EL JARDÍN DE LOS PEGASOS

ELLIOT volvió la cabeza sin dejar de correr. Vio que Tánatos miraba en aquella dirección, pero no reaccionaba. ¡Funcionaba! Apenas les separaban unos metros de la puerta que daba a uno de los pasillos de la prisión.

Tánatos seguía sin inmutarse.

Alcanzaron la puerta y la abrieron sin preocuparse de si había alguien al otro lado. Tan pronto como se oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, Tánatos se volvió de nuevo.

—¡La Flor! —Gritó desesperado entonces—. ¡Los chicos han huido con la Flor! ¡Cómo has podido ser tan estúpido de dejarlos escapar!

Pero el aspírete se había lanzado en busca de la sombra y tardó bastante en reaccionar. Para cuando regresó junto a su enfurecido amo, los dos muchachos ya habían desaparecido.

—¡Qué buena ha sido esa ilusión! —felicitó Eric a su amigo—. ¡Se ha quedado como un pasmarote!

Elliot acababa de coger la Flor mientras sonreía.

—Suficiente para sacarle unos cuantos metros —comentó—. Ahora tenemos que encontrar a los demás.

Estaban corriendo pasillo arriba, sin un rumbo claro. Doblaron una esquina y, al fondo, divisaron a Úter y Gifu. Al ver la Flor de la Armonía, no pudieron contener la alegría:

—¡Lo habéis conseguido! ¡Es fantástico!

—No cantemos victoria tan pronto. —Elliot acalló la euforia—. Sólo los hemos despistado, pero no tardarán en seguirnos. —Cogió aire.

—¿Qué has hecho con los aspiretes? —preguntó Eric a Úter.

—Bueno… Han probado su propia medicina. Gifu ha utilizado el extracto de luz solar para cegarlos momentáneamente —el duende sonreía de oreja a oreja— y los hemos encerrado en una de las celdas, junto al carcelero encapuchado.

Se oyó un ruido de pasos apresurados no muy lejos de allí.

—Hemos de darnos prisa. ¿Habéis visto a Merak? —preguntó Elliot.

—No —respondió Gifu—. Pero tampoco sé cómo saldremos de aquí.

Un silbido a sus espaldas les erizó el vello. Alguien les estaba avisando.

—¡Merak! —exclamó Gifu—. ¿Dónde estabas? Te dije que me siguieses…

—Rápido —se apresuró a decir—. Entrad aquí.

Penetraron en una habitación diminuta, blanca y fría, sin una sola entrada de luz y sin mobiliario de ningún tipo. Cualquiera podría haberla descrito como una celda… Quién sabe, tal vez lo fuese.

—He estado trabajando —explicó Merak en voz baja, sudando profusamente—. Tal vez funcione… o no. Pero no tenemos otra opción. He estado puliendo esta superficie de diamante. No ha sido fácil encontrar una pared cuya parte posterior estuviese opaca, de modo que permitiese un ligero reflejo al situarse de frente. Es posible que podamos usarlo como vía de escape.

—No es muy grande… —comentó Elliot—. Pero tampoco nosotros somos gigantes.

—¿Dónde iremos? —preguntó Úter—. No sería conveniente abrir a Tánatos una puerta que pudiera conducirlo al Claustro Magno…

—Tienes razón… ¡Ya lo sé! ¡Apartad! —ordenó Elliot. Se aclaró la voz y después pronunció con toda claridad—: Ad hortum Pegasi!

Se oyeron algunas voces y golpes por el corredor. Parecía que los aspiretes habían sido puestos en libertad. El momento era de máxima tensión. Si el hechizo no funcionaba, estaban perdidos. Gifu no se lo pensó dos veces y fue el primero en dirigir su mano hacia el improvisado espejo. Tocó la superficie. Era fría como el hielo… y blanda. Su mano desapareció y todos vieron cómo el espejo fue absorbiendo el resto de su cuerpo. Brazo, tronco y extremidades desaparecieron de la vista.

—¡Funciona! —exclamó Eric con emoción.

Los ruidos de pasos y las voces se intensificaron.

—Vamos, vamos… —animó Elliot—. No podemos quedarnos aquí o nos pillarán.

El siguiente en pasar fue Merak, y después Eric. Tuvo que hacerlo a cuatro patas, porque el espejo no era lo suficientemente alto. Úter apremió a Elliot, que aún tenía la Laptiterus armoniattus en su poder.

Un instante después, todos se encontraban en el hermoso jardín. Debía de ser bien entrada la madrugada, pues la oscuridad era total. El cielo estaba despejado y plagado de estrellas. Se respiraba mucha calma. Hasta tal punto, que se hacía extraño no oír a las criaturas aladas. Se suponía que estarían paciendo tranquilamente a su antojo, pero no se las oía.

Eric comenzó a hacer ruiditos con la boca, como llamándolos.

—Ah… ¿será posible tanta mala suerte? —protestó—. ¿Dónde se habrán metido los pegasos?

—Tengo una idea —exclamó Gifu.

El duende extrajo un puñado de polvos de su pequeño saquito y los lanzó al suelo. Inmediatamente comenzaron a crecer unos brotes muy grandes. Solicitó la ayuda de Elliot y Eric para tirar de ellos.

Cada uno agarró un extremo de los abultados hierbajos que habían salido y, con gran esfuerzo, sacaron algo de la tierra. Ante ellos vieron una hermosa y descomunal zanahoria que resplandecía a la luz de la luna.

—Si con esto no vienen, entonces sí que estamos perdidos —aventuró el duende.

Hicieron pina y se introdujeron por una arboleda, llamando a los animales y agitando la zanahoria con intensidad. Con un poco de suerte la brisa les ayudaría a que captasen el olor del vegetal.

Sonó un bufido.

Los pegasos no debían de andar lejos. Pero seguían sin poder verlos. De repente, y sin previo aviso, algo agarró la mano en la que Gifu sostenía la zanahoria.

—¡Socorro! —gritó asustado—. La… za-zanahoria…

—¡Es uno de ellos! —exclamó Elliot, que se acercó a acariciar al hermoso caballo alado. La luz nocturna hacía brillar su lomo, y sus alas, plegadas, parecían ansiosas por despegar—. Necesitamos tu ayuda, amigo. Tenemos que marcharnos rápidamente de aquí. Pero somos demasiados para…

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando una segunda criatura alada surgió de entre las sombras.

—Problema resuelto —convino Gifu, que parecía ansioso por dar un paseo aéreo.

Elliot se montó en uno de los pegasos y Gifu dio un hábil brinco para subirse a lomos de la bella criatura. Cuando estuvieron dispuestos, Eric le entregó la Flor a Elliot y se subió al otro animal. Merak, pequeño como era y sin las facilidades mágicas de Gifu, no cesaba de hacer aspavientos con los brazos, protestando porque nadie le prestaba ayuda.

Un estruendoso rugido les heló la sangre.

—¡El espejo! ¡Ya están aquí! —anunció Úter con semblante preocupado—. ¡Deberíamos haber cerrado la puerta!

El pegaso, como si hubiese comprendido la gravedad de la situación y la proximidad del peligro, inclinó sus patas delanteras de manera que Merak pudo trepar y acomodarse para el vuelo. Inmediatamente después despegaron.

Las alas emplumadas se desplegaron y se agitaron al tiempo que ambas criaturas iniciaban una larga y veloz carrera. Pronto levantaron el vuelo sin mucha dificultad, pues la carga no pesaba en exceso. Úter, lejos de quedarse en tierra, los seguía a un lado volando tranquilamente.

El pegaso en el que iba montado Elliot comenzó a soltar chispas anaranjadas, dejando una hermosa estela tras de sí como si de un cometa se tratara. Eric no tardó en percatarse:

—Elliot, pareces un manojo de fuegos artificiales. Reconozco que queda muy bonito, pero estamos llamando la atención en exceso —voceó.

—Es cierto, Elliot —dijo Úter, que iba con los brazos cruzados tras la nuca, volando plácidamente.

—Lo siento, pero es la cobertura de la Flor. Cuando roza con el aire, produce esas chispas. No puedo hacer nada —explicó.

—Procura que no le dé el aire —recomendó Úter, que comenzaba a ponerse nervioso—. ¡Cúbrela si es preciso!

Elliot empezó a murmurar algo así como que qué fácil lo veían ellos. La bola era bastante grande y casi imposible de proteger. No habían previsto aquella situación. Estaba tratando de cubrir la bola con su túnica cuando su pegaso soltó un desgarrador relincho y dio una sacudida en el aire. Acababa de dar una coz aérea a un aspírete que se había aproximado a gran velocidad siguiendo los destellos que emanaban del hechizo de cobertura de la flor.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontraban rodeados de tenebrosas criaturas voladoras. Los pegasos batieron sus alas con mayor ímpetu y lograron distanciarse de sus perseguidores por unos instantes. Pero aquello fue algo fugaz, pues las chispas seguían delatando su posición y los aspiretes eran muchos más que ellos. Separarse era una opción, pero no serviría como maniobra de despiste porque estaba claro que seguirían los pasos de Elliot.

No tardaron en notar de nuevo el aliento de los aspiretes. Uter, que se había adelantado, echó un vistazo a su espalda y apenas tuvo tiempo de gritar:

—¡Cerrad los ojos!

La cegadora luz rojiza que emitían los aspiretes invadió la bóveda celeste. De poco o casi nada sirvió la advertencia del fantasma porque, aunque sus compañeros cumplieron, los pegasos se vieron sorprendidos por el destello.

No llegaron a caer inconscientes, pero perdieron altura a gran velocidad. Las copas de los árboles se veían cada vez más grandes. Gifu no cesaba de gritar al animal, viendo cada vez más cerca el suelo, y lo espoleaba con todas sus fuerzas, aunque para el pegaso apenas eran unas carantoñas.

Tuvo que ser Elliot el que infundiese palabras de ánimo al pegaso y no cachetes, para que reaccionase antes de precipitarse sobre los árboles. Eric siguió el ejemplo de su amigo y, hábilmente, evitó el desastre.

Volaban bajo. Muy bajo. Cualquiera que lo hubiese visto podría haber pensado que se trataba de Santa Claus dando un paseo con su trineo en pleno apogeo primaveral.

En unos segundos sobrevolarían un claro. En aquellas circunstancias daba igual aterrizar que seguir en el aire. Los aspiretes se encargarían de apresarlos y la Flor de la Armonía volvería a manos de Tánatos. Todo aquello por lo que habían peleado no habría servido para nada. Estaban rodeados, en un callejón sin salida y…

¡FLASH!

Al adentrarse en el claro, cuatro fulminantes rayos de luz surgieron de la nada. Eran cuatro rayos tan diferentes como el día y la noche. Un rayo era de un tono verde esmeralda; otro, azul eléctrico; el tercero, de un rojo intenso que terminaba mezclándose con una cuarta ráfaga de luz tan blanca que parecía provenir de la luna. Los cuatro rayos rasgaron el cielo y frenaron en seco a los aspiretes, que cayeron pesadamente hacia el suelo. ¡Los estaban ayudando! ¡Alguien debía de saber que estaban allí y que tenían problemas!

Con las luces surcando el cielo en busca de los aspiretes, los dos pegasos, como atraídos por tal juego de luces y colorido, descendieron al claro y aprovecharon para tomar tierra. Las caras de Gifu y Merak estaban pálidas y verdosas. A duras penas pudieron llegar al pie de unos árboles, donde trataron de recobrarse.

No tardaron en averiguar de quién provenía la ayuda. Magnus Gardelegen, Cloris Pleseck, Mathilda Flessinga y Aureolus Pathfinder seguían, con los brazos extendidos, luchando con los últimos aspiretes que aún coleaban.

Uno a uno, iban cayendo abatidos. El suelo se iba llenando de inmensos pedruscos que se desplomaban como si fuesen meteoritos. El rayo blanco impactó en la última de las criaturas, transformándola en una sólida roca. Vencida por el peso, cayó estrepitosamente al suelo a dos metros de donde se encontraban Merak y Gifu. El suelo tembló a sus pies y, pensando que se trataba de un nuevo terremoto, se encaramaron al árbol que tenían más cerca.

Con las criaturas del fuego derrotadas, el rostro de Elliot se relajó. Aún tenía en sus brazos la Laptiterus armoniattus cuando se dirigió hacia Magnus Gardelegen. Acababa de presenciar una batalla mágica en toda regla. Y gracias al cielo que habían acudido los cuatro grandes elementales para echarles un cable. De lo contrario…

Se oyó un ruido inesperado a su espalda.

—¡Elliot, a un lado! —gritó Aureolus Pathfinder lanzando un poderoso rayo de fuego que pasó muy cerca de donde se encontraba.

Con el rabillo del ojo, Elliot pudo ver qué era lo que ocurría. Los cuatro hechiceros se enfrentaban a un nuevo enemigo, mucho más poderoso que sus anteriores rivales. Primero, por el fragor de la batalla, y después por la tranquilidad de la victoria, se habían olvidado de alguien. La batalla no había hecho sino empezar: Tánatos estaba frente a ellos.

Con dos rápidas zancadas se apartó del camino de los rayos. Tánatos parecía repeler los ataques de los hechiceros con facilidad, emitiendo unas ondas-escudo en las que rebotaban los destellos de luz multicolor. Pero no hacía amago de atacar. Tan sólo se defendía. Tal vez no fuese suficientemente poderoso para derrotarlos. Tal vez no se esperaba encontrarse con los cuatro y no tenía más remedio que hacer frente a la situación.

Elliot observaba boquiabierto cómo los miembros del Consejo acorralaban al temible hechicero. Sus rostros reflejaban concentración y mucha tensión, especialmente el de Aureolus Pathfinder. Sus penetrantes ojos oscuros estaban clavados en Tánatos. Elliot tuvo la impresión de que sus rayos eran los que golpeaban con más fuerza el escudo protector de Tánatos.

Fue tras una intensa ráfaga de luces cuando la Laptiterus armoniattus pareció empezar a cobrar vida. Al menos eso fue lo primero que se le pasó por la cabeza a Elliot. Notaba cómo la abultada bola de color fuego quería escapar de sus manos. Curiosamente, tiraba en dirección contraria a la que se encontraba Tánatos. ¿Estaría tratando de huir? ¿Se estaba debilitando el grupo de hechiceros? ¿Sería aquello una señal de que la Flor veía próxima la derrota?

La Flor tiraba con más intensidad, y Elliot hacía esfuerzos por retenerla. Había costado mucho recuperarla y no la dejaría escapar así como así.

—¡Elliot, a tu espalda! —gritó Gifu desde el otro extremo del claro.

Apenas tuvo tiempo de girarse para ver qué sucedía. Un violento tirón le arrancó la Laptiterus armoniattus de las manos y fue a parar a Wendolin, la hechicera del Claustro Magno. Elliot no podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Por qué quería la Flor? ¿Acaso era necesario sacarla de allí para extraer el néctar? Pero, en ese caso, con habérsela pedido hubiese bastado…

Sin embargo, Wendolin estaba soltando grandes risotadas. Era como si le hubiese entrado un ataque de locura. Echó a correr en la dirección en que se hallaba Eric, boquiabierto ante el fragor de la batalla.

En una décima de segundo lo comprendió todo. Tánatos no tenía que atacar porque no le hacía falta. Estaba aguardando a que Wendolin hiciese su trabajo. Y ella se dirigía precisamente hacia Tánatos.

—¡La Flor! —gritó desesperadamente Elliot—. ¡Eric, detenla!

Eric vio pasar tras él la bola anaranjada a toda prisa. No se lo pensó dos veces y dijo en voz alta:

—Arena mobidus!!

Wendolin se vio envuelta en un cenagal. Había quedado atrapada en una gran cantidad de fango, y cuanto más se movía más se hundía. Y no podía usar las manos porque sostenían la Flor de la Armonía, intentando evitar que entrase en contacto con el barro.

Seguía hundiéndose. El fango había sobrepasado las rodillas, y continuaba engulléndola poco a poco. Wendolin comenzó a preocuparse. Estaba perdiendo el control de la situación y no podía evitar seguir siendo tragada.

El barro le llegaba ya a la cintura.

Parecía una mosca infeliz atrapada en una telaraña. Se movía sin cesar, avisando a la araña de que estaba presa. En este caso, la araña era la muerte. Si seguía hundiéndose más, pronto moriría ahogada. Ahora sólo se veía su cabeza, con los ojos desorbitados por el terror y la angustia, y los brazos extendidos, que aún sostenían la Flor.

—Arena pietrus! —gritó Eric a lo lejos.

Las arenas movedizas se endurecieron al instante, dejando a Wendolin enteramente atrapada, presa de la tierra.

Eric se acercó muy despacio. Miraba a los ojos de la hechicera, que aún respiraba entrecortadamente, aunque parecía haber recuperado cierta calma. No opuso resistencia cuando Eric tomó la Flor de sus manos.

—Ocultémonos —le dijo Elliot en cuanto estuvo junto a él.

Se adentraron unos metros en el bosque y se escondieron tras unos arbustos, donde sería difícil detectarles. Desde allí podían ver con claridad todo lo que sucedía. Los miembros del Consejo tenían acorralado a Tánatos, que se movía lentamente en dirección a Wendolin. Cuando se encontró a dos o tres metros de ella, una inmensa bola de fuego invadió el ambiente.

Deslumbrados, los hechiceros interrumpieron su ataque para cubrirse la vista con los brazos, hasta que cesó el resplandor y todo volvió a la normalidad. Tranquilidad absoluta. Tánatos había desaparecido y, a su lado, donde hacía unos instantes estaba atrapada Wendolin, se apreciaba un enorme socavón.

—Ha sido un espléndido trabajo en equipo —sonrió un aliviado Magnus Gardelegen.