2. Rocío de la mañana

Fuera, el parque de Ingleside estaba lleno de charcos dorados de sol y pozos de sombras seductoras. Rilla Blythe se hamacaba bajo el gran pino escocés; Gertrude Oliver estaba sentada sobre las raíces a su lado y Walter, tendido cuan largo era sobre la hierba, vagaba perdido en un romance de caballeros en el que antiguos héroes y bellezas de siglos pasados revivían sus aventuras para él.

Rilla era «la beba» de la familia Blythe y padecía de un estado crónico de indignación secreta porque nadie la consideraba adulta. Le faltaba tan poco para cumplir quince años que ya declaraba tener esa edad y era alta como Di y Nan; casi tan bonita como la creía Susan. Tenía grandes ojos castaños y soñadores, una piel blanca salpicada de pecas doradas y cejas arqueadas que le daban una expresión interrogante que todo el mundo deseaba responder, en especial los muchachos adolescentes. Tenía el pelo de un tono castaño vigoroso y el hoyuelo en su labio superior parecía marcado por el dedo de un hada buena en el momento del bautismo. Rilla, a quienes sus mejores amigos no podían negar su porción de vanidad, opinaba que no tenía ningún problema con su cara pero se preocupaba mucho por su figura y quería que su madre se convenciera de dejarle usar vestidos más largos. Había sido tan regordeta en los días del Valle del Arco Iris… pero ahora estaba increíblemente delgada, puro brazos y piernas. Jem y Shirley la torturaban llamándola «Araña». Pero Rilla lograba no ser desgarbada. Había algo en sus movimientos que hacía que uno pensara que en lugar de caminar, bailaba. La habían mimado mucho y era un poquitín caprichosa pero la opinión general era que Rilla Blythe era una muchachita dulce, aunque no tan inteligente como Nan y Di.

La señorita Oliver, que esa noche volvía a su casa después de las vacaciones, vivía en Ingleside hacía un año. Los Blythe la habían aceptado para complacer a Rilla, que estaba enamorada de su maestra, hasta el punto de acceder a compartir el dormitorio con ella ya que no había otro disponible.

Gertrude Oliver tenía veintiocho años y su vida había sido una lucha. Era una joven llamativa, de ojos almendrados, castaños, de expresión algo triste, una boca inteligente, burlona, y pelo negro abundante anudado alrededor de la cabeza. No era bonita pero había un cierto encanto de interés y misterio en sus facciones. Para Rilla hasta sus ocasionales estados de ánimos sombríos y cínicos eran atractivos y, en realidad, los tenía solamente cuando estaba cansada. En cualquier otra ocasión era una compañera estimulante. Walter y Rilla eran sus preferidos y era confidente de los deseos y aspiraciones secretas de los dos. Sabía que Rilla ansiaba que la presentaran en sociedad, que quería ir a fiestas como Nan y Di, tener delicados vestidos de noche y… ¡pretendientes! ¡En plural, nada menos! En cuanto a Walter, la señorita Oliver estaba enterada de que había escrito una secuencia de sonetos «para Rosamunda» —es decir, Faith Meredith— y que quería ser profesor de Literatura Inglesa en una gran universidad. Conocía su amor apasionado por la belleza y su odio a la fealdad; conocía sus puntos fuertes y débiles.

Walter seguía siendo el más apuesto de los muchachos de Ingleside. Cabello negro reluciente, ojos de un gris oscuro y brillante, facciones perfectas. ¡Y además, poeta! La señorita Oliver no se dejaba llevar por su cariño cuando lo criticaba y a pesar de eso sabía que Walter Blythe tenía un talento maravilloso. Esa secuencia de sonetos era realmente algo notable para ser de un muchacho de veinte años.

Rilla adoraba a Walter. Él nunca la fastidiaba como Jem y Shirley. Jamás la llamaba «Araña». Su apodo para ella era «Rilla-mi-Rilla», un juego de palabras con su verdadero nombre, Marilla. Le habían puesto ese nombre en honor a la tía Marilla, de Tejas Verdes pero tía Marilla había muerto antes de que Rilla la conociera bien y ella detestaba el nombre: le parecía terriblemente anticuado y mojigato. ¿Por qué no la llamaban por su primer nombre, Bertha, que era hermoso y elegante, en lugar de ese tonto «Rilla»? No le molestaba la versión de Walter, pero nadie más tenía permiso para utilizarla, salvo la señorita Oliver de tanto en tanto. Rilla se habría dejado matar, sí, matar, por Walter, según le había confesado a la señorita Oliver. En general, ponía énfasis en una palabra de cada cuatro como la mayoría de las chicas de quince años; la gota más amarga de su copa era la sospecha de que él le contaba más secretos a Di que a ella.

—Cree que no soy lo suficientemente mayor como para entender —se quejó una vez a la señorita Oliver—, ¡pero no es así! Además jamás le contaría nada a nadie, ni siquiera a usted, señorita Oliver. Yo le cuento a usted todos mis secretos; sencillamente no sería feliz escondiéndole algo, pero jamás traicionaría a Walter. Y me duele muchísimo que no me cuente sus cosas. Me muestra todos sus poemas, eso sí. ¡Son maravillosos, señorita Oliver! Vivo con la esperanza de ser un día para Walter lo que fue para Wordsworth su hermana Dorothy. Wordsworth nunca escribió nada que se parezca siquiera a los poemas de Walter… ni Tennyson, si es por eso.

—Yo no diría tanto. Esos dos escribieron gran cantidad de basura —replicó la señorita Oliver con ironía. Al ver la expresión dolida de Rilla, se arrepintió y añadió enseguida—: Pero pienso que Walter también va a ser un gran poeta algún día y que va a confiar más en ti a medida que crezcas.

—Cuando Walter estuvo en el hospital con fiebre tifoidea, el año pasado, creí que me volvía loca —suspiró Rilla, con aire de importancia—. No me contaron lo grave que estaba; esperaron a que pasara todo. Papá no dejó que nadie me lo contara. Me alegro de no haberlo sabido. No lo habría tolerado, en serio. Lloraba todas las noches. Pero algunas veces —concluyó con amargura (le gustaba hablar con amargura de tanto en tanto, imitando a la señorita Oliver)— pienso que a Walter le importa más Lunes que yo.

Lunes era el perro de Ingleside, que había llegado a la familia un lunes, en la época en que Walter estaba leyendo Robinson Crusoe. En realidad, era el perro de Jem pero también quería mucho a Walter. Ahora estaba tendido junto al muchacho, con el hocico contra su brazo, golpeando la cola contra el suelo, extasiado, cada vez que Walter lo acariciaba. Lunes no era collie ni setter ni sabueso ni pertenecía a la raza de Newfoundland. Era, como decía Jem, «raza perro» y bien feo a juzgar por los comentarios de los maliciosos. No había duda de que su aspecto no era su fuerte. Tenía manchas negras desparramadas al azar sobre un pelo amarillento y una de esas manchas le borraba un ojo. Tenía las orejas hechas harapos porque nunca salía bien parado en cuestiones de honor. Pero tenía un talismán. Sabía que no todos los perros pueden ser apuestos, elocuentes o victoriosos pero que, aunque no sean ninguna de esas cosas, todos tienen capacidad de cariño. Dentro de su poco atractivo pellejo latía el corazón más fiel, afectuoso y leal que haya tenido cualquier perro; y de sus ojos brotaba algo muy parecido al alma. Todos lo querían en Ingleside, hasta Susan.

Esa tarde en particular, Rilla no tenía ninguna pelea con las condiciones existentes.

—¿No le parece que junio fue un mes delicioso? —preguntó, contemplando con ojos soñadores las nubecillas plateadas que colgaban en paz sobre el Valle del Arco Iris—. Lo pasamos tan bien… y el clima fue tan hermoso. Un mes perfecto en todos los aspectos.

—Eso no me gusta del todo —observó la señorita Oliver, con un suspiro—. Me parece amenazador, aunque no sé por qué. Una cosa perfecta es un regalo de los dioses, una suerte de compensación por lo que vendrá después. Ya me pasó tantas veces que no me gusta oír decir que algo fue perfecto. Pero es cierto, junio fue encantador sin lugar a dudas.

—Aunque, no hubo muchas emociones que digamos —objetó Rilla—. Lo único emocionante que pasó en Glen St. Mary en el último año fue el desmayo de la anciana señorita Mead en la iglesia. A veces me gustaría que pasara algo dramático de tanto en tanto.

—No me parece un deseo prudente. Las cosas dramáticas siempre significan amargura para alguien. ¡Qué hermoso verano vais a pasar, chicos! ¡Y yo, aburridísima en Lowbridge!

—¿Vendrá seguido, no es así? Este verano va a estar lleno de diversión, aunque estoy segura de que yo voy a mirar todo desde fuera, como de costumbre. Es horrible que la gente piense que una es una niña cuando no es verdad.

—Tienes tiempo de sobra para crecer, Rilla. No quemes tu juventud deseando que pase rápido. Se va tan pronto… Vas a empezar a sentir el sabor de la vida antes de lo que piensas.

—¡Sentir el sabor de la vida! ¡Lo que quiero es comérmela! —rió Rilla—. Quiero todo, todo lo que una chica puede tener. Voy a cumplir quince el mes que viene y ya nadie me va a poder decir que sigo siendo niña. Una vez me dijeron que los mejores años de una mujer son de los quince a los diecinueve. Yo pienso hacerlos estupendos, llenos de diversión.

—No sirve de nada pensar en lo que una va a hacer; después no lo haces.

—¡Sí, pero es tan divertido pensarlo! —exclamó Rilla.

—Tú no piensas en otra cosa que en la diversión, criatura absurda —la reprendió cariñosamente la señorita Oliver, mientras reflexionaba que el mentón de Rilla era realmente la última palabra en mentones—. Pero en realidad, ¿para qué otra cosa son los quince años? ¿Piensas ir a la universidad este otoño?

—No, ni éste ni ningún otro. No quiero ir. Nunca me gustaron esas materias extrañas por las que se vuelven locas Nan y Di. Ya hay cinco de nosotros en la universidad. Me parece que con eso basta. En todas las familias hay un ignorante. Yo estoy más que dispuesta a serlo si también puedo ser bonita, encantadora y querida por todos. No tengo ningún talento y no sabe usted lo cómodo que es eso para mí. Nadie espera nada de mí. Y tampoco soy una criatura hogareña que se la pasa en la cocina. Detesto coser y limpiar y ni siquiera Susan pudo enseñarme a hacer galletas. Papá dice que no trabajo ni en cosas pesadas ni en cosas delicadas. Por lo tanto, mi función es ser una violeta del campo —concluyó Rilla, riendo.

—Eres demasiado joven para abandonar tus estudios, Rilla.

—Ah, bueno, mamá me dará un curso de lectura el invierno que viene. De paso le va a sacar el óxido a su título universitario. Por suerte, me gusta leer. No me mire así, como apenada, querida amiga. No puedo ser seria y solemne… ¡Todo me parece tan rosado y lleno de color! El mes que viene voy a cumplir quince, el año que viene dieciséis, después diecisiete. ¿Le parece que hay algo más encantador que eso en la vida?

—Toca madera —le aconsejó Gertrude Oliver, medio en broma, medio en serio—. Toca madera, Rilla-mi-Rilla.