EN EL INTERIOR DE NUCLEUM

LAS paredes de Nucleum, pese a sus múltiples y potentes hechizos, se resintieron. Las faldas de la montaña sobre la que se asentaba la prisión mágica se agrietaron, desprendiendo pequeñas rocas que rodaron hasta fundirse con la lava. De la superficie rocosa que cubría el Centro de la Tierra se desplomaron numerosos peñascos del tamaño de un automóvil, generando inmensas olas de magma al caer en la superficie incandescente.

Pero en la corteza terrestre las cosas fueron aún mucho peores. A los temblores de diversa índole se sumaron olas de hasta ocho metros de altura, provocadas por terremotos submarinos, que alarmaron a los habitantes de todas las ciudades costeras.

Los noticiarios de todos los medios se hicieron eco de los hechos y dedicaron informativos especiales con títulos como «La llegada del Fin del Mundo».

—La preocupación se ve agravada por numerosos temblores de tierra de diversa intensidad en todo el planeta. Se han dejado sentir desde España hasta China. La población mundial está alarmada, ya que algo muy grave parece estar sucediendo. ¿Se estará rebelando la Tierra contra la humanidad?

Había opiniones para todos los gustos, pero en todas ellas había un denominador común: la intuición de que algo marchaba mal y de que ese algo no era normal.

—Simultáneamente y como por arte de magia, tres volcanes de tres partes diferentes del mundo han entrado en erupción en las últimas horas. El Popocatépetl, en México, está arrojando cenizas y polvo, dejando el cielo completamente encapotado y sin visibilidad. Las autoridades mexicanas se encuentran en estado de alerta ante la inminente llegada de magma a la superficie —comentaba un periodista de la televisión mexicana con un semblante serio y de extrema preocupación. No menos asombrado estaba su compañero de la televisión japonesa:

—Algo muy parecido ha ocurrido en Japón, donde el Sakurajima ha vuelto a su actividad. Es un hecho sorprendente, comentan varios vulcanólogos, que dos volcanes entren en erupción a la misma hora e idénticos minutos y segundos.

Dada la lejanía existente entre ambos puntos geográficos, cualquiera hubiese podido culpar al azar como responsable. Sin embargo, cuando las autoridades neozelandesas comunicaron que del volcán White Island, inactivo desde hacía un tiempo, comenzaba a manar lava tras una serie de fuertes explosiones, las hipótesis del azar quedaron completamente descartadas.

— ¿Tienes preparado todo lo que te solicité, Helier? —preguntó Tánatos sin apartar la vista de la Laptiterus armoniattus.

—Sí, mi señor —asintió el encapuchado—. Lo puse a buen recaudo en uno de los armarios de mi despacho.

—Bien, bien… —musitó Tánatos al tiempo que se frotaba las manos satisfecho—. Entonces, ve a buscarlo todo. Si mis fieles aspiretes han cumplido según lo convenido, el patio de la prisión debería estar completamente libre… —El jefe asintió con la cabeza—. Bien. Te esperaré allí. Necesito tomar un poco de aire… Este ya está demasiado viciado. ¡En marcha!

Su orden fue inmediatamente cumplida. Siguieron el mismo camino de salida, aunque tras cruzar la gran puerta de acero que protegía la sección en la que hasta entonces había estado cautivo Tánatos, se separaron. Mientras Helier se dirigía a su despacho con paso apresurado, Tánatos y sus seguidores se encaminaron hacia una de las puertas que daban acceso al patio.

Ni siquiera una persona tan fría y malvada como Tánatos podía ocultar la inmensa satisfacción que recorrió su cuerpo en el momento de salir a terreno descubierto. El silencio era patente, únicamente interrumpido por las frecuentes explosiones del magma líquido que rodeaba el emplazamiento. Sin embargo, el aire, aunque respirable por artificio de la magia, estaba bastante cargado. No era un lugar propicio para que viviesen las plantas y, por ende, para el buen desarrollo de la fotosíntesis. Era un territorio escabroso y solitario, tenuemente iluminado por el resplandeciente brillo del magma que, inquieto, no cesaba de moverse.

Pronto, muy pronto se haría con los poderes que confería la Laptiterus armoniattus, la Flor de la Armonía, como aquellos cursis la llamaban. Si era la llave que confería el equilibrio, debía hacerse con ella. Sólo poseyendo los secretos de la Flor sería posible generar el más absoluto de los caos. Y reinar en el caos era su más ansiado deseo. Sus maquiavélicos pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de una puerta.

Era Helier, que traía consigo un caldero repleto de objetos. Se tambaleaba de un lado a otro, con el pesado recipiente entre sus manos. No cesaba de balancearlo, y a punto estuvo de derramar su contenido en una ocasión.

—Señor, aquí está todo, señor —dijo sudoroso al llegar al centro del patio.

—Qué detalle —apuntó Tánatos—. Un caparazón de tortuga dorada. No esperaba menos de ti, Helier.

El encapuchado inclinó la cabeza y comenzó a extraer los contenidos del caldero. Unos cuantos saquitos de fertilizante mágico elaborado por los duendes, un botellín de agua cristalina embotellada por las sirenas del Ártico, un saquito de tierra labrada por los centauros en noche de luna llena, un tubo con el aire más puro del Himalaya y…

—¡El extracto de luz solar! —Exclamó alarmado Helier—. Lo olvidé sobre la mesa del escritorio…

—¡Pues deja de lamentarte y ve a por él, estúpido! —le increpó Tánatos, dejando a las claras que, pese al largo período de tiempo que había permanecido prisionero, seguían sin agradarle las torpezas de sus súbditos.

A los aspiretes parecía hacerles gracia ver cómo corría el encapuchado hacia la puerta del patio, a trompicones y enredándose con la túnica.

—¡Coloca el caldero correctamente! —gritó Tánatos. Helier dio media vuelta sin dudar un instante y dio la vuelta al caldero que había dejado boca abajo. Cuando Tánatos se enfadaba, era mejor hacer lo que él decía sin rechistar. Entonces se apresuró para desaparecer cuanto antes.

Tan pronto como cruzó la puerta, Tánatos sonrió e indicó con la mano a uno de sus súbditos que comenzase con el ritual.

El jefe de los aspiretes hizo los honores. Se aproximó a los sacos de fertilizante, y empezó a rellenar el caldero. Después esparció y aplanó la capa de abono por todo el fondo, mientras un desagradable olor lo invadía todo, que aun así no era mucho peor que el que flotaba en el ambiente debido al azufre que contenía el magma.

Una vez terminada esta operación, echó sobre la negruzca superficie de fertilizante la tierra labrada por los centauros, que era de un color beige oscuro. Era muy suave y fina, de una calidad excepcional. Cuando hubo vaciado el saquito, apisonó fuertemente la superficie con sus grotescos muñones, dejándolo todo listo para el siguiente paso.

—Aparta —ordenó Tánatos al ver que el aspírete se acercaba a la Laptiterus armoniattus—. De la Flor, me ocupo yo.

Tomó la bola de color rojo anaranjado y la posó suavemente sobre la lisa superficie de tierra centáurica.

Acto seguido, el aspírete abrió el botellín de agua de las sirenas y lo vertió con mucho temple sobre la bola. El contenido resbaló lentamente por la superficie esférica hasta caer en la tierra. Como si de una pequeña fuente se tratase, el agua regó la tierra y la dejó humedecida y fértil, gracias a los abonos que le habían puesto.

—No, espera —indicó Tánatos al ver que el aspírete estaba tratando de abrir el tubo de aire del Himalaya—. Hay que esperar a que el inútil de Helier traiga el extracto de luz solar. Una vez que abras ese tubo, un asqueroso aire limpio y puro brotará y eliminará la superficie anaranjada. En ese momento, la Laptiterus armoniattus deberá recibir luz solar para su perfecto desarrollo. Si abres ese tubo ahora y no disponemos de la luz, todo el proceso no servirá de nada. Así que… ¡deja ya de trastear con él!

—Sí… sí… amo —tartamudeó éste.

Y así se quedaron, a la espera de Helier.

— ¡Por todos los elementos! ¡Ya era hora! —Exclamó Úter al ver aparecer a Gifu con el gnomo—. ¿Dónde os habíais metido? Llevamos mucho tiempo esperando aquí, y vosotros de paseo.

—Lo siento. Me ha costado un poco dar con Merak. Suerte que me topé con uno de sus primos… No estaba en su casa.

—Ya sabéis, las celebraciones… —dijo Merak al tiempo que esbozaba una tímida sonrisa.

—Pues mucho me temo que las celebraciones habrá que dejarlas para otro momento. El tiempo apremia —afirmó Elliot.

La tardanza de Gifu y Merak le había permitido aprender unas cuantas cosas sobre el funcionamiento de los espejos. No era complicado el manejo, pero eran necesarias unas cuantas lecciones de latín. Pero para ir y volver bastaba con lo que le había enseñado el antiguo miembro del Consejo de los Elementales, Bonifacius Sandwip.

Eric seguía mirando por el agujerito cuando algo le llamó la atención.

—¡Eh! Acabo de ver una sombra —exclamó—. En uno de los lados.

—La gente comenzará a despertarse de un momento a otro. Estaban inconscientes, ¿recuerdas? —le dijo Elliot.

—No, la gente no se ha movido. La sombra venía de fuera. En la ventana…

—No hay tiempo para eso, Eric.

Justo cuando Elliot se disponía a pronunciar el conjuro ante el espejo, un tremendo temblor de tierra sacudió Hiddenwood. Los muebles se tambalearon, los cristales temblaron, algunos objetos que estaban de pie sobre el escritorio se cayeron y hubo que sujetar el espejo para que no se viniese abajo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Eric.

—Ha sido como un terremoto —confirmó Merak—. Pero en los terrenos mágicos es muy raro que haya temblores…

—Pues hace un par de semanas tuvimos uno en la lección de Naturaleza —apuntó Eric.

—Sea lo que sea, no tiene buena pinta —señaló Uter—. ¡Démonos prisa!

Las miradas se centraron en Elliot.

—Ad Nucleum! —dijo con voz clara y potente.

En cuanto terminó de decirlo, Eric y Úter se abalanzaron sobre el espejo. Gifu los siguió, y Merak, que por algo había venido, también lo atravesó. Elliot miró a sus espaldas, volvió la cabeza al frente y se vio reflejado en el gran espejo. Había llegado la hora de demostrar que era un verdadero Tomclyde. Y traspasó la sustancia gelatinosa.

Cuando Elliot apareció al otro lado del espejo, se llevó la misma impresión que sus compañeros: efectivamente, habían llegado tarde. La habitación estaba silenciosa e iluminada por una extraña luz que salía de un tubo que había sobre el escritorio. Una salamandra correteaba por la celda —«Extraña mascota para tener en una cárcel», pensó Úter, mientras que el que debía de ser uno de los centinelas se encontraba amordazado e inconsciente. Aquello tenía toda la pinta de ser el despacho del carcelero principal.

Sin embargo, ese incómodo silencio no presagiaba nada bueno.

—Fascinante —murmuraba Merak, pensando en voz alta mientras contemplaba las blancas paredes de diamante—. Esto es asombroso… Y en el mismísimo Centro de la Tierra. Quién lo iba a pensar…

—Esto es el final —gimió Gifu, sacando a relucir su desesperación—. Por mi culpa hemos llegado tarde…

—No, amigo mío —lo consoló Merak—. Si alguien tiene la culpa de todo esto, soy yo. Tú viniste a buscarme, pero…

—¡Silencio! —Interrumpió Úter—. Oigo pasos. Alguien se acerca.

Era cierto. Se podían oír con bastante claridad los presurosos pasos de alguien que se aproximaba. En vano intentaron esconderse cuando la puerta se abrió bruscamente. Una persona cubierta con una raída túnica y con el rostro oculto tras una capucha entró en el despacho a toda prisa y, al ver al grupo, se quedó paralizado.

—¡Intrusos! —Bramó con su áspera voz—. ¡Intrusos!

Los recién llegados, anonadados, también se habían quedado petrificados por la sorpresa. El encapuchado fue más rápido: tomó un candelabro y lo lanzó violentamente contra el espejo al tiempo que gritaba:

—¡No escaparéis de esta prisión! ¡No por ahí!

Con el impacto, el espejo se fracturó en mil pedacitos que se esparcieron por toda la habitación. Elliot se quedó atónito mirando cómo se había esfumado su única vía de escape. Los restos quedaron diseminados por todo el suelo, y eran tantos que sería imposible unirlos. Pero, aunque hubiese sido factible, de nada hubiese servido. Hubiese dado igual que se hubiese partido en dos mitades, pues para que un espejo funcionara como puerta debía estar en perfectas condiciones.

Sin embargo, haciendo gran acopio de fortaleza mental, Elliot apartó aquellos desesperados pensamientos. A ese problema ya le buscarían solución más adelante. En aquel instante su única preocupación tenía que ser el encapuchado que acababa de dar la voz de alarma y huía corriendo por la puerta.

Elliot, Eric y Úter salieron en su persecución tan rápido como pudieron. Merak, por su parte, no cesaba de admirar las paredes. Las observaba de arriba abajo, de abajo arriba. Las palpaba, incrédulo, como si aquello no pudiese ser real. Sus compañeros corrían gritando y aullando, pero él ni se inmutó.

El último en salir fue Gifu que vencido por la curiosidad se llevó el tubo que tanta luz emitía. Quién sabía si tendría valor alguno, pero, cuando menos, sería un agradable recuerdo. Además, la luz siempre traía felicidad, pensó. Apremió a Merak para que no se quedase atrás, y siguió los pasos de sus amigos. No le llevaban mucha distancia, pero era mejor apresurarse y permanecer todos juntos.

Úter abría camino, seguido por los dos muchachos. Gifu iba algo más rezagado, mientras que Merak se había quedado atrás. Los primeros llegaron a una esquina y desaparecieron momentáneamente. Al doblar el recodo, Gifu estuvo a punto de estamparse contra Eric. Se habían quedado clavados, pero debido a su corta estatura no alcanzaba a ver lo que les cerraba el paso.

—¡Dejádmelos a mí! —Exclamó Úter—. ¡Vosotros ya sabéis lo que tenéis que hacer!

—Pero, Úter… ¡Son demasiados! —dijo Eric. Fue entonces cuando Gifu pudo ver que frente a ellos, a lo lejos, unos cuantos aspiretes se dirigían hacia su posición.

—¡Marchaos! —ordenó enérgicamente Úter.

—Pero… —replicó Eric.

—No hay peros que valgan. ¿Es que no lo entendéis? Vosotros sois una presa fácil. Yo llevo muchos años muerto. No me pueden hacer nada… —Estas últimas palabras las dijo con la boca pequeña—. Confiad en mí. Haré todo lo posible por entretenerles. ¡Suerte!

Los jóvenes y el duende no discutieron la orden y dieron media vuelta, no sin antes echar una última ojeada al valeroso fantasma… ¿Fantasma o fantasmas? Úter debía de estar empleando una ilusión de multiplicación, porque había decenas de fantasmas vagando por aquel lado del pasillo. Tenían caras horrorosas, bocas desmesuradas, ojos saltones, pústulas amarillentas en las manos… Parecían sacados de una película de terror, pensó Elliot.

Úter se había quedado escondido a la vuelta de la esquina. Desde allí controlaba los movimientos de sus criaturas como un general guía a sus ejércitos en una batalla. Ciertamente, tenía razón: él solo se las apañaría.

—Vamos por aquel lado —indicó Elliot.

Los tres avanzaron presurosamente por uno de los corredores. De pronto, Eric se fijó en uno de los ventanucos que había a su izquierda. Era pequeño y con unos gruesos barrotes en el exterior.

—¡Eh, mirad! ¿No es ése el encapuchado que dio la voz de alarma?

Elliot se asomó.

—Es cierto… Mira, no está solo. El mayor de los aspiretes está con él. Y hay otra persona… Tánatos… —musitó entre dientes—. Ése debe de ser Tánatos…

—¿Estás seguro? —preguntó Eric.

—¡Sí! ¡La Flor! ¡Está a su lado! ¿La ves?

—¡Es verdad! Sigue dentro de ese globo anaranjado. Es posible que aún no sea demasiado tarde.

—Hay que encontrar un modo de llegar hasta la Flor… —comentó Elliot, como si aquello fuese una tarea fácil.

—Mira allí al fondo. Parece una puerta.

—No pretenderás entrar ahí como si nada, ¿verdad?

—¿Por…? —Eric parecía no comprender el poco espíritu aventurero de Elliot.

—Hola, Tánatos. No te molestes, sólo veníamos a buscar la Flor. No hace falta que te muevas —ironizó Elliot—. ¿Estás loco o qué?

—¿Tienes un plan mejor?

—No… Pero eso es un suicidio. A no ser que…

—¿Qué…? —inquirió Eric.

—Vamos hacia la puerta. Tengo una idea.

Las paredes de diamante eran enteramente lisas y, de no ser por los ventanucos que daban al patio, hubiese sido fácil perderse. Los apresurados pasos de Elliot y Eric resonaron en el ambiente. Gifu era mucho más silencioso en su manera de desplazarse, pues sus pies prácticamente se deslizaban por el suelo como si tuviesen alas.

Llegaron a la puerta.

Asomaron sus preocupados rostros por la zona transparente que había en la parte superior. Los barrotes blanquecinos, probablemente también de diamante, no impedían ver lo que estaba ocurriendo. Tánatos no cesaba de hacer aspavientos con los brazos ante la humillada postura del encapuchado, que se encontraba haciendo reverencias de forma exagerada. El aspirete contemplaba la escena, impertérrito.

—¿Y Merak? —Preguntó de pronto Eric—. ¿No venía contigo, Gifu?

—Eh… Sí —afirmó éste. Se dio la vuelta, pero desde luego no había rastro alguno del gnomo—. La última vez que lo he visto… Ah, sí. Cuando salíamos del despacho. Le dije que no se quedara atrás.

—¡Chsss…! —Susurró Elliot—. Luego nos ocuparemos de Merak. Voy a abrir la puerta, así que… silencio.

Con el sigilo de quien quiere entrar en casa ajena, Elliot giró la manija hasta entornar ligeramente la puerta. Se podían oír los exacerbados gritos de Tánatos, abroncando a su súbdito por su incompetencia:

—¿Cómo has podido ser tan estúpido? —insultó por enésima vez.

—Lo siento, señor —era todo lo que musitaban los labios de Helier.

—¿Lo sientes? —Exclamó Tánatos—. Oh, ya lo creo que lo sientes. ¡Y más lo vas a sentir como no me traigas el extracto de luz solar inmediatamente! ¡Sin ese ingrediente el conjuro no puede llevarse a cabo!

—Señor, estaban todos en el despacho —dijo Helier casi tiritando de miedo—. No había manera…

—¡Me importan un bledo tus excusas! —exclamó Tánatos con los ojos inyectados en sangre, cada vez más exaltado—. ¡Tráelo o no vuelvas nunca más!

El silencio invadió el ambiente y Eric comentó:

—Debía de ser aquello que tanto brillaba sobre la mesa. Tenemos que recuperarlo y deshacernos de él.

Entonces Gifu dio un respingo.

—¡Yo lo tengo! —La felicidad le embargaba hasta tal punto que su suspiro llegó a oídos del aspirete. Éste señaló con su lánguido brazo y batió las alas en dirección a la puerta.

Elliot y Eric sólo pudieron ver la cara de horror que ponía el duende al ver lo que se avecinaba. Escapó por los pelos con un rápido requiebro; no así sus amigos. Dos garras aprisionaron sus hombros y los arrastraron contra su voluntad al patio. Al ver que un tercero había huido, Helier fue en su busca atajando por una puerta que debía de dar a otro corredor.

Todos los forcejeos por parte de los jóvenes resultaron inútiles. La fuerza del aspirete era muy superior y nada podían hacer. Tampoco estaban capacitados para llevar a cabo un potente hechizo, de manera que fueron arrastrados hasta presentarse cara a cara con el malvado Tánatos. Las garras no cesaban de apretar.

—Vaya sorpresa… Dos jóvenes invitados a mi particular fiesta… —dijo Tánatos. Sus alargadas y pálidas manos mesaban su barba. Trataba de aparentar una calma de la que adolecía en aquel instante. Sin dejar de hacer aquellos movimientos, prosiguió la conversación—. ¿Y puedo saber quién os ha invitado?

Elliot no tenía intención alguna de contestar. Estaba más pendiente de analizar la situación que de otra cosa. Además, ese tipo de respuestas eran la especialidad de Eric. No sabía tener la boca cerrada…

—¿Y eso qué más da? —escuchó Elliot.

Automáticamente, la intensidad del agarre creció. No parecía que la respuesta hubiese sido del agrado del aspírete. Tampoco de Tánatos, cuyos cristalinos ojos brillaban de ira clavados en Eric.

—No me gustan los chicos respondones y maleducados —bufó.

«Si es por número, estamos empatados a dos», pensó Elliot. Desde luego que aquella era una visión muy optimista de los hechos. Mucho más realista sería aceptar que estaban ante uno de los hechiceros más poderosos habidos y por haber, y que no pensaba dejar que nada ni nadie se interpusiera en su camino. Junto a él estaba el jefe de unas criaturas que habían sido capaces de dejar inconscientes a todos los invitados a la fiesta, robar la Laptitems armoniattus y liberar a Tánatos de su celda en una prisión inexpugnable. Sin embargo, Elliot prefería la versión optimista. Eran dos. No estaban rodeados por un amenazante ejército. Eran solamente dos. Y dos seres, por muy poderosos que sean, siempre pueden cometer errores. El primero de ellos fue acercar a los jóvenes a menos de un metro de la ansiada Flor.

—Tus padres deberían enseñarte modales —le espetó a Eric mientras le escrutaba con una mirada fría y desagradable—. Por cierto, tal vez los conozca y les pueda hacer la recomendación personalmente. ¿Cómo te llamas?

En esta ocasión Eric quiso desafiar a Tánatos con su silencio. Esto duró poco, porque al ver su actitud Tánatos dijo:

—Parece que nuestro amiguito no aprende… Habla cuando no tiene que hacerlo. Y no lo hace cuando se le pide…

Hizo un gesto con la cabeza al aspírete. Eric no tardó en sentir un dolor insoportable en la espalda hasta que finalmente cedió.

—E-Eric… Damboury. —Y automáticamente el dolor cesó.

—Bien, mucho mejor así. Por un instante pensé que serías un sucio y asqueroso Tomclyde. —Al oír pronunciar su nombre, Elliot se estremeció, detalle que no pasó desapercibido al interrogador—. Mmm… Parece que a ti sí que te dice algo ese nombre, ¿me equivoco?

—Me… Me es familiar —respondió Elliot.

—Ah, claro. Te es familiar… Por cierto, aún no nos han presentado… ¿Cómo te llamas?

Tarde o temprano, la pregunta tenía que llegar. Y ahora Elliot tenía que decidir si decía la verdad. No parecía que Tánatos tuviese mucho apego a los Tomclyde, pero, por otra parte, si pensaba que frente a él había un Tomclyde quizá bajase la guardia. Desde luego no temería a un niño Tomclyde, de manera que tal vez Tánatos se pondría eufórico. Y tal vez pudiese sacarle algún partido a ese estado anímico del tenebroso hechicero. No era más que una mera suposición, pero…

—Elliot —dijo sin más.

—Elliot… —repitió Tánatos pidiendo el apellido.

—Elliot Tomclyde.

—¡Lo sabía! —Celebró Tánatos—. Estaba convencido de que algún repugnante Tomclyde merodeaba por aquí. Lo presentía. Aunque he de reconocer que tus modales me han gustado mucho más que los de tu amigo y, por supuesto, los del viejo Finías.

—No sé de qué me está hablando.

—Vaya… ¿Ignorante u olvidadizo? Me da igual… Te refrescaré la memoria.

Tánatos se trasladó en el tiempo hasta su momento de gloria. Su edad de oro, en la que era temido en todos los rincones de la Tierra. Hizo una amplia introducción sobre cómo había logrado el poder, avasallando a unos y otros, rodeándose de gente ambiciosa y que ansiara un cambio. Le contó cómo conoció a Finías Tomclyde, al que llamaron el Osado, y cómo se ganó su confianza. No cesaba de decir lo estúpido que había sido Finías, pues tenía grandes planes previstos para él. Pero no, fue un traidor. Vil y rastrero traidor, de manera que su sangre pagaría por ello eternamente.

Aquello de la sangre estremecería a cualquiera. Elliot no sabía exactamente a qué se referiría con esa afirmación. Pero sí estaba seguro de una cosa: él era un Tomclyde y, por lo tanto, por él corría la misma sangre que por las venas de su antepasado. Por si acaso, mantendría la boca callada y se quedaría con la duda. No era necesario dar más ideas a aquella mente perversa.

Tánatos seguía increpando al viejo Finías y a los Tomclyde en general. Era como si tuviese necesidad de desahogarse. Y seguía, y seguía. Todo aquello le estaba brindando a Elliot la posibilidad de trazar un plan. Ya lo traía medianamente pensado, pero aquel tiempo resultó precioso. Ni que decir tiene que, tan pronto como Tánatos comenzó con su sarta de descalificaciones hacia su tatarabuelo, Elliot ya imaginó de qué iría el tema. Así que enfocó sus pensamientos en otra dirección: la del curso que tomarían los acontecimientos a partir de aquel instante.

Notó que el aspírete se relajaba y que su hombro quedaba bastante liberado. Debía de estar tan atento a lo que decía su amo, que ni se percataba de los prisioneros. Elliot aprovechó entonces para susurrarle algo a Eric al oído. Tánatos seguía con su particular discurso y el otro seguía embebido por sus palabras. Eric hizo un ligero asentimiento de cabeza y aguardó el momento oportuno.

De pronto, una ligera sombra desde una de las torres de la prisión, fugaz como un rayo, llamó la atención de Tánatos.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó alarmado.

El aspírete, como si lo hubiesen despertado de un placentero sueño, tardó en comprender lo que le estaba diciendo Tánatos.

La sombra volvió a aparecer una segunda vez en el mismo sitio. Lo hizo de forma tan efímera como la anterior, pero dio la impresión de que en esta ocasión la imagen era más nítida. Por lo menos tuvieron la oportunidad de fijar su vista en ella unas décimas de segundo.

—¡Tomclyde! —bufó Tánatos—, ¡maldito seas, Finías! ¡Nos la quieres jugar utilizando de cebo a los niños! ¡Que no escape! ¡Tráelo a mi presencia! —ordenó enérgicamente al aspírete.

Tánatos se desplazó un par de metros en dirección a la torre, por si volvía a ver a su gran enemigo. En esos instantes de desconcierto, mientras Tánatos alzaba la vista a lo alto de las retorcidas almenas, Eric aprovechó para agarrar la bola anaranjada y salir corriendo. Pese a su gran tamaño, gracias a la magia la sentía liviana como una pluma.

Elliot le pisaba los talones, con los ojos entornados, mientras murmuraba unas palabras.