10. Los problemas de Rilla

Terminó octubre y llegaron los días tristes de noviembre y diciembre. El mundo se estremecía con el tronar de los ejércitos contendientes; había caído Amberes… Turquía declaró la guerra… la pequeña y valiente Serbia se unificó para combatir contra su opresor. Mientras, en la tranquila Glen St. Mary, a miles de kilómetros de distancia, los corazones latían de esperanza y de miedo al recibir los despachos que llegaban día a día.

—Hace unos meses —decía la señorita Oliver—, hablábamos y pensábamos en términos propios de Glen St. Mary, ahora pensamos y hablamos en términos de tácticas militares e intrigas diplomáticas.

El único acontecimiento importante de cada día era la llegada de la correspondencia. Hasta Susan admitió que desde que oía cómo el coche del correo cruzaba el puentecito que unía la estación con el pueblo hasta que llegaban las noticias, no podía trabajar normalmente.

—En ese momento, tengo que buscar mi tejido y tejer sin parar hasta que llegan los diarios, mi querida señora. Después de que veo los titulares, buenos o malos, eso no importa, me siento más tranquila y lista para volver a mi trabajo. Es una desgracia que el correo llegue justo cuando estoy preparando la cena. Yo creo que el gobierno debería organizar mejor las cosas. Pero el ataque a Calais ha sido un fracaso, yo estaba segura de que iba a ser así; y además el Káiser no estará en Londres para la cena de Navidad. Tengo mucho que trabajar esta tarde. Quiero preparar el paquete con la torta de Navidad para Jem. Estoy segura de que le encantará, siempre y cuando no termine ahogado en el barro antes de recibirla.

El campamento de Jem quedaba en Salisbury Plain y, a pesar del barro, el muchacho escribía cartas alegres y optimistas. Walter estaba en Redmond y se hubiera podido decir cualquier cosa de las cartas que le enviaba a Rilla menos que eran alegres. Cada vez que abría una, Rilla sentía un tirón en el corazón, un presagio de la idea de que lo habían enrolado. La amargura de su hermano la entristecía. Tenía ganas de ponerle un brazo en el hombro y reconfortarlo, como aquel día en el Valle del Arco Iris. Odiaba a todos los responsables de la tristeza de Walter.

—Le van a llamar —murmuraba para sí una tarde en el Valle del Arco Iris mientras leía su carta—. Le van a llamar; y si él se va, no creo que pueda soportarlo.

Walter le contaba en su carta que alguien le había enviado un sobre con una pluma blanca.

Me la merezco, Rilla. Sentí que tenía que ponérmela y proclamarme el cobarde más cobarde de Redmond. Los chicos de mi clase se van… Todos los días llaman a dos o tres más. Hay momentos en que estoy a punto de creer que lo voy a hacer, que voy a enrolarme… y después me veo atravesando a otro hombre con una bayoneta, a un hombre que puede ser el marido o el novio o el hijo de alguien, quizá padre de niños pequeños…, me veo tirado en el campo de batalla, herido y rodeado de muertos y agonizantes, y entonces sé que nunca lo haré. No puedo siquiera enfrentarme con la idea. ¿Cómo enfrentarla? A veces me arrepiento de haber nacido. La vida siempre fue tan bella para mí… y ahora es algo tan espantoso. Rilla, mi Rilla, si no fuese por tus cartas, tus queridas cartas, brillantes, alegres, graciosas, cartas que me devuelven la fe… si no fuese por ellas, ya me hubiera dado por vencido. ¡Y las de Una! Una es tan buena chica ¿no es cierto? Debajo de su personalidad tímida y aniñada, hay una calidad y una firmeza maravillosas. No tiene tu facilidad para escribir epístolas graciosas, pero hay algo en sus cartas… no sé qué es… que por momentos me hace creer que sí voy a ir al frente. Y no me dice ni una sola palabra, ni siquiera insinúa que debería ir, ella no es así. Lo que me afecta es simplemente el espíritu de esas cartas, la personalidad con que están escritas. En definitiva, no puedo ir. Tú tienes un hermano cobarde y Una tiene un amigo cobarde.

Rilla se dijo suspirando:

«Desearía que Walter no escribiera esas cosas. Me duelen. Él no es cobarde… no es cobarde… no lo es».

Miró ansiosa a su alrededor, miró el vallecito arbolado y los rastrojos grises que había más allá. ¡Todo le hablaba de Walter! Todavía colgaban hojas rojizas de los rosales que sobresalían por la curva del arroyo con los tallos brillantes por las gotas de lluvia que habían caído un rato antes. Una vez Walter había escrito un poema describiéndolos. El viento suspiraba y crujía entre las ramas heladas y marrones de los helechos, luego disminuía y desaparecía arroyo abajo. Walter había dicho alguna vez que le fascinaba la melancolía del viento de otoño en noviembre. Los Amantes del árbol seguían enlazados en un abrazo fiel y la Dama Blanca, que se había convertido en un árbol grande, se alzaba suavemente contra el cielo gris. Walter les había puesto esos nombres hacía mucho; y en noviembre pasado, cuando caminaba con ella y la señorita Oliver por el valle, había dicho:

—Un abedul blanco es como una virgen pagana, todavía conserva el secreto del Edén, la sensación por la cual se puede estar desnuda sin sentir vergüenza.

La señorita Oliver comentó:

—¿Por qué no pones eso en un poema, Walter?

Walter le hizo caso y al día siguiente les leyó la obra; algo corto con una chispa de imaginación en cada línea. ¡Qué felices habían sido en esos tiempos!

—Bueno… —Rilla se fue incorporando—. Ya era tiempo. Jims estaría despierto dentro de poco… había que prepararle el almuerzo… planchar sus batitas… había una reunión del comité de la Cruz Roja Juvenil esa noche… tenía que terminar su bolsa de tejido… sería la bolsa más linda de toda la Sociedad Juvenil… más linda que la de Irene Howard… debía volver a casa a trabajar. Estos días había estado ocupadísima de la mañana a la noche. Ese monito de Jims le llevaba tanto tiempo… Pero crecía… estaba creciendo. Había momentos en que Rilla estaba segura de que no era simplemente una expresión de deseo sino un hecho: estaba mejorando mucho. Algunas veces se sentía orgullosa; otras, tenía ganas de pegarle. Pero nunca lo besaba, nunca tenía ganas de besarlo.

—Los alemanes capturaron Lodz hoy —dijo la señorita Oliver una noche de diciembre mientras ella, la señora Blythe y Susan cosían y tejían en la sala cálida—. Esta guerra amplió mis conocimientos de geografía, no puedo negarlo. Aunque me considero educada, hace tres meses no hubiera sabido que existía un lugar llamado Lodz. No hubiese sabido nada sobre él ni tampoco me hubiera importado. Ahora sé mucho, todo: conozco su superficie, su situación, su importancia militar. Cuando oí ayer que los alemanes la habían capturado en su segundo ataque a Varsovia, se me heló la sangre. Me desperté en medio de la noche preocupada por el destino de la ciudad. Ahora entiendo por qué los bebés lloran de noche. De noche todo pesa más sobre mi alma y es imposible verle el lado bueno a las cosas.

—Cuando yo me despierto de noche y no puedo volver a dormirme —dijo Susan que tejía y leía al mismo tiempo—, trato de sobrellevar el momento torturando al Káiser hasta la muerte. Anoche lo freí en aceite hirviendo y me dio mucho placer por la memoria de esos bebés belgas.

—Se nos ha enseñado a amar a nuestros enemigos, Susan —dijo el doctor, muy solemne.

—Sí, a nuestros enemigos sí, pero no a los enemigos del rey George, mi querido doctor —reaccionó Susan, acalorada. Se sentía tan satisfecha por haber encontrado una respuesta tan justa que hasta se sonreía mientras se lustraba los anteojos. Susan siempre se había negado a usar anteojos, pero la necesidad de leer las noticias de la guerra la había forzado a aceptarlos.

—¿Puede decirme, Miss Oliver cómo se pronuncia Mlawa, y Bzura y Przemysl? —preguntó.

—El último es un acertijo que nadie ha podido resolver, Susan y, en cuanto a los otros, solamente puedo arriesgar una solución a tu pregunta.

—Estos nombres extranjeros no son demasiado decentes, diría yo —acotó Susan con disgusto.

La señorita Oliver agregó:

—Me atrevo a decir que para los austríacos y los rusos Saskatchewan y Musquodoboit son igualmente difíciles.

Rilla estaba arriba, desahogando sus sentimientos sobrecargados en el diario.

Esta semana las cosas se han ido al «catawampus», como diría Susan. En parte fue culpa mía y en parte no; me siento igualmente mal por ambas razones. El otro día fui al pueblo a comprarme un sombrero de invierno. Fue la primera vez en que nadie insistió en acompañarme para ayudarme a elegirlo; llegué a la conclusión de que mi madre ya no me considera una niña. Encontré un sombrero especial y quedé totalmente hechizada. Era de terciopelo y en una tonalidad de verde perfecta para mí. Va magníficamente bien con el color de mi piel y mi cabello, hace resaltar esos reflejos cobrizos que la señorita Oliver llama mi «cremosidad». Creo que solamente una vez me había encontrado con este preciso tono de verde. Cuando era pequeña tuve un sombrerito de paño de ese color y mis compañeras de colegio estaban locas por él. Bueno, cuando vi ese sombrero lo único que se me ocurrió era que tenía que ser mío… y lo compré. El precio era aterrador. No lo voy a poner aquí porque no quiero que mis descendientes sepan que yo me sentía culpable por haber pagado un sombrero tan caro cuando estamos en época de guerra y hay que hacer economía. Cuando llegué a casa y me lo probé otra vez en mi habitación, me asaltaron los remordimientos. Me seguía sentando muy bien, por supuesto, pero era un poco demasiado elaborado y complicado como para ir a la iglesia o hacer las cosas cotidianas en Glen. En resumen: era demasiado llamativo.

«¿Te parece, Rilla —dijo mamá en un tono bajo, demasiado bajo—, te parece correcto gastar tanto dinero en un sombrero cuando el mundo entero está pasando tantas necesidades?».

«Lo pagué con mis ahorros, mamá».

«Ése no es el punto. Tu mensualidad se basa en la condición de que te alcance razonablemente para cada una de tus necesidades. Si pagas demasiado por una sola, vas a tener que recortar tus gastos en las otras y eso no es satisfactorio. Ahora, si piensas que procediste correctamente, Rilla, entonces no hay más que hablar. Lo dejo libre a tu conciencia».

No me gusta cuando mamá deja las cosas libres a mi conciencia. Y además, ¿qué podía hacer? No podía ir a devolver el sombrero: ya lo había usado para ir a un concierto. Tenía que quedármelo. Me sentía tan mal que desemboqué en un estado de ánimo calmo, gélido, mortífero.

«Madre —le dije en tono altanero—, lamento que no apruebes mi sombrero…».

«Lo que no me gusta no es el sombrero, exactamente, aunque lo considero de gusto dudoso para una jovencita…, sino el precio que pagaste por él», interrumpió mamá.

Esa interrupción hizo más firme mi extraño humor así que seguí, calma, gélida y mortífera como nunca, como si mamá no hubiese hablado.

«… pero ahora tengo que quedarme con él. Así y todo, te prometo que no voy a comprarme ningún otro sombrero durante los próximos tres años o mientras dure la guerra. Ni siquiera tú… —¡Qué sarcasmo puse en ese tú!—, podrás decir que he pagado mucho si lo divides por tres años».

«Te vas a cansar de ese sombrero antes de tres años, Rilla», dijo mamá con una risita provocativa que se podía interpretar como una seguridad de que yo no cumpliría mi palabra.

«Cansada o no, pienso usarlo durante todo ese tiempo», afirmé y subí las escaleras para llorar por el tono sarcástico que había usado con mi madre.

Ya odio el sombrero. Pero dije tres años o lo que dure la guerra y serán tres años o lo que dure la guerra. Me comprometí y cumpliré con lo dicho cueste lo que cueste.

Éste es uno de los casos «catawampus». El otro caso es que discutí con Irene Howard… o que ella me buscó para discutir… o bueno, que las dos discutimos.

Ayer se reunió aquí la Cruz Roja Juvenil. La reunión era a las dos y media pero Irene llegó a la una y media, porque por casualidad pudo venir con alguien que la trajo desde Glen. Irene no está muy bien conmigo desde la cuestión de la comida y, por otra parte, pienso que está un poco resentida por no haber sido elegida presidente. Pero me propuse manejar la situación con delicadeza, así que nunca me di por aludida. Ayer estaba tan dulce y amable conmigo otra vez que tuve la esperanza de que habían terminado las asperezas y podríamos volver a ser tan amigas como antes.

Pero en cuanto nos sentamos, Irene empezó a molestarme. Vi que miraba mi bolsa de tejer nueva. Mis amigas siempre me dijeron que tenía una mente envidiosa, pero yo nunca lo creí.

Lo primero que hizo fue tomársela con Jims; Irene finge que adora a los bebés. Lo sacó de su cuna y comenzó a darle besos en la cara. Bueno, Irene sabe perfectamente que no me gusta que besen tanto a Jims. No es higiénico.

Le molestó tanto que el niño empezó a refunfuñar y entonces, me miró y se rió con esa risita desagradable, pero dijo con voz toda suavidad:

«Ay, Rilla, querida, me miras como si lo estuviese envenenando».

«No, no, Irene, no es así —respondí con dulzura forzada—. Pero tú sabes que Morgan ha dicho que el único lugar donde se puede besar a un bebé es en la frente, por los gérmenes, y ésa es mi regla con respecto a Jims».

«Ay, por favor, ¿te parece que estoy tan llena de gérmenes?», preguntó ella, así, directamente.

Yo sabía que me estaba provocando; hervía por dentro pero por fuera nada, ni vapor. Estaba dispuesta a no dejarme llevar a una pelea con Irene.

Después empezó a hacerlo saltar por el aire con movimientos de rebote. Morgan dice que esos movimientos son pésimos para la salud de un bebé. Yo no permito que le hagan esos rebotes a Jims, nunca. Pero Irene lo hacía y parecía que a ese bebé exasperante le gustaba. Sonrió… sí, por primera vez. Tiene cuatro meses y hasta ahora no había sonreído. Ni siquiera mamá o Susan lograron sacarle una sonrisa por más esfuerzos que hicieron. Y ahí estaba… sonriendo… ¡porque Irene lo estaba haciendo rebotar!

¡Qué ingratitud!

Tengo que admitir que la sonrisa le cambió la cara. Se le hicieron dos preciosos hoyuelos en las mejillas; los ojos le brillaban de risa. El entusiasmo que demostró Irene por esos hoyuelos estaba completamente fuera de lugar. Hacía suponer que ella había sido la diseñadora. Pero yo seguí cosiendo sin entusiasmarme para nada; Irene se cansó de hacerlo saltar y lo colocó de nuevo en la cuna. Al bebé no le gustó mucho eso después de haber jugado tanto, así que empezó a llorar y estuvo molesto el resto de la tarde; cosa que no hubiera sucedido si Irene lo hubiese dejado tranquilo.

Entonces, Irene lo miró y preguntó:

«¿Siempre llora así?», como si nunca hubiese oído llorar a un bebé.

«Si Jims no llorase en todo el día yo tendría que hacerlo llorar por lo menos veinte minutos», le contesté.

«Ah, pero cómo no, claro», dijo ella, riendo como sí no me creyera.

El libro de Morgan estaba arriba, si no, la hubiera convencido. Luego dijo que Jims no tenía mucho cabello… que nunca había visto un bebé de cuatro meses tan calvo.

Por supuesto, yo sabía que Jims no tiene mucho pelo aún; pero Irene lo dijo en un tono que sugería que yo tenía la culpa. Le expliqué que había docenas de bebés tan pelados como Jims, y ella me dijo que bueno, que no había querido ofenderme… ¡Como si yo me hubiera ofendido!

La cosa siguió así durante una hora; Irene me lanzaba dardos todo el tiempo. Las chicas siempre habían dicho que ella era así de hiriente cuando algo la irritaba, pero hasta ahora yo no lo creía. Siempre pensé que Irene era perfecta y por eso me hería tanto verla comportarse así. Pero escondí bien mis sentimientos y seguí cosiendo un camisón para una niña belga.

Hasta que Irene me dijo la cosa más cruel y despreciable que nadie haya dicho jamás sobre Walter. No voy a escribir lo que me dijo… no puedo. Por supuesto que dijo que ella también se había puesto furiosa cuando se lo dijeron y todo eso… pero no tenía necesidad de repetir semejante cosa delante de mí. Lo hizo para lastimarme.

Así que estallé:

«¿Cómo puedes venir aquí a repetir una cosa semejante sobre mi hermano, Irene Howard? —exclamé—. Esto sí que yo no te lo perdono… nunca. Tu hermano no se ha enrolado tampoco y no tiene ni idea de qué es enrolarse».

«¡Ay, Rilla, yo no lo dije! Fue la señora de George Burr, y yo le contesté que…».

«La verdad es que no me interesa lo que le dijiste. No vuelvas a dirigirme la palabra en tu vida, Irene Howard».

Claro que no tendría que haber dicho eso. Pero las palabras se me escaparon de la boca. Las chicas se acercaron todas juntas y tuve que hacer el papel de anfitriona lo mejor que pude. Irene se quedó aparte con Olive Kirk y se fue sin mirarme. Supongo que tomó mis palabras en serio y no me importa, porque no puedo ser amiga de alguien que sea capaz de repetir semejante falsedad sobre Walter. Pero la verdad es que no estoy contenta por esto. Siempre fuimos tan buenas amigas y hasta hace muy poco Irene era cariñosa conmigo; ahora me enfrento con otra desilusión más, siento como si ya no existiera la verdadera amistad.

Papá le pidió a Joe Mead que construya una casita para Lunes en un rincón del refugio de la estación. Pensamos que Lunes volvería a casa con el frío del invierno pero no. Nada ni nadie pueden convencerlo de irse de su lugar. Se queda ahí y sale al encuentro de cada tren; teníamos que hacer algo para que se sintiera más cómodo. Joe construyó la casita y la colocó para que Lunes pueda ver el tren desde dentro; esperemos que la utilice.

Lunes se ha hecho famoso. Vino un periodista del Enterprise le sacó una foto y escribió la historia completa del vigía fiel. La historia se publicó en el Enterprise y la repartieron por todo el Canadá. Pero eso a Lunes no le importa. Lo único que le importa es que Jem se fue a alguna parte, él no sabe ni dónde ni por qué y piensa esperarlo hasta que vuelva. No sé por qué me reconforta: es tonto, supongo pero me da la sensación de que Jem va a volver. Me parece que Lunes no lo esperaría si no fuera a volver.

Jims ronca en la cuna aquí a mi lado. Es que tiene un catarro que le hace roncar así… no adenoides. Irene debía estar resfriada ayer y estoy segura de que fue ella la que se lo contagió, de tanto besarlo. Ya no está tan fastidioso como antes, tiene más fuerte la espalda y se puede sentar bastante bien; le encanta que lo bañe: en lugar de gritar y retorcerse ahora salpica. Hoy le hice, unas pocas cosquillas cuando lo desvestí —no lo haría rebotar, pero Morgan no dice nada respecto de las cosquillas— sólo para ver si sonreía como le sonrió a Irene. Y sí y le salieron los hoyuelitos y todo. ¡Qué pena que su madre no haya podido verlos!

Hoy terminé mi sexto par de calcetines. Con los tres primeros tuve que decirle a Susan que me hiciera los talones, luego pensé que no era correcto de mi parte así que aprendí a hacerlos. Es algo que odio, pero desde el 4 de agosto estoy haciendo muchas cosas que odio así que una más no importa. Pienso en Jem haciendo bromas sobre el barro de Salisbury Plain y me vienen ganas de tejerlos.