¡¡¡EL CARIBE AGUARDA!!!

LA llegada del verano a Quebec trajo consigo unas agradables temperaturas que rondaban los veintiocho grados centígrados a mediodía. El sol brillaba con intensidad y Elliot disfrutaba de unos merecidos días de descanso. Justo un año antes, por aquella misma época, su mente estaba centrada en el campamento de supervivencia de Schilchester. Este verano, la experiencia iba a ser completamente diferente.

Apenas había transcurrido una semana desde que aquel extraño hombrecillo llamase a la puerta de su casa para hacerles entrega, en nombre de Magnus Gardelegen, de los billetes para el crucero por la costa caribeña. Aunque en un principio Elliot no supo quién sería aquel pintoresco tipo, terminó por deducir que debía de ser el amigo de Goryn, que vivía por aquella zona (el mismo que llevó la felicitación navideña a sus padres). Su maestro de Naturaleza no dejaba de sorprenderle con sus peculiares amistades. Fue él quien, en su día, le presentó al duende Gifu, ahora íntimo amigo suyo.

Pero, si de relaciones había que hablar, Elliot pronto experimentaría un duro revés. Si bien era cierto que durante aquel inusual año que había pasado en Hiddenwood había conocido a numerosísimas personas y había entablado amistad con unas cuantas (en especial con Eric, Sheila, Gifu, Úter y Merak), en Quebec las cosas habían variado sustancialmente.

Tan pronto recibió por parte de su madre la noticia de la visita de Jeff dos días antes de su llegada, fue en su busca como hiciera antaño. No tardó mucho en encontrarle. Primero fue a su casa y, al no dar con él allí, rápidamente intuyó que estaría en las proximidades de la fuente donde solían disputar las batallas de bolas de nieve. Y, efectivamente, allí estaba Jeff, acompañado por Matt, Betty y Rebecca. Estaban sentados, con las piernas cruzadas al estilo indio, formando un círculo. Debían de estar pasándolo en grande, pues cada dos por tres soltaban una sonora carcajada.

Fue Matt quien se dio cuenta de la presencia de Elliot y se puso en pie como un resorte.

—¡Elliot! —dijo, y los demás se levantaron también—. ¡Qué sorpresa! ¡Hacía tanto tiempo que no teníamos noticias tuyas!

—Estuve anteayer en tu casa y…

—Lo sé, Jeff. He venido en cuanto me lo ha dicho mi madre.

Elliot se abrazó con sus amigos, visiblemente emocionado. Sin embargo, la alegría y el cariño de las palabras iniciales comenzó a llevárselas el viento. Apenas terminaron los saludos, Jeff no tardó en recriminarle a Elliot la poca delicadeza que había tenido no acordándose de ellos en todo el año.

—¡Ni una sola carta! —insistió Jeff ahondando más en la herida—. Hemos tenido que pasarnos varias veces por tu casa para que tu madre nos confirmase que estabas bien.

—Lo sé, y lo siento —contestó Elliot. Aunque sabía que su amigo tenía toda la razón del mundo, no le sentó mejor que si le hubiesen vertido un jarro de agua helada en la espalda—. No era fácil escribir desde aquel sitio.

—Seguro —repuso Jeff nada convencido—. Hay muy poquitos sitios en este mundo desde donde no te podrías comunicar. ¿Acaso has estado en la selva?

Elliot musitó un «No» y a punto estuvo de completarlo con un «Pero he estado en el Centro de la Tierra». Afortunadamente, se lo pensó dos veces antes de soltar aquella frase. Aunque era cierto, no hubiese hecho más que empeorar las cosas. Evidentemente, Jeff se lo hubiese tomado como una broma de mal gusto.

Elliot prefirió aguantar el chaparrón de la mejor manera posible. Por suerte, Matt le echó un cable cambiando rápidamente de tema.

—Por aquí te hemos echado mucho de menos, sobre todo el pasado invierno. No pudimos encontrarte sustituto para la batalla de bolas de nieve.

Y lo que parecía un capote, terminó en una nueva carga por parte de Jeff. Parecía un torrente de energía contenida contra Elliot. Este, una vez más, no tuvo más remedio que morderse la lengua. No obstante, ya andaba con la mosca detrás de la oreja. No comprendía que su mejor amigo reaccionase de una manera tan agresiva en su contra.

Afortunadamente, después de la tempestad llegó la calma. Elliot les preguntó por el año que habían pasado, qué habían hecho, cómo había ido el desfile de carrozas… Se pasaron más de una hora comentando las aventuras y desventuras de los cuatro amigos. Aunque Jeff se empeñó en repetir una y mil veces que lo había pasado como nunca en las clases de matemáticas, Elliot sabía que no era verdad. Siempre se le habían dado muy mal y ese año no habrían cambiado las cosas.

Las chicas confirmaron que el Carnaval de Invierno no había sido tan espectacular como el del quincuagésimoquinto aniversario de Bonhomme. También era bastante lógico, pues aquel festejo había sido ciertamente especial.

La charla fue avanzando, y poco a poco repasaron todo lo que los chicos habían vivido durante su ausencia. Las cosas no habían cambiado durante todo ese tiempo, pensó Elliot. Sin embargo, su ánimo se fue calentando a medida que escuchaba de boca de Jeff «Porque Matt hizo esto», «Matt me ayudó en este trabajo», «Matt no sé qué», «Matt no sé cuántos»… Jeff le dejaba entrever que Matt había ocupado su plaza de «mejor amigo», a la vez que mostraba un elevado sentimiento de rencor. A pesar de todo, Elliot siguió aguantando estoicamente.

La conversación cambió de derrotero cuando le preguntaron por la escuela. No sabía qué contestar porque, aunque quería explicarles la verdad, sabía que no podía: por un lado, porque traicionaría la confianza que los elementales (en especial Aureolus Pathfinder) habían depositado en él; por otro, porque no hubiesen creído una sola palabra de sus fantásticas aventuras.

Intentó salir al paso con evasivas, describiendo el entorno donde se encontraba la escuela de Hiddenwood. Ni siquiera llegó a revelar su nombre, sobre todo porque no les habría sonado absolutamente de nada.

—Pero ¿dónde está concretamente esa escuela tan buena? —preguntó Jeff después de los numerosos rodeos de Elliot.

Éste pensó unos segundos la respuesta.

—Muy cerca del campamento en el que estuvimos el verano pasado —terminó por responder.

La verdad era que no tenía ni la más remota idea de dónde se hallaba Hiddenwood. No era algo que le hubiese preocupado en exceso, pero, ahora que lo pensaba, no sabía dónde estaban ubicadas las ciudades mágicas de los elementales. Como viajaban a través de los espejos… ¿cómo se las apañarían los hechiceros para localizarlas?

—¿A qué viene tanto secretismo? Ni que hubieses estado haciendo prácticas de brujería o algo por el estilo —se enfadó Jeff.

—¿A ti qué te pasa? —preguntó Elliot elevando el tono de voz, harto ya de la actitud de su amigo—. Vuelvo después de un largo año estudiando fuera, y lo primero que hago después de pasar un rato con mis padres es venir a saludaros y me encuentro con este «recibimiento».

Jeff se había quedado mudo ante la reacción de su amigo, que siguió con la reprimenda:

—Si no te digo dónde he estado exactamente, es porque no lo sé. ¿Quieres saber qué he hecho? He estudiado ciencias naturales, acompañado por duendes, gnomos, fantasmas y elfos. ¿Contento?

La cara de Jeff era para enmarcarla en una fotografía. Por supuesto, pensó que la reacción de Elliot era producto del enfado y la ansiedad, por lo que en ningún momento se la tomó al pie de la letra. Esbozó una ligera sonrisa reconciliatoria.

—Tampoco hay que ponerse así, hombre —fue todo lo que dijo.

Elliot agradeció la sonrisa de su amigo, pero la brecha estaba abierta. Era consciente de que las cosas habían cambiado. Estaba claro que un año de ausencia había sido suficiente para enfriar la amistad de toda una vida. ¿Tanto había cambiado él en un año? ¿O sería culpa de Jeff? ¿Acaso había culpables?

Era extraño, pero Elliot deseó con todas sus fuerzas volver a estar en Hiddenwood cuanto antes. No le importaba el retorno de Tánatos ni que le hubiesen invitado a un espléndido crucero. Sólo quería volver a pasar un rato agradable con sus nuevos compañeros de fatigas. Añoraba la fidelidad de Eric, la picaresca de Gifu, la seriedad de Merak, y también a Úter. El fantasma tenía algo: era, además de un personaje especial, un amigo entrañable.

Ahora que la tensión se había rebajado considerablemente, Elliot decidió que era un buen momento para marcharse. Por supuesto, antes de irse no dejó escapar la oportunidad de comunicar a sus amigos que este verano iría a un crucero.

—Al parecer, mis padres participaron en un concurso que organizaba una revista y ganaron el premio —mintió Elliot.

—¡Vaya suerte! —dijeron Rebecca y Betty.

Visto lo visto, era una suerte poder embarcar a bordo del Calixto III, pensó Elliot tumbado en la cama aquella noche. Jamás se habría imaginado que pudiese llegar a desear marcharse lejos de sus amigos. Tenía que asumir que todo era diferente. No podía reprocharle a Matt que ahora ocupase su lugar, porque él había hecho lo mismo con sus amigos del mundo elemental.

Se notaba cansado. Había sido un día muy largo y no muy agradable. La pelea dialéctica con Jeff le había dejado con mal cuerpo. Trató de orientar su mente hacia algún recuerdo feliz.

De pronto, por su mente cruzó la imagen de una chica de ojos claros y cabellos plateados bañados por la luz de la luna. Sheila y él daban un agradable paseo muy cerca de la Gran Secoya, donde se habían visto por primera vez. La tranquilidad era absoluta. No había trentis, ni búhos que ululasen, ni señores Frostmoore, ni hogueras a las que acudir. Sólo él con Sheila.

Su mente comenzó a enturbiarse, como si la cubriese una espesa capa de niebla, hasta quedarse profundamente dormido.

Los días siguientes transcurrieron lenta y aburridamente, tan monótonos como el clima. El tiempo empeoró, pese a ser época veraniega. Aquello, unido al cruce de palabras que había tenido con Jeff, le había desanimado bastante.

Por todo ello, las salidas de casa fueron esporádicas. En un par de ocasiones acompañó a su madre a realizar compras para el crucero. Sin embargo, hubo una tercera salida que le insufló una alegría desbordante.

Se produjo una semana antes del famoso crucero. Finalmente, el sol había ganado la batalla a los nubarrones y brillaba en lo alto del firmamento. Elliot salió a dar un paseo por el bosque cercano a su casa para intentar aclarar su mente. A decir verdad, en los últimos días su cerebro había dado vueltas a tantos hechos acaecidos y a tantas conversaciones, que a punto estuvo de salirle humo por las orejas. Quería despejarse. Necesitaba despejarse.

Apenas llevaba diez minutos caminando en solitario cuando una voz conocida sonó a su espalda:

—Hola, Elliot.

—¡Goryn! —respondió él con alegría. Tuvo que contenerse para no darle un fuerte abrazo—. No sabes cuánto te he echado de menos.

A Elliot le faltó tiempo para contarle a Goryn el mal trago que había pasado durante las últimas jornadas y el rechazo que había sufrido por parte de sus amigos de toda la vida. Goryn lo miró con ternura.

—Entiendo lo que has podido pasar —dijo serenamente—. Bien sabes que eres un caso excepcional dentro del mundo elemental y no es fácil esa coexistencia entre los dos mundos. Aun así, creo que has demostrado gran madurez y aplomo para salir del paso sin perder los estribos.

—Algo sí que los perdí, la verdad…

—Ni una décima parte de lo que podrías haber saltado, créeme. Estabas sujeto a mucha presión y la contuviste muy bien —confirmó Goryn. Había estado oculto, observando a Elliot, pero ni por asomo se lo pensaba contar.

—De hecho, revelé un par de cosas del mundo elemental… —se sinceró Elliot.

Sin embargo, Goryn le quitó importancia al hecho y lo tranquilizó poniéndole las manos en los hombros.

—No hay ningún problema, Elliot.

Caminaron en silencio durante un rato, amparados por la sombra de los alargados abetos. De pronto, Goryn se volvió y le dijo:

—Por cierto, casi lo olvido. —Introdujo muy despacio su mano en la túnica y sacó un grueso paquete. Elliot lo miró extrañado, pensando cómo Goryn había sido capaz de esconder semejante bulto haciendo que pasase completamente desapercibido—. Esto es para ti.

Sin saber qué decir, Elliot tomó el paquete entre sus manos. Goryn le hizo una indicación para que lo abriese y El obedeció. Al rasgarse, el papel rojo brillante se desintegró de igual manera que sucedió con el sobre que contenía los billetes del crucero.

Elliot contempló el regalo absorto.

—¿Son para mí?

Goryn sonrió.

—Todo tuyos.

Elliot acababa de recibir tres preciosos libros, encuadernados con esmero. Parecían sacados de la mismísima biblioteca del Claustro Magno.

—Ya sé cuándo los voy a leer —dijo decididamente—. El crucero es un buen lugar para ello.

—Cierto. Pensé que te vendrían bien para pasar el rato.

Elliot agradeció enormemente el regalo, más aún cuando Goryn le reveló que eran unos libros de aventuras que había leído en su niñez. Con la emoción por el obsequio recibido (¡libros del mundo mágico!), se despidieron hasta el comienzo del siguiente curso.

Los días siguientes, Elliot se dedicó a preparar la maleta para el crucero. Su madre le aconsejó que no fuese muy ligero de ropa pues, aunque era época estival, en alta mar nunca estaba de más un jersey. Elliot llenó su maleta con bañadores, camisetas, un par de pantalones cortos y unas playeras. Prefirió esperar a que su madre diese el visto bueno al contenido para introducir los libros que le había regalado Goryn.

Después de la revisión de su madre, a un día de la salida, la maleta estaba casi a reventar y apenas había espacio para los libros. Al final, Elliot optó por llevarse tan sólo una novela. El tomo era suficientemente grueso como para administrárselo bien durante todo el viaje en barco. Los otros dos libros los colocó en un lugar preferente dentro de la reducida colección de libros que había en su estantería.

Las horas que faltaban hasta la salida, a la mañana siguiente, pasaron muy lentamente, como si no quisieran dejar amanecer al sol. Pero, por fin, la mañana siguiente llegó.

La emoción por llegar al puerto del cual zarparía el inmenso barco superaba al pobre desayuno que a duras penas terminó por engullir y a la pereza que le daba el largo trayecto en coche que debían realizar hasta su destino. Elliot trató de «negociar» con Goryn el uso de los espejos para poder evitar el desplazamiento, pero el maestro de Naturaleza declinó aquella posibilidad. Aureolus Pathfinder había dejado bien claro que todo debía transcurrir con la mayor naturalidad posible y dentro de las limitaciones del mundo humano.

Después de ayudar a su padre a cargar el coche, el señor Tomclyde se puso al volante. El motor del pequeño vehículo rugió con fuerza y se alejó por la calle. Elliot volvió la cabeza y vio cómo dejaban atrás su apacible casa. ¡Un crucero por el Caribe les estaba aguardando!