La amplia sala de Ingleside estaba nevada de tiras de tela de algodón. Las noticias del cuartel general decían que hacían falta sábanas y vendas. Nan, Di y Rilla estaban enfrascadas en su trabajo. La señora Blythe y Susan tenían un trabajo más personal en el cuarto de los varones. Con los ojos angustiados y cansados de llorar, preparaban las cosas de Jem, que tenía que partir hacia Valcartier a la mañana del día siguiente. Todo el mundo sabía que ese momento iba a llegar pero de todas maneras fue difícil aceptar los hechos cuando los tuvieron frente a frente.
Era la primera vez en su vida que Rilla cosía el dobladillo de una sábana. Cuando se enteró de la partida de Jem, desahogó su llanto bajo los pinos del valle y desde allí fue directamente a ver a su madre.
—Mamá, quiero hacer algo. Soy chica y sé que no puedo contribuir en nada para que ganemos la guerra, pero tengo que hacer algo para ayudar en casa.
—Ya llegó el algodón para las sábanas —respondió la señora Blythe—. Ayuda a Nan y Di. Y… Rilla, ¿no sería una buena idea organizar una Cruz Roja Juvenil entre las chicas más jóvenes? Estoy segura de que les gustaría participar y haríais un trabajo mejor entre vosotras que mezcladas con los adultos.
—Pero, mamá, yo nunca hice algo así.
—En los próximos meses todos vamos a tener que hacer cosas que nunca habíamos hecho antes, Rilla.
—Bueno… —Rilla aceptaba el desafío—. Lo voy a intentar, mamá, si me ayudas a empezar. Estuve pensando en el tema y tomé la decisión de ser lo más valiente, heroica y generosa posible.
La señora Blythe no se rió del énfasis que había en las palabras de Rilla. Quizá no tenía ánimo para reír o quizá percibió que había un propósito genuino detrás de esa pose romántica. Así que Rilla se puso a hacer dobladillos y a organizar la Cruz Roja Juvenil mentalmente mientras cosía. La verdad era que hasta lo disfrutaba —organizar, no coser—. Era interesante y descubrió en ella una cierta aptitud que la sorprendió.
¿Quién presidiría la organización? Ella no, porque eso disgustaría a las muchachas mayores.
¿Irene Howard? No, por alguna razón Irene no era tan popular como merecía serlo. ¿Marjorie Drew?
No, Marjorie no tenía suficiente determinación y en cambio sí demasiada tendencia a coincidir con el último de sus interlocutores. Betty Mead: tranquila, capaz, discreta.
¡Ella era la indicada! Y Una Meredith como tesorera y, si insistían mucho, podrían nombrarla a ella, Rilla, como secretaria. Habría que formar distintas comisiones después de la organización general; pero Rilla ya sabía con exactitud a quién poner en cada una. Estaría prohibido comer en las reuniones y Rilla sabía que a ese respecto tendría problemas con Olive Kirk. No, todo sería como en los negocios, muy formal. El libro de actas debía estar forrado en blanco con una cruz roja en la tapa. ¿No sería bonito tener algún tipo de uniforme para ir a los conciertos a recaudar dinero? Tendría que ser algo sencillo pero original.
—Eh, acabas de hilvanar el dobladillo de esa sábana para un lado en la parte de arriba y para el otro en la parte de abajo —le dijo Di.
Rilla empezó a descoser las puntadas y llegó a la conclusión de que odiaba coser. Llevar adelante la Cruz Roja Juvenil era mucho más divertido.
La señora Blythe, que estaba cosiendo arriba, le comentó a Susan:
—¿Te acuerdas del día en que Jem levantó sus bracitos hacia mí y balbuceó «mamá» por primera vez? Fue la primera palabra que dijo en su vida.
—Nunca olvidaré nada que tenga que ver con ese adorable bebé —respondió Susan con la voz sombría.
—Susan, todavía recuerdo esa noche en que lloró tanto, tenía sólo unos meses. Gilbert no me dejaba ir con él, decía que el niño estaba limpio y abrigado y que si lo atendía, iba a malcriarlo. Pero yo fui, y lo levanté, todavía puedo sentir esos tibios brazos alrededor del cuello. Ay, Susan, si esa noche hace veintiún años, yo no hubiese ido a consolarlo, no podría enfrentarme con lo que me espera mañana por la mañana.
—No sé cómo vamos a hacer mañana, mi querida señora. Pero no me diga que va a ser la despedida final. Él va a venir a vernos antes de salir para Europa, ¿no es cierto?
—Eso espero, pero no estoy muy segura. Me estoy haciendo a la idea de que no, para no desmoralizarme si no viene. Susan, tengo el firme propósito de despedir a mi muchacho con una sonrisa mañana. No quiero que se vaya con la imagen de una madre débil que no tiene valor para dejarlo ir, cuando él lo tiene para irse. Espero que ninguno de nosotros llore.
—Le aseguro que yo no voy a llorar, querida señora, quédese tranquila; ahora, que pueda lograr una sonrisa o dos, eso está en manos de la Providencia y de lo que disponga la boca de mi estómago. ¿Tiene lugar ahí para esta torta de frutas? ¿Y para la de manteca? ¿Y para el pan dulce? Ese bendito muchacho no debe pasar hambre. No sabemos cómo es ese lugar, Quebec. Parece que todo está cambiando al mismo tiempo, ¿no es cierto? Hasta murió el viejo gato del pastor. Y no sería yo quien lo lamentara, querida señora, si le pasara lo mismo a esa bestia Hyde. Desde que Jem está de uniforme ha sido el señor Hyde todo el tiempo y eso tiene un significado, estoy segura. No sé qué hará Lunes cuando Jem no esté. La pobre criatura anda por todos lados con una mirada tan humana que me desarma cada vez que lo miro.
—Ellen West se reía del Káiser y pensábamos que estaba loca, pero ahora…
Joe Vickers afirmó:
—La guerra se acaba antes de Navidad.
—¿Por qué no dejamos que las naciones europeas se peleen entre ellas? —fue la pregunta de Abner Reese.
El pastor metodista declaraba:
—Está comprometido el Imperio Británico.
—No se puede negar que hay un cierto «no sé qué» en los uniformes —suspiró Irene Howard.
Un desconocido del hotel costero acotó:
—Ésta es una guerra comercial donde todo está dirigido y premeditado, y no vale la pena derramar en ella ni una sola gota de sangre canadiense.
—La familia Blythe está tranquila —fueron las palabras de la señora Drew.
Nathan Crawford refunfuñaba:
—Los muy tontos se van en busca de aventura.
El doctor del otro lado del puerto decía:
—Tengo plena confianza en Kitchener.
Durante unos diez minutos Rilla pasó por una confusa sucesión de enojo, risas, desdén, depresión e inspiración. Ay, la gente era tan impredecible… ¡Qué poco entendían! «Los Blythe están tranquilos», cuando ni siquiera Susan había pegado un ojo en toda la noche. La señora Drew era siempre la misma bruja. Rilla se sentía como en medio de una pesadilla fantástica.
Ahí venía el tren… mamá le tomaba la mano a Jem… Lunes se la lamía… todo el mundo se despedía… ¡el tren se detenía!…
Jem besaba a Faith en frente de todos… la vieja Drew daba un grito histérico. Los hombres, conducidos por Kenneth, daban vivas en el aire… Rilla sintió que Jem le tomaba la mano… «Adiós, araña»… alguien la besaba en la mejilla… creyó que era Jerry, pero no con seguridad… subían… el tren arrancaba… Jem y Jerry saludaban a todos… todos les devolvían el saludo… mamá y Nan todavía sonreían pero era como si se les hubiese quedado la sonrisa pegada en la cara… Lunes aullaba desconsoladamente mientras el pastor metodista lo tironeaba para que no corriera detrás del tren… Susan revoleaba su mejor sombrero y gritaba hurras como un varón… ¿Se había vuelto loca? El tren desapareció en la curva. Se habían marchado.
Rilla volvió en sí con un suspiro. Se hizo un repentino silencio. No había nada que hacer, sólo ir a casa… y esperar. Al principio nadie se fijó en Lunes. Cuando lo hicieron, fue Shirley quien volvió a buscarlo. Lo encontró acurrucado debajo de un tinglado cerca de la estación y trató de obligarlo. Lunes no se movió de su lugar. Movía la cola para demostrar que no estaba enojado pero que por ninguna razón pensaba irse de ahí.
—Bueno, parece que Lunes tomó la decisión de quedarse aquí hasta que Jem vuelva —comentó Shirley tratando de reír mientras alcanzaba al resto.
Era cierto. Su querido amo se había marchado… él, Lunes, había sido privado de ir con él deliberada y maliciosamente por un demonio disfrazado de pastor metodista. Por lo tanto él, Lunes, esperaría allí a que ese monstruo que se había llevado a su héroe entre humos y ronquidos, se lo trajera de vuelta.
Ay, espera allí, pequeño y fiel amigo, con esa mirada suave, nostálgica, perpleja. Pero pasarán muchos días amargos hasta que vuelvas a encontrarte con tu juvenil camarada.
El doctor tuvo que salir por un enfermo esa noche, así que Susan pasó por la habitación de la señora Blythe antes de ir a dormir para comprobar si su querida señora se sentía «cómoda y compuesta». Se detuvo a los pies de la cama y declaró, solemne:
—Mi querida señora, he tomado la decisión de ser una heroína.
«La querida señora» tuvo la compulsiva necesidad de soltar una carcajada… algo que hubiera sido totalmente injusto, porque no se había reído cuando Rilla anunció esa misma heroica determinación. Para aclarar mejor la situación, Rilla era una chica delgada, vestía colores claros, con una cara dulce y ojos brillantes llenos de emoción; mientras que Susan estaba envuelta en un camisón de franela muy sencillo y tenía atado un paño de lana roja como amuleto contra la neuralgia alrededor de su cabeza gris. Pero no había ninguna diferencia. ¿No es el espíritu lo que importa? De todas maneras a la señora Blythe le fue muy difícil aguantar la risa.
Susan prosiguió con firmeza:
—No pienso lamentarme ni gemir ni cuestionar la sabiduría del Todopoderoso nunca más. Quejarse o culpar a la Divina Providencia no nos llevará a ningún lado. Tendremos que estar preparadas para hacer lo necesario, ya sea desmalezar la huerta o ser candidatas para el Gobierno. Yo voy a luchar con los demás. Esos benditos muchachos se van a la guerra y nosotras las mujeres, mi querida señora, tenemos que esperar aquí con la mirada firme.