Durante el día siguiente, Susan dejó que la bandera flameara en Ingleside en honor a la declaración de guerra por parte de Italia.
—Y antes no hubiera sido oportuno, mi querida señora, teniendo en cuenta cómo están las cosas en el frente ruso. Diga usted lo que quiera, pero esos rusos son alegres aunque el Gran Duque sea todo lo contrario. Es una suerte para Italia haberse aliado con el bando correcto. En cuanto a los aliados, no sé si les conviene, no puedo decirlo hasta no saber algo más sobre los italianos. De todos modos el asunto le va a dar bastante en qué pensar al fracasado de Francisco José. Un buen emperador por cierto: con un pie en la tumba y sigue planificando muertes al por mayor.
Susan golpeaba y amasaba el pan con la misma energía que hubiese puesto para golpear al mismo Francisco José, si éste hubiera tenido la mala suerte de caer bajo sus garras.
Esa mañana temprano, Walter se había ido a la ciudad en el tren; Nan se ofreció para cuidar a Jims así que Rilla quedó libre. Estaba terriblemente ocupada, ayudando a decorar el teatro de Glen y supervisando cien cosas a la vez. La tarde era preciosa, a pesar de que el señor Pryor había dicho «ojalá llueva a cántaros», mientras le daba un puntapié al perro de Miranda con toda premeditación.
Rilla entró corriendo en su casa y se vistió lo más rápido que pudo.
Todo había salido sorprendentemente bien; hasta Irene estaba abajo practicando las canciones con la señorita Oliver.
Rilla estaba entusiasmada y feliz. Por el momento había dejado de pensar en lo que pasaba en el frente. Tenía la sensación del deber cumplido, una sensación de triunfo por haber logrado que sus esfuerzos dieran frutos de esa forma. Sabía que no había faltado quien pensara que Rilla Blythe carecía del tino y la paciencia necesarios para organizar un programa de concierto. ¡Ella les había demostrado lo equivocados que estaban! Le pareció que tenía buen aspecto: tenía las mejillas pálidas teñidas de un color rosado suave y sentador por el entusiasmo y el color le disimulaba las pecas; el pelo le brillaba con reflejos rojizos. ¿Qué le quedaría mejor, unas flores silvestres o su hilera de perlas? Después de una terrible agonía, optó por las flores y se las insertó detrás de la oreja izquierda. Ahora, una última mirada a los pies. Sí, se había puesto los dos zapatos. Le dio el beso de las buenas noches a Jims —qué carita más preciosa, suave y calentita tenía— y bajó la colina apurada por llegar al teatro. Ya se estaba llenando de gente. Su concierto sería todo un éxito.
Los tres primeros números terminaron muy bien. Rilla estaba en un pequeño camarín detrás de la plataforma, mirando hacia el puerto iluminado por la Luna mientras ensayaba los versos que iba a recitar. Estaba sola, el resto de los participantes ocupaba una habitación del otro lado. De pronto sintió dos brazos desnudos alrededor de la cintura; Irene Howard le dio un beso en la mejilla.
—Rilla, dulce, estás angelical esta noche, en serio. ¡Qué espíritu! Pensé que con la noticia de que Walter se ha enrolado apenas podrías soportarlo y aquí estás fresca como una lechuga. Ojalá tuviera aunque fuera la mitad de tu fortaleza.
Rilla quedó paralizada. No sentía ningún tipo de emoción… no sentía nada. El mundo de sus sentimientos se había borrado en su interior.
—Walter… enrolado —se oyó decir a sí misma… luego la risita afectada de Irene.
—¿Cómo, no estabas enterada? Pensé que lo sabías. No te lo habría dicho de haber sabido… Yo siempre estoy metiendo la pata ¿no es cierto? Sí, para eso se fue hoy a la ciudad…, me lo dijo cuando bajaba del tren. Yo fui la primera que se enteró. Todavía no tiene uniforme porque no tienen más pero se lo van a dar en uno o dos días. Yo sabía que era tan valiente como los demás. Te aseguro que me sentí orgullosa de él, Rilla, cuando me lo contó. Ah, ya termina la lectura de Rick MacAllister. Tengo que irme. Prometí que tocaría para el próximo coro… Alice Clow tiene dolor de cabeza…
Se fue… ¡Ay, gracias a Dios que se fue! Rilla se quedó sola otra vez, mirando fijamente el faro de Cuatro Vientos, sin cambios, bello, como soñado. Los sentimientos reaparecieron… una estocada de angustia tan aguda que era casi física. Sintió que se hacía pedazos.
—No puedo soportarlo —dijo. Y luego vino el espantoso pensamiento de que quizá sí sería capaz y de que tenía ante ella años de sufrimiento terrible.
Tenía que escapar… correr a casa… estar sola. No podía salir a escena y actuar y leer y tomar parte en los diálogos. Arruinaría la mitad del concierto… pero eso no tenía importancia… nada tenía importancia. ¿Era ella, Rilla Blythe, esta criatura torturada, la misma que hacía sólo unos minutos se sentía casi feliz? ¿Por qué no podía llorar como cuando Jem había anunciado que se iba? Si hubiera podido llorar, quizás esa cosa horrible que acababa de apoderarse de su vida entera la dejaría en libertad. Pero las lágrimas no venían. ¿Dónde estaban el abrigo y la bufanda? Tenía que escapar y esconderse como un animal herido de muerte.
¿Era cobardía huir de esa manera? La pregunta se le presentó como si alguien se la hubiera formulado. Pensó en el fluctuante frente de Flandes… pensó en su hermano y el compañero de juegos que se había ido con él tratando de mantener la posición en esas trincheras, soportando el fuego enemigo. ¿Qué pensarían de ella si evadiera su pequeña misión aquí… la humilde tarea de llevar adelante un concierto de la Cruz Roja? Pero no se podía quedar, no podía. ¿Qué había dicho mamá cuando Jem partió? Que cuando las mujeres pierdan el valor, ¿podrán nuestros hombres seguir combatiendo sin miedo? Pero esto… esto era… insoportable. Pero se detuvo a mitad de camino hacia la puerta y regresó a la ventana. Irene estaba cantando ahora; su voz, hermosa como siempre —la única cosa genuina que tenía—, resonaba clara y dulce por todo el edificio. Rilla sabía que las siguientes eran las niñas con su cuadro. ¿Podría salir y hacer su parte? Le dolía la cabeza; la garganta le ardía. Ay, ¿por qué Irene había tenido que decírselo justo en ese momento? Había sido una crueldad. Rilla recordó de pronto que varias veces durante el día había visto a su madre mirándola con expresión rara. Demasiadas ocupaciones como para preguntarse por qué. Ahora comprendía. Mamá sabía. Walter había ido hasta la ciudad pero no había querido hablar con ella, no hasta el final del concierto. ¡Qué fortaleza de espíritu la de mamá!
—Tengo que quedarme y ver que todo termine bien —se dijo tomándose sus propias manos frías.
El resto de la velada fue una pesadilla para ella. Tenía el cuerpo rodeado de gente pero su alma estaba sola en su propia cámara de tortura. De todas maneras, tocó durante el cuadro y leyó sin equivocarse. Incluso se puso el disfraz de una grotesca dama irlandesa y reemplazó a Miranda Pryor. Pero no le dio ese acento inimitable que había logrado en los ensayos ni tampoco leyó con el fuego de siempre. Cuando estuvo frente al público sólo pudo ver una cara… la del muchacho buen mozo de pelo oscuro que estaba sentado al lado de su madre. Y vio esa misma cara en las trincheras… lo vio tendido muerto de frío bajo las estrellas… lo vio consumiéndose en prisión… vio cómo se apagaba la chispa de sus ojos… vio cientos de cosas horribles mientras estaba de pie, allí en el salón de Glen, más pálida que las flores de manzano que tenía en el pelo. Entre cada aparición no hizo más que caminar sin descanso por el camarín. ¡El concierto no terminaba nunca!
Pero por fin terminó. Olive Kirk salió a su encuentro para decirle que habían recolectado cien dólares.
—Muy bien —le contestó ella mecánicamente.
Y se alejó de todas… ¡Ay, Dios, qué lejos estaba de todas ellas! Walter la esperaba en la puerta. Entrelazó el brazo con el de ella y se fueron por el camino iluminado por la Luna. Las ranas cantaban en los charcos, el campo plateado y borroso los rodeaba. La noche de primavera era agradable y seductora. Rilla pensó que esa belleza ofendía su corazón apenado. Odiaría la luz de la luna para siempre.
—¿Lo sabes? —preguntó Walter.
—Sí, me lo dijo Irene —respondió ella con el llanto atragantado en el cuello.
—No queríamos que supieras hasta que terminara la velada. Me di cuenta de que lo sabías cuando saliste para el primer número. Hermanita, tenía que hacerlo. No pude seguir viviendo así desde que hundieron el Lusitania. Cuando imaginaba a esas mujeres y niños flotando a la deriva en el agua helada y despiadada… bueno, primero sentía una especie de náusea por la vida. Quería huir del mundo donde ocurren cosas como ésas, sacudirme ese polvo maldito de los pies para siempre. Después comprendí que tenía que ir.
—Ya hay bastantes.
—Ése no es el punto, Rilla, mi Rilla. Voy por mi propio bien… para salvar mi alma. Si no fuera, mi alma se convertiría en algo pequeño, cruel, algo muerto. Eso sería mucho peor que la ceguera o la mutilación a la que tanto temía.
—Te pueden… matar… —Rilla se odió por decirlo, sabía que era una actitud cobarde de su parte, pero estaba hecha pedazos por la tensión de la noche.
Walter le respondió con versos:
—«Sea veloz o lenta sea es la muerte la que al final nos espera». —Y le explicó—: No tengo miedo de morir, te lo dije hace mucho tiempo. Hay precios demasiado caros sólo por seguir viviendo, hermanita. Hay tanta crueldad en esta guerra… Tengo que ir y ayudar a erradicarla de este mundo. Voy a luchar por la belleza de la vida, Rilla, mi Rilla, es mi deber. Puede que existan otros deberes más elevados, pero ése es el mío. Le debo a la vida y a Canadá comprometerme por eso y es lo que voy a hacer. Por primera vez desde que se fue Jem, siento que recuperé algo de mi propia autoestima. Hasta escribí poesía —dijo riendo—, no había escrito nada desde agosto. Esta noche estoy lleno de poesía. Hermanita, sé valiente, como cuando Jem nos dejó.
—Esto… es… diferente. —Rilla tenía que detenerse después de cada palabra para luchar contra el llanto que la invadía—. Amaba… a Jem… por supuesto… pero cuando… él se fue… pensamos… que la guerra… terminaría pronto… y tú… eres todo para mí, Walter.
—Tienes que ser fuerte para que yo pueda serlo, Rilla, mi Rilla. Esta noche estoy exaltado… ebrio de la victoria sobre mí mismo… pero habrá momentos en que no me sentiré así… entonces necesitaré tu ayuda.
—¿Cuándo… te… vas? —Rilla tenía que saber lo peor lo más pronto posible.
—Todavía tengo una semana… después nos vamos a Kingsport a entrenarnos. Supongo que saldremos al mar para mediados de julio… no sabemos.
Una semana más. ¡Sólo una semana más con Walter! Sus jóvenes ojos no eran capaces de imaginar cómo podría seguir viviendo después.
Cuando llegaron a la entrada de Ingleside, Walter se detuvo a la sombra de los viejos pinos y la atrajo hacia él.
—Rilla, mi Rilla, en Flandes y en Bélgica había niñas tan dulces y puras como tú. Tú… hasta tú… sabes cuál fue su suerte. Tenemos que hacer lo imposible para que no vuelvan a pasar cosas como ésas en el mundo. Me vas a ayudar ¿no es cierto?
—Lo voy a intentar, Walter… sí, lo voy a intentar.
Abrazada a él, con la cabeza contra su hombro, Rilla entendió que tenía que ser así. Fue allí que aceptó la situación. Walter tenía que partir… su maravilloso Walter con su alma bella, sus sueños, sus ideales. Rilla había sabido que eso pasaría, tarde o temprano. Había intuido que algo vendría… que vendría como la sombra de una nube acercándose a un campo lleno de sol, rápida, inevitable. Dentro de su inmenso dolor, era consciente de una extraña sensación de alivio en algún rincón de su alma, un lugar donde tenía una pequeña herida ignorada que había estado latente todo el invierno. Nadie, pero nadie volvería a decir que Walter era un desertor.
Rilla no durmió esa noche. Probablemente nadie durmió en Ingleside, excepto Jims. El cuerpo crece despacio sin detenerse nunca, pero el alma crece a los saltos; puede llegar a su estatura completa en una hora. A partir de aquella noche, el alma de Rilla Blythe se convirtió en el alma de una mujer con toda su capacidad de sufrimiento, de fortaleza y de resistencia.
Cuando llegó el amanecer, amargo y duro, se levantó y fue hacia la ventana. Abajo se veía un manzano grande, un enorme cono rebosante de flores rosadas. Walter lo había plantado años atrás cuando era niño. Detrás del valle la mañana parecía una costa nublada con pequeñas ondas de sol rompiendo sobre ella. La belleza fría y lejana de una estrella tardía brillaba por encima. ¿Por qué tienen que sufrir los corazones en épocas de hermosura primaveral?
Rilla sintió que unos brazos la rodeaban amorosamente, protegiéndola. Era mamá… la de tez pálida y los ojos enormes.
—Ay, mamá, ¿cómo puedes soportar todo esto? —gritó Rilla con toda su alma.
—Hace varios días que conozco las intenciones de Walter. Ya tuve tiempo de… rebelarme y volver a reconciliarme. Tenemos que dejarlo tranquilo. Existe un llamado más grande y más insistente que el de nuestro amor… y él lo ha escuchado. No debemos agregar más pena a la amargura de su sacrificio.
—Pero si nuestro sacrificio es mucho más grande que el de él —exclamó Rilla con pasión—. Nuestros muchachos se entregan a sí mismos, nosotras los entregamos a ellos.
Antes de que la señora Blythe pudiera responder, Susan asomó la cabeza por el hueco de la puerta. Como siempre, no pensaba en algo tan superfluo como golpear antes de entrar. Tenía los ojos sospechosamente enrojecidos, pero se limitó a decir:
—¿Quiere que le traiga el desayuno, mi querida señora?
—No, no, Susan, ya bajamos. ¿Sabías que… Walter se enroló?
—Sí, mi querida señora, me lo dijo el doctor anoche. Supongo que el Todopoderoso tendrá sus razones para permitir cosas así. Tenemos que dedicar nuestras energías a pensar en el lado bueno. Es posible que lo cure de su idea de ser poeta, por lo menos. —Susan opinaba que los poetas y los vagabundos eran la misma cosa—. Eso ya sería bastante. Y gracias a Dios —murmuró en tono más bajo— que Shirley no tiene edad para ir.
—¿Estás dando las gracias por el hecho de que el que va a tener que ir en lugar de Shirley es hijo de otra mujer? —preguntó el doctor, que pasaba por la puerta.
—No, por supuesto que no, mi querido doctor —aclaró ella, desafiante, mientras levantaba a Jims, que abría sus ojos oscuros y estiraba los bracitos hacia arriba—. No ponga usted palabras que jamás tuve intención de pronunciar en mi boca. Yo soy una mujer simple y no puedo discutir con usted, pero no le agradezco a Dios que nadie tenga que ir. Lo único que sé es que parece que todos van a tener que dejarnos a menos que queramos ser «kaiserizados». Y ahora —concluyó mientras apoyaba a Jims en el hueco de sus brazos flacos y se iba escaleras abajo—, como ya grité y dije mi decir, voy a recuperar el aliento, y si no puedo estar tranquila, voy a tratar de parecerlo.