7. Un bebé de la guerra y una sopera

—Lieja y Namur… ¡y ahora Bruselas! —El doctor sacudió la cabeza—. No me gusta… no me gusta nada.

—No se descorazone, querido doctor, estaban defendidas por extranjeros —dijo Susan con aire soberbio—. Espere a que los alemanes se encuentren con los ingleses; ésa va a ser otra historia, se lo puedo asegurar.

El doctor volvió a sacudir la cabeza, pero menos preocupado; quizás, inconscientemente compartía la creencia de Susan de que la «delgada línea gris» era inquebrantable y resistente incluso frente a la victoriosa horda de alemanes. Sea como fuere, cuando llegó el día terrible —el primero de muchos días terribles— con la noticia de que el ejército británico había tenido que retroceder, se miraron entre sí con desesperación.

—No… No es cierto, no puede ser —dijo Nan con la voz entrecortada, refugiándose en una incredulidad temporaria.

—Tuve el presentimiento de que hoy íbamos a recibir malas noticias —dijo Susan—. Porque esa criatura-gato se transformó en el señor Hyde esta mañana sin ninguna razón aparente, y semejante cosa no podía ser un buen augurio.

—Un ejército averiado, vencido, pero no desmoralizado —murmuró el doctor al leer un despacho desde Londres—. ¿Será posible que se esté hablando así del ejército británico?

La señora Blythe agregó, abatida:

—Esta guerra va a durar mucho tiempo.

De pronto, la fe de Susan, sumergida temporalmente, renació triunfante:

—No se olvide, mi querida señora, de que el ejército británico no es lo mismo que la marina británica. Tenemos que acordarnos de eso, siempre, siempre. Además, vienen los rusos; aunque tengo que confesar que no sé mucho sobre ellos y no les tengo demasiada confianza.

—Los rusos no van a llegar a tiempo para salvar París —observó Walter, sombrío—. París es el corazón de Francia y los caminos que llevan a ese corazón están abiertos. Ay, ojalá… —Se detuvo abruptamente y salió.

La gente de Ingleside pasó un día paralizada y después se dio cuenta de que era posible «seguir viviendo» a pesar de las noticias, cada vez más desalentadoras. Susan se puso a trabajar afanosamente en la cocina, Nan y Di retornaron a sus actividades en la Cruz Roja; la señora Blythe se fue a Charlottetown a una convención de la Cruz Roja; Rilla, después de desahogarse en un mar de lágrimas en el Valle del Arco Iris y en las hojas de su diario, se acordó otra vez de que había dicho que iba a ser valiente y heroica. Y decidió que realmente había sido heroico ofrecerse para recorrer todo Glen y Cuatro Vientos en el viejo caballo gris de Abner Crawford para recolectar artículos para la Cruz Roja. Uno de los caballos de Ingleside cojeaba y el doctor necesitaba el otro, así que no quedaba otra cosa que el matungo de Crawford, una criatura plácida, sin apuros, que tenía el hábito de detenerse a cada rato para espantarse las moscas de una pata con la otra. Rilla sintió que eso, y el hecho de que los alemanes estuvieran a noventa kilómetros de París, era algo muy difícil de soportar. Pero partió con valentía en una diligencia que tuvo resultado más que sorprendente.

Cerca del atardecer, Rilla tenía el carro lleno de paquetes y se preguntó si valdría la pena entrar en la casa de los Anderson. Los Anderson eran muy pobres y seguramente la señora Anderson no tendría nada para donar. Por otra parte, el marido, que era inglés de nacimiento, se había marchado a Inglaterra a enrolarse y se decía que nunca más habían oído hablar de él, que ni siquiera había enviado un poco de dinero a su hogar. Rilla pensó todo eso, pero después le pareció que la señora Anderson podía sentirse ofendida si no la tenía en cuenta, así que decidió entrar. Un tiempo después iba a desear no haber entrado nunca, pero con los años, llegó a dar las gracias por haberlo hecho.

La casa de los Anderson era pequeña y estaba casi derruida, agazapada detrás de un bosque de abetos desvencijados cerca de la costa, como avergonzada de sí misma o ansiosa de ocultarse. Rilla ató el flaco caballo a la cerca destartalada y fue hacia la puerta. Estaba abierta y lo que vio detrás la dejó paralizada y sin habla por un momento.

Por la puerta entreabierta del pequeño dormitorio, justo frente a ella, Rilla vio a la señora Anderson tendida en una cama deshecha. Y muerta. No cabía la menor duda de que la señora Anderson estaba muerta ni tampoco de la vitalidad de la otra señora, obesa y desaliñada, de cabellos y cara rojos, sentada cerca de la puerta, fumando. Esa mujer se mecía y sin hacer nada en medio del desorden que había a su alrededor y no prestaba atención alguna al llanto penetrante que provenía de una cuna colocada en el centro de la habitación.

Rilla conocía a la mujer de vista y por comentarios. Era la señora Conover, vivía en la villa de los pescadores; era tía abuela de la señora Anderson y bebía y fumaba en pipa. Su primer impulso fue de girar sobre los talones y escapar. Pero se dio cuenta de que eso no serviría de nada. Quizás esa mujer, que parecía tan repugnante, necesitaba ayuda… aunque ciertamente no demostraba ninguna preocupación.

—Pasa —le dijo mientras se quitaba la pipa de la boca y la miraba con ojos arratonados.

—¿La señora Anderson está muerta? —preguntó Rilla y avanzó un poco más.

—Muerta como una estatua —respondió la señora Conover—. Estiró la pata hace media hora. Mandé a Jen Conover a buscar al sepulturero y alguien más para ayudar a la costa. ¿Tú eres la hija del doctor, no?

—¿Fue… fue de repente?

—Bueno, ella se fue consumiendo desde que ese despreciable de Jim puso pies en polvorosa y se fue a Inglaterra… La verdad es que lamento que se haya ido. Estoy segura de que ella ya se dio por muerta el día que se lo dijeron. Este jovencito nació hace quince días y desde entonces su madre se fue viniendo abajo; murió hoy, cuando nadie se lo esperaba.

Rilla dudó un poco y le preguntó:

—¿Hay algo que yo… que yo pueda… hacer para ayudar?

—Bendita niña… sí, no… a menos que… tengas habilidad con los niños… La verdad es que yo no la tengo. Ese pequeño sujeto no hace más que chillar día y noche. Decidí hacer de cuenta que no lo oigo.

Rilla se acercó de puntillas a la cuna. Caminó con cuidado y sacó la manta sucia con más cuidado todavía. No tenía intención de tocar al bebé, ella tampoco tenía «habilidad con los niños». Vio a un enanito horrible con la cara roja y desencajada, envuelto en un retazo mugriento de franela vieja. Nunca había visto un bebé más feo y sin embargo, se apoderó de ella un sentimiento de compasión por esa criatura desolada y huérfana.

—¿Qué va a pasar con el bebé?

—¡Sabe Dios! —respondió la señora Conover cándidamente—. Min estaba muy preocupada por eso antes de morirse. Repetía todo el tiempo: «Ay, qué será de mi pobre bebé», y me ponía los nervios de punta. Así que me dije «No me voy a complicar la vida por este asunto». Así que le dije que había que llevarlo a un orfanato hasta que Jim volviera a buscarlo. A ella no le gustó mucho la idea. Pero así fue la cosa, como te cuento.

Rilla insistió:

—Pero ¿quién va a cuidar del chico hasta que se lo lleven a un asilo?

Sentía que por alguna razón le preocupaba el destino de esa criatura.

—Supongo que yo —refunfuñó la señora Conover; guardó la pipa y sorbió con mucho ruido y sin ninguna vergüenza de una botella apoyada en un estante a su lado—. Yo opino que el bebé no va a vivir mucho. Está enfermo. Min no tenía ánimo y creo que el chico tampoco. Y te digo, sería una buena liberación para todos.

Rilla descorrió un poco más la manta.

—¡Este chico está desnudo! —exclamó, sobresaltada.

—¿Quién le iba a hacer la ropa?, digo yo —quiso saber la mujer con tono fastidiado—. Yo no tenía tiempo… estaba siempre detrás de Min. Cuando nació, vino la vieja señora Crawford, lo lavó, lo envolvió en esa franela y, desde entonces, un poco lo atiende Jen. La criatura tiene abrigo suficiente. El tiempo está para derretir bronce.

Rilla se quedó callada. Miraba llorar al bebé. Era su primer contacto con una tragedia de la vida y se sentía golpeada hasta el fondo del corazón. Le dolía profundamente pensar en la pobre madre entrando en el valle de las sombras sola, inquieta por su bebé, sin nadie a su alrededor excepto esa mujer abominable. Si hubiera llegado un rato antes… Pero ¿qué podría haber hecho…?, ¿qué haría ahora?

No sabía, pero algo tenía que hacer. Odiaba a los bebés pero no podía irse así como así y dejar a esa pobre criatura con la señora Conover, que ya se había prendido de nuevo a su botella negra y estaría completamente borracha antes de que apareciera el enterrador.

Después se le ocurrió que no podía quedarse. El señor Crawford le había pedido que volviera para la cena porque necesitaba el poni esa misma noche. Ay, ¿qué hacer?

De pronto tomó una resolución impulsiva, desesperada.

—Me llevo al bebé a mi casa… ¿puedo?

—Bueno, si quieres… —dijo la señora amablemente.

—No tengo en qué llevarlo…, tengo que llevar al caballo. Me da miedo que se me caiga. ¿No hay un… un canasto en el que pueda meterlo?

—No que yo sepa… La verdad es que aquí no hay nada, nada de nada. Min era tan pobre y perezosa como Jim. A ver, en ese cajón hay algo de ropa de bebé, creo yo. Llévatela.

Rilla tomó la ropa; prendas baratas y ligeras que la pobre madre había arreglado a su modo. Pero eso no solucionaba el terrible problema de transportar al niño. Rilla miró a su alrededor con desesperación. Ay, si estuviera mamá… o Susan. Sus ojos se detuvieron en una sopera, en la parte de atrás de la cómoda.

—¿Puedo… puedo llevarme esto para acostarlo dentro?

—Bueno, la verdad es que no es mío, pero te lo puedes llevar. Trata de no romperlo, ¿sí?… Jim puede hacer un escándalo si vuelve con vida… y estoy segura de que va a ser así porque hierba mala nunca muere. La sopera la trajo de Inglaterra, dijo que era de la familia. Él y Min no la usaron nunca, porque nunca tuvieron suficiente sopa… pero para Jim era un mundo. Él era muy raro con cosas así y la verdad es que al mismo tiempo no le importaba un bledo no tener comida para llenar los platos.

Por primera vez en su vida Rilla Blythe tocó un bebé… lo levantó… lo envolvió en la manta, temblando de miedo de que se le cayera o se le rompiera. Finalmente lo puso en la sopera.

—¿Le parece que así puede respirar?

—Difícil que se ahogue —respondió la señora Conover. Rilla, aterrada, aflojó un poco la manta que cubría la cara del bebé. El enano había dejado de llorar y la miraba. Tenía unos enormes ojos marrones en la fea carita.

—No dejes que le sople el viento… le puede robar el aliento… —advirtió la señora Conover.

Así fue como Rilla Blythe, que al llegar a la casa de los Anderson se autoproclamaba dominada por una fobia contra los bebés, volvió a Ingleside con uno sobre la falda, dentro de una sopera.

Pensó que no llegaría nunca a Ingleside. Dentro de la sopera había un misterioso silencio. Por un lado, estaba feliz de que el bebé no llorara, pero deseaba que por lo menos soltara un pequeño chillido de vez en cuando para demostrar que estaba vivo. ¿Y si se había asfixiado? Rilla no se atrevió a destaparlo por miedo a que el viento, que era casi huracanado, le «robara el aliento». ¿Qué horrible significado tendría eso? La llegada a Ingleside le pareció una bendición.

Rilla llevó la sopera hasta la cocina y la colocó sobre la mesa ante los ojos de Susan. Susan miró el contenido y, por primera vez en su vida, quedó tan confundida que no pudo decir palabra.

—¿Qué es esto? —exclamó el doctor, que entraba en ese mismo momento.

Rilla soltó toda la historia:

—Sentí que tenía que traerlo, papá. No podía dejarlo ahí.

—¿Y qué vas a hacer con él? —le preguntó el padre con frialdad.

Rilla no esperaba una pregunta así.

—Podríamos tenerlo… por un tiempo… ¿no?… hasta que arreglemos algo —balbuceó, confundida.

El doctor Blythe iba y venía por la cocina mientras el bebé miraba fijo las paredes de la sopera. Susan empezaba a dar signos de recobrar el habla.

De pronto, el doctor se volvió hacia Rilla.

—Un bebé significa un montón de trabajo adicional en una casa, Rilla. Nan y Di se van a Redmond la semana que viene y ni tu mamá ni Susan están en condiciones de prestar esos cuidados en las presentes circunstancias. Si quieres que ese bebé se quede en casa, deberás atenderlo tú misma.

—¿Yo? —Rilla estaba tan desesperada que no le salían las palabras—. ¿Por qué yo, papá? Yo… Yo no podría.

—Hay chicas más jóvenes que tú a cargo de bebés en estos días. Susan te ayudará. Si no puedes, el niño tendrá que volver con Meg Conover. Y si pasa eso, su existencia será muy breve, es evidente que es un niño delicado y necesita cuidado especial. Dudo que sobreviva, aunque llegue a un orfelinato. Pero no puedo permitir que tu madre y Susan se sobrecarguen de trabajo.

El doctor abandonó la cocina; parecía decidido e inmutable. En el fondo de su corazón sabía muy bien que el pequeño habitante de la sopera se quedaría en Ingleside, pero quería ver si Rilla se ponía a la altura de las circunstancias. Rilla se quedó sentada con la mirada perdida. Era absurdo pretender que ella cuidara del bebé. Pero… y esa pobre madre muerta que tenía tanta preocupación… y la espantosa Meg Conover.

—Susan, ¿qué cosas hay que hacer para un bebé? —preguntó con melancolía.

—Bueno, mantenerlo calentito y seco y bañarlo todos los días con agua que no esté ni muy fría ni muy caliente; y darle de comer cada dos horas. Si tiene cólicos, hay que ponerle cosas calientes en el estómago —le respondió Susan lisa y llanamente.

El bebé empezó a llorar otra vez.

—Seguramente tiene hambre… hay que darle de comer de todas maneras —dijo Rilla con desesperación—. Dime lo que tengo que darle, Susan.

Según las indicaciones de Susan, Rilla preparó agua y leche en un biberón que sacó del consultorio del doctor. Después, sacó al bebé de la sopera y lo alimentó. Trajo del altillo un viejo canasto de su infancia y lo acomodó allí dentro. Llevó la sopera a la despensa. Después se sentó a pensar en los acontecimientos.

El resultado de sus pensamientos fue que corrió a buscar a Susan apenas el bebé se despertó.

—Voy a ver qué es lo que puedo hacer, Susan. No puedo dejar a esa pobre cosita en manos de la señora Conover. Enséñame a bañarlo y a vestirlo.

Con la supervisión de Susan, Rilla bañó al bebé. Susan no se atrevía a ayudar porque el doctor estaba en la sala y podría aparecer en cualquier momento. Susan había aprendido algo: cuando el doctor tomaba una resolución y decía que algo debía hacerse de cierta manera, era así como tenía que ser. Rilla apretó los dientes y continuó. ¡Por el amor de Dios, cuántas arrugas y recovecos tenía un bebé! Era tan pequeño que no había de dónde sostenerlo. Ay, ¿y si se le resbalaba y quedaba con la cabeza dentro del agua…? Era tan gelatinoso… ¡Si sólo dejara de aullar así! ¿Cómo podía ser tan estruendosa una cosa tan pequeña? Sus chillidos se oían en todo Ingleside, desde el sótano al altillo.

—¿Lo estaré lastimando, Susan?

—No, mi querida. La mayoría de los bebés odian los baños. Para ser principiante, tienes bastante habilidad. Hagas lo que hagas sostenlo siempre de la espalda y quédate tranquila.

¡Quedarse tranquila! A Rilla le fluía transpiración por todos los poros. Cuando el bebé estuvo seco y vestido, y momentáneamente callado gracias al biberón, la pobre quedó débil como un trapo.

—¿Qué tendré que hacer con él esta noche, Susan?

Un bebé de día era bastante temible; de noche, era impensable.

—Pon el canasto sobre una silla al lado de tu cama y mantenlo cubierto. Tendrás que alimentarlo una o dos veces de noche, así que será mejor que te lleves el calentador de aceite. Si no puedes arreglártelas llámame, se entere o no el doctor.

—Pero, Susan, ¿y si llora?

El bebé no lloró. Fue una sorpresa agradable; quizá se debió a que su pequeño estómago había recibido por fin comida de verdad. Él durmió casi toda la noche pero Rilla no pudo pegar un ojo. Tenía miedo de quedarse dormida y de que algo le pasara al bebé. Preparó la ración de las tres de la mañana. Estaba decidida a no llamar a Susan. Ah, ¿estaría soñando? ¿Era realmente ella, Rilla Blythe, la que se había metido en semejante situación? Ya no le importaba si los alemanes estaban cerca de París… no le importaba si estaban dentro de París. Lo único que le interesaba era que el niño no se ahogara ni se asfixiara o tuviera convulsiones. Los bebés tenían convulsiones, ¿no? Reflexionó, con un poco de amargura, sobre el hecho de que su padre había sido muy considerado con la salud de su madre y la de Susan, pero… ¿y la salud de ella, de Rilla? ¿Acaso había pensado en algún momento que ella podía llegar a morirse si dejaba de dormir de noche? Y de todos modos, no importaba, ella no pensaba echarse atrás, no era de ésas. Se haría cargo de ese animalito detestable hasta las últimas consecuencias. Se conseguiría un libro sobre higiene del bebé y no dependería de nadie. Nunca más iría a pedir consejos a su padre… no molestaría a su mamá… y sólo en casos de extrema gravedad recurriría a Susan. Ya lo verían todos.

Y así fue que, cuando la señora Blythe volvió dos días más tarde y preguntó por Rilla, quedó paralizada al escuchar la respuesta de Susan:

—Está arriba, mi querida señora, está acostando a su bebé.