Rilla, con los párpados apretados con fuerza todavía, como si estuviera riéndose en sueños, bostezó, se desperezó y sonrió a Gertrude Oliver, que había venido de visita desde Lowbridge la tarde anterior y se había dejado convencer de quedarse para el baile en el faro de los Cuatro Vientos la noche siguiente.
—El nuevo día golpea a la ventana. Me pregunto qué nos traerá.
La señorita Oliver se estremeció. Nunca enfrentaba los días con el entusiasmo de Rilla. Había vivido lo suficiente como para saber que un día cualquiera siempre puede traer algo horrible.
—Pues yo pienso que lo mejor que tienen los días es lo inesperado —prosiguió Rilla—. Es fantástico despertar así en una mañana dorada y soñar durante diez minutos antes de levantarme, imaginando la cantidad de cosas hermosas que pueden suceder antes de la noche.
—Espero que hoy suceda algo inesperado —suspiró Gertrude—. Espero que lleguen las noticias de que se ha evitado la guerra entre Alemania y Francia.
—Ah, sí —respondió Rilla, distraída—. Sería espantoso si hubiera guerra ¿no es así? Pero en realidad a nosotros no nos afectará demasiado ¿no es cierto? Señorita Oliver, ¿qué le parece? ¿Me pongo el vestido blanco esta noche o el verde nuevo? El verde es más bonito, desde luego, pero tengo miedo de usarlo para una fiesta en la playa. Le podría pasar algo. ¿Y me va a hacer usted ese peinado nuevo? Ninguna de las otras chicas de Glen lo usa todavía y estoy segura de que va a ser una sensación.
—¿Cómo conseguiste que tu madre te permitiera ir al baile?
—Bueno, Walter la convenció. Él sabía cómo me sentía yo. Que me moriría si no voy. Es mi primera fiesta verdadera de adultos, señorita Oliver y me quedé despierta toda la semana pensando en ella. Cuando vi brillar el sol esta mañana, me dieron ganas de aullar de alegría. Sería sencillamente terrible que lloviera por la noche. Creo que me voy a poner el verde y correré el riesgo. Quiero estar lo mejor posible para mi primera fiesta. Además, es dos centímetros más largo que el blanco. Y me quiero llevar los zapatos plateados. La señora Ford me los mandó la última Navidad y todavía no tuve oportunidad de usarlos. Son preciosos. Ay, señorita Oliver, espero que alguien me invite a bailar. Me voy a morir de angustia si nadie lo hace y me tengo que quedar sentada contra la pared toda la noche, de veras. Y claro que Carl y Jerry no pueden bailar porque son los hijos del rector; si no fuera así, ellos me salvarían de semejante humillación.
—Ah, vas a tener muchísimos compañeros; van a ir muchachos de todas partes; más varones que chicas.
—Me alegro de no ser hija de un rector —rió Rilla—. La pobre Faith está furiosa porque sabe que no se va a atrever a bailar esta noche. A Una no le importa, por supuesto. Alguien le dijo a Faith que habría juegos en la cocina para los que no bailaban y debería haber visto la cara que puso. Ella y Jem se van a pasar toda la noche sentados afuera en las rocas, supongo. ¿Sabe que vamos a ir todos caminando hasta la ensenada bajo la vieja Casa de los Sueños, la chiquita, y luego en barco hasta el faro? ¿No le parece absolutamente divino?
—Cuando tenía quince años yo también hablaba con exclamaciones y superlativos —observó la señorita Oliver con sarcasmo—. Pienso que la fiesta será agradable para los más jóvenes. Lo que es yo, me voy a aburrir seguro. Ninguno de esos muchachitos se molestará en bailar con una vieja solterona como yo. Jem y Walter me van a invitar, claro, por pura amabilidad. Así que no puedes esperar que tenga tu emoción y tu entusiasmo por la idea de esa fiesta.
—¿No se divirtió en su primera fiesta, señorita Oliver?
—No, fue horrible. Yo era fea, estaba mal vestida y nadie me invitó a bailar, salvo un muchacho, más feo y desaliñado que yo. Era tan torpe que me dio rabia y él se dio cuenta y no me invitó de nuevo. Yo casi no tuve adolescencia, casi. Es una lástima y lo sé. Por eso quiero que la tuya sea espléndida, feliz. Y espero que tu primera fiesta se grabe en tu memoria para siempre como un recuerdo lleno de alegría.
—Anoche soñé que estaba en el baile y de pronto descubría que estaba en bata y pantuflas —suspiró Rilla—. Me desperté gritando.
—Hablando de sueños, yo tuve uno muy raro —comentó la señorita Oliver, distraída—. Fue uno de esos sueños vívidos que tengo a veces. No era de los cotidianos, siempre mezclados y muy vagos; éste era claro y muy realista.
—¿De qué se trataba?
—Yo estaba de pie en los escalones de la galería, aquí en Ingleside, mirando los campos del valle. De pronto, allá a lo lejos, veía una larga ola plateada, reluciente, que rompía sobre ellos. Se acercó más y más; una sucesión de olitas blancas como las que rompen sobre la playa. El valle quedó sumergido. Yo pensé: «las olas no van a llegar a Ingleside», pero ellas se acercaban más y más y cada vez más rápido… De pronto, antes de que pudiera moverme, me estaban mojando los pies. Todo había desaparecido; en el lugar donde había estado el valle sólo había aguas turbulentas. Traté de retroceder y vi que el bajo de mi vestido estaba mojado pero no de agua, de sangre… Me desperté, temblando. No me gusta ese sueño. Tiene un significado siniestro, estoy segura. Cuando sueño esas cosas, siempre se vuelven realidad.
—Espero que no signifique que va a venir una tormenta del este a arruinar la fiesta —murmuró Rilla.
—¡Ay, esos quince años! ¡Incorregibles como siempre! —replicó la señorita Oliver con ironía—. No, Rilla-mi-Rilla, no creo que presagie algo tan espantoso como eso.
En los últimos días, había habido una corriente subterránea de tensión en Ingleside. La única que la había notado era Rilla, concentrada en su vida floreciente. El doctor Blythe se ponía serio y taciturno cada vez que leía el diario. Jem y Walter estaban muy interesados en las noticias. Esa misma tarde, Jem fue a buscar a Walter, entusiasmado.
—Mira, Alemania le declaró la guerra a Francia. Eso significa que Inglaterra va a tener que pelear también. Y entonces, bueno, entonces va a llegar por fin El Gaitero de tu vieja fantasía.
—No era una fantasía —respondió Walter, despacio—. Era un presentimiento, una visión, Jem. Lo vi, en serio. Esa tarde lo vi. ¿Qué pasa si Inglaterra entra en la guerra?
—Bueno, vamos a tener que ir a ayudar —exclamó Jem alegremente—. No podemos permitir que la «vieja madre gris del Mar del Norte» se las arregle sola ¿verdad? Pero tú no, tú no puedes; por la fiebre tifoidea, digo.
Walter miró el valle y el puerto azul resplandeciente más allá.
—Somos los cachorros; vamos a tener que meternos a pelear con dientes y uñas si se arma una guerra familiar —siguió Jem, mientras le desordenaba los rizos rojos con una mano fuerte, fina, sensible… la mano del cirujano nato, pensaba con frecuencia su padre—. ¡Qué aventura sería! Pero supongo que Grey o alguno de esos viejos emparcharán las cosas antes de que lleguen a mayores. Yo creo que sería una vergüenza que dejaran a Francia en el brete. Si la ayudan, va a haber diversión, te lo aseguro. Oye, creo que es hora de prepararse para la fiesta del faro.
Jem se alejó silbando y Walter se quedó largo rato donde estaba, con el ceño fruncido. El asunto se le había venido encima con la negrura y la rapidez de una tormenta. Días atrás a nadie se le hubiera ocurrido una cosa así. Era absurdo pensarla ahora. Tenía que haber una solución. La guerra era algo infernal, horrible, espantoso; demasiado siniestro para que pasara en el siglo XX, entre naciones civilizadas. La mera idea era abominable y entristecía a Walter como una amenaza a la belleza de la vida. No, no pensaría en eso; lo alejaría de su mente. Qué bello estaba el valle en la madurez de agosto, con la cadena de viejas casas, praderas labradas y jardines silenciosos. El cielo del oeste era como una gran perla dorada. En la distancia, el puerto se plateaba con la incipiente salida de la luna. El aire estaba lleno de sonidos exquisitos: silbidos de pájaros, murmullos suaves de brisa en los árboles iluminados por el ocaso, susurros de hojas, risas desde las ventanas de las habitaciones donde las muchachas se preparaban para el baile. El mundo era una locura de belleza, sonido y color. Pensaría sólo en eso y en la alegría que le provocaba sentirlo. «De todos modos, nadie va a querer que yo vaya —pensó—. Como dice Jem, no puedo, por la fiebre tifoidea».
Rilla se asomó por la ventana de su habitación, vestida para el baile. Un pensamiento amarillo se le deslizó del pelo y cayó por el aire como una estrella dorada. Rilla trató en vano de atraparlo, pero le quedaban bastantes en el pelo. La señorita Oliver le había trenzado una corona en el pelo.
—¿Hay una calma maravillosa, no cree? Vamos a tener una noche perfecta. Escuche, señorita Oliver, se oyen las viejas campanas del Valle del Arco Iris. Hace diez años que están colgadas ahí.
—El tintineo siempre me hace pensar en la música aérea, celestial que oían Adán y Eva en el Paraíso de Milton —respondió la señorita Oliver.
—Nos divertíamos tanto en el Valle del Arco Iris cuando éramos niños —musitó Rilla con voz soñadora.
Nadie jugaba ya en el Valle del Arco Iris. Estaba muy silencioso en los atardeceres de verano. A Walter le gustaba ir allí a leer. Jem y Faith se citaban allí con frecuencia; Jerry y Nan iban a discutir durante horas sobre temas profundos, su forma preferida de cortejar al parecer. Y Rilla tenía un escondite donde le gustaba sentarse y soñar.
—Tengo que ir a la cocina a mostrarle a Susan cómo estoy. No me perdonaría que no lo hiciera.
Entró danzando en la cocina sombreada de Ingleside, donde Susan zurcía medias y la iluminó con su belleza. Se había puesto el vestido verde con las guirnaldas de florecillas rosadas, medias de seda y zapatos plateados. Llevaba pensamientos dorados en el pelo y al cuello. Se la veía tan bonita, joven y resplandeciente que hasta la prima Sophia Crawford se vio obligada a expresarle su admiración… y la prima Sophia Crawford admiraba pocas cosas terrenales. Ella y Susan habían hecho las paces desde que Sophia había venido a vivir al valle y ahora ésta se cruzaba por las tardes a una corta visita de vecinas. Susan no la recibía siempre con los brazos abiertos, porque la prima Sophia no era precisamente una compañía estimulante. «Algunas visitas son de cortesía y otras son de pésame, mi querida señora», había dicho Susan en una ocasión, dando a entender que las de Sophia pertenecían a la última categoría.
La prima Sophia tenía un rostro alargado, pálido, arrugado, nariz recta y afilada, una boca larga y delgada y manos muy largas, huesudas y pálidas; casi siempre las entrelazaba sobre el vestido negro en un gesto de resignación. Todo en ella parecía largo, delgado y pálido. Echó una mirada lúgubre a Rilla Blythe y comentó con tristeza:
—¿Todo ese pelo es tuyo?
—¡Claro que sí! —exclamó Rilla, indignada.
—Ah, bueno —suspiró la prima Sophia—, te convendría que no fuera así. Tanto pelo te quita fuerzas. Es señal de debilidad, me han dicho. Bueno, a mí nunca me gustó bailar. Una vez conocí a una chica que se cayó muerta mientras bailaba. No entiendo cómo alguien puede seguir bailando después de una cosa así, es como una señal.
—¿Ella volvió a bailar? —preguntó Rilla con aire travieso.
—Te dije que cayó muerta. Por supuesto que nunca volvió a bailar, pobre criatura. Era de los Kirke de Lowbridge. No vas a irte así sin nada de abrigo ¿verdad?
—Hace calor —protestó Rilla—. Pero pienso ponerme un chal cuando salgamos al agua.
—Me contaron que hace cuarenta años un barco lleno de jovencitos salió a navegar por el puerto en una noche igualita a ésta —sentenció la prima Sophia con tono lúgubre— y se hundió y se ahogaron todos… todos. Espero que no les pase algo así esta noche. ¿Alguna vez trataste de hacer algo con tus pecas? A mí el jugo de bananas me daba muy buen resultado.
—A mí me parece que si hay alguien que puede emitir juicios sobre pecas eres tú, prima Sophia —declaró Susan, saliendo en defensa de Rilla—. Tenías más manchas que un sapo cuando eras joven. Las de Rilla aparecen solamente en verano, pero las tuyas no se movían nunca de su lugar; y tampoco tenías buen color detrás y Rilla sí. Estás preciosa, querida y ese peinado te queda muy bien. Pero no irás a caminar hasta el puerto con esos zapatos ¿verdad?
—No, no. Vamos a ir todos con zapatos viejos. Llevo los de fiesta aparte. ¿Te gusta el vestido, Susan?
—Me hace pensar en un vestido que usé cuando era jovencita —intervino la prima Sophia antes de que Susan pudiera responder—. Era verde con florecitas rosadas también, y tenía volantes desde la cintura hasta el bajo. No usábamos los trapitos que usa la juventud de hoy en día. Los tiempos han cambiado y no para mejor, me temo. Esa noche se me rasgó toda la tela y alguien me tiró té encima. El vestido quedó completamente arruinado. Pero espero que no le pase nada al tuyo. Ahora que lo pienso, debería ser más largo: tienes las piernas tan largas y flacas.
—La señora del doctor Blythe no aprueba que las chiquillas se vistan como adultas —replicó Susan, muy tiesa; su intención era hacer callar a Sophia, pero Rilla se sintió insultada. ¡Chiquilla, ella! Salió de la cocina muy ofuscada. Su estado de ánimo mejoró de nuevo cuando se mezcló con el grupo que se disponía a partir hacia el faro de los Cuatro Vientos.
Los Blythe zarparon de Ingleside al sonido melancólico de los aullidos de Lunes, encerrado en el granero por temor a que hiciera una aparición poco grata en la fiesta. Recogieron a los Meredith en el pueblo y otros se unieron a ellos cuando tomaron por el viejo camino al puerto. Mary Vance, resplandeciente en un vestido de gasa azul y encaje, salió del portón de la señorita Cornelia y se acercó a Rilla y la señorita Oliver, que caminaban juntas. No recibió una bienvenida muy entusiasta. Rilla no sentía demasiada simpatía por Mary Vance. No había olvidado el día de humillación en que Mary la persiguió por el pueblo con un pescado seco. Mary Vance no era muy popular entre los de su edad aunque todos se divertían en su compañía: tenía una lengua tan mordaz que el efecto de su conversación era estimulante. «Mary Vance es un hábito para nosotros: no la soportamos pero no podemos estar sin ella», había dicho Di Blythe una vez.
Gran parte del grupo iba en pareja. Jem caminaba con Faith Meredith, por supuesto y Jerry Meredith con Nan Blythe. Di y Walter iban juntos, sumidos en conversaciones confidenciales que llenaban de envidia a Rilla.
Carl Meredith caminaba con Miranda Pryor, más para atormentar a Joe Milgrave que por otra razón. Se decía que Joe sentía algo por Miranda, pero su timidez le impedía acercársele. Quizá se habría atrevido a caminar junto a Miranda si la noche hubiera estado oscura, pero en ese ocaso iluminado por la luna, le era imposible. Así que cerraba la procesión regodeándose con pensamientos malvados acerca de Carl Meredith. Miranda era la hija de Patillas en la luna; el pueblo no la despreciaba tanto como a su padre pero tampoco gozaba de mucha popularidad: era una criatura pálida, neutra, de risita nerviosa. Tenía el pelo de un rubio plateado y grandes ojos azules de porcelana, que le daban un aspecto asustado. No había duda alguna de que ella hubiera preferido caminar con Joe que con Carl, con el que no se sentía cómoda. Pero era un honor tener a un universitario a su lado, y sobre todo a un habitante de la rectoría.
Shirley Blythe iba con Una Meredith y ambos guardaban silencio porque eran taciturnos de naturaleza. Shirley era un muchacho de dieciséis años, sereno, sensato, pensativo, de un sentido del humor tranquilo. Seguía siendo el «muchachito moreno» de Susan, con el mismo pelo oscuro, ojos castaños y piel morena. Le gustaba caminar con Una Meredith porque ella nunca trataba de hacerlo hablar ni lo atosigaba con demasiada cháchara. Una era dulce y tímida como en los días del Valle del Arco Iris y sus ojos grandes, azules, seguían siendo tan anhelantes y soñadores como entonces. Sentía una preferencia oculta por Walter Blythe pero nadie lo sospechaba, excepto Rilla, que la aprobaba y deseaba que Walter sintiera lo mismo por Una. Rilla simpatizaba más con Una que con Faith, cuya belleza y aplomo ensombrecían a las otras chicas… y a Rilla no le gustaba que le hiciesen sombra.
Pero en ese momento se sentía muy feliz. Era tan agradable estar caminando con sus amigos por ese camino oscuro, brillante, bordeado de abetos y pinos con un olor punzante a resina flotando como un perfume en el aire. El último brillo del sol coloreaba las praderas y las colinas al oeste. Ante ellos, relucía el puerto. Una campana sonaba en la pequeña iglesia más arriba. El golfo brillaba con la última luz del día. Rilla se sentía encantada con la vida. Iba a pasar una velada estupenda. No había nada de qué preocuparse —ni siquiera sus pecas o sus piernas demasiado largas— nada, salvo el oculto temor de que nadie la invitara a bailar. Era hermoso estar viva, tener quince años, ser bonita. Dejó escapar un suspiro extasiado y lo cortó en forma abrupta. Jem estaba contándole algo a Faith, una historia de la Guerra de los Balcanes.
—El médico perdió ambas piernas, destrozadas por las balas y lo dejaron en el campo para que muriera. Él se arrastró de hombre en hombre, entre los heridos que lo rodeaban y trató de aliviarles el sufrimiento, sin pensar en sí mismo. Estaba atando un trozo de venda alrededor de la pierna de otro hombre cuando murió. Los encontraron así: las manos muertas del médico sujetaban la venda con fuerza; la hemorragia se había detenido y el otro hombre se salvó. ¿Qué te parece, Faith? Todo un héroe. Te aseguro que cuando leí eso…
Jem y Faith siguieron su paso, alejándose del alcance del oído de Rilla. Gertrude Oliver se estremeció. Rilla le apretó el brazo con cariño.
—¿No fue horrible, señorita Oliver? No sé por qué Jem cuenta cosas macabras como ésa justo ahora, cuando todos salimos a divertirnos.
—¿Te pareció horrible, Rilla? Para mí fue hermoso, maravilloso. Una historia así hace que uno se avergüence de sus dudas sobre la naturaleza humana. Ese hombre se comportó como un dios. ¡Cómo responde la humanidad al ideal del sacrificio de uno mismo! No sé por qué me estremecí. La noche es cálida, así que no fue de frío. Quizás alguien esté caminando bajo las estrellas, sobre el lugar oscuro que será mi tumba. Así dice la vieja superstición. Pero no voy a pensar en eso en esta noche. Sabes, Rilla, cuando cae la noche siempre me alegro de vivir en el campo. Aquí conocemos el verdadero encanto de la noche, cosa de la que no puede jactarse ningún habitante de las ciudades. Todas las noches son hermosas en el campo, hasta las noches de tormenta. Adoro las noches de tormenta salvaje en la costa del golfo. Y esta noche… es casi demasiado hermosa… pertenece a la juventud, a los sueños… casi me da miedo.
—Siento como si yo fuera parte de esta noche —suspiró Rilla.
—Sí, claro, tú eres lo suficientemente joven como para no tener miedo a las cosas perfectas. Bueno, aquí llegamos a la Casa de los Sueños. Se la ve abandonada este verano. ¿No vinieron los Ford?
—El señor Ford, la señora y Persis no. Kenneth, sí, pero se quedó en casa de sus parientes maternos, del otro lado del puerto. No lo vimos demasiado este verano. Cojea un poco, y no sale mucho.
—¿Cojea? ¿Qué le pasó?
—Se quebró el tobillo en un partido de fútbol el otoño pasado y estuvo inválido casi todo el invierno. Y mejoró mucho desde entonces. No está bien del todo pero él piensa que terminará de curársele pronto. Estuvo en Ingleside dos veces solamente.
—Ethel Reese está loca por él —comentó Mary Vance—. Creo que perdió el sentido común en lo que respecta a ese muchacho. Volvió con ella caminando desde la última reunión de oración de la iglesia del puerto y no te haces idea de los aires que se estuvo dando Ethel. ¡Como si un muchacho de Toronto como Ken Ford pudiera pensar en una chica de campo como Ethel!
Rilla se sonrojó. No le importaba nada si Kenneth Ford volvía caminando con Ethel Reese una docena de veces…
¡No le importaba! ¡No le importaba nada de lo que él hacía! Era mil años mayor que ella. Él siempre andaba con Nan, Di y Faith, y pensaba que Rilla era una chiquilla; nunca le prestaba atención, salvo para molestarla. Y ella detestaba a Ethel Reese y Ethel Reese la detestaba a ella… La había odiado desde que Walter le había dado una paliza a Dan en los días del Valle del Arco Iris; pero no estaba de acuerdo en que la consideraran inferior a Kenneth Ford porque era una chica de campo. Esa Mary Vance, ¡se estaba convirtiendo en una chismosa que sólo pensaba en quién caminaba con quién!
En la orilla debajo de la Casa de los Sueños había un muellecito y dos barcos anclados. Jem Blythe era el capitán de uno y Joe Milgrave del otro; Joe sabía todo lo que había que saber sobre navegación y estaba encantado de poder mostrárselo a Miranda Pryor. Corrieron una regata por el puerto y ganó el barco de Joe. Estaban llegando más embarcaciones desde Harbour Head y desde el lado oeste. Había risas por todos lados. La luz se esparcía en el aire desde la gran torre blanca de la Punta de Cuatro Vientos y el faro giraba en el extremo. Una familia de Charlottetown, parientes del encargado del faro, veraneaba en el faro y era anfitriona de la fiesta, a la que habían invitado a toda la juventud de Cuatro vientos, Glen St. Mary y el puerto. Cuando el barco de Jem atracó bajo el faro, Rilla se arrancó los zapatos viejos y se puso los plateados, protegida detrás de la espalda de la señorita Oliver. Una mirada le había informado que los escalones cortados en la roca que trepaban al faro estaban llenos de muchachos e iluminados por faroles chinos y no pensaba treparlos con los zapatones que le había hecho poner su madre para el camino. Los zapatos plateados le apretaban mucho los pies, pero nadie lo hubiera adivinado al verla subir con paso ágil, los ojos brillantes, las mejillas sonrosadas. En cuanto llegó a la cima de la escalera, un muchacho del otro lado del puerto la invitó a bailar y un instante después estaban en el pabellón de baile que habían construido al sur del faro. Era un lugar encantador, techado con ramas de pino y lleno de faroles colgantes. Detrás relucía el mar radiante, a la izquierda se veían las cimas y huecos de las dunas iluminadas por la luna, a la derecha brillaba la costa rocosa con sombras negras y ensenadas cristalinas. Rilla y su compañero se mezclaron entre los bailarines; ella suspiró, feliz. ¡Qué música hechicera brotaba del violín de Ned Burr, de Upper Glen…! ¡El violín era como las gaitas de la vieja leyenda que obligaban a bailar a todos los que las oían! ¡Qué fresca era la brisa del golfo, qué blanca y maravillosa la luz de la luna sobre el paisaje! Esto era vida… ¡y vida encantadora! Rilla sentía que sus pies y su alma tenían alas.