8. Rilla decide

Tanto las familias como los individuos se acostumbran pronto a las nuevas condiciones y las aceptan sin cuestionamientos. Una semana después, ya parecía que el bebé Anderson hubiera estado siempre en Ingleside. Después de las tres primeras noches de agitación, Rilla volvió a dormir normalmente. Se despertaba casi por automatismo para atender al niño a la hora que hacía falta. Lo bañaba, lo alimentaba y vestía con una destreza tal que se hubiera dicho que lo había hecho durante toda su vida. No le gustaba ese trabajo, no le gustaba el bebé, lo manejaba con recelo como si fuera un pequeño lagarto de fragilidad suprema; pero cumplía con él a conciencia y no había bebé más limpio ni mejor cuidado en Glen St. Mary. Hasta tomó la costumbre de pesar a la criaturita todos los días y anotar el peso en su diario; pero a veces se preguntaba patéticamente por qué el destino la habría hecho tomar por la calle de los Anderson en ese día fatal. Shirley, Nan y Di no le hacían tantas bromas como había esperado. Parecían aturdidos por el hecho de que hubiera adoptado un bebé de guerra; además tal vez el doctor había dado instrucciones al respecto. Walter jamás la había molestado por nada, eso era evidente; un día le dijo que era genial.

—Hace falta más coraje para hacerte cargo de esos tres kilos de criatura, Rilla-mi-Rilla, que para enfrentar un kilómetro de alemanes. Ojalá yo tuviera la mitad de tus agallas —terminó con pesar.

Rilla se sintió orgullosa de la aprobación de Walter pero esa noche escribió en su diario:

Me gustaría que me gustara un poco el bebé. Eso haría que las cosas fueran más fáciles. Pero no. Dice la gente que cuando cuidas a un bebé te encariñas con él, pero no es cierto. Por lo menos no para mí. El bebé es una molestia, interfiere en todo. Me tiene atada, justo ahora que estaba tratando de poner en marcha la Cruz Roja Juvenil. Y no pude ir a la fiesta de Alice Clow anoche, con la ilusión que tenía. Por supuesto, papá no se muestra del todo inflexible y siempre puedo tomarme una hora o dos por las noches cuando es necesario; pero sabía que no permitiría que yo saliera toda la noche y dejara a Susan o a mamá a cargo del bebé. Supongo que fue para mejor, porque tuvo un cólico —o algo así— a la una de la mañana. No se puso rígido ni pateó, así que me di cuenta de que no estaba irritado, como dice Morgan; tampoco tenía hambre ni alfileres clavados. Gritó hasta ponerse negro; me levanté, calenté agua y le puse la bolsa de agua caliente sobre el estómago. Chilló más fuerte todavía y contrajo esas piernitas raquíticas. Me dio miedo de haberlo quemado pero no me parecía muy posible. Después, me puse a caminar de un lado a otro con el chico en brazos, aunque el libro de Morgan dice que eso no debe hacerse nunca. Caminé kilómetros… ay, estaba tan cansada, desalentada y furiosa. Sí, en serio. Podría haber sacudido al chico si hubiese sido lo suficientemente grande, pero no era el caso. Papá había salido a ver un paciente, mamá estaba con dolor de cabeza y Susan no está de muy buen humor porque cuando ella y Morgan difieren yo insisto en guiarme por lo que dice Morgan, de manera que estaba decidida a no llamarla a menos que fuera absolutamente necesario.

Por fin, vino la señorita Oliver. Ella duerme con Nan, ahora, no conmigo, y yo sufro mucho por ello. Es por el bebé. La verdad es que extraño nuestras largas charlas desde las camas. Eran los únicos momentos en que la tenía para mí. Me sentí muy mal al pensar que los gritos del bebé la habían despertado porque tiene mucho que soportar, ahora. El señor Grant está en Valcartier, también y para la señorita Oliver eso es terrible, aunque se está portando muy bien. Piensa que él nunca volverá y la expresión de sus ojos me parte el corazón. ¡Es tan trágica! Tomó al pobre desgraciado y lo tendió boca abajo sobre sus rodillas, le golpeó la espalda suavemente varias veces. El bebé dejó de llorar, se durmió en un instante y no volvió a despertarse en toda la noche. Lo que es yo no pegué un ojo. Estaba demasiado cansada.

Poner en funcionamiento la Cruz Roja Juvenil me está dando unos disgustos terribles. Conseguí a Betty Mead como presidenta y yo soy secretaria, propusieron a Jen Vickers como tesorera y yo no la aguanto. Es la clase de chica que llama a cualquier persona inteligente, bella o distinguida aunque la conozca sólo por el nombre de pila… y después, a sus espaldas, es ladina y falsa. A Una no le importa, por supuesto. Está dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidan y no le importa tener un cargo o no. Es un ángel perfecto. En cambio yo tengo partes de ángel y partes de demonio. Ojalá Walter sintiera algo por ella, aunque creo que nunca la ve de ese modo. Eso sí, una vez le oí decir que Una era igual a una rosa de té. Y lo es. Y todos se aprovechan de ella porque es tan dulce y está tan bien dispuesta. Yo no permito que nadie se aproveche de Rilla Blythe y «puedes contar con eso» como dice Susan.

Como esperaba, Olive dijo que quería que almorzáramos en nuestras reuniones. Tuvimos una batalla campal al respecto. La mayoría estaba en contra de la idea y ahora la minoría tiene mala cara. Irene Howard estaba a favor y se ha mostrado muy fría conmigo desde entonces, cosa que me pone triste. Me pregunto si mamá y la señora Elliott tienen problemas en la Sociedad de Adultos, también. Calculo que sí, pero siguen adelante con serenidad. Yo también sigo adelante, pero sin serenidad —la verdad es que lloro y grito— pero en privado. Me desahogo en este diario. Y cuando se me pasa, juro que les voy a dar una lección. Jamás voy por allá con mala cara. Odio a la gente que hace eso. En fin, ya pusimos la sociedad en funcionamiento y nos reuniremos una vez por semana y todas vamos a aprender a tejer.

Shirley y yo volvimos a ir a la estación para tratar de convencer a Lunes de que regresara a casa, pero fue en vano. Toda la familia lo intentó pero nadie tuvo éxito. Tres días después de la partida de Jem, Walter se lo trajo por la fuerza en el carro y lo encerró durante tres días. Entonces Lunes comenzó una huelga de hambre y no dejó de aullar de día ni de noche. Tuvimos que soltarlo o se hubiera dejado morir de hambre.

Así que hemos decidido dejarlo en paz y papá pidió al carnicero que está cerca de la estación que le dé huesos y restos de carne. Además, alguno de nosotros va casi todos los días y le lleva algo. Se queda allí, acurrucado en el galpón de embarque y cada vez que llega un tren corre a la plataforma, meneando la cola con entusiasmo y se lanza sobre todos los que bajan. Después, cuando el tren se va de nuevo y se da cuenta de que Jem no vino, vuelve al galpón con ojos llenos de desaliento y tristeza, y se recuesta a esperar la llegada del tren siguiente. Un día, unos muchachos le tiraron piedras y el viejo Johnny Mead, que nunca parece darse cuenta de nada, tomó un hacha de la tienda del carnicero y los corrió por todo el pueblo.

Kenneth Ford volvió a Toronto. Vino hace dos tardes a despedirse. Yo no estaba; había que hacerle ropa al bebé y la señora Meredith se ofreció a ayudarme, así que estaba en la rectoría. Él le pidió a Nan que lo despidiera de la Araña y que me dijera que no lo olvide del todo por mis absorbentes tareas maternales. Si pudo dejarme un mensaje tan frívolo y ofensivo, se ve con toda claridad que nuestra hermosa hora sobre la playa no significó nada de nada para él y no pienso volver a pensar en Kenneth ni en los momentos que pasamos juntos.

Fred Arnold estaba en la rectoría y me acompañó de vuelta a casa. Es el hijo del nuevo ministro metodista, es muy agradable e inteligente y sería de lo más apuesto si no fuera por la nariz. Es una nariz realmente espantosa. Cuando habla de cosas triviales no me molesta tanto, pero cuando habla de poesía e ideales, el contraste entre su nariz y sus palabras es demasiado para mí y me dan ganas de llorar de risa. Es una injusticia porque todo lo que dijo fue sumamente encantador y si lo hubiera dicho alguien como Kenneth yo estaría en las nubes. Cuando lo escuchaba con la mirada baja, me sentía fascinada, pero en cuanto levantaba la vista y le veía la nariz, el hechizo se rompía. Él también quiere alistarse, pero no puede porque tiene solamente diecisiete años. La señora Elliott se encontró con nosotros cuando atravesábamos el pueblo y se mostró tan horrorizada como si me hubiera visto caminando con el mismísimo Káiser. La señora Elliott detesta a los metodistas. Papá dice que tiene una obsesión al respecto.

Alrededor del primero de septiembre se produjo un éxodo en Ingleside y en la rectoría. Faith, Nan, Di y Walter partieron para Redmond; Carl se marchó a su escuela de Harbour Head y Shirley se fue a Queen’s. Rilla quedó en Ingleside y se hubiera sentido muy sola si hubiese tenido tiempo. Echaba muchísimo de menos a Walter; desde su conversación en el Valle del Arco Iris se habían acercado mucho y Rilla hablaba con él de problemas que jamás mencionaba a otros. Pero estaba tan ocupada con la Cruz Roja y el bebé que no le sobraba un minuto para la nostalgia. A veces, cuando se acostaba, lloraba un poco contra la almohada por la ausencia de Walter, por Jem en Valcartier y por el antirromántico mensaje de despedida de Kenneth, pero por lo general se dormía antes de que las lágrimas comenzasen a fluir.

—¿Quieres que haga los arreglos necesarios para que mandemos el bebé a Hopetown? —preguntó el doctor un día, dos semanas después de la llegada de la criaturita a Ingleside.

Por un instante, Rilla sintió la tentación de decir que sí. En Hopetown cuidarían bien del bebé y ella volvería a tener los días y las noches libres. Pero… pero… esa pobre madre joven que no había querido que lo enviaran a un asilo. Rilla no podía quitársela de la mente. Y además, esa misma mañana había descubierto que el bebé tenía doscientos cincuenta gramos más desde que estaba en Ingleside. Se había sentido orgullosa.

—Pero… dijiste que si iba a Hopetown, podía morirse —balbuceó.

—Quizás. A veces, los cuidados institucionales, por mejores que sean, no tienen éxito con bebés delicados. Pero ya sabes lo que significa que se siga quedando aquí, Rilla.

—Ya hace quince días que lo cuido… y aumentó doscientos cincuenta gramos —exclamó la muchacha—. Creo que es mejor que esperemos a tener noticias de su padre. Quizás él tampoco quiera que manden al bebé a un orfanato, mientras él pone en riesgo la vida por su país.

El doctor y la señora Blythe intercambiaron miradas divertidas y satisfechas detrás de la espalda de Rilla; no se dijo nada más acerca del orfanato.

Pero la sonrisa no tardó en borrarse del rostro del doctor; los alemanes estaban a treinta y cinco kilómetros de París. Comenzaban a aparecer horribles historias en los periódicos sobre lo que se había hecho a la gente de la martirizada Bélgica. La vida se llenó de tensión para la generación adulta de Ingleside.

—Devoramos las noticias sobre la guerra —le contó Gertrude Oliver a la señora Meredith, tratando de bromear sin éxito—. Estudiamos los mapas y derrotamos al ejército huno en unos pocos movimientos estratégicos. Pero Papa Joffre no tiene el beneficio de nuestros consejos así que París… tendrá que caer.

—¿Te parece? ¿No habrá alguna mano poderosa que pueda intervenir? —murmuró John Meredith.

—Enseño en la escuela como una sonámbula —continuó Gertrude—. Después vuelvo a casa y me encierro en el dormitorio a caminar de un lado a otro como fiera enjaulada. Estoy dejando una huella sobre la alfombra de Nan. Estamos tan horriblemente cerca de esta guerra.

—Los alemanes están en Senlis. Nada ni nadie puede salvar París —vaticinó la prima Sophia. La prima Sophia había tomado la costumbre de leer los periódicos y había aprendido más sobre la geografía del norte de Francia (aunque no sobre la pronunciación de los nombres franceses) en su septuagésimo primer año que en los días de juventud.

—No tengo una opinión tan pobre sobre el Todopoderoso ni sobre Kitchener —objetó Susan con obstinación—. Veo que hay un hombre Bernstoff en los Estados Unidos que dice que la guerra terminó y que Alemania es la vencedora… y tengo entendido que Patillas en la luna opina lo mismo y está sumamente complacido, pero yo podría decirles a ambos que no hay que contar los pollitos antes de que rompan el cascarón y que se vendió más de una piel de animal sin haberlo matado antes.

—¿Y la marina británica? ¿Qué está haciendo? —se quejó la prima Sophia.

—Ni la marina británica puede navegar por tierra, Sophia Crawford. Todavía tengo esperanzas y pienso seguir teniéndolas a pesar de Tomascow, Moggage y todos esos nombres bárbaros. Mi querida señora, ¿puede decirme si R-h-e-i-m-s se pronuncia Raimes, Rims, Reims o Rems?

—Creo que es algo más parecido a «Rhengs», Susan.

—Ay, esos nombres franceses —se lamentó Susan.

—Me dijeron que los alemanes prácticamente arruinaron la iglesia de allá —suspiró la prima Sophia—. Siempre creí que los alemanes eran cristianos.

—Lo de la iglesia está muy mal, pero las atrocidades que cometieron en Bélgica son mucho peores —masculló Susan, indignada—. Cuando oí al doctor leyendo que mataban con bayonetas a los bebés, mi querida señora, pensé: «¡Ay, si fuera nuestro pequeño Jem!». Estaba revolviendo la sopa cuando me vino ese pensamiento a la cabeza y sentí que si hubiera podido levantar esa marmita llena de sopa hirviendo y arrojársela al Káiser no habría vivido en vano.

—Mañana… mañana… el diario dirá que los alemanes están en París —murmuró Gertrude Oliver entre labios tensos. Poseía una de esas almas que están siempre atadas a la hoguera, ardiendo en los sufrimientos del mundo a su alrededor. Además de su propio interés en la guerra, la desgarraba la idea de París cayendo en las crueles manos de las hordas que habían quemado Louvain y arruinado la maravilla de Reims.

Pero el día siguiente y el otro llegaron las noticias del milagro del Marne. Rilla corrió enloquecida desde la oficina a su casa agitando el Enterprise con los grandes titulares en rojo. Susan salió a izar la bandera con manos temblorosas. El doctor iba de un lado a otro, murmurando: «Gracias a Dios». La señora Blythe lloraba, reía y volvía a llorar.

—Dios extendió su mano y los tocó, eso es todo: «Hasta aquí… ni un paso más…» —dijo el señor Meredith esa noche.

Rilla cantaba mientras acostaba al bebé. París se había salvado… La guerra había terminado… Alemania había perdido… pronto llegaría el final… Jem y Jerry regresarían. Las nubes negras habían pasado.

—No te atrevas a tener cólicos en esta noche feliz —le advirtió al bebé—. Si lo haces, te meteré de nuevo en la sopera y te despacharé a Hopetown, en tren de carga. Tienes unos ojos bonitos, eso tengo que reconocerlo, y no estás tan rojo y arrugado como antes, pero eres calvo como un huevo y esas manos tuyas parecen garras… No me gustas ni un poquito más que antes. Espero que tu pobre madre sepa que duermes todas las noches en una canastilla blanda con un biberón de leche tal como lo indica el manual de Morgan en lugar de morir de a poco con la vieja Meg Conover. Y espero que no sepa que esa mañana cuando Susan no estaba y te me caíste de las manos al agua casi te ahogas. ¿Por qué serás tan resbaladizo? No, no me gustas ni me gustarás nunca, pero pienso convertirte en una criatura respetable. Vas a engordar todo lo que sea necesario, en primer lugar. No voy a permitir que la gente diga: «Qué cosita esmirriada es ese bebé de Rilla Blythe», como comentó la vieja señora Drew ayer en la Cruz Roja. Aunque no te tenga cariño, quisiera sentirme orgullosa de ti.