Para Navidad volvieron los universitarios y por un breve tiempo todo fue alegría otra vez. Pero no estaban todos allí… por primera vez faltaba uno en la mesa navideña. Jem, el de labios callados y mirada intrépida, estaba muy lejos; para Rilla, ver su lugar vacío era algo muy difícil de soportar. Susan se encaprichó con la idea de poner su lugar en la mesa como siempre, con el servilletero trenzado que tenía desde pequeño y el extraño copón de Tejas Verdes que le había regalado la tía Marilla, y que no había dejado de usar desde entonces. Dijo con firmeza:
—Ese bendito niño tendrá su lugar en la mesa, mi querida señora. Y no se sienta mal por eso porque hoy estará con nosotros en espíritu y la próxima Navidad de cuerpo entero. Espere a que se haga el Gran Ataque y esta guerra terminará en un periquete.
Todos trataban de pensar así, pero había una sombra oculta detrás de la alegría. Walter también estuvo callado y apático durante todas las vacaciones. Mostró a Rilla una carta anónima que había recibido en Redmond; había más malicia que indignación patriótica en ella.
—No importa, Rilla. Todo lo que dice es verdad.
Rilla se la quitó y la arrojó al fuego.
—No hay nada de verdad en esa carta —declaró, indignada—. Walter, estás morboso como dice la señorita Oliver. Siempre estás pensando en lo mismo.
—No puedo olvidarme de esto, Rilla. La Universidad entera está enardecida por esta guerra. Allí, un muchacho perfectamente apto, un joven que tiene la edad adecuada y no se enrola es alguien que evade la realidad y así se lo trata. El profesor de inglés, el doctor Milne, que siempre demostró una cierta preferencia por mí, tiene dos hijos en el ejército y siento que hay un cambio en nuestra relación.
—No es justo. Tú no eres apto.
—Sí, físicamente sí. Y mentalmente. Mi ineptitud está en mi alma y es una mancha y una desgracia. Bueno, bueno, no llores, Rilla. No voy a irme, no tengas miedo. La música de las gaitas suena en mis oídos día y noche… pero no puedo seguirla.
—Si te fueras destrozarías el corazón de mamá y el mío —dijo Rilla, llorando—. Ay, Walter, con uno en la familia basta.
Las vacaciones no fueron alegres para Rilla. La presencia de Nan, Di, Walter y Shirley ayudó a que las cosas fueran más soportables. También recibió una carta y un libro de Kenneth Ford; algunas frases de la carta le hicieron arder las mejillas y acelerar el corazón… hasta que llegó el último párrafo que echó un frío helado sobre todo lo demás.
Mi tobillo está como nuevo. En un par de meses, Rilla, mi Rilla voy a estar listo para ingresar a las filas. Va a ser todo un acontecimiento ponerme el uniforme de una vez. El pequeño Ken estará en condiciones de mirar a todo el mundo a la cara. No voy a tener deudas con nadie. Fue muy feo últimamente, desde que empecé a caminar sin cojear. La gente que no sabe me mira de una manera como diciendo: «¡Cobarde!». Bueno, ahora ya no podrán hacerlo.
—Odio esta guerra —exclamó Rilla con amargura, contemplando la gloria congelada, rosada y dorada del monte de arces en el crepúsculo invernal.
—Ya terminó mil novecientos catorce —dijo el doctor Blythe el día de Año Nuevo—. Su sol, que nació en medio de la bonanza, murió teñido en sangre. ¿Qué nos deparará mil novecientos quince?
—¡La victoria! —respondió Susan, sin vacilar.
—¿Realmente crees, Susan, que vamos a ganar la guerra? —preguntó la señorita Oliver con voz triste. Había venido desde Lowbridge a despedirse de las chicas y de Walter que regresaban a Redmond. Estaba de un humor un poco melancólico y cínico. Veía sólo el lado oscuro de las cosas.
—¡Creer que vamos a ganar la guerra! —exclamó Susan—. No mi querida señorita Oliver, no lo creo… estoy absolutamente segura. Tenemos que confiar en Dios y construir armas poderosas.
—A veces pienso que es mejor confiar en las armas poderosas —declaró Gertrude, desafiante.
—No diga eso. Los alemanes tenían armas poderosas en el Marne, ¿no es así? La que los detuvo fue la Providencia. No debería olvidarlo. Acuérdese de eso cada vez que tenga dudas. Tómese fuerte de los costados de la silla, siéntese derecha y repita: «Las armas son buenas, pero el Todopoderoso es mejor, y Él está de nuestro lado, no importa lo que diga el Káiser al respecto». Mi prima Sophia es un poco como usted, tiene tendencia a desalentarse. «Dios mío, ¿qué haremos si los alemanes llegan hasta aquí?», se quejaba ayer. «Enterrarlos —le contesté como si tal cosa—. Tenemos mucho lugar para las tumbas». La prima Sophia pensó que eso era una impertinencia, pero yo no soy impertinente, señorita Oliver: confío en la marina británica y en nuestros muchachos canadienses.
—Últimamente, odio irme a la cama —acotó la señora Blythe—, siempre me gustó ir a la cama y tener media hora de pensamientos buenos y alegres antes de dormirme. Ahora me imagino cosas horribles. Es muy diferente.
—Yo me alegro cuando llega la hora de dormir —dijo la señorita Oliver—. Me gusta la oscuridad porque ahí puedo ser yo misma… no necesito sonreír ni decir cosas importantes. Pero algunas veces la imaginación se me escapa y veo… cosas terribles, cosas que van a pasar en los próximos años.
—Estoy muy contenta de no tener imaginación —dijo Susan—. Nunca me pasan esas cosas. Me enteré por el diario de que al príncipe heredero lo han matado de nuevo. ¿Será definitivo esta vez? Y también vi que Woodrow Wilson está por escribir otra nota. Me pregunto —concluyó Susan, con la ironía que utilizaba últimamente para referirse al pobre Presidente— si es que todavía vive su maestro de escuela.
En enero Jims cumplió cinco meses y Rilla celebró el acontecimiento.
—Pesa seis kilos —anunció jubilosa—. Justo lo que debe pesar un bebé de cinco meses, según Morgan.
Ya no quedaban dudas de que Jims se estaba poniendo bonito. Tenía las mejillas regordetas, firmes y de un rosado suave, los ojos grandes y brillantes, las manitas con hoyuelos en el nacimiento de cada dedo. Para gran alivio de Rilla, le había empezado a crecer el pelo. Se podía distinguir con claridad una pelusa dorada y suave sobre todo bajo algunas luces. Era un buen niño, dormía y digería como dictaminaba Morgan. Sonreía de vez en cuando pero nunca se había reído, por más que todos trataran de provocarlo. Rilla estaba preocupada porque, según Morgan, los bebés reían ruidosamente del tercero al quinto mes de vida. Jims cumplía cinco y no tenía idea de qué era reír. ¿Por qué? ¿Sería normal?
Una noche Rilla llegó tarde de una reunión de reclutamiento donde tuvo que recitar unos poemas patrióticos. No le gustaba mucho la idea de recitar en público. Tenía una tendencia a cecear que se le acentuaba cuando estaba nerviosa. Cuando le pidieron que recitara en Glen la primera vez, se rehusó. Después la negativa empezó a preocuparla. ¿Era cobardía? ¿Qué pensaría Jem de ella? Después de dos días de cavilaciones, llamó al presidente de la Sociedad Patriótica para informarle que lo haría. Fue y ceceó varias veces y se pasó casi toda la noche despierta en la agonía de su vanidad herida. Dos noches más tarde recitó en Harbour Head. También estuvo en Lowbridge, ya resignada a los ocasionales ceceos. Parecía que nadie lo notaba, nadie excepto ella. ¡Recitaba con tanta devoción! ¡Cuánta simpatía despertaba! ¡Cómo le brillaban los ojos! Más de un recluta se enroló porque los ojos de Rilla parecían mirarlo sólo a él cuando exclamaba con pasión que no había mejor forma de morir que hacerlo por las cenizas de nuestros padres y por los templos de nuestros dioses; o cuando aseguraba a sus oyentes con una intensidad escalofriante que valía mucho más una hora concentrada de gloriosa vida que todo un siglo sin nombre. Una noche, el impasible de Miller Douglas se apasionó tanto que Mary Vance tuvo que hablarle durante una hora para hacerlo volver a sus cabales. Mary Vance dijo que si Rilla Blythe realmente se sentía mal porque su hermano Jem estaba en el frente, no podía estar animando a los hermanos y amigos de las otras chicas para que también se marcharan.
Esa noche en particular, Rilla estaba cansada y tenía frío y se sentía agradecida por tener una cama calentita esperándola, aunque no dejaba de pensar en la suerte de Jem y Jerry. Ya estaba entrando en calor y a punto de dormirse cuando Jims comenzó a llorar… a llorar en serio. Rilla se acurrucó en la cama con el firme propósito de dejarlo llorar. Morgan era su justificación. Jims estaba calentito, físicamente cómodo… el llanto no era llanto de dolor… y tenía la pancita llena. En esas circunstancias, levantarlo sería malcriarlo, y no lo haría. Lo dejaría llorar hasta que se cansara bien y estuviera listo para dormir otra vez.
Entonces la imaginación de Rilla comenzó a atormentarla. «Supongamos —pensó—, que yo soy una criatura pequeña e indefensa de cinco meses, con mi padre en algún lugar de Francia y mi pobrecita mamá, que tanto sufrió por mí, en el cementerio. Supongamos que yo estuviera acostada en un canasto en una gran habitación oscura, sin nada de luz y nadie a kilómetros de distancia, por lo que sé. Supongamos que no hubiese un solo ser humano que me amara… un padre que no me conoce no puede amarme mucho, sobre todo cuando no ha escrito ni una palabra sobre mí ni para mí. ¿No lloraría? ¿No me sentiría sola y desprotegida y asustada, no tendría razones para llorar?».
Rilla salió de la cama de un salto. Sacó a Jims de su canasto y lo metió en su cama. Tenía las manos frías, pobre criatura. Pronto dejó de llorar. Y entonces, cuando lo tenía apretado contra sí en la oscuridad, de pronto el bebé se echó a reír…, una verdadera risa…, una risa deliciosa de verdad.
—Ah, mi pequeñito —exclamó Rilla—. ¿Estás feliz de saber que no estás solo en una habitación tan grande y oscura?
Luego se dio cuenta de que tenía deseos de besarlo y lo besó. Le besó la cabecita sedosa y perfumada, le besó la mejilla regordeta y también las manitas frías. Sentía ganas de apretarlo… abrazarlo, de la misma forma en que apretaba y abrazaba a sus gatitos. Algo delicioso, anhelante, melancólico, comenzó a apoderarse de ella. Nunca se había sentido así.
A los pocos minutos Jims se durmió; y, mientras escuchaba su respiración regular y sentía el cuerpito cálido contra el suyo, llegó a la conclusión de que… por fin… amaba a su bebé de guerra.
—Es tan… tan adorable… —murmuró mientras se iba durmiendo lentamente.
En febrero, se recibió la noticia de que Jem, Jerry y Robert Grant estaban atrincherados en Europa, lo cual sumó más tensión y más miedo a la vida en Ingleside. En marzo empezaron a aparecer las listas de los heridos y cada vez que sonaba el teléfono les daba un escalofrío, porque podía ser de la estación para avisar que llegaba un telegrama desde el extranjero. Se levantaban con la penetrante incertidumbre de no saber qué les depararía el día.
—Y pensar que yo recibía las mañanas con tanta alegría —reflexionó Rilla.
Sin embargo, la monotonía de la vida diaria seguía siendo la misma y casi todas las semanas se enteraban de que otro muchacho de Glen, que no hacía mucho era un niño travieso, estaba por ponerse el uniforme.
—Esta noche hace un frío espantoso, mi querida señora —comentó Susan, que venía de afuera en un anochecer claro y estrellado, con la frescura típica del invierno canadiense—. Me pregunto si los muchachos tendrán suficiente abrigo en las trincheras.
—¡Todo tiene que relacionarse con esta guerra! —exclamó Gertrude Oliver—. No podemos escapar de ella ni siquiera cuando hablamos del tiempo. Cada vez que salgo en estas noches heladas pienso en los hombres que están atrincherados. No sólo en nuestros hombres, también en los hombres de todos los demás. Me sentiría igual aunque no tuviera a nadie conocido en el frente. Cuando me acurruco cómodamente en la cama siento vergüenza de estar tan cómoda. Pienso que es una crueldad de mi parte sentirme así cuando otros no pueden hacerlo.
—Me encontré con la señora Meredith en un negocio —contó Susan— y me dijo que están muy afligidos por Bruce, que se toma las cosas tan en serio. Estuvo llorando hasta el agotamiento por el hambre de los belgas. «Mamá, mamá —le dice—, seguro que los bebés no tienen hambre… ¡ay, no, los bebés no, mamá! Dime que los bebés no tienen hambre». Y ella no se lo puede decir porque no es cierto y no sabe qué hacer. Tratan de mantenerlo alejado de las noticias pero él siempre las está leyendo y no hay manera de reconfortarlo. A mí me rompen el corazón cuando las leo, mi querida señora, y no puedo consolarme con eso de que no es cierto. Pero tenemos que seguir adelante. Jack Crawford dice que se va a la guerra porque está cansado de trabajar en la granja. Espero que le guste el cambio. Y a la señora de Richard Elliott le preocupa haber retado tanto a su marido porque le llenaba de humo las cortinas del salón. Ahora que él se enroló, está arrepentida de todo lo que le dijo. Patillas en la Luna jura que no apoya a los alemanes, dice que es pacifista, aunque no entiendo lo que quiere decir con eso. No debe ser nada bueno si Patillas está metido, lo puedo apostar. Dice que la victoria de los británicos en New Chapelle costó más de lo que valía y que le prohibió a Joe Milgrave acercarse a la casa porque cuando escuchó la noticia, Joe saltó por encima de la bandera de su padre. ¿Se dio cuenta usted, querida señora, que el Zar se cambió ese nombre de Prish por el de Premysl? Lo que demuestra que, a pesar de ser ruso, tiene sentido común. Joe Vickers me contó que anoche vio algo raro en el cielo por Lowbridge Way. ¿Piensa que pudo ser un Zeppelin, querida señora?
—No lo creo, Susan.
—Bueno, la cosa sería más fácil si Patillas en la Luna no viviera en Glen. Dicen que lo vieron haciendo maniobras raras en el fondo de su casa con una linterna. Algunos creen que estaba enviando señales.
—¿A quién… o a qué?
—Ah, ése es el misterio, mi querida señora. En mi opinión, el Gobierno debería poner el ojo en ese hombre. Corremos el riesgo de aparecer asesinados en nuestras camas cualquiera de estas noches. Ahora voy a mirar un poquito los diarios antes de ponerme a escribirle la carta a Jem. Dos cosas que nunca había hecho, mi querida señora: escribir cartas y leer artículos sobre política. Y ahora lo hago todos los días; me parece que algo tiene la política después de todo. No puedo desentrañar lo que quiere decir Woodrow Wilson, pero algún día lo haré, se lo aseguro.
En su búsqueda diaria sobre el asunto de Wilson y la política, Susan se encontró de pronto con algo que la perturbó y exclamó con amargura y desilusión:
—Ese maldito Káiser sólo tiene un forúnculo después de todo.
—No blasfemes, Susan —sugirió el doctor Blythe, muy serio.
—Decir «maldito» no es blasfemar, mi querido doctor. Tengo entendido que blasfemar es pronunciar el nombre del Todopoderoso en vano.
—Bueno, pero decir «maldito» no es… ejem… refinado —aclaró el doctor, guiñándole un ojo a la señorita Oliver.
—Pero, querido doctor, el diablo y el Káiser, si es que son dos personas diferentes, no son refinados. Y una no puede referirse a ellos de una manera refinada, así que mantengo lo que dije aunque estoy de acuerdo con tener cuidado de no hablar así cuando está presente la joven Rilla. Y también pienso que los diarios no tienen derecho a decir que el Káiser tiene neumonía y crear falsas expectativas en la gente para después aclarar que se trataba solamente de un forúnculo. ¡Sí, un forúnculo! Ojalá se le llenara el cuerpo de forúnculos.
Susan se fue despacio a la cocina a escribirle a Jem; a juzgar por algunos de los párrafos de la carta del joven soldado, era evidente que necesitaba consuelo.
Esta noche estamos en un sótano, una vieja bodega, papá —escribía—, con el agua hasta las rodillas. Hay ratas por todos lados… sin fuego… una lluvia helada… todo bastante deprimente. Pero podría ser peor. Hoy recibí la caja de Susan y todo estaba en perfecto estado así que tuvimos un festín. Jerry está en la línea y dice que las raciones allí son peores que las de la tía Marta. Aquí no están tan mal, pero son un poco monótonas. Dile a Susan que le daría mi paga de un año entero por una buena cantidad de masitas; pero no dejes que se entusiasme porque no llegarían en buen estado.
Estuvimos bajo fuego desde la última semana de febrero. Mataron a un muchacho de Nueva Escocia justo a mi lado, ayer. Un proyectil cayó cerca de nosotros y cuando todo se despejó vi que estaba tendido, sin un rasguño, con una expresión de susto en los ojos. Fue la primera vez que estuve cerca de algo así y fue una sensación desagradable, pero uno se va acostumbrando a los horrores. Estamos en un mundo absolutamente diferente. Las únicas que no cambiaron son las estrellas, pero nunca están en el lugar debido.
Dile a mamá que no se aflija… estoy bien… en buen estado y tan contento como el día que llegué. Existe algo aquí, delante de nosotros, que tenemos que barrer de este mundo, eso es todo; una emanación del diablo que de otro modo, envenenaría nuestra vida para siempre. Tenemos que hacerlo, papá, no importa lo que cueste ni el tiempo que nos lleve, dile eso de mi parte a la gente de Glen. Ellos no tienen idea de lo que se ha desatado… yo tampoco la tenía antes de venir. Pensé que sería divertido. Y no lo es. Pero estoy donde debo estar y muy bien… no se preocupen por eso. Cuando llegué y vi lo que le habían hecho a las casas, los jardines y la gente… bueno, papá, era como ver que una horda de hunos marchaba sobre el Valle del Arco Iris y Glen y el jardín de Ingleside. Aquí había unos jardines hermosos, con la belleza de siglos de historia y ¿qué son ahora? Cosas destrozadas, profanadas. Estamos luchando para que esos lugares viejos y queridos donde jugamos cuando niños estén a salvo para otros niños y niñas… peleamos por la conservación de todas esas cosas dulces y saludables.
Si alguno de ustedes pasa por la estación les pido que den una palmada doble a Lunes de mi parte. ¡Imagínense, ese vagabundo esperándome de esa manera! Sinceramente, a veces cuando estoy en estas trincheras frías y oscuras, papá, me reanima y me fortalece saber que a miles de kilómetros de aquí en la vieja estación de Glen hay un pequeño perro manchado que comparte mi vigilia.
Dile a Rilla que me alegra que su bebé de guerra esté progresando tan bien y a Susan que estoy dándoles buena pelea a los hunos y las ladillas.
—Mi querido doctor ¿qué son las ladillas? —preguntó Susan solemne.
La señora Blythe susurró algo y luego respondió a la pregunta de Susan:
—Son cosas que pasan en las trincheras, Susan.
Susan meneó la cabeza y se retiró en silencio para volver a abrir un paquete destinado a Jem y agregarle un fino cepillo de dientes.