—Mucho me temo, mi querida señora —anunció Susan, que había peregrinado a la estación con unos huesos suculentos para Lunes—, que pasó algo terrible. Patillas en la Luna descendió del tren que venía de Charlottetown muy complacido. No recuerdo haberlo visto nunca con semejante sonrisa en público. Desde luego, quizás haya hecho un buen negocio ganadero, pero tengo un horrible presentimiento que los hunos han penetrado por alguna parte.
Quizá Susan fue injusta al conectar la sonrisa del señor Pryor con el hundimiento del Lusitania cuyas noticias comenzaron a circular una hora más tarde cuando se distribuyó el correo. Pero los muchachos de Glen salieron en banda esa noche y le rompieron todas las ventanas en un arrebato de furia por las andanzas del Káiser.
—No digo que hicieron bien ni digo que hicieron mal —observó Susan cuando se enteró—. Pero lo que sí digo es que no me hubiera disgustado tirarle unas cuantas piedras yo misma. Una cosa es segura: el día que llegaron las noticias, Patillas en la Luna dijo en el correo en presencia de testigos que aquellos que no se quedaron en sus casas luego de haber sido advertidos no merecían un destino mejor. Norman Douglas echa espuma por la boca. «Si el demonio no se lleva a esos hombres que hundieron el Lusitania, no existe», gritaba anoche en la tienda de Carter. Norman Douglas siempre pensó que cualquiera que está en su contra está del lado del demonio, pero un hombre así puede tener razón, de tanto en tanto. Bruce Meredith se preocupa por los bebés que se ahogaron. Y parece que rezó por algo muy especial el viernes último y no lo consiguió, cosa que lo dejó de muy mal ánimo. Pero cuando se enteró del hundimiento dijo a su madre que ahora entendía por qué Dios no respondía a su plegaria: estaba ocupado atendiendo las almas de toda la gente que murió. El cerebro de ese chico tiene cien años más que su cuerpo, mi querida señora. En cuando al Lusitania, es una tragedia, eso es seguro y no importa de qué lado se lo piense. Pero Woodrow Wilson va a escribir una nota al respecto, así que ¿para qué preocuparse? ¡Vaya presidente! —Susan golpeó las ollas con furia. El presidente Wilson se estaba convirtiendo en un anatema en la cocina.
Mary Vance pasó una tarde contándoles a los residentes de Ingleside que había retirado toda oposición al enrolamiento de Miller Douglas.
—Este asunto del Lusitania fue demasiado para mí —declaró con aspereza—. Si al Káiser se le da por ahogar bebés inocentes es buena hora de que alguien le marque los límites. Hay que luchar hasta el final. Me costó un poco asimilarlo, pero ahora estoy decidida. Así que le dije directamente a Douglas que podía ir. Pero Kitty Alec no está convencida. Si hundieran todos los buques del mundo y ahogaran a todos los bebés, a Kitty no se le movería un pelo. Pero me tomo el atrevimiento de pensar que era yo la que retenía a Miller todo este tiempo y no la bella Kitty. Es posible que me haya engañado a mí misma… veremos.
Y lo vieron. El domingo siguiente Miller Douglas entró en la iglesia de Glen al lado de Mary Vance, vestido con uniforme. Y era tanto el orgullo de Mary que sus ojos blancos casi relampagueaban. Joe Milgrave, que estaba en el fondo, miró a Miller y a Mary, luego a Miranda Pryor y lanzó un suspiro tan profundo que todos los que estaban en un radio de tres bancos se enteraron de su tristeza. Walter Blythe no suspiró. Pero Rilla, que lo miraba con atención, vio una expresión que le atravesó el corazón. Esa expresión la acosó toda la semana y le llenó el alma de amargura, y todo eso, se sumó a su preocupación por el inminente concierto de la Cruz Roja y los inconvenientes que surgían al respecto. El resfrío de Reese no había terminado en tos convulsa, así que ese tema se había resuelto. Pero había otros problemas; y el día anterior al concierto llegó una carta de la señora Channing anunciando con pesar que no podía presentarse para cantar. Su hijo, que estaba en Kingsport con el regimiento, padecía una grave neumonía y ella tenía que ir a cuidarlo. Los miembros de la comisión organizadora del concierto se miraron con horror. ¿Qué se podía hacer?
—Esto pasa por depender de gente de afuera —declaró Olive Kirk de mal modo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Rilla, demasiado angustiada como para prestar atención al tono de Olive—. Anunciamos el concierto en todas partes, va a venir una multitud, hasta un grupo de la ciudad… Tenemos que encontrar a alguien que reemplace a la señora Channing.
—No sé a quién se puede conseguir con tan poca anticipación —objetó Olive—. Irene Howard podría hacerlo, pero es poco probable que acceda después de la forma en que la ofendió nuestra sociedad.
—¿Y cómo la ofendió nuestra sociedad? —quiso saber Rilla en lo que llamaba su tono «frío y pálido». Ni la frialdad ni la palidez amedrentaron a Olive.
—Tú la ofendiste —respondió con aspereza—. Irene me lo contó todo; estaba deshecha. Le dijiste que no volviera a hablarte nunca… y ella me aseguró que no podía imaginar qué había hecho o dicho para merecer que la trataras así. Fue por eso que nunca más vino a nuestras reuniones y se fue a la Cruz Roja de Lowbridge. No la culpo en absoluto, y no pienso pedirle que se rebaje ayudándonos a salir de este embrollo.
—¿No me estarás pidiendo que se lo pida yo? —exclamó Amy MacAllister con una risita—. Irene y yo no nos hablamos hace un millón de años. Ella siempre está «ofendida» por algo. Pero no puedo dejar de admitir que canta como un ángel y la gente se quedaría tan conforme con ella como con la señora Channing.
—No serviría de nada que se lo pidieras tú —dijo Olive con intención—. Apenas empezamos a planear este concierto, en abril, me encontré con Irene en la ciudad un día y le pregunté si no quería ayudarnos. Me contestó que le encantaría, pero que no veía la forma de hacerlo estando Rilla Blythe a cargo del programa, sobre todo luego de la forma extraña en que Rilla se había comportado con ella. Así que así estamos. Lindo fracaso, nuestro concierto.
Rilla volvió a su casa y se encerró en su habitación; un torbellino le sacudía el alma. ¡No se humillaría disculpándose ante Irene Howard! Irene había estado tan mal como ella y había esparcido versiones distorsionadas y mezquinas de la pelea, pintándose como la pobre mártir. Rilla nunca había hablado del tema ni dado su versión. El hecho de que hubiera de por medio una calumnia contra Walter la había decidido a guardar silencio. De manera que la mayoría de la gente creía que Irene había sido muy mal tratada, salvo unas pocas chicas que nunca le habían tenido simpatía y se habían puesto del lado de Rilla. Pero con todo… el concierto iba a ser un fracaso y eso que había trabajado tanto en él. Los cuatro solos de la señora Channing eran la atracción del programa.
—Señorita Oliver, ¿qué piensa usted al respecto? —preguntó, desesperada.
—Que es Irene la que tendría que disculparse —respondió Gertrude—. Pero lamentablemente, mi opinión no va a llenar los vacíos en tu programa.
—Si yo fuera y me disculpara humildemente ante Irene, ella cantaría, estoy segura —suspiró Rilla—. Realmente le gusta mucho cantar en público. Pero sé que va a ser muy desagradable… haría cualquier cosa para no ir pero supongo que es mi deber hacerlo… si Jem y Jerry pueden enfrentar a los hunos, yo también tengo que poder enfrentar a Irene Howard, tragarme mi orgullo y pedirle un favor por el bien de los belgas. En este momento siento que no puedo hacerlo, pero presiento que después de la cena voy a trotar cabizbaja por el valle en dirección al camino de Upper Glen.
El presentimiento de Rilla fue correcto. Después de cenar se puso su vestido de gasa azul bordado porque la vanidad es más difícil de ahogar que el orgullo e Irene siempre veía los defectos en el aspecto de las demás. Además, como dijo Rilla a su madre una vez cuando tenía nueve años: «Es más fácil comportarse correctamente cuando uno lleva puesta la mejor ropa».
Se hizo un buen peinado y se puso un impermeable largo por temor a que se largara un chaparrón. Pero no podía dejar de pensar en la tarea desagradable que le aguardaba y ensayaba sin cesar su parte en ella. Deseaba que hubiera pasado, deseaba no haberse puesto jamás a organizar un concierto para ayudar a los belgas, deseaba no haberse peleado con Irene. Después de todo, un silencio desdeñoso hubiera sido mucho más efectivo para anular la calumnia sobre Walter. Había sido una reacción tonta e infantil enfurecerse de esa forma… bueno, en el futuro sería más prudente, pero por ahora agacharía la cabeza y se tragaría el orgullo, cosa que le gustaba tan poco como a cualquiera.
Al atardecer llegó a la puerta de la casa de los Howard, una morada pretenciosa, con madera tallada alrededor de las vigas y ventanas que sobresalían en todo el frente. La señora Howard, una dama regordeta y voluble, saludó efusivamente a Rilla y la dejó en el saloncito mientras iba a llamar a Irene. Rilla se quitó el impermeable y se miró en el espejo sobre la chimenea. El pelo, el sombrero y el vestido estaban bien… no había nada allí que pudiera provocar la burla de la señorita Irene. Rilla recordó lo sagaces y divertidos que le habían parecido los comentarios irónicos de Irene sobre otras chicas en el pasado. Bueno, ahora le había tocado a ella.
Después de varios minutos apareció Irene muy elegante, con el cabello rubio peinado a la última moda, envuelta en una nube sofisticada de perfume.
—Ah, la señorita Blythe. ¿Cómo estás? —preguntó con tono dulzón—. Qué placer inesperado.
Rilla se había puesto de pie para estrechar los dedos helados de Irene y ahora, al sentarse, vio algo que la dejó momentáneamente pasmada. Irene también lo vio y una sonrisita divertida e impertinente se dibujó en sus labios. Esa sonrisa quedó fija en su cara durante todo el resto de la entrevista.
Uno de los pies de Rilla lucía un elegante zapatito con hebilla sobre una delicada media de seda azul. ¡El otro mostraba una gruesa bota algo gastada y una media negra de algodón!
¡Pobre Rilla! Se había cambiado de zapatos y medias después de ponerse el vestido. Éste era el resultado de hacer una cosa con las manos y otra con la cabeza. ¡Ay, qué horrible situación en la que estar así… y sobre todo delante de Irene Howard! ¡Irene, que le miraba los pies como si nunca hubiera visto pies! ¡Y pensar que a Rilla los modales de Irene le habían parecido la perfección! El discurso que había preparado desapareció de su memoria. Tratando en vano de ocultar el desafortunado pie debajo de la silla, habló con aspereza.
—Vine a pedirte una coza, Irene.
¡Ay, no, ceceando de nuevo! ¡Qué humillación!
—¿Sí? —contestó Irene con tono sereno, interrogante, elevando sus ojos planos e insolentes hacia el rostro enrojecido de Rilla antes de volverlos a fijar en la vieja bota y el zapato elegante.
Rilla recuperó la compostura. No iba a cecear. Se mostraría tranquila y controlada.
—La señora Channing no puede venir porque su hijo está enfermo en Kingsport y he venido de parte de la comisión para pedirte si serías tan amable de cantar en nuestro concierto en lugar de ella. —Pronunciaba cada palabra con tanto cuidado que parecía estar recitando una lección.
—Es una invitación de último momento, ¿no crees? —dijo Irene, con una de sus sonrisas desagradables.
—Olive Kirk te pidió colaboración no bien se nos ocurrió hacer el concierto y tú se la negaste —replicó Rilla.
—Bueno, ¿cómo querías que colaborara? —se quejó Irene—. Después de que me habías ordenado no volver a dirigirte la palabra… Hubiera sido muy incómodo para ambas ¿no crees?
A tragarse el orgullo. Ahora.
—Quiero pedirte disculpas por haberte dicho eso, Irene —declaró Rilla con firmeza—. Estuve mal y lo he lamentado desde entonces. ¿Quieres perdonarme?
—¿Y cantar en tu concierto? —murmuró Irene con tono almibarado y ofensivo.
—Si lo que quieres decir —masculló Rilla con voz sombría— es que no te estaría pidiendo disculpas si no fuera por el concierto, quizá tengas razón. Pero también es cierto que todo el invierno me lo pasé lamentándome por haberte dicho lo que dije. Es lo único que puedo asegurarte. Si sientes que no puedes disculparme, entonces creo que no queda nada por decir.
—Ay, Rilla, querida, no me hables así —suplicó Irene—. Claro que te perdono… aunque me he sentido terriblemente mal. Lloré semanas. ¡Y yo que no te había hecho nada!
Rilla se tragó una respuesta áspera. Al fin y al cabo, no tenía sentido discutir con Irene y los belgas se morían de hambre.
—¿Crees que puedes ayudarnos con el concierto? —se obligó a decir. ¡Si sólo dejara de mirarle la bota! Rilla ya podía oírla relatándole lo sucedido a Olive Kirk.
—No veo cómo puedo hacer algo tan a último momento —protestó Irene—. No tengo tiempo de preparar nada nuevo.
—Pero si sabes muchísimas canciones que nadie de Glen te oyó cantar —insistió Rilla, que sabía que Irene había estado tomando lecciones en la ciudad durante todo el invierno y que eso era sólo un pretexto—. Serán nuevas para todos los que asistan.
—Pero no tengo acompañante —protestó Irene.
—Una Meredith puede tocar el piano —le rebatió Rilla.
—Ay, no podría pedirle eso —suspiró Irene—. No nos hablamos desde el otoño pasado. Estuvo tan odiosa conmigo en el concierto de la escuela dominical que tuve que renunciar a ella. Así de simple.
Cielos, ¿acaso Irene estaba peleada con todo el mundo? En cuanto a Una Meredith mostrándose odiosa con alguien, la idea era tan absurda que Rilla tuvo que contenerse para no reír en la cara de Irene.
—La señorita Oliver es una eximia pianista y puede tocar el acompañamiento de cualquier canción —arguyó desesperadamente—. Podrían ensayar mañana por la tarde en Ingleside, antes del concierto.
—Pero no tengo nada que ponerme. Todavía no llegó de Charlottetown mi vestido de noche nuevo y te aseguro que no puedo usar el viejo para un asunto tan importante. Está pasado de moda.
—Nuestro concierto —explicó Rilla con paciencia— es para ayudar a los niños belgas que se están muriendo de hambre. ¿No crees que podrías ponerte un vestido pasado de moda por una vez, Irene?
—¿Pero no crees que esos informes que recibimos de las condiciones en que están los belgas son exagerados? —preguntó ésta—. Estoy segura de que no pueden estar muriéndose de hambre, no en el siglo XX. Los diarios siempre dramatizan todo.
Rilla pensó que ya se había humillado bastante. Existía algo que se llamaba respeto por uno mismo. Basta de suplicar, concierto o no. Se puso de pie, sin ocultar sus desparejos zapatos.
—Lamento que no puedas ayudar, Irene; de alguna forma nos arreglaremos.
Eso no le convenía a Irene. Quería cantar en ese concierto y sus vacilaciones eran sólo una forma de resaltar el impacto del consentimiento final. Además, quería reanudar su amistad con Rilla. La adoración sincera de la muchacha había sido incienso dulce para ella. E Ingleside era una casa hermosa para visitar, sobre todo cuando también estaba un apuesto estudiante universitario como Walter. Dejó de mirar los pies de Rilla.
—Rilla, querida, no seas tan abrupta. Realmente quiero ayudarte, si puedo. Siéntate y conversemos.
—No puedo, lo siento. Tengo que volver a casa. Tengo que acostar a Jims, sabes.
—Ah, sí, el bebé que estás criando. Es absolutamente dulce de tu parte hacerlo, teniendo en cuenta tu odio a los niños. ¡Cómo te enojaste cuando lo besé! Pero ahora vamos a olvidarlo todo y ser amigas de nuevo, ¿no es cierto? En cuanto al concierto… supongo que puedo ir a la ciudad en el tren de la mañana, buscar el vestido y regresar a tiempo para cantar, si le pides a la señorita Oliver que toque el piano para mí. Yo no podría hacerlo… es tan altanera y desdeñosa que me paraliza.
Rilla no perdió tiempo ni aliento defendiendo a la señorita Oliver. Agradeció fríamente a Irene, que de pronto se había vuelto amable y efusiva, y se marchó. Daba las gracias a quien fuere porque la reunión hubiera terminado. Pero sabía que Irene y ella jamás podrían volver a ser amigas como antes. A tratarse bien, sí… pero ser amigas, no. Ni siquiera quería ser amiga de Irene. Se había pasado el invierno lamentando la pérdida de su compañera, un sentimiento constante como una corriente subterránea por debajo de sus otras preocupaciones, las más importantes. Ahora esa sensación había desaparecido. Irene no pertenecía, como diría la señora Elliott, a la raza que conoció a José. Rilla no era consciente de haber madurado, de haber superado su admiración por Irene. Si alguien se lo hubiera dicho, habría pensado que era una idea absurda. Ella todavía no tenía diecisiete años e Irene había cumplido los veinte. Pero era verdad. Irene seguía siendo igual al año anterior, a como sería siempre. La naturaleza de Rilla Blythe había madurado, cambiado, se había profundizado en ese año. Se descubrió entendiendo a Irene con una claridad desconcertante: bajo su dulzura superficial distinguía con nitidez la mezquindad, la falsedad, la falta de sinceridad, la esencial pequeñez de espíritu. Irene había perdido para siempre a su fiel admiradora.
Pero Rilla no recuperó la compostura hasta que atravesó el camino de Upper Glen y se encontró en la soledad plateada del Valle del Arco Iris. Entonces se detuvo bajo un ciruelo silvestre muy alto que resplandecía de blanco y rió.
—Solamente queda una cosa importante ahora: que los Aliados ganen la guerra —dijo en voz alta—. Así que el hecho que haya ido a ver a Irene Howard con zapatos y medias desiguales es absolutamente nulo. No importa nada. De todos modos, yo, Bertha Marilla Blythe, juro solemnemente con la Luna como testigo… —Rilla levantó la mano hacia la Luna en un gesto teatral— que jamás volveré a salir de mi habitación sin mirarme cuidadosamente los dos pies.