UN PREMIO INESPERADO

LA mañana se respiraba tranquila y una finísima capa de escarcha cubría los campos. Era como si nada de lo ocurrido en las últimas horas hubiese tenido importancia alguna. Hiddenwood descansaba tras los festejos del día anterior. Tan pronto como los gallos aclarasen sus gargantas, los habitantes comenzarían a despertar e iniciarían las tareas de limpieza. Los puestecillos aún estaban en pie, cubiertos bajo lonas con candados mágicos. Las decoraciones florales permanecían a lo largo y ancho de las avenidas, confiriéndoles un aspecto alegre y jovial. Era una pena tener que comenzar a descolgar los adornos de los árboles, los colgantes de las paredes, las guirnaldas que cruzaban de un lado a otro las calles…

El cielo comenzó a adquirir unos tonos cobrizos, como si unas brasas incandescentes se fuesen reavivando y recobrasen la vida, dando paso a un nuevo día tras una agitada noche. Los hechiceros, siempre encabezados por Magnus Gardelegen, ya se encontraban en Hiddenwood y ahora se encaminaban al Claustro Magno, seguidos por la variopinta y heroica comitiva.

Todos iban en silencio, como si les diese miedo despertar al pueblo. Únicamente les delataban sus pisadas, que sonaban a ritmos bien diferentes. Las largas zancadas que daban Gardelegen y Pathfinder contrastaban con los ligeros y escurridizos pasos de Merak y Gifu. Ni que decir tiene que Uter era el más silencioso de todos, pues avanzaba volando sobre sus cabezas.

Llegaron al portalón de entrada, que se encontraba desierto. No había vigilancia alguna en aquel momento. Pasaron por el oscuro corredor hasta llegar al despacho del cual habían partido. Entraron y allí estaba: frente a ellos, al pie de un enorme cuadro colgado en la parte superior de la pared, se encontraba el busto de Bonifacius Sandwip. Su rostro se iluminó al verlos llegar con la Flor recuperada.

—¡Magnífico! ¡Sabía que lo lograríais! —exclamó a pleno pulmón. Poco le faltó para saltar y deshacerse en abrazos a los recién llegados—. No me equivocaba al confiar en vosotros. ¡Bravo!

—Sin duda —añadió Magnus Gardelegen—. Han realizado un gran trabajo. Han actuado con rapidez y con sabiduría, enfrentándose a temibles enemigos y haciendo frente a las condiciones más adversas. En nombre del Consejo de los Elementales, quisiera agradeceros de todo corazón lo que habéis hecho no ya sólo por nosotros, sino por el mundo entero. Sin embargo —prosiguió—, y si no estáis cansados en exceso, me gustaría conocer con más detalle qué es lo que realmente sucedió en la prisión.

Cansados estaban, quién lo iba a negar. Llevaban toda la noche en vela, acumulando tensión, y las fuerzas empezaban a flaquear. No obstante, aún les quedaban ganas para compartir su aventura. Había que hablar, pero nadie quería tomar la iniciativa. Al fin y al cabo, habían trabajado en equipo y el mérito era de todos por igual.

—Bien, en primer lugar quisiera saber cómo os enterasteis de lo ocurrido. Que yo sepa, el recinto estaba cerrado y vosotros no estabais en la celebración. Por lo que Bonifacius me ha contado, aparecisteis poco después del robo…

Elliot, Eric y Gifu se dirigieron una mirada de culpabilidad. Estaba claro que el trepar a la cúpula no era algo que pudiera decirse que estaba bien.

—Eh… —dudó Elliot. Algo había que decir y como los otros no parecían querer hablar, comenzó él—. Bueno… yo quería ver cómo era la Flor de la Armonía y… en fin, la mejor opción, y la única, era subir hasta la cúpula. Desde allí pudimos verlo todo con bastante claridad.

Aquello no pareció alarmar a los miembros del Consejo. Tampoco pusieron ninguna cara extraña ni mostraron enfado alguno; seguían escuchando atentamente el relato.

—Los vimos aparecer, a los aspiretes, y cómo emitieron aquella brillante luz roja. Todo sucedió muy rápido —explicó.

Y así comentó con todo lujo de detalles lo que sucedió en el Claustro Magno, cómo descendieron y hablaron con el maestro Sandwip, sus prisas para ir en busca de Uter y Merak, e infinidad de detalles más.

—Fue toda una suerte que los muchachos contasen con tus sabios consejos, Bonifacius —felicitó Mathilda Flessinga.

El magistrado del busto asintió, orgulloso de su aportación.

—Y también fue un gran acierto el de Merak. Tuvo que trabajar a destajo para conseguir un mínimo de pureza en el espejo. De lo contrario, el hechizo hubiese sido imposible de practicar —señaló Aureolus Pathfinder.

—Hay una cosa que no comprendo… —dijo Elliot.

—Tampoco yo comprendo muchas cosas —comentó Magnus Gardelegen—, pero si puedo servirte de ayuda…

—Hace apenas un rato nos salvaron de esos aspiretes con una facilidad pasmosa… Los mismos aspiretes que unas horas antes habían dejado inconscientes a muchísimos hechiceros en el Claustro Magno.

Silencio.

Los hechiceros entrecruzaron sus miradas. Elliot se dio cuenta de que tal vez había metido la pata. Estaba dejando en evidencia a mucha gente.

—Lo siento, no pretendía…

—No lo sientas. Eres joven y estás en tu derecho de preguntar. A menudo también yo me formulo multitud de preguntas. Soy miembro del Consejo desde hace muchos años, pero eso no significa que sea invencible o inmortal. Nada más lejos de la realidad. —Las arrugas de su cara, señal de una larga experiencia, no se movían. Su actitud era serena, como cuando un padre habla con su hijo de temas importantes—. Si hay algo que me gustaría que a todos nos haya quedado claro después de esta experiencia, es que somos vulnerables. E1 robo de la Laptiterus armoniattus es una de esas cosas que jamás deberían suceder, pero pasan. No hay forma de justificarlo, pero si hay alguien aquí que sabe por qué es tan importante la máxima concentración… —Entonces miró a Úter, y éste le devolvió una sonrisa.

—Es cierto, Elliot. Cuando practicábamos los hechizos para crear ilusiones, siempre te insistía en el poder de concentración. Cuando un hechicero trata de realizar un conjuro, centra su mente única y exclusivamente en ello. Es la única forma de que la magia fluya —explicó el fantasma—. Por lo que acabo de escuchar, se estaba celebrando la presentación de la Flor de la Armonía. No me extraña que los aspiretes pudiesen atacar con tanta facilidad… si supieron aprovechar el momento oportuno. Mi duda, en este caso, es cómo consiguieron entrar.

—Es algo que tratamos de explicarnos al despertar —dijo Cloris Pleseck que, como representante de Hiddenwood, era la responsable del apartado de la seguridad—. He hablado con los guardianes y me han dicho que, efectivamente, había venido un grupo extraño. Pero sus invitaciones parecían estar en regla y Wendolin les había indicado que los dejasen pasar.

—Pobre desdichada… —musitó Magnus Gardelegen.

—¿Por qué ella? —preguntó Mathilda Flessinga—. ¿Cómo pudo…?

—Es un misterio —dijo Magnus Gardelegen—. Tánatos es un gran seductor.

Eric también tuvo su pequeño momento de gloria cuando les mostró el agujero de la pared por el que supuestamente Wendolin recababa la información que después pasaba a Tánatos.

—Afortunadamente, la Flor de la Armonía ha sido recuperada y el equilibrio podrá mantenerse —comentó Bonifacius con optimismo.

—De momento —añadió Magnus Gardelegen—, porque a nadie debe olvidársele que Tánatos ha regresado.

El rostro de todos los presentes se ensombreció. Más de uno sintió cómo un ligero escalofrío le recorría la espalda.

—Hace unos meses ya lo advirtió el Oráculo. Tiempos difíciles se avecinaban. Y no le faltaba razón —apuntó Mathilda Flessinga.

—Tiempos difíciles… —susurró Gifu al tiempo que meneaba la cabeza. Parecía no creérselo. Debía de ser una pesadilla.

Elliot y Eric eran jóvenes. Si bien Eric tenía una mayor conciencia de lo que el nombre de Tánatos implicaba, para Elliot suponía una novedad. No llevaba ni siquiera un año en Hiddenwood, y ya le decían que se aproximaban tiempos complicados. Era difícil hacerse a la idea. Había pasado un año estupendo en la escuela formándose como hechicero, había hecho amigos y había vivido una excitante aventura. Había estado frente a Tánatos y había escapado de un ejército de aspiretes, y todavía estaba vivo. ¿Tan difícil iba a resultar coexistir con Tánatos?

—De cualquier forma, estoy con Bonifacius. —Magnus Gardelegen trató de orientar la conversación hacia otros derroteros—. Hemos recuperado la Laptiterus armoniattus y eso es motivo de celebración. Lo que tenga que venir vendrá. Y a buen seguro que plantaremos cara. Pero ahora Hiddenwood entero debería alegrarse. Yo, en vuestro lugar, me daría una buena ducha y me prepararía para otro agitado día —dijo a los más jóvenes con un guiño.

Era una manera diplomática de aconsejarles que se fueran. Los mayores tenían que hablar. Elliot y Eric se fueron. Gifu y Merak siguieron el mismo camino. Uter permaneció en la habitación a petición de los miembros del Consejo.

Sin los jóvenes presentes, la conversación se acaloró bastante. Los cuatro grandes hechiceros y Uter siguieron comentando los detalles del rescate de la Flor de la Armonía en el Centro de la Tierra. Era preciso discutir la nueva fuerza de Tánatos tras su alianza con Wendolin. Alguien llamó a la puerta.

Goryn asomó su pelada cabeza y lo invitaron a unirse a las deliberaciones.

—Mal asunto… —dijo Magnus Gardelegen con semblante sombrío—. Con Tánatos libre, el chico va a precisar de una especial vigilancia. No podemos estar agobiándolo constantemente, pero no debemos quitarle ojo de encima…

—Estoy de acuerdo —afirmó Cloris Pleseck—. De todos es sabido que Tánatos no guarda gratos recuerdos de la familia Tomclyde. —Hizo una mueca a Uter—. No me extrañaría que tratase de hacerle daño.

—Como bien habréis deducido por vuestra presencia aquí —dijo Magnus Gardelegen dirigiéndose a Goryn y Uter—, vuestra aportación es muy importante. El verano se acerca y el chico regresará con sus padres. No podemos evitarlo. Hay que idear algún plan para protegerlo.

—Ante todo, discreción —apuntó Aureolus Pathfinder—. No puede tener a vigilantes pegados a él todo el día, o terminaría despertando sospechas.

—Sería más sencillo controlarlo en un recinto cerrado —propuso Uter.

—¿No pretenderás encerrar al chico? —preguntó Mathilda Flessinga alarmada, pensando que aquella era una idea más propia de Aureolus Pathfinder.

—No, no. Quiero decir que sería fácil poder vigilarlo si estuviera en su casa y no saliese de ahí. Pero es un período vacacional y lo más normal es que salgan de viaje…

—Es cierto —dijo Magnus Gardelegen al tiempo que se mesaba la larga barba plateada—. Eso dificultaría enormemente nuestras labores de vigilancia. A no ser que… —Sus ojos se iluminaron de pronto—. Tengo una idea. He de consultar una serie de cosas, aunque creo que podría funcionar.

—Pero ¿no nos vas a decir qué es? —preguntó Cloris Pleseck medio en ascuas, medio indignada.

—No hay tiempo que perder. Debemos llevar la Laptíterus armoniattus para la extracción del néctar, y hay que despertar a Hiddenwood para festejarlo… Una bien merecida fiesta en honor de nuestros héroes.

—Pero… ¿y el plan? —insistió Cloris Pleseck.

—Todo a su debido tiempo. Ahora lo que más urge es que el néctar sea extraído y que la Flor pueda descansar. Si no me equivoco, de eso entiendes tú bastante más que yo, ¿no es así?

La hechicera asintió, pero seguía murmurando que no hubiese estado de más compartir su idea del plan. Goryn acompañó a Uter, mientras que los miembros del Consejo se dirigieron al Claustro Magno.

Media hora después, Hiddenwood se despertaba con las estruendosas tracas pirotécnicas que había preparado Aureolus Pathfinder. Los habitantes del lugar salían de sus casitas de madera y piedra aún somnolientos, alarmados porque parecía que estaban siendo invadidos a cañonazos. Muy poquitos eran los que no sabían del robo de la Flor de la Armonía, pues la noticia corrió como la pólvora y la gente se acostó muy tarde, preocupada por lo que les depararía el futuro. Pero menos aún eran los que conocían las últimas novedades: el joven Tomclyde se había enfrentado a Tánatos y había traído de vuelta la Flor.

Pronto se congregaron los lugareños y quienes habían ido a Hiddenwood para disfrutar de las celebraciones de la jornada anterior y aún no se habían marchado. Todos hablaban de lo mismo, y cuanto más se contaba más se engrandecía la proeza. Se llegó incluso a decir que Elliot Tomclyde había luchado contra todo un ejército de aspiretes y que había lanzado un hechizo contra Tánatos.

Un «Ejem» proveniente de una tarima flotante logró silenciar todas las voces. Allí se encontraban los miembros del Consejo, con sus túnicas de gala ondeando al aire en un soleado día.

—Acontecimientos recientes han motivado esta improvisada reunión —comenzó a decir Cloris Pleseck—. La mayoría sabrá que anoche un grupo de aspiretes, al mando de Tánatos, invadió el Claustro Magno y se llevó la Flor de la Armonía interrumpiendo la celebración de la Fiesta de Florecimiento. Debéis saber que, al alba, la Flor ha sido recuperada.

Numerosos gritos y vítores inundaron el ambiente. Caras alegres y sonrientes se hacían eco de la sensacional noticia con que empezaba el día.

—Ha sido una actuación providencial de un grupo tan heterogéneo como eficiente —prosiguió—. Han arriesgado su vida por salvaguardar el equilibrio. A ellos quiero agradecerles su valeroso comportamiento en el nombre de Hiddenwood y del mundo mágico en su totalidad. Su proeza les hace acreedores de la Palma Dorada al Mérito Mágico. Y ahora, sin más dilación, quiero que todos los presentes se lo reconozcan igualmente con una gran ovación.

Comenzó a nombrarlos por orden de edad. Obviamente, el primero en aparecer fue Uter, al que no superaba en años ninguno de los presentes. A continuación, salió Merak, agradeciendo los aplausos con ligeras inclinaciones de cabeza. Después fue el turno de Gifu, que lucía una sonrisa de oreja a oreja, disfrutando de aquel instante como un auténtico duende. La ovación era fuerte, pero se convirtió en atronadora cuando aparecieron Elliot y Eric. Apenas les separaban unos meses, por lo que decidieron salir juntos. La gente aplaudía a rabiar a sus jóvenes héroes. Eran el futuro del mundo mágico y, como solía decirse, las nuevas generaciones venían pegando fuerte. Los más ancianos comentaban que Elliot se parecía mucho a su tatarabuelo, mientras que los más jóvenes gritaban que eran sus amigos y que estudiaban en su misma clase.

Al tiempo que desfilaron, recibieron la hermosa Palma Dorada al Mérito Mágico. A Elliot le recordó a una hoja de un castaño de Indias. Tenía un tamaño parecido y era de color oro. Resplandecía entre sus manos y, en el día más feliz de su vida, la levantó sobre su cabeza.

Durante toda la mañana no cesaron las felicitaciones y los abrazos. Nadie quería quedarse sin saludar a los grandes protagonistas del día, en especial a las dos futuras promesas. ¡Promesas que ya eran realidad!

La cerveza, el batido de regaliz y los néctares de Flores Totalfruit corrieron en abundancia, hasta llegar al almuerzo. La señora Pobedy había preparado a destajo un impresionante surtido de suflés. También se sirvieron asados acompañados de verduras y patatas, y salsa de grosella, pato a la naranja y al estilo Pekín, así como salmones y truchas recién traídos de Bubbleville. Y es que en todo el mundo mágico se conocía ya la proeza de los muchachos.

Aquel domingo Hiddenwood celebró una de las más sonadas fiestas de su historia. Si el día anterior habían venido representantes de muchos lugares y razas, lo de aquel domingo desbordó todas las expectativas. Ni que decir tiene que cualquier motivo de celebración era siempre bien acogido por los miembros del mundo mágico, pero aquella fiesta era aún más especial si cabe. Tanta gente había venido que los festejos concluyeron bien entrada la noche.

Elliot se fue a la cama terriblemente cansado. Había sido una jornada incluso más agotadora que la aventura vivida en el Centro de la Tierra. Los párpados le pesaban y apenas tuvo tiempo de recostarse en la cama y pensar en lo a gusto que se sentía. Todo era satisfacción, y el retorno de Tánatos no iba a amargarle aquellos instantes. Habían recuperado la Flor de la Armonía… Y se durmió.

El primer año de aprendizaje de Elliot llegaba a su fin. Durante las dos últimas semanas que quedaban, apenas pudo concentrarse. Aún le quedaban un par de días para regresar a su humilde casita de Quebec, y tenía que comenzar con el siempre difícil compromiso de las despedidas. Poco tardó en hacerlo con sus amigos de clase, que le decían sin cesar «Nos vemos el próximo curso, Tomclyde» o «Ha sido un placer tenerte como compañero». También la señora Pobedy se acordó de él, y le hizo un suflé especial de espinacas para que pudiese compartirlo con sus padres.

Como era de prever, el grupo aventurero se reunió una última vez antes de marcharse. Fue el sábado, en casa de Úter. Los cinco amigos asistieron a la cita y se despidieron entre abrazos.

—Cuídate mucho, Elliot —no cesaba de recomendarle Úter—. Espero que nos volvamos a ver pronto.

A Gifu se le saltaban las lágrimas sólo de pensar que pasarían un par de meses antes de volver a ver a su joven amigo. Merak le regaló una pequeña piedra azulada.

—Dicen que tiene unos poderes especiales y que brilla en la oscuridad. —Puso cara de incredulidad—. No sé si será cierto, porque yo no poseo magia. Pero a mí me parece una piedra muy bonita.

—¡Y lo es! —exclamó Elliot con los ojos brillantes—. Yo… Yo… No tengo regalos para vosotros… —dijo avergonzado.

—¡Ni falta que hacen! —exclamó Eric—. No hay regalo que supere a un buen amigo, aunque se vaya por un tiempo.

Aquellas palabras resonaron en la cabeza de Elliot durante todo el trayecto de vuelta a la escuela. Incluso mientras preparaba el equipaje, aún sentía el eco del «buen amigo». Le había emocionado.

A la mañana siguiente, después de un delicioso desayuno, Elliot bajó su equipaje al gran vestíbulo. Aquello era un correcalles de aprendices: uno que se había dejado algo en el dormitorio, la otra que no encontraba a una amiga para devolverle un libro que le había prestado, otros dándose efusivos abrazos… Elliot y Eric se reunieron una vez más.

—Creo que echaré de menos el mundo mágico —dijo Elliot.

—Pronto llegará un nuevo año de aprendizaje. Este año ha sido interesante, ¿no crees?

—Mucho. No esperaba haber aprendido tanto y, a la vez, haberlo pasado tan bien.

—Por lo menos, con un primer año de aprendizaje, tenemos las bases de la magia elemental. A partir de ahora, las lecciones serán mucho más interesantes y podremos aprender muchas más cosas. Y no hay que olvidar que ya falta menos para que podamos hacer un curso de intercambio en otra de las escuelas mágicas —dijo Eric al tiempo que le guiñaba un ojo a su amigo.

Tanto Eric como sus demás compañeros habían destacado en el elemento Tierra. Pero él no. Había destacado en todos y, por lo tanto, tendría que aprender magia y hechizos correspondientes a los restantes elementos. Un nuevo temor surgió en él. ¿Le trasladarían a una escuela diferente ahora que Tánatos estaba libre? ¿Y si no volvía a ver a Eric? Tal vez a él le permitieran aprender alguna disciplina de Agua, o de Fuego, o puede que de Aire… Un nublado futuro se cernía sobre la cabeza de Elliot.

—Sí, supongo —fue lo único que salió de su boca.

De pronto, la aguda voz de Cloris Pleseck resonó en el vestíbulo.

—Los aprendices que deban abandonar Hiddenwood pueden ir pasando al patio ajardinado. Se os irá llamando para que atraveséis el espejo correspondiente.

—Bueno, parece que ha llegado la hora —dijo apesadumbrado Eric.

—Espero tener noticias tuyas muy pronto.

—No te quepa la menor duda —dijo guiñándole un ojo.

Mientras Eric volvería a su casa en el mundo mágico, Elliot regresaría a Quebec junto a sus padres. Entró en el jardín y esperó a que su nombre fuera mencionado en voz alta. En uno de los espejos estaba el maestro Silexus llamando a los aprendices que vivían en la región acuática. El maestro Elfric hacía lo propio con los de la comunidad aérea. La maestra Gawlery se encargaba de los aprendices que volverían a los reinos del Fuego, mientras que la directora, Cloris Pleseck, enviaba a los restantes miembros terrestres a sus hogares.

Mirando a un lado y a otro, con cierta inquietud, no se percató de que alguien a su espalda, alguien muy especial, quería hablar con él.

—No te marcharás sin despedirte…

Elliot se volvió y su corazón dio un vuelco.

—¡Sheila! —exclamó con alegría—. Yo… Quería decirte… En fin, ya sabes… Las despedidas siempre son dolorosas.

—¡Ni que te fueses para toda la vida! Volveremos a vernos dentro de un par de meses —aseguró Sheila sin saber que Elliot no parecía estar tan de acuerdo—. En cuanto a lo de la Fiesta de Florecimiento, fue toda una suerte que estuvieses cerca. Me salvaste la vida.

—No fue para tanto, de verdad. Yo sólo…

—¡Y después te enfrentaste a él! ¡Eres un héroe!

—Me ayudaron. También estaban…

Pero no pudo seguir. Sus palabras se trabaron, como si alguien le hubiese hecho un nudo en las cuerdas vocales. ¡Sheila le consideraba un héroe! En ese instante, el nombre de Sheila resonó en el patio. Y ella le brindó una sonrisa que dejó su corazón palpitando con intensidad durante lo que parecieron dos horas.

Aún flotaba en una nube cuando oyó su nombre en voz alta. Precisamente era Goryn quien le había llamado. Estaba solo, en su espejo habitual, el mismo que empleaba para sus clases de Naturaleza.

—Llegó la hora —dijo.

Elliot no sabía qué decir. Siempre había tenido un especial aprecio a Goryn. Con él había dado sus primeros pasos en el mundo mágico, él había sido su cicerone, le había enseñado Naturaleza…

—No pongas esa cara —prosiguió—. Esto no es un adiós, es un hasta luego.

Elliot le dio un fuerte abrazo como respuesta. Después miró al espejo. Su imagen estaba reflejada. Allí detrás estaba su casa, sus padres, Jeff… Avanzó con paso decidido y entró en contacto con la superficie gelatinosa. Segundos después entraba en su dormitorio.

La luz penetraba tenuemente a través de las cortinas echadas. Su dormitorio estaba en perfecto orden, como si otro chico hubiese estado viviendo en él durante su ausencia. Todo estaba exactamente igual: el cesto con sus juguetes, la pequeña librería, el escritorio sin una mota de polvo, el edredón… Nada había cambiado.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡He vuelto!

Se dirigió a la puerta de su cuarto y apenas la había abierto cuando oyó que los tacones de su madre golpeaban el suelo tan rápido como sus zapatos le permitían correr.

—¡Elliot! ¡Qué ilusión! ¡Hijo mío! —Y se fundieron en un tierno abrazo.

Mientras, el señor Tomclyde subió la escalera y, al llegar al dormitorio de su hijo, le revolvió cariñosamente el pelo.

—¿Qué tal te ha ido el curso? —preguntó con unos ojos ansiosos por conocer los detalles de todo un año fuera de casa.

—Ha sido magnífico. —Sus ojos brillaban de satisfacción—. Como ya os dije, he hecho muchísimos amigos: Gifu el duende, Uter el fantasma, Merak el gnomo y Eric Damboury, el chico que estudiaba conmigo. —A Sheila prefirió no sacarla a relucir.

—Estupendo. ¿Y qué has aprendido?

—Muchísimas cosas. Ahora conozco un montón de criaturas mágicas del elemento Tierra: los trentis, los gnomos, los pegasos, los duendes, los multimorfos…

—¿Multimorfos? —repitió su padre.

—Sí —respondió Elliot visiblemente emocionado—. Son unos animales que tienen el poder de mutar en otros animales de un tamaño similar al suyo.

El señor Tomclyde puso cara de asombro.

—También he aprendido un montón sobre minerales, flores, plantas y hongos…

—¡Vaya! ¡Tenemos un hechicero botánico en la familia!

Bajaron entre risas al salón y allí permanecieron durante toda la mañana. Elliot no dejó de hablar: tenía tantas cosas que contar… Además, a medida que se explayaba, parecía aumentar el interés de sus padres.

Fue poco después de explicar su admirable actuación en el Centro de la Tierra frente a Tánatos, con su madre tapándose la boca con las manos, visiblemente asustada, y su padre muy tenso, cuando sonó el timbre. La señora Tomclyde dio un respingo y Elliot se ofreció a abrir la puerta.

Más que ofrecerse, lo hizo, porque no tardó ni dos segundos en alcanzar el picaporte de la puerta principal.

Al abrir se encontró con un personaje realmente extravagante. Era bastante más alto que él, aunque si descontásemos el alargadísimo sombrero de copa de terciopelo azul… La chaqueta hacía juego con el sombrero, camisa color hueso y pajarita roja con lunares blancos. Precisamente el mismo color de sus pantalones recién planchados: un blanco que casi dañaba la vista. Calzaba unas botas de cuero negro tan puntiagudas como su prominente nariz. Sus ojos negros, que parecían querer saltar bajo unas espesas cejas canosas, estaban fijos en Elliot.

—¿Los señores Tomclyde? —preguntó amablemente con una estridente voz.

—Eh… Sí. ¿Qué desea?

—Vengo a entregar este sobre.

—Un momento, los avisaré.

—No hace falta que les molestes. Cógelo tú —dijo tendiéndole un gran sobre de color verdoso—. Me fío de ti… Elliot.

—Muchas gracias —respondió Elliot tras tomar el sobre, se despidió y cerró.

De pronto se dio cuenta de que ese señor le había llamado por su nombre. ¿Quién podía ser? Abrió la puerta, pero ya no se encontraba allí. Salió unos metros para ver si aún podía pillarlo, pero fue en vano. Se había esfumado.

—¿Quién era? —preguntó el señor Tomclyde cuando Elliot volvió al salón.

—Un señor. Quería daros este sobre…

—¿Un sobre? ¿Un domingo?

Extrañado, procedió a abrir el sobre. En el momento de rasgarlo, se desintegró. El sobre desapareció como por arte de magia. En sus dedos quedaron unos papeles alargados de color azul celeste.

—¡Unos billetes para un crucero! —exclamó atónito—. Espera, hay una nota.

Era muy escueta, y decidió leerla en voz alta.

Estimado señor Tomclyde:

Los servicios prestados por su hijo, Elliot Tomclyde, al mundo mágico son de incalculable valor. El equilibrio del mundo se ha salvaguardado gracias a la valentía y el ingenio de Elliot. Por esta razón, esperamos que acepten gustosamente como un pequeño obsequio estos billetes para realizar un crucero de lujo por la costa caribeña.

Reciban un cordial saludo,

MAGNUS GARDELEGEN, miembro del Consejo Mágico de los Elementales

— ¡Esto es fantástico! —dijo la madre, que no terminaba de creérselo—. Tendrás que contárselo a… ¡Jeff! ¡Casi lo olvido! Vino hace un par de días preguntando cuándo volverías, pero…

¡Pum!

Elliot desapareció por la puerta. Tenía tantas ganas de volver a ver a su amigo de toda la vida que no esperó a que concluyera la frase. La vida había tomado un cauce normal, al menos de momento.