9. Doc tiene un accidente

—La guerra no terminará hasta la primavera —dijo el doctor Blythe cuando todos se dieron cuenta de que, aparentemente, la larga batalla de Aisne era un estancamiento.

Rilla murmuraba «cuatro derecho, uno revés» muy bajito, mientras mecía la cuna del bebé con un pie. Morgan no era partidario de las cunas pero Susan sí, y valía la pena sacrificar los principios un poco con tal de mantener a Susan de buen humor. Dejó su tejido a un lado un momento y dio:

—¿Es posible esperar tanto tiempo? —Luego retomó la media. La Rilla de dos meses atrás se hubiera ido a llorar al Valle del Arco Iris.

La señorita Oliver suspiró y la señora Blythe juntó las manos por un momento. Luego Susan dijo con energía:

—Bueno, vamos a tener que juntar valor y empezar a trabajar. El trabajo es el lema de Inglaterra; eso me han dicho, mi querida señora, y ahora también es mi lema. No me olvido de que Kitchener está al timón y que a Joffre le está yendo muy bien para ser francés. Le voy a mandar la caja con la torta a Jem y pienso terminar este par de medias hoy mismo. Mi cuota es de un par de medias por día de ahora en adelante. Hasta la prima Sophia se puso a tejer, mi querida señora, y eso sí que es bueno porque así no tiene tiempo de pensar y decir tantas cosas tristes. Le conviene tener las manos ocupadas con las agujas, en lugar de cruzadas sobre el estómago. Ella piensa que para el año que viene todos vamos a ser alemanes y yo le contesto que les va a llevar más de un año hacer una alemana de mí. ¿Sabía usted mi querido doctor, que Rick MacAllister se enroló? También dicen que Joe Milgrave está por hacerlo pero tiene miedo de que Patillas en la luna no lo deje acercarse a Miranda si lo hace.

—Está por irse hasta el muchacho de Billy Andrews… y el hijo único de Jane… y el pequeño Jack de Diana —agregó la señora Blythe—. El hijo de Priscilla se fue desde Japón y el de Stella desde Vancouver… y también los dos del reverendo Jo. Philippa dice en la carta que sus chicos zarparon de inmediato y que ni siquiera les preocupó la indecisión de ella.

El doctor le pasó la carta a su mujer mientras comentaba:

—Jem dice que se van pronto, y que no va a tener licencia antes de la partida.

—Eso no es justo —exclamó Susan, indignada—. Ese Sir Sam Hughes, ¿no tiene un poco de consideración por nuestros sentimientos? ¡Qué idea la de llevarse a mi bendito niño a Europa sin siquiera dejar que le echemos un vistazo! Yo, si fuera usted, mi querido doctor, escribiría una carta a los diarios al respecto.

—Quizá sea mejor así —comentó la madre, desilusionada—. No creo que pudiera soportar otra despedida. Ay, si por lo menos… pero no. ¡No voy a decirlo! Como Susan y Rilla, estoy decidida a ser una heroína —concluyó con una sonrisa.

—Ustedes son buenas personas —dijo el doctor—. Estoy orgulloso de las mujeres que me rodean. Hasta Rilla, mi lirio del valle, está organizando la Cruz Roja a todo vapor. Y está trabajando muy bien. Rilla, hija de Ana, ¿cómo vas a llamar a tu bebé de guerra?

—Estoy esperando tener noticias de Jim Anderson, puede que quiera ponerle él mismo el nombre a su hijo.

Pero las semanas de otoño siguieron pasando y Jim Anderson no dio señales y lo único que se supo de él fue que había partido en barco desde Halifax; parecía indiferente al destino de su mujer y su hijo. Con el tiempo, Rilla decidió ponerle James, y Susan opinó que tendría que agregarle Kitchener. De esta manera James Kitchener Anderson fue el poseedor de un nombre un poco más imponente que su propia persona. Con el correr del tiempo, la familia de Ingleside terminó llamándolo Jims, pero para la obstinada Susan fue siempre el «Pequeño Kitchener» y nada más.

—Jims no es un nombre digno de un niño cristiano, querida señora —protestaba Susan—. La prima Sophia dice que es demasiado impertinente; y por única vez me parece que lo que ella dice tiene mucho sentido aunque no le daré el gusto de coincidir abiertamente. En cuanto a la criatura, está pareciéndose más a un bebé y tengo que admitir que Rilla se porta maravillosamente con él pero no pienso consentirla diciéndoselo en la cara. Mi querida señora, nunca olvidaré, nunca, nunca, la primera imagen que tuve del bebé recostado en esa enorme sopera y envuelto en ese trapo de franela sucia. No es muy frecuente que Susan Baker se quede sin habla pero en ese instante, me quedé sin habla, de eso puede usted estar segura. Porque por un momento pensé que mi mente se había obnubilado y que estaba viendo visiones. Luego, tuve un pensamiento: no, yo nunca escuché que viera soperas en sus visiones, así que tenía que ser real; y así me compuse un poco. Cuando escuché que el doctor le decía a Rilla que ella tenía que cuidar al bebé, pensé que estaba bromeando, y no creí ni por un minuto que ella quisiera o pudiera hacerlo. Pero miren lo que pasó y cómo maduró la niña. Cuando es absolutamente necesario hacer algo, siempre se puede.

Un día de octubre, Susan pudo agregar una prueba más a sus concluyentes deducciones. El doctor y su señora estaban de viaje. Rilla velaba la siesta de Jims arriba, tejiendo cuatro al revés y uno al derecho con energía insuperable. Susan estaba sentada en la galería de atrás, pelando habas con la ayuda de la prima Sophia. La paz y la tranquilidad reinaban en Glen, el cielo era una tela de terciopelo de nubes plateadas y brillantes.

El Valle del Arco Iris se envolvía en una bruma otoñal suave y rosada. El monte de arces era un incendio de colores y los rosales que bordeaban la cocina formaban una paleta de distintos matices. Parecía como si no existiera conflicto alguno en el mundo, y el fiel corazón de Susan quedó por un momento adormecido por el olvido, a pesar de que no había podido dormir en toda la noche pensando en su querido Jem, allá lejos en el Atlántico, en la flota que llevaba al ejército canadiense por primera vez al otro lado del océano. Hasta la prima Sophia parecía menos melancólica que otras veces y admitía que no había nada que criticar en el tiempo agradable, aunque no había duda de que esa calma bien podía preceder una espantosa tormenta.

—La cosa está demasiado calma como para que dure mucho —vaticinó.

De pronto, y como para confirmar lo dicho, oyeron un ruido estrepitoso y aterrador detrás de ellas. Era casi imposible describir la sucesión de ruidos de metal, vidrio, porcelana que parecían caer al mismo tiempo en la cocina. Susan y la prima Sophia se miraron con desesperación.

—Pero ¿qué pudo haberse roto de esa manera?, digo yo —exclamó la prima Sophia.

—Tiene que haber sido ese gato Hyde que por fin se volvió loco del todo —murmuró Susan—. Hace años que lo estoy esperando.

Rilla apareció como un rayo por la puerta de la sala.

—¿Qué pasó? —quiso saber.

Susan le respondió:

—No tengo ni la menor idea pero es evidente que esa bestia tuya tiene que tener algo que ver con todos esos ruidos. No te le acerques. Yo voy a abrir la puerta para espiar. Ahí va un poco más de vajilla. Siempre dije que ese gato tenía el diablo adentro y cada vez estoy más segura.

Dicho esto, abrió la puerta y miró. Había platos rotos desparramados por todo el suelo. La tragedia parecía haber sucedido en el aparador más largo, donde Susan había acomodado en perfecto orden todos los boles de la cocina. Y un frenético gato se retorcía por toda la cocina con la cabeza trabada dentro de una vieja lata de salmón. Enceguecido corría por todos lados, dando chillidos diabólicos y golpeándose la cabeza con todo lo que encontraba a su paso; al mismo tiempo, trataba en vano de quitarse la lata de la cabeza con las garras. El espectáculo era tan gracioso que Rilla no pudo dejar de reír.

Susan la miró con aire desaprobador.

—No veo nada de gracioso en todo esto. Esa bestia destruyó el gran bol azul que trajo tu madre de Tejas Verdes cuando se casó. Pero la cuestión es pensar en cómo vamos a sacarle a Hyde la lata de la cabeza.

—Ni se te ocurra tocarlo. Cierra la puerta y ve a buscar a Albert —ordenó la prima Sophia.

—No acostumbro buscar a Albert por problemas familiares —le contestó Susan con altivez—. Esa bestia está atormentada, y cualquiera sea la opinión que me merece, no puedo soportar que sufra de semejante forma. Tú mantente alejada, Rilla, por la salud de Kitchener, y yo veré lo que puedo hacer.

Se introdujo con mucha cautela en la cocina, tomó una vieja chaqueta del doctor y después de una persecución salvaje y algunos saltos y arremetidas infructuosos, se las arregló para arrojar la chaqueta sobre el gato y la lata. Luego trató de serruchar la lata con un abridor, mientras Rilla intentaba mantener quieto al pobre animal enrollado dentro del saco. Nunca se escucharon en Ingleside alaridos semejantes a los que emitió Doc durante el proceso. Cuando lo dejaron libre, el gato estaba furioso. Evidentemente, creía que todo había sido parte de un plan para humillarlo. Su agradecimiento fue una mirada malévola a Susan y salió disparado hacia el cantero de rosales donde se apoltronó por el resto del día. Susan, con la cara llena de una expresión sombría, barrió los restos de su vajilla destrozada.

—Ni los hunos podrían haber hecho un trabajo tan perfecto —masculló con amargura—. Las cosas han llegado a un extremo tal que una mujer honesta no puede dejar su cocina por unos minutos sin que un gato malvado destruya todo lo que se le cruza con la cabeza metida en una lata de salmón.