15. Hasta la madrugada

—Premysl volvió a caer en manos alemanas —comentó Susan con voz sombría mientras levantaba la vista del diario— y ahora supongo que tendremos que volver a llamarla por ese nombre tan poco civilizado. La prima Sophia estaba aquí cuando llegó la correspondencia y no bien oyó las noticias emitió un suspiro desde las profundidades de su estómago, mi querida señora, y dijo: «Ah, sí y ahora van a tomar Petrogrado, sin duda alguna». Pero yo la refuté: «Mis conocimientos de geografía no son tan profundos como quisiera, pero tengo la impresión de que hay una buena caminata desde Premysl hasta Petrogrado». La prima Sophia volvió a suspirar y dijo: «El gran duque Nicolás me decepciona». «Que no se entere —le contesté—. Podría sentirse herido en sus sentimientos y ya tiene bastantes preocupaciones». Pero no hay forma de alegrar a la prima Sophia, por más sarcástica que se ponga una, mi querida señora. Suspiró por tercera vez y se quejó: «Pero es que los rusos están retrocediendo tan rápido». «¿Y con eso qué? —le contesté—. Hay mucho lugar para la retirada, ¿o no?». Pero la verdad, mi querida señora, aunque jamás lo admitiría ante la prima Sophia, no me gusta nada la situación en el frente oriental.

A nadie le gustaba, en realidad pero la retirada siguió durante todo el verano… una agonía larga y lenta.

—Me pregunto si alguna vez volveré a esperar la llegada de la correspondencia con tranquilidad de espíritu… o con placer, eso ya parece totalmente imposible —observó Gertrude Oliver—. La idea que me persigue día y noche es qué va a pasar si los alemanes derrotan a Rusia por completo, ¿se les pasará por la cabeza arrojar su ejército del este, enardecido por la victoria, contra el frente occidental?

—Claro que no, querida señorita Oliver —declaró Susan, adoptando el papel de profetisa—. En primer lugar, el Todopoderoso no va a permitirlo; en segundo lugar, el gran duque Nicolás, aunque me decepcionó en algunos aspectos, sabe cómo escapar con decencia y orden, y eso es algo que resulta muy útil cuando a uno lo persiguen los alemanes. Norman Douglas declara que los está acicateando y que mata diez por cada hombre que pierde. Pero mi opinión es que no puede hacer otra cosa y está tratando de manejar lo mejor posible las circunstancias, igual que el resto de nosotros. Así que no se adelante a buscar más preocupaciones, querida señorita Oliver, ya tenemos bastantes bajo las narices.

Walter se había marchado a Kingsport para entrenarse. Nan, Di y Faith también se habían ido a trabajar para la Cruz Roja durante las vacaciones. A mediados de julio, Walter volvió a casa con una semana de licencia antes de salir para el extranjero. Rilla había vivido su ausencia pensando en esa semana y ahora que había llegado, bebió cada minuto con avidez, odió hasta las horas que tenía que perder durmiendo porque le parecían una pérdida inútil de momentos preciosos. A pesar de la tristeza, fue una semana hermosa, llena de horas inolvidables, significativas, en las que ella y Walter compartieron largas caminatas, conversaciones y silencios. Rilla lo tenía todo para sí y sabía que él estaba sacando fuerzas y consuelo de su comprensión, de su cariño. Era maravilloso saber que ella significaba tanto para él; eso la ayudaba a soportar momentos que de otro modo hubieran sido intolerables y le permitía sonreír… hasta reír un poco. Cuando Walter ya no estuviera con ella, podría abandonarse al alivio de las lágrimas, pero no lo liaría mientras él viviera en Ingleside. Ni siquiera se permitía llorar de noche, por temor a que sus ojos la delataran por la mañana.

La última tarde de Walter en casa, fueron al Valle del Arco Iris y se sentaron a orillas del arroyo, bajo el abedul blanco, donde en los años sin nubes habían jugado a tantos entretenimientos alegres. Ese día el valle brillaba en un atardecer de esplendor poco habitual seguido por un ocaso gris salpicado de estrellas; luego llegó la luz de la luna para iluminar rincones y grietas, y dejar otros sumergidos en sombras aterciopeladas.

—Cuando esté «en algún sitio de Francia» —dijo Walter contemplando con ojos ávidos la belleza que atesoraba su alma—, recordaré estos lugares silenciosos, bañados por la luz de la luna. El bálsamo de los abedules, la paz de los destellos blancos de la luna, la «fuerza de las colinas»… ¡qué hermosa frase bíblica es ésa, Rilla! Mira esas viejas colinas que nos rodean… las que de niños nos parecían inmensas, las que nos hacían preguntarnos qué nos esperaba en el gran mundo más allá. ¡Qué serenas y fuertes son, qué pacientes e inmutables…!, como el corazón de una buena mujer. Rilla-mi-Rilla, ¿sabes lo que has sido para mí en este último año? Quiero decírtelo antes de marcharme. No hubiera podido soportarlo de no haber sido por ti, por tu corazoncito amante, creyente.

Rilla no se atrevía a hablar. No sabía si podía hacerlo. Deslizó su mano dentro de la de Walter y se la apretó con fuerza.

—Y cuando esté allí, Rilla, en ese infierno sobre la tierra que fabricaron los hombres olvidados de Dios, mi mayor refugio será pensar en ti. Sé que vas a ser tan paciente y valerosa como en este último año… no tengo miedo por ti. Sé que pase lo que pase, serás Rilla-mi-Rilla… pase lo que pase.

Rilla contuvo un suspiro y un sollozo, pero no pudo reprimir un estremecimiento y Walter comprendió que había hablado lo suficiente. Al cabo de un momento de silencio, en el que cada uno hizo una promesa muda al otro, él dijo:

—Bueno, basta de estar tan serios. Miremos más allá de los años, pensemos en el momento en que la guerra termine y Jem, Jerry y yo volvamos marchando hacia la felicidad.

—Pero no vamos a ser felices otra vez…, no del mismo modo —objetó Rilla.

—No, del mismo modo, no. Nadie que haya sido tocado por esta guerra volverá a ser feliz del mismo modo. Pero la felicidad va a ser mejor. Pienso, hermanita, que va a ser una felicidad que nos habremos ganado. Fuimos muy felices antes de la guerra, ¿no? Con un hogar como Ingleside, unos padres como los nuestros, no podíamos no ser felices. Pero esa felicidad era un obsequio de la vida y el amor. No era nuestra realmente, la vida podía arrebatárnosla en cualquier momento. En cambio no podrá sacarnos la felicidad que nos ganamos cumpliendo nuestro deber. Tengo conciencia de eso desde que me enrolé. A pesar de mis depresiones, las tengo de vez en cuando, me siento muy bien desde aquella noche de mayo. Sé buena con mamá mientras yo no esté, Rilla. Debe de ser horrible ser madre en esta guerra… las madres, las hermanas y las novias son las que más sufren. Rilla, chiquilla hermosa, ¿eres novia de alguien? Si es así, cuéntamelo antes de que me marche.

—No —respondió Rilla. Y después, guiada por un deseo de ser absolutamente franca con Walter en esa conversación que podía ser la última que tuvieran, añadió, sonrojándose con intensidad en la penumbra—. Pero si Kenneth Ford… me lo pidiera…

—Entiendo —dijo Walter—. Y Ken también se enroló. Pobre chiquilla mía, qué duro es todo esto para ti. Bueno, yo no dejo a ninguna chica con el corazón sangrando por mí… Gracias a Dios.

Rilla miró hacia la rectoría, sobre la colina. Vio la luz de la ventana de Una Meredith. Se sintió tentada de decir algo… pero después comprendió que no le correspondía. No era su secreto; y además, no estaba realmente segura… sólo lo sospechaba.

Walter miró a su alrededor, despacio, con ternura. Ese lugar siempre había tenido un significado especial para él. ¡Cómo se habían divertido en los viejos tiempos! Los claroscuros de los senderos parecían poblados de fantasmas del recuerdo: Jem y Jerry, colegiales descalzos y bronceados, pescando en el arroyo y friendo truchas en el viejo hogar de piedra; Nan, Di y Faith, con su fresca belleza aniñada. Una, dulce y tímida, Carl, obsesionado por sus investigaciones sobre hormigas e insectos, la pequeña Mary Vance, con su lengua afilada y su buen corazón, el Walter que había sido él mismo, tendido sobre la hierba leyendo poemas o paseando por palacios de fantasía. Todos estaban allí, a su alrededor… los veía casi con la misma claridad con que veía a Rilla, con la que había visto al Gaitero aquella vez, tocando en la creciente oscuridad. Y esos fantasmitas alegres de otros tiempos le hablaban: «Nosotros fuimos los niños de ayer, Walter; lucha bien por los niños de hoy y de mañana. Ten valor».

—Walter, ¿dónde estás? —exclamó Rilla con una risita—. Vuelve, vuelve de una vez.

Walter regresó con un largo suspiro. Se puso de pie y contempló el hermoso valle bajo la luna, como para impregnarse la mente y el corazón con el encanto del lugar.

—Así lo veré en mis sueños —dijo, mientras se volvía. Volvieron a Ingleside. Estaban el señor y la señora Meredith, con Gertrude Oliver, que había venido desde Lowbridge para despedirse. Todos se mostraban alegres, pero nadie hablaba demasiado sobre el inminente final de la guerra como habían hecho cuando partió Jem. No hablaron sobre la guerra en absoluto… y no pensaron en ninguna otra cosa. Por fin se reunieron alrededor del piano y cantaron el viejo y grandioso himno:

Oh, Dios, ayuda nuestra en tiempos pasados, Esperanza nuestra en eras que vendrán. Nuestro refugio del cruel temporal. Y nuestro eterno hogar.

—Todos volvemos a Dios en estos tiempos de tribulación —comentó Gertrude a John Meredith—. Hubo tiempos en que yo no creía en Dios, es decir, no como Dios, sino como la impersonal Gran Causa Primera de los científicos. Ahora creo en Él, tengo que creer, no hay nada en qué apoyarse salvo Dios, con humildad, por completo, incondicionalmente.

—«Ayuda nuestra en tiempos pasados», «ayer, hoy y para siempre» —murmuró el ministro con suavidad—. Cuando nos olvidamos de Dios… Él nos recuerda.

No había multitudes en la estación de Glen para despedir a Walter a la mañana siguiente. Ya se estaba volviendo habitual que un muchacho de uniforme tomara ese tren después de su última licencia. Además de la familia, estaban solamente los de la rectoría y Mary Vance. Mary Vance había despedido a su Miller la semana anterior con sonrisa decidida, y ahora se consideraba experta en despedidas.

—Lo importante es sonreír y portarse como si no pasara nada —informó al grupo de Ingleside—. A los chicos no les gustan nada las escenas de llanto. Miller me ordenó que no apareciera cerca de la estación si no iba a poder controlarme. Así que lloré antes en casa y lo último que le dije fue: «Buena suerte, Miller; si vuelves, vas a encontrarme igual que ahora, sin cambios y si no vuelves, siempre estaré orgullosa de que hayas ido y en cualquier caso, no te enamores de una francesa». Miller juró que me sería fiel, pero nunca se sabe con esas fascinantes mujeres foráneas. En fin, me miró hasta el final con una enorme sonrisa. La verdad es que me quedó la cara como almidonada por el resto del día.

A pesar de los consejos y el ejemplo de Mary, la señora Blythe, que había despedido a Jem con una sonrisa, no pudo hacer lo mismo con Walter. Pero por lo menos nadie lloró. Lunes salió de su guarida en el depósito y se sentó junto a Walter, meneando la cola cada vez que Walter le hablaba y mirándolo con aire confiado, como si quisiera decirle: «Sé que encontrarás a Jem y me lo traerás de vuelta».

—Hasta la vista, mi viejo —dijo Carl Meredith alegremente cuando llegó el momento de las despedidas—. Diles a los muchachos que mantengan el ánimo… yo me voy dentro de poco.

—Yo también —acotó Shirley con tono lacónico, extendiéndole su mano bronceada. Susan lo oyó y se puso pálida.

Una le estrechó la mano en silencio, mirándolo con ojos azules, tristes y profundos. Pero los ojos de Una siempre habían sido tristes. Walter inclinó su apuesta cabeza morena tocada con la gorra militar y le dio un beso cálido, fraternal. Jamás la había besado antes y por un instante, el rostro de Una la traicionó. Pero nadie la estaba mirando; el conductor gritaba «¡Todos a bordo!»; todos trataban de parecer alegres. Walter se volvió hacia Rilla; ella le tomó las manos y levantó la vista hacia él. No volvería a verlo hasta que saliera el Sol y desaparecieran las sombras… y no sabía si ese amanecer sería de este lado de la tumba o más allá de ella.

—Adiós —dijo.

En sus labios la palabra perdía toda la amargura de siglos de despedidas y se cargaba de la dulzura de los amores de todas las mujeres que amaron a sus seres queridos y rezaron por ellos.

—Escríbeme y cría a Jims con fe, según el evangelio de Morgan —bromeó Walter, que había dicho todo lo serio la noche anterior en el Valle del Arco Iris. Pero a último momento tomó el rostro de ella entre sus manos y miró bien adentro de sus ojos valientes—. Qué Dios te bendiga, Rilla-mi-Rilla —susurró con ternura. Después de todo no era tan difícil luchar por una tierra que producía hijas como ella.

De pie en la plataforma trasera, saludó a todos mientras el tren se alejaba. Rilla estaba sola, separada del resto, pero Una Meredith se le acercó y las dos chicas que más amaban a Walter se apretaron las manos frías al ver doblar al tren por la curva de la colina boscosa.

Rilla pasó una hora en el Valle del Arco Iris, esa mañana, pero nunca dijo nada de ella; ni siquiera escribió una palabra en el diario; después, volvió a su casa y cosió un mameluco para Jims. Por la tarde fue a una reunión del comité de la Cruz Roja Juvenil y se mostró severamente eficiente.

—No se podría decir —dijo Irene Howard a Olive Kirk más tarde— que Walter partió para el frente esta misma mañana. Pero algunas personas no tienen sentimientos. A veces me gustaría poder tomarme las cosas con tanta ligereza como Rilla Blythe.