La primera fiesta de Rilla fue un triunfo… o por lo menos eso pareció al principio. La invitaron tanto a bailar que tuvo que cambiar de compañero en la mitad de las piezas. Sus zapatos plateados parecían moverse por si mismos y aunque seguían apretándole los dedos y ampollándole los talones, eso no interfirió en absoluto con su alegría. Ethel Reese le hizo pasar un mal rato llamándola con aire misterioso y susurrándole con una sonrisita burlona que tenía un agujero en la parte de atrás del vestido y una mancha en el volante. Rilla corrió afligidísima a la habitación designada temporalmente para vestuario de damas y descubrió que la mancha era apenas una sombra de hierba y el agujero era un desgarro diminuto donde se había soltado un ganchillo. Irene Howard se lo prendió de nuevo y le dirigió unos cumplidos dulces y condescendientes. Rilla se sintió halagada por la atención de Irene. Era una chica de diecinueve años de Upper Glen, que parecía disfrutar de la compañía de muchachas más pequeñas que ella; las malas lenguas decían que era porque podía reinar sobre ellas sin competencia. Pero a Rilla le parecía maravillosa y disfrutaba de su atención. Irene era bonita y elegante. Cantaba muy pero muy bien y pasaba los inviernos en Charlottetown tomando lecciones de música. Tenía una tía en Montreal que le enviaba ropa elegantísima; se decía que había tenido un romance triste: nadie sabía los detalles pero el misterio en sí era atractivo. Rilla sintió que los cumplidos de Irene coronaban la velada. Volvió corriendo al salón de baile y se quedó un instante bajo los faroles de la entrada, contemplando a los bailarines. Una repentina interrupción del movimiento agitado de la juventud le permitió ver a Kenneth Ford de pie en el otro extremo del salón.
El corazón de Rilla dio un vuelco…, bueno, si eso era imposible fisiológicamente hablando, a ella le dio esa impresión. Así que había venido, después de todo. Rilla no esperaba verlo… aunque en realidad, su presencia no tenía ninguna importancia. ¿La vería? ¿Le prestaría atención? Claro que no iba a invitarla a bailar por nada del mundo… ¡eso sí que no podía esperarse! La consideraba una nenita. La había llamado «Araña» hacía pocas semanas una tarde que había estado en Ingleside. Rilla había llorado a solas esa noche y lo había odiado con amargura. Pero su corazón dio otro vuelco cuando lo vio abrirse paso hacia ella por un costado del salón. ¿Sería hacia ella? ¿Era posible? ¡Sí! Venía a buscarla… estaba aquí a su lado… la miraba con algo extraño en los ojos oscuros, algo que Rilla nunca había visto antes. ¡Ay, era demasiado para ella! Y todo seguía como antes: los bailarines daban vueltas, los muchachos que no conseguían pareja seguían recorriendo el salón, las parejas enamoradas conversaban entre las rocas, nadie parecía darse cuenta de que acababa de suceder algo maravilloso.
Kenneth era un muchacho alto, muy apuesto, con cierta elegancia displicente en los movimientos que de algún modo hacía que otros varones parecieran torpes y tiesos. Se decía que era asombrosamente inteligente; lo rodeaba una aureola de glamour de una ciudad lejana y una universidad importante. También tenía reputación de donjuán. Pero era posible que fuera porque poseía una voz risueña, aterciopelada, que hacía que todas las chicas sintieran que se les aceleraba el corazón al oírla y una forma peligrosa de escuchar como si ellas estuvieran diciendo algo que él había deseado oír toda su vida.
—¿Es ésta Rilla-mi-Rilla? —le preguntó en voz baja.
—Zí —respondió Rilla y de inmediato sintió deseos de arrojarse desde el faro o desaparecer de alguna otra forma de este horrible mundo.
Había ceceado en su primera infancia pero se había corregido con el tiempo. Solamente cuando estaba en tensión o muy nerviosa volvía a sucumbir a esa tendencia. Hacía un año que no ceceaba y justo ahora, cuando deseaba tanto parecer adulta y sofisticada, ¡tenía que hacerlo y quedar como una nenita tonta! Era horrible; sintió que las lágrimas estaban a punto de asomarle a los ojos… en un instante estaría sollozando, sí, sollozando… ojalá Kenneth se fuera… ojalá nunca hubiera venido. La fiesta estaba arruinada. Todo se había convertido en polvo y cenizas.
Y la había llamado «Rilla-mi-Rilla»… no «Araña» ni «Nena» ni «Gatita» como hacía las pocas veces que le había prestado atención. A ella no le molestaba que utilizara el apodo de Walter; sonaba hermoso en ese tono grave, acariciante, con apenas una sugerencia leve de énfasis en el «mi». Habría sido tan bello si ella no se hubiera comportado como una tonta. No se atrevía a levantar la vista. Tenía miedo de ver la burla en los ojos de él. Así que mantuvo la mirada baja; y como tenía pestañas muy largas y oscuras y los párpados cremosos y gruesos, el efecto era encantador y provocativo y Kenneth pensó que, después de todo, Rilla Blythe iba a ser la belleza de Ingleside. Quería hacerle levantar la vista, volver a captar esa miradita temerosa, interrogante. Era la cosa más bonita de la fiesta, sin ninguna duda.
¿Qué estaba diciendo? Rilla apenas podía dar crédito a sus oídos.
—¿Bailamos?
—Sí —respondió ella. Lo dijo con una decisión tan poderosa de no cecear que la palabra salió con estruendo. Rilla volvió a retorcerse. Sonaba tan atrevida, tan ansiosa, ¡cómo si se estuviera muriendo por estar con él! ¿Qué iba a pensar de ella? ¿Qué? ¿Ay, por qué sucedían estas cosas justo cuando uno necesitaba estar lo mejor posible?
Kenneth la guió entre los bailarines.
—Creo que mi desafortunado tobillo va a poder aguantar algunas vueltas por lo menos —dijo.
—¿Cómo está tu tobillo? —preguntó Rilla. Ay, ¿por qué no se le ocurría otra cosa que decir? Sabía que él estaba harto de preguntas sobre el tobillo. Le había oído decir eso en Ingleside; es más, le había dicho a Di que iba a colgarse una placa en el cuello anunciando a todo el mundo que estaba mejorando, etcétera, etcétera. ¡Y ahora ella le hacía la misma estúpida pregunta!
Era cierto qué Kenneth estaba cansado de las preguntas sobre el tobillo. Pero claro, no siempre se las hacían con unos labios doblados de esa forma adorable, esos labios que tenía tantas ganas de besar. Quizá fue por eso que respondió con mucha paciencia que progresaba y ya no le molestaba tanto por lo menos si no caminaba mucho o se mantenía de pie durante horas.
—Me aseguraron que con el tiempo quedará fuerte como siempre, pero este otoño no voy a poder jugar al fútbol.
Bailaron juntos y Rilla se dio cuenta de que todas las muchachas de la fiesta la envidiaban. Después del baile bajaron los escalones de piedra; Kenneth encontró un bote y remaron por el canal iluminado por la luna hasta la playa de arena; caminaron hasta que el tobillo de Kenneth protestó y entonces se sentaron entre los médanos. Kenneth le hablaba como lo hacía con Nan y Di. Rilla, presa de una timidez que no comprendía, no podía hablar mucho y pensaba que él la creería extremadamente estúpida si decía cualquier cosa; pero a pesar de eso, todo era maravilloso… la exquisita noche iluminada por la luna, el mar reluciente, las olitas que susurraban sobre la arena, el viento fresco que acariciaba las hierbas en la cima de los médanos, la música que se oía apenas desde el otro lado del canal.
—«Una alegre música de luna para el baile de las sirenas» —recitó Kenneth en voz baja. Era uno de los poemas de Walter.
¡Solamente ella y él en ese resplandor de sonido y belleza! ¡Si los zapatos no le apretaran tanto, si pudiera hablar con la misma inteligencia como la señorita Oliver… no, aunque fuera hablar normalmente como con otros muchachos! Pero las palabras no brotaban y ella no lograba más que escuchar y asentir con frasecitas triviales de tanto en tanto. Pero quizá los ojos soñadores, el labio con hoyuelo y el cuello delgado hablaran con elocuencia. En cualquier caso, Kenneth no parecía apurado por regresar y cuando lo hicieron, ya habían servido la cena. Kenneth le consiguió un asiento cerca de la ventana de la cocina del faro y se sentó en el alféizar a su lado, mientras ella comía los helados y la torta. Rilla miró a su alrededor y pensó que su primera fiesta había sido hermosa. Jamás, jamás la olvidaría.
De pronto, hubo un pequeño alboroto entre un grupo de muchachos amontonados alrededor de la puerta; un joven se abrió paso a empujones y se detuvo en el umbral, mirando a su alrededor con aire sombrío. Era Jack Elliott, del otro lado del puerto: estudiante de medicina de McGill, callado y no muy amante de las reuniones sociales. Lo habían invitado a la fiesta pero nadie esperaba que fuera porque había tenido que ir a Charlottetown ese día y no regresaría hasta tarde. Y sin embargo, aquí estaba… con un papel doblado en la mano.
Gertrude Oliver lo miró desde su rincón y se estremeció por segunda vez. Se había estado divirtiendo, después de todo: había encontrado a un conocido de Charlottetown que por ser de otra parte y mayor que casi todos los invitados se sentía algo excluido de la fiesta y se había alegrado mucho de estar con esa chica inteligente que podía hablar de asuntos del mundo y acontecimientos actuales con el vigor y la vehemencia de un hombre. En el placer de esa compañía, Gertrude había olvidado algunas de sus preocupaciones previas. Y ahora de pronto, aquí estaban. ¿Qué noticias traía Jack Elliott? Versos de un viejo poema le cruzaron por la mente: «…había ruido de algarabía en la noche… ¡Silencio! ¡Escuchad! Suena un ruido profundo como un tañido fúnebre…». ¿Por qué se le ocurría eso ahora? ¿Por qué no hablaba Jack Elliott, si tenía algo que decir?
—Pregúntele… pregúntele —le suplicó nerviosamente a Allan Daly. Pero alguien ya lo había hecho. El salón quedó en silencio, de pronto. Fuera, el violinista se había tomado un descanso y había silencio, también. Lejos se oía el gemido grave del golfo… presagiando una tormenta que subía por el Atlántico. La risa de una muchacha subió flotando desde las rocas y se apagó como asustada por el silencio repentino.
—Inglaterra le declaró la guerra a Alemania —anunció Jack Elliott, despacio—. Las noticias llegaron por cable justo cuando salía de la ciudad.
—Dios nos ayude —susurró Gertrude Oliver entre dientes—. ¡Mi sueño! ¡Es lo que soñé! La primera ola ya rompió. —Miró a Allan Daly y trató de sonreír—. ¿Será el apocalipsis? —preguntó.
—Eso me temo —respondió él, muy serio.
Se había levantado un coro de exclamaciones alrededor de ellos: sorpresa e interés perezoso, en su mayoría. Pocos de los que estaban allí comprendían la importancia del mensaje… y todavía menos los que tenían conciencia de que significaba algo para ellos mismos. Pocos minutos después, el baile se había reanudado y el zumbido de alegría era tan fuerte como antes. Gertrude y Allan Daly hablaron sobre las noticias en voz baja, preocupada. Walter Blythe se había puesto pálido y había abandonado el salón. Fuera se encontró con Jem, que subía corriendo los escalones en las rocas.
—¿Oíste las noticias, Jem?
—Sí. Llegó El Gaitero. ¡Por fin! Sabía que Inglaterra no dejaría varada a Francia. Estuve tratando de convencer al capitán Josiah de que izara la bandera, pero dice que no es correcto hacerlo hasta el amanecer. Jack opina que reclutarán voluntarios a partir de mañana.
—Qué manera de hacer alboroto por nada —dijo Mary Vance desdeñosamente cuando vio que Jem se alejaba corriendo. Estaba sentada afuera con Miller Douglas sobre una trampa para langostas que no sólo era poco romántica sino también muy incómoda. Pero Mary y Miller estaban muy contentos allí. Miller Douglas era un muchacho grande, rústico, que pensaba que Mary Vance tenía una lengua privilegiada y unos ojos que eran estrellas de primera magnitud; ninguno de los dos tenía idea de por qué Jem Blythe quería izar la bandera del faro—. ¿Qué importancia tiene que haya guerra en Europa? No creo que tenga que afectarnos.
Walter la miró y tuvo una extraña premonición.
—Antes de que termine esta guerra —dijo entre dientes—, la sentiremos todos en Canadá, todos, cada hombre, cada mujer y cada niño, tú, Mary, la habrás sentido hasta lo más profundo del corazón. Lloraremos lágrimas de sangre por ella. El Gaitero ha llegado y tocará hasta que en cada rincón del mundo se haya oído su música horrenda e irresistible. Pasarán años antes de que termine la danza de la muerte… años, Mary. Y en esos años, se romperán miles de corazones.
—¡Diablos! —exclamó Mary, que siempre decía lo mismo cuando no sabía qué otra cosa decir. No tenía ni idea del sentido de las palabras de Walter, pero se sentía inquieta. Walter Blythe siempre decía cosas extrañas.
—¿No estás exagerando un poco, Walter? —preguntó Harvey Crawford, que se había acercado unos instantes antes—. Esta guerra no durará años, terminará en un mes o dos. Inglaterra borrará a Alemania del mapa en un santiamén.
—¿Crees que una guerra para la que Alemania se ha estado preparando durante veinte años terminará en unas pocas semanas? —exclamó Walter con vehemencia—. Ésta no es una peleíta absurda en un rincón de los Balcanes, Harvey. Es a muerte. Alemania viene a conquistar o morir. ¿Y sabes qué va a pasar si logra lo que quiere? Canadá será colonia alemana.
—Bueno, supongo que van a pasar muchas cosas antes de eso —respondió Harvey, encogiéndose de hombros—. Tendrían que derrotar a la marina inglesa, en primer lugar; y por otra parte, Miller y yo armaríamos un buen alboroto ¿no es así, Miller? Ningún alemán va a venir a reclamar este viejo país, ¿eh?
Harvey corrió escaleras abajo, riendo.
—Yo creo que todos vosotros, los varones, decís las cosas más locas —declaró Mary Vance con fastidio. Se puso de pie y arrastró a Miller hacia las rocas. No era habitual que tuvieran oportunidad de conversar; Mary estaba decidida a que esta oportunidad no quedara arruinada por las absurdas conjeturas de Walter Blythe sobre gaiteros, alemanes y demás tonterías. Dejaron a Walter solo en los escalones, contemplando la belleza de Cuatro Vientos con ojos sombríos.
También para Rilla había pasado ya lo mejor de la noche. Desde el momento en que Jack Elliott hizo su anuncio, intuyó que Kenneth ya no pensaba en ella. De pronto, se sintió sola y triste. Era peor que si nunca le hubiera prestado atención. ¿Acaso era así la vida, algo maravilloso que se desvanecía justo cuando una empezaba a disfrutarlo? Rilla se dijo con tristeza que se sentía años mayor que cuando había salido de su casa esa noche. Quizás hubiera crecido realmente. ¿Quién lo sabía? No es bueno reír de las angustias de la juventud: son terribles porque los adolescentes todavía no han aprendido que «esto también pasará».
—¿Estás cansada? —preguntó Kenneth, con distraída gentileza. En realidad no le importaba, pensó Rilla
—Kenneth —susurró con timidez—, ¿crees que esta guerra nos va a afectar mucho aquí en Canadá?
—¿Afectarnos? Claro que sí. Algunos van a tener la suerte de participar. Yo, no… gracias a este maldito tobillo. Podrida suerte, la mía.
—No veo por qué tenemos que pelear las batallas de Inglaterra —se quejó Rilla—. Ella puede arreglárselas por su cuenta.
—Eso no es lo que importa. Somos parte del Imperio Británico. Es un asunto de familia. Tenemos que mantenernos unidos. Lo peor es que todo habrá terminado antes de que yo pueda ser de alguna utilidad.
—¿Quieres decir que realmente te ofrecerías como voluntario si no fuese por el tobillo?
—Claro que sí. Van a ir de a miles, ¿entiendes? Jem se va, estoy seguro… Walter no porque no creo que tenga fuerzas todavía. Y Jerry Meredith… ¡él también! ¡Y yo que me preocupaba porque este año me perdería el fútbol!
Rilla estaba demasiado sorprendida para decir algo. ¡Jem… y Jerry! ¡Qué disparate! Papá y el señor Meredith no lo permitirían. Todavía no habían terminado la universidad. Ay, ¿por qué ese tonto de Jack Elliott no se habría guardado sus horribles noticias?
Mark Warren se acercó y la invitó a bailar. Rilla aceptó, sabiendo que a Kenneth no le importaba si ella se iba o se quedaba. Una hora antes, en la playa, la había mirado como si ella fuera lo único importante del mundo. Y ahora no era nada. Los pensamientos de él se centraban en este Gran Juego que se llevaría a cabo en campos ensangrentados con imperios como premios; un juego en el que las mujeres no podían tomar parte. «A las mujeres —pensó Rilla con tristeza—, sólo nos dejan quedarnos a llorar en casa». Pero era una tontería, tenía que serlo. Kenneth no podía ir —lo había admitido él mismo— Walter tampoco —gracias a Dios— y Jem y Jerry serían sensatos. No, ella no iba a preocuparse. Se dedicaría a divertirse. ¡Pero qué torpe era Mark Warren! ¡Qué mal bailaba! ¿Por qué había muchachos que trataban de bailar si no sabían los pasos? ¡Y encima tenían pies como canoas!
Bailó con otros, aunque había perdido el entusiasmo y empezaba a sentir dolor en los pies por los zapatos plateados. Al parecer, Kenneth se había marchado; por lo menos, no se lo veía por ninguna parte. Su primera fiesta estaba arruinada aunque en un momento le había parecido hermosa. Le dolía la cabeza… le ardían los pies. Y todavía faltaba lo peor. Había bajado a las rocas con unos amigos y se habían quedado todos allí mientras la música seguía sonando arriba. Estaba fresco y agradable y los había vencido el cansancio. Rilla estaba en silencio, no conversaba con los demás. Se alegró cuando alguien avisó que se marchaban los barcos del otro lado del puerto. Hubo una carrera hasta el faro. Unas pocas parejas seguían bailando en el salón pero la mayoría de los jóvenes se había marchado. Rilla buscó al grupo de Glen. No vio a nadie. Corrió al faro. Nada. Desesperada, volvió corriendo a la escalera en la roca, por la que descendían los invitados del otro lado del puerto. Vio los barcos abajo. ¿Dónde estaba el de Jem? ¿Y el de Joe?
—Eh, Rilla Blythe, creí que te habías ido hace tiempo —comentó Mary Vance, agitando el chal para detener un barco comandado por Miller Douglas.
—¿Dónde están todos? —jadeó Rilla.
—Pero si ya se fueron, Rilla. Jem se fue hace una hora, Una tenía jaqueca. Y el resto zarpó con Joe hace unos quince minutos. Mira, allá van, cruzando la Punta Abedul. No fui porque el mar se está picando y estaba segura de que me marearía. No me importa caminar a casa desde aquí. Son solamente dos kilómetros. Supuse que te habías ido. ¿Dónde estabas?
—Abajo, en las rocas, con Jem y Mollie Crawford. ¿Por qué no me vinieron a buscar?
—Te buscaron, pero no te encontraron por ninguna parte. Supusieron que te habías ido en el otro barco. No te preocupes. Puedes quedarte a pasar la noche conmigo. Llamamos a Ingleside para avisar dónde estás y listo.
Rilla se dio cuenta de que no tenía alternativa. Le temblaban los labios y tenía lágrimas en los ojos. Parpadeó con furia; no pensaba dejar que Mary Vance la viera llorando. ¡Pero que la olvidaran de ese modo! ¡Que a nadie le hubiera parecido importante asegurarse de que estaba en camino! Ni siquiera a Walter. De pronto recordó algo, con horror.
—¡Los zapatos! —exclamó—. Los dejé en el barco.
—Pero por Dios —dijo Mary—. Eres la nena más distraída que he visto en mi vida. Tendrás que pedirle a Hazel Lewison que te preste un par.
—No —objetó Rilla, que no simpatizaba con Hazel—. Prefiero ir descalza.
Mary se encogió de hombros.
—Como quieras. Si eres tan orgullosa, tienes que aprender a tener más cuidado. Bueno, a caminar se ha dicho.
Y se pusieron en marcha. Pero caminar por una calle con baches y áspera con zapatitos plateados de tacón alto no es una tarea sencilla. Rilla consiguió arrastrarse cojeando hasta que llegaron al camino del puerto, pero después no pudo seguir andando con esos estúpidos zapatos. Se los quitó, se quitó también las adoradas medias de seda y siguió descalza. Eso tampoco era agradable; tenía ampollas en los pies y las piedras la lastimaban. Pero el dolor físico quedó casi olvidado bajo el ardor de la humillación. ¡Qué situación desastrosa! Si Kenneth Ford la viera ahora, cojeando como una nenita lastimada. ¡Ay, qué forma horrible de terminar una primera fiesta! Tenía que llorar. Era demasiado espantoso. Nadie se preocupaba por ella, a nadie le importaba lo que le pasara. Se secó furtivamente las lágrimas con el chal —¡el pañuelo había desaparecido junto con los zapatos!— pero no pudo dejar de resoplar. ¡Cada vez peor!
—Veo que te resfriaste —dijo Mary—. También, sentada al viento sobre las rocas. Tu madre no te va a dejar salir en mucho tiempo, te lo aseguro. Qué fiesta. Los Lewison saben hacer las cosas, lo admito, aunque Hazel Lewison no es amiga mía. ¡Qué furiosa estaba cuando te vio bailando con Ken Ford! Ni qué decir de Ethel Reese. Es un donjuán, no hay duda de eso.
—No me parece —objetó Rilla con toda la firmeza que le permitía el llanto.
—Ya vas a saber más sobre los hombres cuando tengas mi edad —declaró Mary en tono condescendiente—. Recuerda, no hay que creer en todo lo que dicen. No dejes que Ken Ford piense que lo único que tiene que hacer para tenerte a sus pies es dejar caer un pañuelo. Hay que tener más espíritu, niña.
¡Qué horror! ¡Tener que soportar esa actitud condescendiente de Mary Vance! ¡El colmo! ¡Tan intolerable como caminar descalza y con los pies ampollados sobre las piedras! Y como llorar, no tener pañuelo y no poder controlar el llanto.
—No estoy pensando, ¡snif!, en Kenneth, ¡snif!, Ford, ¡para nada! —§exclamó la torturada Rilla.
—Bueno, no hay por qué alterarse así. Tendrías que aceptar los consejos de los mayores. Te vi ir a la playa con Ken. Te quedaste horas con él. A tu madre no le gustaría nada saberlo.
—Yo pienso contárselo todo… ¡y a la señorita Oliver y a Walter! —jadeó Rilla—. Tú te pasaste horas con Miller Douglas sobre la trampa para langostas, Mary Vance. ¿Qué diría la señora Elliott si lo supiera?
—Ah, no voy a pelear contigo —dijo Mary, retirándose de pronto a las alturas—. Lo único que te digo es que deberías esperar a ser mayor antes de hacer cosas como ésa.
Rilla renunció a tratar de disimular el llanto. Ahora se había arruinado todo; hasta la hora romántica, maravillosa, con Kenneth en la arena, que ahora estaba vulgarizada y envilecida. Maldita fuera Mary Vance.
—¿Eh, qué te pasa? —exclamó Mary, perpleja—. ¿Por qué lloras?
—Es que… me duelen tanto los pies —sollozó Rilla, aferrándose al último vestigio de orgullo. Era menos humillante admitir que lloraba por dolor de pies que porque alguien se había estado divirtiendo a costa de ella, sus amigos la habían olvidado y otra gente se mostraba condescendiente.
—Sí, claro —respondió Mary, con cierta gentileza—. No importa. Sé dónde hay un pote de grasa de ganso en la despensa de Cornelia y eso es mejor que cualquier crema. Te voy a poner un poco en los pies antes de que te acuestes.
¡Grasa de ganso en los pies! De modo que así terminaba su primera fiesta, su primer pretendiente y su primer romance a la luz de la luna.
Rilla dejó de llorar, fastidiada por la futilidad de las lágrimas y se durmió en la cama de Mary Vance sumida en la calma de la desesperación. Afuera, la madrugada llegaba gris sobre las alas de una tormenta. El capitán Josiah, fiel a su palabra, izó la bandera inglesa en el Farol de los Cuatro Vientos y la dejó flamear en el viento fuerte, recortada contra el cielo nuboso, como una luz gallarda, inextinguible.