— ¡Esto es una catástrofe! —Exclamó Gifu—. ¡Tánatos ha robado la Flor de la Armonía!
Se impregnaron una vez más los pies de polvos mágicos y descendieron rápidamente de la cornisa. El césped, bien cuidado y espeso, frenó su caída como si fuese una cama elástica. El efecto de los polvos mágicos provocó que diesen unos cuantos saltitos hasta que se asentaron definitivamente en tierra. Bordearon el edificio y se encaminaron a la puerta de entrada.
El aspecto era desolador. Los vigilantes estaban tendidos en el suelo, inconscientes. En el ambiente aún flotaba una calma que ponía los pelos de punta. Avanzaron por el pasillo sin perder un solo instante y se adentraron en el Claustro Magno.
Aquello parecía un verdadero campo de batalla. No había un alma en pie. Todos los invitados, vestidos con sus mejores túnicas de gala, yacían inmóviles. Los efectos de aquel rayo habían sido devastadores.
—¿E-están mu-muertos? —preguntó Eric, que miraba desesperadamente por si alguno daba señales de vida.
Elliot se agachó donde estaba Sheila. Estaba muy pálida y el pelo le cubría la mitad del rostro. Le apartó el cabello y palpó su cuello.
—No lo creo. Parece que su corazón sigue latiendo —indicó Elliot animándose un poco—. También respira, aunque muy débilmente.
—¡Joven Tomclyde! —exclamó una voz ronca y anciana a su espalda.
Elliot se dio la vuelta, pero no había absolutamente nadie.
—¿Hola? ¿Quién ha hablado? —preguntó.
—Yo.
Elliot seguía mirando entre los asistentes, esperando detectar el más mínimo movimiento. Nada.
—Lo siento, pero si no me hace una seña no puedo verle.
—Estás mirando al lugar equivocado —respondió la voz—. Estoy aquí.
Elliot alzó la vista en dirección a los cuadros que colgaban de la pared. Pero permanecían inmóviles. ¡Cuadros parlantes…! ¿En qué estaría pensando? Pero, de pronto, vio con el rabillo del ojo cómo uno de los bustos movía la cabeza de un lado a otro.
—Eso es —dijo el busto.
Era muy anciano lo cual estaba demostrado por las profundas arrugas que surcaban su rostro y de las pronunciadas ojeras dibujadas bajo sus apesadumbrados ojos. Su aspecto parecía cansado, oculto tras una larga barba blanca. Por el emblema que tenía debajo (una hermosa nube cuidadosamente tallada), debió de pertenecer al elemento Aire.
—Hola, joven Tomclyde —volvió a saludar.
—Hola —respondió Elliot sin saber muy bien qué hacer.
—Soy Bonifacius Sandwip —se presentó—. Antaño fui uno de los miembros del Consejo de los Elementales, pero de eso hace mucho, mucho tiempo.
—Tanto gusto, señor.
—Bien, basta de presentaciones. El mundo mágico está sumido en una gravísima crisis. Y tú estás aquí. Curioso… —Bonifacius Sandwip arrastraba las palabras, pensativo, tratando de encajar las piezas de un puzzle mental—. ¡Ahora lo comprendo!
—Disculpe… Hemos visto esa luz… El estruendo…
—No, joven Tomclyde. No me has entendido correctamente. No me refiero al Claustro Magno. Ahora sé por qué has vuelto a nuestro mundo.
Elliot estaba aturdido. Gifu y Eric seguían la conversación atónitos.
—El mundo mágico corre un grave peligro. Gravísimo. De alguna forma, Tánatos se ha enterado de que hoy se celebraba la Fiesta de Florecimiento y se ha hecho con la Laptiterus armoniattus. La Flor de la Armonía ha de ser recuperada antes de que transcurran cuarenta y ocho horas. De lo contrario, comenzaría a marchitarse y, si eso sucediese… nos aguardan cosas terribles.
—Pero yo no sé nada. No soy…
—Eres un Tomclyde. Y estoy seguro de que tus amigos estarán deseando ayudarte. ¿No es así?
Los dos asintieron sin saber siquiera lo que estaban haciendo.
—Suponiendo que yo pudiera hacer algo… ¿Cómo podría enfrentarme a Tánatos? Y lo que es más difícil todavía, ¿cómo podría llegar hasta él? Se encuentra en Nucleum, ¿no es así?
—Cierto. Tánatos está prisionero en el Centro de la Tierra.
—Por eso los aspiretes abrieron una grieta en el suelo. Entonces… ¡podemos seguir su camino!
—Piensa lo que dices, joven Tomclyde —dijo Bonifacius Sandwip, a quien solo le faltó una mano para darle una colleja que espabilara a Elliot—. Hay más de seis mil kilómetros andando en línea recta hasta allí. Suponiendo que fuese factible un viaje de esas características, tardarías muchísimo tiempo en llegar y no disponemos más que de cuarenta y ocho horas.
—Pero… ¿y los aspiretes? Ellos también tardarán.
—Ellos disponen de sus propios métodos para llegar en muy poquito tiempo… Pero nosotros también.
Elliot permanecía callado; no había tiempo que perder.
—Debes usar un espejo. —El anciano vio la cara de extrañeza que puso Elliot.
—Pero eso está…
—No has de tener en cuenta lo que digan los libros ni las leyes. Estamos ante una emergencia, así que deja a un lado las prohibiciones, ¿de acuerdo? —Elliot asintió.
—El único espejo capaz de trasladarte a Nucleum es el mismo que empleaste para llegar a nuestro mundo. ¿Recuerdas cuál es?
—Sí. Está en una habitación cerca de ésta.
—Muy bien. Debéis partir tan pronto como os sea posible. Es una lástima que no contemos con ningún hechicero más disponible. Desde luego, cualquier ayuda nos resultaría de gran valor.
—Eh… Bueno… Quizá podríamos contar con Úter. Es un gran ilusionista, pero se encuentra a una hora de camino…
—¿Uter? ¿Uter Slipherall? —interrumpió Bonifacius Sandwip poniendo cara de asombro.
—Sí, el mismo.
—¿Podemos contar con él? Sería de muchísima ayuda… —dijo el anciano Sandwip—. En este caso, una hora de camino nos la podríamos permitir.
Gifu seguía dándole vueltas por si había alguien más que pudiese ayudar. Maxi y Wino no estarían en condiciones de enfrentarse a Tánatos. Y viajar al Centro de la Tierra no era su especialidad, desde luego. Los duendes eran amantes de las flores y los árboles, no de las piedras. Pero…
—Ya está —dijo.
Ahora fue el anciano el que se quedó mirando intrigado.
—Podéis ir en busca de Uter. Yo iré en busca de Merak, mi amigo gnomo. El es todo un especialista en geología.
—Estupendo. Un experto en minerales podría sernos de gran utilidad. Debéis partir enseguida. El mundo mágico necesita vuestra ayuda. Buena suerte a todos.
Sin aguardar un solo segundo, salieron corriendo por donde habían venido. El tiempo corría… y no perdonaba.
Un par de horas después, a más de cuatro mil kilómetros de distancia, los aspiretes viajaban en dirección al mismísimo Centro de la Tierra, donde estaba ubicado el fortín mágico de Nucleum. Trabajaban en equipo, como una inmensa e implacable taladradora.
A medida que se aproximaban a su objetivo, la temperatura se elevaba más y más, lo cual no hacía sino favorecer los intereses de las criaturas del Fuego, pues conforme el calor era más intenso, sus energías se multiplicaban. Por supuesto, eso les daba una mayor fortaleza y brío en el batir de sus alas, que llegaban a aletear entre tres y cuatro veces más rápido de lo que lo hacían en condiciones normales.
Al ritmo que llevaban, no tardarían mucho en alcanzar su destino. Atravesaban las vetas compuestas por rocas y durísimos minerales con la misma facilidad con la que un cuchillo penetra en la mantequilla. Apenas quedaban restos de su incisión, pues la oquedad se cubría rápidamente con continuos desprendimientos.
Además, los aspiretes estaban contentos por la facilidad con que habían cumplido la misión. Entre ellos, sin necesidad de que ninguno de ellos la tocase, viajaba el motivo de tanta alegría: la Laptiterus armoniattus. Se hallaba aprisionada, cubierta por la envoltura protectora de color rojo anaranjado que impedía cualquier contacto tanto con las rocas como con los propios aspiretes. Las piedras rebotaban al golpear contra la superficie incandescente, mientras en su interior la Flor aguardaba su incierto futuro.
Apenas había tiempo para pararse a pensar en cómo crujían las ramitas secas bajo sus pies. Los muchachos avanzaban por el bosque espoleados por la angustia y la presión. Sus pies casi ni rozaban el suelo, veloces y ligeros como iban.
Elliot y Eric jadeaban sin cesar cuando se aproximaban a la casa de Uter; habían corrido todo el trayecto sin parar. Se acercaron a la puerta de la pequeña casita de madera y no se molestaron ni en llamar. Irrumpieron en la mansión estrepitosamente y Uter, que se encontraba realizando unos retoques en la decoración de la entrada, se llevó un susto de muerte.
—¡Vaya sorpresa! No os esperaba hasta mañana —dijo cuando se recobró.
—Rápido… Flor… Armonía… Robada… Aspiretes… —decía Elliot con la voz completamente entrecortada.
Eric estaba casi de rodillas tratando de recuperar el ritmo normal de la respiración.
—Alto ahí, alto ahí —interrumpió el fantasma—. ¿A qué vienen tantas prisas? Parecéis extenuados. ¿Qué sucede?
Los dos hicieron una narración bastante abreviada de los hechos, pues el tiempo corría en su contra y había que volver rápidamente al Claustro Magno. Le dijeron que se las habían ingeniado para encaramarse a la cúpula y que desde allí vieron cómo aquellas horribles criaturas se llevaban la Flor de la Armonía. Todos los asistentes a la fiesta estaban inconscientes, incluidos los miembros del Consejo.
La tez de Úter fue palideciendo a medida que escuchaba la historia. Cuando Elliot terminó, estaba más blanco que nunca.
—Entonces, ¿podemos contar contigo? —inquirió Elliot.
—¡Desde luego! ¡Uter Slipherall vuelve a la acción!
—Pues hay que darse prisa. Tu casa no está precisamente cerca del Claustro Magno…
—No hay problema. Fui ilusionista… y aún me mantengo en activo, por lo que también dispongo de un espejo. Seguidme.
Subieron las escalinatas y se metieron en la primera habitación que había a mano izquierda. Era muy amplia y tenía unas paredes altísimas. Ante ellos se alzaba un inmenso espejo que iba del suelo al techo. Uter se puso frente a él. Cerró los ojos en busca de concentración y pronunció unas palabras.
—El camino al Claustro Magno está libre —indicó.
El fantasma cruzó el espejo y los jóvenes aprendices le siguieron.
Los aspiretes continuaban su descenso a vertiginosa velocidad. La oscuridad era total. Únicamente se veía perturbada por el lúgubre reflejo que emitían las colas de las malvadas criaturas y algún que otro chisporroteo anaranjado en la cobertura de la Flor. De momento, mantenían fijo el rumbo en el túnel que horaban mediante sus tenebrosos poderes.
De pronto, los ojos de las criaturas detectaron un pequeño destello a lo lejos. Se estaban aproximando. El halo de luz se iba agrandando, resplandeciendo más y más a medida que los aspiretes llegaban a su objetivo.
El calor era insoportable.
Las alas de las criaturas batían con tal intensidad que el ojo humano no hubiese podido detectarlas a simple vista. Al llegar al final del túnel, frenaron en seco.
Frente a ellos se alzaba una inmensa montaña de oscura roca, cuyas faldas estaban bañadas por lava en sus cuatro costados. El magma hervía, formando grandes y espectaculares pompas que explotaban cuando ya no podían crecer más. Pero para los aspiretes el fuego no era un problema: lo adoraban.
Su mayor reto se encontraba en la cima de la montaña. Semioculta por el humo y la concentración de gases, se podía divisar una impresionante mole cúbica de un intenso y brillante blanco. Poco a poco, la gran prisión mágica del Centro de la Tierra cobraba forma. La temperatura exterior era elevada hasta niveles insoportables, y en el interior no se hubiese podido aguantar de no haber sido por los potentes hechizos que permitían que el lugar fuese habitable.
Los aspiretes penetraron por la oquedad que habían abierto y descendieron en picado, hasta casi tocar el magma. Aquello era como una inmensa olla hirviendo y las criaturas mantuvieron su vuelo a un par de metros de las explosivas pompas.
Se aproximaron cautelosamente al flanco de la montaña. Era muy importante atacar por sorpresa; de lo contrario, sería harto imposible rescatar de allí a su amo.
Mientras, la tensión en el mundo mágico iba en aumento. Hacía más de veinte minutos que Elliot, Eric y Uter aguardaban impacientes la llegada de Gifu y el gnomo.
—¿Qué estará haciendo ese duende gruñón? —dijo Uter muy nervioso.
Era la primera vez que Elliot y Eric lo veían así.
Paseaban frenéticos de un lado a otro de la habitación. Zancadas grandes y cortas, brazos cruzados o a la espalda… todas las posturas eran válidas, menos sentarse. Y Uter estaba que se subía por las paredes.
Elliot salió un rato de la habitación para hablar con Bonifacius Sandwip. Quería aclarar unas dudas respecto al correcto manejo de los espejos, aunque ya los había utilizado en varias ocasiones. Sin embargo, era imprescindible conocer la dirección de su destino.
—Muy sencillo —le indicó el sabio busto—, en la prisión encontrarás únicamente un espejo. Poner más hubiese sido una medida poco prudente.
Elliot pensó que aquello era obvio, mientras golpeaba impacientemente el suelo con el pie.
—Luego, no tienes más que ordenar «Ad Nucleum» con voz muy potente, como la de un adulto. Es un área restringida para menores, y si el espejo se percata de tu voz infantil mucho me temo que el hechizo no funcione.
Elliot se dio media vuelta en dirección a la puerta, pero Bonifacius Sandwip aún no había terminado.
—¡Ah! Una última cosa… Bajo ningún concepto y, repito, bajo ningún concepto toques la Laptiterus armoniattus —le advirtió.
Elliot asintió con expresión grave. Así que tenía que evitar que el espejo lo detectase… y no tocar la Flor de la Armonía. Con esto en mente y sin cuestionar las órdenes, volvió al despacho. Mientras avanzaba por el oscuro corredor, carraspeó tres o cuatro veces tratando de aclararse la garganta. Si iba a tener que poner la voz de un adulto, tenía que despejar sus cuerdas vocales.
Giró la manija y empujó la puerta con el hombro. Eric y Úter seguían con los nervios a flor de piel. Al verle entrar, Eric le dijo:
—¡Mira lo que he descubierto!
Se acercó a una pequeña estantería que contenía gruesos libros verdes, rojos y marrones. Hizo ademán de coger uno de color marrón muy oscuro, casi negro, con letras doradas en el lomo, pero al intentar sacarlo sólo se oyó un clic.
Acababa de aparecer una pequeña abertura en la pared, semioculta, al lado derecho de la estantería.
—Da al Claustro Magno. Ya lo he comprobado. Ese Bonifacius Sandwip parece simpático, ¿verdad?
Elliot asintió, mientras se preguntaba quién se dedicaría a espiar desde allí y por qué.
—He pensado que esto es muy útil… y Uter está de acuerdo conmigo —dijo Eric—. Cuando se realiza un juicio o algo por el estilo, seguro que hay alguien en esta habitación para controlar al acusado. A veces, mientras los miembros del Consejo están deliberando, no atienden a las reacciones del sujeto que tienen delante. De esta forma, el observador se percata de si hace algo extraño.
—Sí, parece lógico —respondió Elliot sin quedar del todo convencido.
Pero enseguida se olvidó de aquello y regresó su principal motivo de preocupación: el tiempo pasaba y no había rastro de Gifu ni del gnomo.
Los aspiretes clavaron sus afilados garfios en la roca y comenzaron la escalada. Debían evitar que los guardias oyesen el zumbido emitido por sus alas al volar; sería un camino más lento, pero seguro. Ascendían a un ritmo tan pausado que era difícil que llamasen la atención. Aún les faltaban unos cincuenta metros para alcanzar las blanquecinas murallas de diamante hechizado con que se había edificado la fortaleza. No había fuerza humana ni mágica capaz de atravesar esas paredes.
Podían oír con total claridad los tranquilos pasos de dos hechiceros que hacían guardia por el flanco que estaban escalando. Sus largas túnicas rojas adornadas con una banda amarilla se paseaban sin cesar de un lado a otro de la muralla, acompasados por los largos bastones mágicos que portaban.
La Flor de la Armonía, envuelta en su burbuja roja, se camuflaba completamente sobre el fondo de magma ocre y brillante que cubría el extenso foso.
Muy pronto llegaría el cambio de guardia, momento que los aspiretes aprovecharían para atacar, sembrando así el desconcierto. La concentración era la clave de todo. Ya había quedado sobradamente demostrado en la Fiesta de Florecimiento. Incluso los miembros del Consejo eran vulnerables si se les pillaba desprevenidos.
Y el instante no se hizo esperar. Unos saludos y unas palabras de monótona tranquilidad fueron la señal que esperaban.
Cuatro aspiretes agitaron sus alas frenéticamente y se elevaron de improviso sobre las murallas que rodeaban la prisión y lanzaron de nuevo la luz cegadora, que dejó inconscientes a los guardias de Nucleum. Dos segundos más tarde pudo verse la misma luz al otro lado de la prisión. Otros diez segundos después, perfectamente sincronizados, los aspiretes dejaban fuera de combate a otros dos grupos que habían acudido en ayuda de sus maltrechos compañeros.
En un abrir y cerrar de ojos, los aspiretes habían acabado con dieciséis centinelas de Nucleum, dejando la zona exterior sin resistencia. Aquello había sido una auténtica demostración de fuerza y poderío.
El terreno había quedado despejado. Se juntaron los ocho y se dirigieron hacia una de las torres. Con el ataque, los guardias no habían tenido tiempo de cerrar la puerta que daba acceso a ésta. Uno tras otro penetraron por la puerta acristalada.
Dentro, el silencio era sepulcral. A ratos se podía oír el desangelado gemir de algún preso, corroído por la angustia y la desesperación.
Si los informes que habían recibido eran ciertos, Tánatos estaría en esos momentos en la torre opuesta a la que ellos se encontraban. Esa torre era la más vigilada de todas con diferencia. Se habían realizado varios conjuros de la más alta hechicería en torno a la aislada celda de Tánatos para evitar que pudiese escapar.
Había apostados varios guardianes a la entrada de la torre, pero no en la base. Se tenía gran confianza en los hechizos y en la capacidad de los centinelas para poder repeler una intrusión desde dentro.
El punto de encuentro se hallaba dos plantas por debajo. Hasta allí deberían desplazarse para que el contacto que tenían en la prisión los guiase hasta la celda de su amo. No se lo pensaron dos veces y se lanzaron escaleras abajo.
La proximidad a Tánatos los había vuelto más confiados, y las recompensas que recibirían por ese rescate serían tan cuantiosas que se les nublaba la vista. Casi recorrían el camino a ciegas cuando se dieron de bruces con un grupo de centinelas. En esta ocasión, el encuentro inesperado fue mutuo. No tardó en aparecer el cegador rayo de luz, pero los centinelas habían descargado sus bastones contra los invasores. Los centinelas se desplomaron casi al instante, no sin antes haber herido a uno de los aspiretes.
Había sido alcanzado por uno de los hechizos realizados por los centinelas y se estaba quedando inmovilizado. Centímetro a centímetro, su cuerpo se iba apelmazando, endureciéndose, mientras se transformaba en roca sólida, como carbonizado. El aspírete rugía por el inmenso dolor que aquello le producía y dio un desesperado salto, despegándose varios metros del suelo, tratando de evitar lo inevitable. Cuando sus alas quedaron petrificadas, el cuerpo entero se desplomó como un saco de patatas haciéndose añicos al estamparse con el suelo.
Quizá fue aquello lo que devolvió a los aspiretes a la realidad.
Con más sigilo que nunca alcanzaron su objetivo. Allí estaba su contacto, vestido con una oscura capa y ocultando el rostro tras una capucha. Aguardaba su llegada apaciblemente sentado, en una oscura habitación de reducidas dimensiones. Su espalda se veía reflejada en un amplio espejo que había colgado tras él. No se encontraba solo. En un rincón había dos centinelas amordazados y maniatados en sendas sillas; seguramente, se habrían interpuesto en su camino a la gloria.
—¡Excelente! ¡Excelente! —Repitió con una voz tan cascada que casi parecía un susurro—. Los planes siguen su curso…
—¿Dónde está el amo? —preguntó uno de los aspiretes que, por su tamaño, bien podía ser el jefe.
—No estamos lejos —suspiró.
Un chasquido de dedos y una leve indicación bastaron para que un aspírete cogiese al encapuchado por el cuello y lo alzase medio metro por encima del suelo.
—No hay más que seguir el corredor… que hay a mano derecha y… descender unas escalinatas… Una puerta… —La mano del aspírete le impedía hablar con claridad—. A partir de ahí es fácil llegar. Pero… yo no lo haría…
El jefe de los aspiretes hizo una mueca desagradable y miró fijamente la oscura capucha que ocultaba la cara del amenazado. Alzó su mano y lanzó un hechizo contra uno de los centinelas. Tras unos desgarradores gritos que llenaron la sala, apareció un reptil de color fuego donde segundos antes se encontraba uno de los guardias apresados. Era grande y alargado, con la piel completamente escamada y reluciente. El centinela había sido transformado en una salamandra.
—No temo tus conjuros, pero tú sí que deberías temer los míos —amenazó el encapuchado.
El aspírete lo soltó tras la indicación de su jefe.
—El camino está despejado… de centinelas —dijo mientras se llevaba la mano al cuello—. Pero hay varios hechizos. Sólo yo conozco dónde están y cómo desactivarlos. Así que, te guste o no, dependes de mí —aseguró.
Tan claro como le acababa de ser expuesto, no había otra opción que seguirlo. Y eso fue lo que hicieron. El extraño encapuchado abrió un cajón de su mugriento escritorio y extrajo una llave blanca y brillante que se colgó del cuello. Abrió la puerta y las criaturas le siguieron.
El corredor era largo y, curiosamente, frío. Pero, tal y como les había adelantado el encapuchado, el camino estaba desierto. No había la más mínima señal de vida, por lo que alcanzaron las escalinatas sin ser detectados.
Llegaron a una inmensa y tosca puerta de acero, con unos gigantescos aldabones en el centro. El encapuchado alzó la mano y los aspiretes se pararon en seco.
Silencio.
Un áspero siseo, y la puerta se abrió sola.
El tenebroso grupo iba en fila india, siguiendo el camino establecido. Los dos últimos aspiretes mantenían la custodia de la Flor de la Armonía, que seguía prisionera bajo aquel hechizo.
Apenas habían avanzado unos metros cuando el encapuchado les hizo detenerse de nuevo. Otro ligero susurro y unos pequeños destellos verdes y azules surgieron de las paredes. Volvieron a ponerse en marcha.
No había mentido cuando dijo que tras la puerta el camino resultaría fácil. No había más puertas ni bifurcaciones. Caminaban y caminaban por un sendero cuyas paredes de diamante comenzaban a desesperarles. Pero aquello no era nada comparado con las numerosas paradas que les obligaba a hacer el encapuchado.
Al final, el aspírete de grado mayor perdió la paciencia y se encaró con su guía. Este, sin inmutarse, le contestó:
—Ya casi estamos.
Lo que apenas unos segundos antes aparentaba ser otro larguisimo pasillo que no conocía el final, se acababa de transformar en una estancia redonda con dos puertas. Una era la que habían atravesado. La otra aguardaba impacientemente frente a ellos. Apenas los separaban cinco metros, con un único impedimento: no había suelo.
Se encontraban al borde de un pequeño precipicio con forma de cilindro, en cuyo fondo resplandecía la lava incandescente. El aspírete comenzó a batir las alas y lo detuvo inmediatamente el encapuchado.
—No seas estúpido —le espetó—. Hay un campo de fuerza. Si hubieses avanzado un metro más, tus alas se hubieran bloqueado y hubieses sido pasto de las llamas. —Guardó silencio unos segundos y dijo—: Hay que cruzar andando.
Cogió la llave que llevaba colgada del cuello y apuntó con ella en dirección al inexistente suelo. La llave comenzó a brillar intensamente, dejando ver un paso que se dirigía a la puerta que había al otro lado. Aunque los aspiretes no parecían muy convencidos de que aquélla fuese la mejor manera de cruzar, siguieron temerosos los pasos del encapuchado, la llave se iluminaba con más fuerza a medida que se aproximaba al ojo de la cerradura.
Cuando el encapuchado la ensartó en su orificio, la punta chirrió y se abrió lentamente, dejando a la vista una figura alta y muy delgada, vestida con una holgada y ajada túnica negra. Tenía la tez blanca como la de un muerto, y unos ojos negros como el carbón que brillaban sobre una desagradable nariz aguileña. Su barba, larga y de color ceniza, le llegaba a la cintura. Miró impasible cómo sus súbditos se arrodillaban cuando puso los pies fuera de la celda que tanto tiempo le había retenido.
—Larga ha sido la espera… Demasiado larga —entonó con voz grave—. Sé que habéis recorrido un largo trayecto y que ha habido bajas por el camino. Grande ha sido vuestra ayuda y vuestro sacrificio por mí. Por todo ello, seréis generosamente recompensados.
—Oh, amo —respondió el jefe de las malvadas criaturas—, los aspiretes estamos a vuestra entera disposición.
—Lo sé —dijo Tánatos—. Pero ahora quiero que me mostréis aquello que habéis traído para mí.
Los dos aspiretes que iban al final se levantaron respetuosamente y le acercaron la bola anaranjada. Los ojos de Tánatos brillaron al ver lo que tenía frente a él. Acababa de recuperar la libertad y, junto a ella, tenía en sus manos la pieza clave del equilibrio del mundo entero. Todos se rendirían a sus pies. No habría piedad para aquellos que le habían mantenido cautivo durante ese eterno período de tiempo. El viejo Gardelegen se las pagaría. Y los Tomclyde… ¡Los Tomclyde sufrirían su ira y su sed de venganza!
En aquel instante, Tánatos alzó los brazos y rugió con el vigor y la fuerza de cien dragones:
—¡LIBRE!