colgaba sobre el escritorio de su madre, en casa. Llevaría esa imagen de ella en su corazón al horror de los campos de batallas de Francia. Desde aquella noche en el baile de Cuatro Vientos se había sentido muy atraído por Rilla Blythe, pero al verla allí, con el pequeño Jims en brazos, tomó conciencia de que la amaba. Y mientras tanto, la pobre Rilla se sentía decepcionada y humillada, pues consideraba arruinada su última velada con Ken. ¿Por qué siempre salían mal las cosas? Se sentía tan ridícula que ni siquiera se atrevía a hablar. Era evidente que Ken estaba disgustado: ahí estaba, en ese silencio pétreo.

Sintió renacer brevemente las esperanzas cuando Jims se durmió y pudo recostarlo en el sofá de la sala. Pero cuando volvió a salir, Susan estaba sentada en la galería, desatándose las cintas del sombrero con la expresión de alguien que piensa quedarse por un buen tiempo donde está.

—¿Has hecho dormir a tu bebé? —preguntó Susan con amabilidad.

¡Tu bebé! Realmente, Susan era una mujer sin tacto.

—Sí —respondió Rilla con aspereza.

Susan dejó los paquetes sobre la mesa de caña, decidida a cumplir con su deber. Estaba muy cansada, pero tenía que ayudar a Rilla. Allí estaba Kenneth Ford, que había venido a visitar a la familia y no había nadie; «la pobre chiquilla» tenía que atenderlo sola. Pero Susan había acudido en su ayuda; cumpliría su papel, a pesar del cansancio.

—Cielos, cómo has crecido —observó, contemplando el metro ochenta uniformado de Ken sin ningún reparo. Susan se había acostumbrado ya a los uniformes y a los sesenta y cuatro años un uniforme de teniente es ropa, nada más—. Es asombroso cómo crecen los niños. Rilla ya va a cumplir quince.

—Voy a cumplir diecisiete, Susan —exclamó Rilla con vehemencia. Hacía un mes que tenía dieciséis. La actitud de Susan era intolerable.

—Parece que fue ayer cuando todos ustedes eran bebés —continuó Susan, haciendo caso omiso de la protesta de Rilla—. Te aseguro, Ken, que eras verdaderamente precioso, aunque tengo que decir que a tu madre le costó muchísimo curarte del vicio de chuparte el dedo. ¿Te acuerdas el día en que te di una paliza?

—No —respondió Ken.

—Ah, bueno, supongo que eras demasiado pequeño… tendrías unos cuatro años y estabas aquí con tu madre. Molestaste a Nan hasta que se echó a llorar. Yo había intentado impedírtelo varias veces, pero en vano. Así que decidí que el único remedio era una paliza. Te levanté, te acosté sobre mis rodillas y te propiné una de las buenas. Chillaste como un marrano, pero dejaste de fastidiar a Nan.

Rilla se retorcía en la silla. ¿Acaso Susan no se daba cuenta de que le estaba hablando a un oficial del ejército canadiense? Al parecer, no. Cielos, ¿qué pensaría Ken?

—Supongo que tampoco recuerdas la vez que tu mamá te pegó —prosiguió Susan, en su estado de ánimo reminiscente—. Yo nunca me voy a olvidar. Estaba aquí una noche, tú tendrías cerca de tres años. Tú y Walter jugaban en el jardín trasero con un gatito. Yo tenía un gran recipiente lleno de agua de lluvia junto al desagüe y lo estaba guardando para hacer jabón. Walter y tú comenzaron a pelear por el gatito. Walter estaba de un lado del recipiente, de pie sobre una silla, sujetando el gatito. Tú estabas al otro lado, también sobre una silla. Te inclinaste por sobre esa vasija, tomaste el gatito y tiraste. Siempre fuiste rápido para tomar lo que deseabas sin demasiada ceremonia. Walter tiró para su lado y el gato chilló, pero tiraste a Walter y al gato hacia tu lado y luego ambos cayeron en ese fuentón, con gato y todo. De no haber estado yo allí, los tres se hubieran ahogado. Los rescaté al instante, sin demasiada dificultad. Tu madre, que había visto todo desde la ventana de arriba, bajó, te levantó en brazos, empapado como estabas y te dio una paliza de antología. Ah —suspiró Susan—, aquéllos eran los buenos tiempos en Ingleside.

—Ajá —respondió Ken. Su voz sonaba extraña y tensa. Rilla supuso que estaba furioso. La verdad era que no se atrevía a hablar por temor a estallar en carcajadas.

—A Rilla, en cambio —prosiguió Susan, mirando a la desafortunada damisela— nunca hubo que pegarle demasiado. Se portaba realmente bien por lo general. Pero su padre le dio una paliza una vez. Tomó dos frascos de pastillas del consultorio del doctor y desafió a Alice Clow a ver quién se las tragaba primero. Si su padre no hubiera aparecido a tiempo, las dos criaturas habrían sido cadáveres al anochecer. Pero por suerte, todo terminó bien, a pesar de lo mal que se sintieron. Pero el doctor le dio una paliza en ese mismo momento y después de eso, ella nunca volvió a tocar las cosas del consultorio. Hoy en día se habla mucho de «persuasión moral», pero en mi opinión, una buena paliza es lo mejor.

Rilla se preguntó con ferocidad si Susan pensaba relatar todas las palizas familiares. Pero Susan había terminado con eso y se desvió alegremente a otro tema.

—Me acuerdo que el pequeño Tod MacAllister se mató de ese modo, comiéndose una caja entera de pastillas que creyó eran caramelos. Fue un asunto muy triste. Nunca vi —declaró Susan con vehemencia— un cadavercito tan precioso. Fue un gran descuido de su madre dejar los medicamentos a su alcance, pero todos sabían que era una mujer imprudente.

—¿Viste a alguien en el almacén? —preguntó Rilla, desesperada, tratando de llevar la conversación a temas más agradables.

—Sólo a Mary Vance —respondió Susan— y estaba más apurada que pulga de irlandés.

¡Qué comparaciones espantosas las de Susan! ¿Creería Kenneth que las había aprendido de la familia?

—De oír a Mary hablando de Miller Douglas, cualquiera diría que es el único que se alistó en Glen —siguió diciendo Susan—. Pero claro, a ella siempre le gustó ufanarse y tiene algunas cualidades, supongo, aunque no pensé lo mismo la vez que persiguió a la pequeña Rilla por el pueblo con un pescado seco hasta que la pobrecilla cayó de cabeza en el charco delante de la tienda de Carter Flagg.

Rilla se sintió paralizada por una oleada de furia y vergüenza. ¿Quedaba alguna otra escena desgraciada de su pasado que Susan pudiera sacar a relucir? En cuanto a Ken, podría haberse desternillado de risa pero no iba a ofender de esa forma a la protectora de su amada, de modo que mantuvo una expresión desacostumbradamente solemne, que la pobre Rilla interpretó como altanera y ofendida.

—Pagué once centavos por un frasco de tinta, hoy —se quejó Susan—. Es el doble de lo que costaba el año pasado. Quizá se deba a las notas de Woodrow Wilson, son tantas. Le deben de costar una suma considerable. Mi prima Sophia afirma que Woodrow Wilson no es la clase de hombre que esperaba que fuera… pero claro, ningún hombre lo es, para ella. Como soy una solterona, no me jacto de saber mucho sobre los hombres, pero mi prima Sophia se muestra muy dura con ellos, a pesar del hecho de que tuvo dos maridos, lo cual es bastante a mi entender. La chimenea de Albert Crawford se desmoronó en el temporal que tuvimos la semana pasada y cuando Sophia oyó los ladrillos golpeando el techo, creyó que era un ataque aéreo de Zepelines. Y la señora de Crawford dice que entre las dos cosas hubiera preferido el ataque.

Rilla estaba inerte en la silla, como hipnotizada. Sabía que Susan dejaría de hablar cuando quisiera y que ningún poder terrenal podría hacerla parar antes. Por lo general, sentía gran afecto por Susan, pero ahora la aborrecía con un odio letal. Eran las diez de la noche. Ken pronto tendría que marcharse, llegarían los demás y ella ni siquiera había tenido la oportunidad de explicarle que Fred Arnold no llenaba ningún vacío en su vida ni podría hacerlo nunca. Su castillo de sueños yacía en ruinas a su alrededor.

Kenneth por fin se puso de pie. Comprendió que Susan se quedaría allí mientras durara su visita y lo esperaba una caminata de cinco kilómetros hasta la casa de Martin West, en el puerto. Se preguntó si Rilla habría tramado la intervención de Susan para no quedarse a solas con él, por miedo a que dijera algo que la novia de Fred Arnold no quería escuchar. Rilla también se puso de pie y caminó en silencio a su lado hasta el extremo de la galería. Se detuvieron un instante allí; Ken, en el escalón inferior. La menta alrededor de los escalones emanaba su aroma punzante que se elevaba alrededor de ellos como una bendición silenciosa. Ken levantó la vista hacia Rilla; la espesa cabellera le brillaba a la luz de la luna; sus ojos eran lagunas de seducción. De pronto tuvo la certeza de que no había nada de cierto en los chismes acerca de Fred Arnold.

—Rilla —susurró súbitamente, con vehemencia—. Eres una verdadera dulzura.

Rilla se sonrojó y echó una mirada a Susan. Ken hizo lo mismo y vio que Susan les daba la espalda. Rodeó a Rilla con un brazo y la besó. Para Rilla, era el primer beso. Pensó que quizá debiera molestarle, pero no era así. Miró tímidamente a Ken, que la contemplaba con aire interrogante y su mirada también fue un beso.

—Rilla-mi-Rilla —susurró Ken—. ¿Me prometes que no permitirás que nadie más te bese hasta que yo vuelva?

—Sí —respondió Rilla, temblando de emoción.

Susan se estaba volviendo. Ken soltó a Rilla y bajó al sendero.

—Adiós —dijo con tono casual. Rilla oyó su propia voz saludándolo con el mismo tono. Se quedó sobre la galería, y lo miró alejarse por el sendero, salir por el portón y desaparecer calle abajo. Cuando el bosque de abedules lo ocultó de su vista, de pronto susurró: «Oh» con voz ahogada y corrió hasta el portón enganchándose la falda en arbustos florecidos. Se inclinó por encima del portón y vio a Kenneth caminando con paso rápido por la calle, muy erguido a la luz de la luna. Al llegar a la curva, Ken se detuvo y se volvió; vio a Rilla de pie entre los lirios blancos. Agitó una mano, ella le devolvió el saludo… Ken desapareció por la curva.

Rilla permaneció allí unos instantes, mirando las praderas de bruma y plata. Había oído decir a su madre que amaba las curvas en los caminos, porque eran provocativas y seductoras. Rilla creía detestarlas. Había visto a Jem y Jerry desaparecer de su vista por una curva, luego a Walter… ahora a Ken. Hermanos, amigo, pretendiente… todos se habían ido, quizá para siempre. Pero el Gaitero tocaba y la danza de la muerte proseguía.

Cuando Rilla regresó a la casa, Susan seguía sentada junto a la mesa de la galería y tenía los ojos sospechosamente húmedos.

—Estuve pensando, Rilla, querida, en los viejos tiempos de la Casa de los Sueños cuando los padres de Kenneth estaban de novios y Jem era un bebé y tú ni siquiera estabas en los planes. Fue un asunto muy romántico; tu madre y ella eran tan amigas. Pensar que he vivido para ver marcharse a su hijo al frente. Como si no hubiera tenido suficientes problemas en la vida sin necesidad de añadirle éste… Pero hay que sobreponerse y ser valientes.

La furia de Rilla contra Susan se evaporó. Con el beso de Ken todavía ardiéndole sobre los labios y el maravilloso significado de la promesa que le había pedido a su emocionado corazón, no podía estar enfadada con nadie. Deslizó la delgada mano dentro de la mano áspera de Susan y se la apretó. Susan era fiel y cariñosa, y daría la vida por cualquiera de ellos.

—Estás cansada, Rilla, querida; será mejor que te acuestes —recomendó Susan, acariciándole la mano—. Me di cuenta de que estabas demasiado cansada para hablar, hace unos momentos. Me alegro de haber llegado justo a tiempo para ayudarte. Es un fastidio tener que dar conversación a hombres jóvenes cuando no se está acostumbrada.

Rilla llevó a Jims arriba y se acostó, no sin antes, reconstruir ante la ventana su castillo de arco iris, con varias cúpulas y torretas añadidas.

—Me pregunto —masculló para sus adentros—, si soy o no la novia de Kenneth Ford.