ERA sábado, quince días después de los últimos acontecimientos, y la primavera se había instalado en todo su esplendor. Mariposas de mil colores revoloteaban por las praderas que circundaban la pequeña villa. Y, por las mañanas, el alegre piar de los pájaros despertaba a los habitantes de Hiddenwood.
Aquel día, Elliot no tuvo muchos problemas para madrugar y fue en busca de Eric. Habían quedado con Gifu para visitar a Úter, pues hacía tiempo que le tenían abandonado. Con la de dificultades que habían salvado en invierno para poder llegar a su casa, y ahora, en primavera, les costaba encontrar un hueco para ir a verlo. Pero es que ahora, con el buen tiempo, tenían mil y una cosas que hacer.
La ocupación principal, sin embargo, era preparar la Fiesta de Florecimiento. Goryn había dedicado las últimas clases a buscar flores, aprovechando para explicarles las propiedades de cada una. Habían visitado campos que parecían bañados en jugo de fresas, pues estaban repletos de amapolas, flores de alhelí, rosas, geranios y claveles. Pero tampoco faltaban tulipanes, azucenas, orquídeas y malvas. Los lirios y las dalias combinaban muy bien con los pensamientos y los narcisos, por lo que recogieron bastantes. No hubo una sola lección de Naturaleza en la que no terminasen extenuados.
Afortunadamente, hoy tocaba descansar. Bueno, eso era un decir, porque ya de buena mañana estaban en la vivienda de Gifu. Digno de mención fue cómo se indignó cuando los jóvenes amigos le contaron que uno de los suyos había estado lucrándose a costa de unas aprendices y ayudándolas a hacer trampas. Poco faltó para que la tierra temblase ante sus tremendos gritos de enfado. «¡Intolerable! ¡Impresentable! ¡Estúpido duende con cerebro de trenti», fueron algunas de las expresiones que salieron de su exaltada boca.
El camino se les hizo bastante corto en esta ocasión, pues, una vez que Gifu se hubo calmado, al buen tiempo que hacía le acompañaron las amenas narraciones de las peripecias de toda índole que había vivido el duende en el transcurso de los últimos y ajetreados días.
—Ya estamos ultimando la producción de néctares Totalfruit —comentó Gifu mientras pasaban junto a un pino cuyo tronco estaba retorcido como un ocho—. Parece ser que este año la mezcla de los néctares de coco y piña va a ser la más solicitada. Hace unos años fue el de maracuyá. ¡Se lo bebían a palo seco!
No tardaron en llegar a la escondida casita de madera. Llamaron a la puerta y ésta se abrió al instante, dejando ver al extrovertido fantasma.
—¿Quién sois vos, joven caballero? —se dirigió a Eric, que casi había cruzado ya la puerta.
—Uter… Sentimos mucho no haberte visitado antes. No ha sido nuestra culpa, pero… —se disculpó Eric mientras daba un paso al frente.
—Claro, claro… ¿Y quién tiene la culpa de todo esto? ¿El duende?
—¿Qué es todo esto? —preguntó Eric sorprendido, haciendo oídos sordos al comentario que acababa de hacer Uter sobre Gifu.
—Eh… Está bien, está bien —dijo el fantasma sonrojándose, al tiempo que se giraba para mirar hacia el interior.
—¡Eh, mirad! Parece que Uter se está preparando para el sábado.
Elliot y Gifu se apresuraron a entrar. El duende no tardó en exclamar:
—¡Sí, señor! Ahora empiezas a caerme mejor… El duende estaba absorto, mirando de un lado a otro sin cesar. Jamás había visto nada igual. Sus ojos estaban contemplando una auténtica selva floral. Cientos, miles de flores de diferentes especies y colores se veían por todas partes. Las columnas de mármol que se alzaban frente a la escalera estaban completamente cubiertas por rosas de todos los colores imaginables. Los tapices parecían tejidos con pétalos de flor, las lámparas habían florecido al igual que los candelabros… Parecía que Uter estaba bastante ilusionado con la llegada de la Fiesta de Florecimiento.
—Es… es mi particular celebración —dijo, todavía ruborizado.
—No deberíamos desperdiciar este talento… —dijo Eric—. ¿Por qué no echas una mano en los preparativos de la fiesta?
—No —repuso bruscamente, como saliendo de un trance.
—Uy, uy… aquí huele raro —dijo Gifu—. Eres el mejor ilusionista que he conocido. ¿Qué tiene de malo usar tus espléndidas dotes para…?
—He dicho que no.
—Pero ¿a ti qué mosca te ha picado? —insistió el duende. Uter le dio la espalda enojado—. Preparas la mejor decoración floral nunca vista… ¿para ti solo? ¿Me quieres explicar dónde está la gracia de todo esto? Nadie va a poder disfrutarlo.
La mano de Elliot se posó sobre el hombro del duende, haciéndolo callar.
—¿Hay algo que no sepamos? Porque, por el momento, lo único que íbamos a perdernos hasta ahora era la fiesta.
—¿Cómo? ¿No asistiréis a la gran celebración del sábado? —Uter volvió a unirse a la conversación.
—Sólo tenían una posibilidad de conseguirla, y los muy cabezotas no pidieron ayuda —apuntó Gifu.
—¿Cabezotas? ¿Quién es cabezota? —Saltó Eric—. ¡No supimos qué era el premio hasta cinco minutos antes de ser entregado! Tendremos que conformarnos con los festejos que tendrán lugar a lo largo del día.
—Que no son pocos. Al menos en mi época, así era —añadió el fantasma que se había desplazado hasta situarse junto a Gifu—. Pero es cierto que la fiesta final es la mejor y más importante de todas. Es el culmen de la jornada, cuando florece la Laptiterus armoniattus.
—La Flor de la Armonía —aclaró Gifu—. Es un ejemplar único en el mundo y muy especial por cierto. Florece una vez cada diez años, su néctar posee enormes cualidades y es la principal fuente del equilibrio natural.
—¿Diez años? —preguntó, atónito, Elliot—. Pero eso es mucho tiempo… Entonces, esta fiesta se celebra…
—Cada diez años, efectivamente —confirmó el duende.
—¿Y qué hacen con esa flor durante tanto tiempo? —Indagó Elliot—. Quiero decir… Si florece cada década y produce un néctar tan necesario para el mundo mágico, deberá tener una vigilancia especial, así como unos determinados cuidados.
—Y los tiene —prosiguió Gifu—. Está custodiada por los miembros del Consejo y las Hadas de la Armonía, y sólo se muestra en público el día señalado. En este caso, el próximo sábado. Luego la veremos hasta que pasen otros diez años.
—Bueno, la verás tú, querrás decir —puntualizó Elliot.
—¿Y tú por qué sabes tantas cosas sobre la Lapti… Lap-ti…?
—Laptiterus armoniattus, querido Eric —lo ayudó Uter.
—Soy amigo de Goryn, ¿recuerdas? Además, los duendes siempre hemos estado muy comprometidos con el mundo de las flores y la naturaleza en general, así que no sé por qué te extraña tanto.
—Muy interesante —apreció el fantasma—. Por cierto, ¡qué descortés he sido! ¿Os apetece tomar algo? Hemos estado hablando y hablando, y se me ha pasado completamente…
—No, muchas gracias —respondieron todos a una.
—Además, yo he de irme en breve. No puedo escaparme todo el día —añadió el duende.
—Me temo que nosotros tampoco. La señora Pobedy nos pidió si la podíamos ayudar a decorar El Jardín Interior para las celebraciones del sábado —indicó Elliot.
El rostro de Uter se ensombreció.
—Vaya, lo bueno siempre dura poco. En fin, ¿qué tal si…? ¡Eso es! Podéis volver el domingo. Como no os dejan asistir a la fiesta del sábado, haremos una pequeña celebración aquí el domingo. ¿Qué os parece?
—¡Fantástico! —dijeron Elliot y Eric.
—Perfecto. Entonces, hasta el domingo. ¡Y que no se os olvide!
—Descuida —aseguró Elliot.
Y así, los tres abandonaron la pequeña gran casita de Uter, con la ilusión de poder vivir una espléndida fiesta. Con el fantasma todo era posible, y seguro que les tendría preparada más de una sorpresa. Con esa firme convicción realizaron el camino de vuelta y pasaron la semana siguiente. Cualquier tarea que les era encomendada la hacían gustosamente y llenos de optimismo, pues Uter les haría pasar un día inolvidable.
Y llegó el sábado. Se habían habilitado varios espejos en la plaza central de Hiddenwood a fin de facilitar la llegada de los numerosísimos asistentes. Venía gente de todas partes del mundo y de todas las especies, y había que causar la mejor impresión posible.
Desde primerísima hora de la mañana, todos los mesones y bares estaban abiertos. En el exterior también se habían colocado largas mesas donde se servían diferentes bebidas, como la exquisita cerveza irlandesa, el ponche mágico —que se hacía más pesado cuanto más se bebía—, batido de regaliz y, por supuesto, los néctares de frutas Totalfruit que tan cuidadosamente habían cosechado los duendes. Al fin y al cabo, era una fiesta de la Naturaleza.
También era tiempo para que los niños disfrutasen. Habían colaborado activamente durante las semanas previas y ahora querían pasarlo en grande. Elliot y Eric no podían ser menos, y recorrieron todos los puestecillos habidos y por haber. El mercadillo se había internacionalizado con productos de todas partes del mundo: las más bellas alfombras voladoras de Persia; curiosos fetiches mágicos de la India; caparazones de tortuga dorada, que eran utilizados como calderos de lujo; ingredientes de diversa índole para pociones… También había un pequeño sector de intercambio de piedras preciosas y metales, en el que los gnomos se movían activamente.
Hacía un día espléndido, soleado, como si el gran astro se hubiese confabulado con la naturaleza para que todo saliera bien. Elliot y Eric se acercaron a una mesa y pidieron sendos néctares de frambuesa con gaseosa. A su lado, unos duendes bebían ingentes cantidades de cerveza irlandesa, como no podía ser de otra forma, y fanfarroneaban ante unas hermosas hadas aladas.
Frente a ellos, un ilusionista hacía curiosos trucos ante numerosos niños, que se hallaban sentados delante de él. Alternaban los «Oooh» y «Aaah» con calurosos aplausos. También hacía juegos malabares con hasta ocho bolas de diferentes colores. Elliot y Eric estaban tan absortos con esta escena que no se percataron de que Sheila se había acercado a su mesa, donde pidió una limonada con hielo.
—¡Qué ganas tenía de que llegase este día! —dijo ella.
—No es para menos —dijo Elliot.
—Y lo que te queda —indicó Eric, que aún no se mostraba muy de acuerdo con que ella hubiese sido recompensada con el premio.
—Es cierto. Me apetece muchísimo la fiesta de esta noche.
—Me alegro de que fueses tú la ganadora y no las gemelas —comentó Elliot amablemente.
—Muchas gracias. La verdad es que aún no os lo he agradecido, pero si no llega a ser por vosotros ni Héctor ni yo podríamos asistir esta noche a la Fiesta de Florecimiento. Así que muchísimas gracias de nuevo a los dos.
Las mejillas de ambos adquirieron diversas tonalidades del rojo, y no dijeron nada.
—Ha venido muchísima gente, ¿verdad?
—De Blazeditch muy poquitos, como siempre que hay una celebración —añadió Eric.
—Sí, pero eso lo compensan los de Bubbleville. Esos se apuntan a un bombardeo.
—¡Desde luego! A mí me encantan nuestras decoraciones y nuestras fiestas, pero hay que reconocer que ellos son auténticos expertos con los juegos de luces y agua.
—Es verdad. Ya se las ingeniarán para hacernos alguna demostración hoy. Seguro que terminan animando a los de Blazeditch. ¡Son especialistas con la pirotecnia!
Elliot permanecía atento a la conversación, pues desconocía muchas cosas de las otras culturas mágicas. Siempre le habían dicho que los miembros del elemento Agua y los de Tierra habían congeniado bastante bien, quizá por ese contacto especial que se da en el planeta. Los del elemento Aire se caracterizaban por ser un poco independientes, probablemente por estar casi siempre en las alturas. En cuanto a los del elemento Fuego, no resultaba fácil hacer buenas migas con ellos, pues solían ser muy bruscos y vehementes en sus relaciones con los demás.
—¿Habéis visto a los centauros? —preguntó Sheila ilusionada.
—¿Han venido finalmente? —Preguntó a su vez Eric—. Tenía entendido que no era segura su presencia.
—Sí, ha venido una pequeña comitiva en representación suya. Ya os he dicho que está resultando todo un éxito. También han acudido un par de sílfides.
—¿Sílfides? —preguntaron los dos con los ojos desorbitados.
—Sí, son preciosas. Lucen unas impresionantes alas de mariposa, de color amarillento y ocre, que brillan cuando el sol se refleja en ellas —explicó Sheila—. De todas formas, no sé por qué os sorprendéis, pues representan al aire y su estación es la primavera.
—Nunca he visto una sílfide —dijo Elliot.
—Ya tendrás tiempo, no te preocupes —le aseguró ella.
Siguieron hablando un buen rato, aunque a Elliot se le hizo brevísimo. Apenas se lo podía creer cuando Sheila se despidió.
—Bueno, os tengo que dejar, tengo que ir a arreglarme para la fiesta.
—Muy bien. Nosotros iremos a dar una vuelta —respondió Eric ante el mutismo de Elliot.
Aún quedaban un par de horas para que diese comienzo la gran fiesta y mucha gente se había retirado para ataviarse con sus mejores galas. Tan sólo quedaba algún que otro duende, bastante contento a esas alturas, bebiendo las últimas jarras de cerveza. Elliot y Eric se unieron a un grupo de jóvenes duendes, entre los que se encontraba Gifu.
—Ah, qué lástima no ser mayores de edad, ¿eh, chicos? —dijo uno que se llamaba Maxi.
—Sí, va a ser algo memorable. Pero paciencia, amigos. Nos quedan muchas fiestas por disfrutar —dijo el llamado Wino.
—En fin, otra vez será.
El grupo de duendes se disolvió y se quedaron los tres amigos solos.
—¿Por qué no nos dijiste que tú tampoco asistirías? —Le preguntó Elliot a Gifu—. Yo pensé que tú podrías ir…
—Hay que ser mayor de edad —explicó un tanto contrariado—. Goryn estuvo haciendo todo lo posible, incluso por vosotros. Pero al final… nada.
—¿Por nosotros? —preguntó Elliot.
—Sí, claro. Lo intentó con el argumento de las excelentes relaciones que siempre se habían mantenido con los Tomclyde, pero Aureolus Pathfinder se negó en redondo. Como este tipo de decisiones las toma el Consejo de los Elementales por unanimidad, poco se pudo hacer.
—¿Y si nos colamos? —propuso Eric.
—No sabes lo que dices —protestó Gifu—. La seguridad es extrema. Además, dado que las gestiones de Goryn eran al más alto nivel y han fracasado, me ha pedido que no hagamos ninguna tontería.
—¿Dónde va a ser? —preguntó Elliot.
—En el Claustro Magno —respondió el duende—. Por eso digo que es imposible colarse. Es un auténtico fortín.
—Hum… —murmuró Elliot mientras se llevaba la mano derecha a la barbilla—. ¡Tengo una idea! No podemos colarnos, ¡pero sí verlo!
—Explícate —exigió Eric rápidamente. Aquello también pareció despertar el interés de Gifu.
—Yo conozco ese sitio, el Claustro Magno. Lo tuve que visitar un par de veces cuando vine por primera vez a Hiddenwood. Desde luego es un lugar lo suficientemente grande para poder celebrar una fiesta de esta envergadura. La parte superior del Claustro está cubierta por una inmensa cúpula de cristal. Si consiguiésemos llegar hasta allí arriba, tendríamos una vista perfecta.
—Oh, estupendo —dijo irónicamente Eric—. ¿Y cómo pretendes llegar hasta allí? Que yo sepa, los hechiceros terrestres no saben volar. Y menos unos aprendices como nosotros…
—Pero os olvidáis de los duendes —dijo Gifu sonriendo.
—¿Desde cuándo vuelan los duendes? —insistió Eric.
—Desde que sabemos utilizar estos estupendos polvitos multiusos. Con el hechizo adecuado, te permiten hacer muchas cosas. Los duendes somos pequeños y para conseguir alcanzar las copas de algunos árboles no es suficiente saber trepar. No voy a decir que permitan volar, pero los polvitos nos ayudan a llegar hasta cotas elevadas, que es de lo que se trata ahora mismo, si no me equivoco.
—¡Estupendo! —Exclamó Elliot—. Pues marchando a la fiesta, que ya falta poco para que comience. Además, no nos conviene estar merodeando por ahí mientras llegan los invitados. Podrían vernos y sospechar que tramamos algo.
Se pusieron en camino. El sol casi se había ocultado, de manera que la oscuridad sería uno de sus más firmes aliados.
Las inmediaciones del edificio estaban todavía solitarias El gentío aún tardaría en llegar un poco. Aparentemente la seguridad era escasa, pues sólo dos hechiceros vigilaban, con túnicas de gala, la puerta de entrada. Sin embargo, no se fiaron.
Los tres amigos se movieron sigilosamente por el jardín hasta esconderse tras unas decorativas columnas que había en la parte posterior. Alzaron la vista, y por un momento dudaron de si el plan daría buen resultado, pero ya no había marcha atrás. Esta sería su única oportunidad de presenciar la fiesta. Diez años se les antojaba una espera demasiado larga.
Gifu sacó un puñado de polvos mágicos, con los que espolvoreó los zapatos de todos, y les dijo:
—Es muy fácil. Sólo tenéis que fijar la vista en aquello que deseéis alcanzar y saltar con todas vuestras fuerzas. Vuestra vista os dirigirá hacia donde queráis ir. Así.
Y acto seguido, pegó un gran brinco y desapareció tras la cornisa que había a unos veinte metros de altura sobre sus cabezas. Elliot lo imitó y dio un salto que lo llevó a la parte de arriba en un santiamén. Eric hizo lo propio. Aquello era maravilloso: un salto prodigioso y, antes de llegar a su destino, bajó la mirada para contemplar a qué velocidad estaba subiendo… En ese momento se paró en seco. Menos mal que tuvo suficientes reflejos para asirse a la cornisa que estaba frente a él. De lo contrario, se hubiese desplomado como una manzana madura al caer del árbol.
Se acercaron a la bóveda para ver qué ocurría en el interior del Claustro. Atisbaron desde arriba. Todo parecía preparado y engalanado para el festejo. Algunos candelabros, dispuestos por las paredes, iluminaban ligeramente la estancia. Unas largas guirnaldas florales cruzaban de lado a lado el Claustro Magno. Muy bonito, sí, pero les entorpecería un poco la visión.
Elliot se desplazó ligeramente a su izquierda. Pudo comprobar que habían colgado más cuadros de magistrados en las paredes. Las sillas que había visto anteriormente habían sido sustituidas por largos bancos, decorados con terciopelo verde. Lo que seguía igual eran los doce bustos, aunque, eso sí, lucían unos collares de flores, muy al estilo hawaiano.
Pero lo que más atrajo su atención no fue nada de todo eso, sino una superficie oscura y de forma circular que se encontraba sobre la estrella que ocupaba el centro de la sala. No se distinguía bien lo que era, pero estaba claro que era la primera vez que Elliot la veía.
Esperaron impacientemente, comunicándose por señas y breves susurros cada vez que querían decirse algo. Poco a poco los murmullos se intensificaron abajo, y ellos se asomaron por la cornisa para contemplar cómo comenzaban a llegar los invitados. Nada. De vez en cuando volvían a mirar, pero todo seguía igual. Probablemente estarían ofreciendo una recepción en alguno de los salones, antes de pasar al Claustro Magno.
La espera comenzó a hacerse eterna. Gifu hacía un rato que se había recostado, apoyando su estrecha espalda sobre el cristal abovedado. Les había dicho que cuando comenzase la acción, lo despertaran. Pero no fue necesario. Cuando debía de ir por el séptimo sueño, una orquesta hizo vibrar la cúpula de tal forma que despertó automáticamente al duende. Se puso en pie con rapidez y pegó su alargada nariz al cristal. La música era agradable, pero el volumen estaba tan alto que el cristal no cesaba de vibrar. Daba la impresión de que en cualquier momento se resquebrajaría y terminaría por ceder.
El Claustro Magno se iluminó esplendorosamente con unos farolillos que colgaban de las guirnaldas. Debían de contener bolas de fuego que no ardían, pues desprendían gran cantidad de luz.
Ahora sí distinguieron el círculo central. Parecía contener tierra.
—Debe de ser donde colocarán la flor —intuyó Gifu—. Seguro que está bien escondida, lejos de los curiosos.
Los invitados fueron accediendo al recinto entre animadas conversaciones. Desde arriba pudieron ver cómo Cloris Pleseck y Magnus Gardelegen charlaban alegremente. No lejos de ellos se encontraban Aureolus Pathfinder y Mathilda Fiessinga, rodeados de otros invitados. También vieron a Goryn, con su habitual túnica negra, aunque esta vez parecía estar ribeteada en tonos plateados. A su lado se encontraban Sheila y Héctor. Ella vestía su preciosa túnica azul pálido, que resaltaba su rostro incluso desde la distancia. Aquella visión de la pareja le sentó a Elliot como si le hubiesen introducido en el estómago un puñado de cubitos de hielo.
Al igual que había sucedido a lo largo del día, podía verse a representantes de casi todos los sectores mágicos: era una total mezcolanza de criaturas y culturas. Desde arriba comenzaba a resultar complicado localizar a una persona en concreto, pues el salón estaba casi a rebosar.
Los miembros del Consejo se aproximaron al centro del Claustro Magno. Cloris Pleseck alzó los brazos y comenzó a hablar. Desde su puesto no podían oír absolutamente nada. Debía de ser algún tipo de agradecimiento por asistir a la fiesta y el anuncio de lo que vendría a continuación, porque poco después sus compañeros del Consejo se colocaron simétricamente dispuestos uno frente al otro. A Elliot le recordó a las pruebas mágicas que realizó a su llegada a Hiddenwood, pues se habían situado en el mismo orden. Se agacharon los cuatro al mismo tiempo, como si fueran a recoger algo del suelo, y se levantaron todos a una.
De la nada, apareció una flor preciosa, de un tamaño como jamás habían visto. Por su forma acampanada, parecía un lirio invertido. El inmenso capullo estaba totalmente cerrado. Pero segundos después, como si las luces de los farolillos la hubiesen despertado, comenzó a abrirse lentamente. Una intensa expectación podía percibirse en el rostro de todos los invitados.
Transcurrió casi media hora hasta que la flor desplegó unos hermosos pétalos azulados, de los que sobresalían unos impresionantes estambres de color blanco que emitían ligeros destellos.
De pronto, una sonora ovación inundó la gran estancia. Todos los asistentes aplaudían el buen estado en que se encontraba la Laptiterus armoniattus. Brillante y hermosa, aguardaba el conjuro que la preservaría durante diez años más. Instantes después, los miembros del Consejo volvieron a alzar los brazos por segunda vez.
—Ahora debe de ser cuando ordenan la recolección del néctar —supuso Gifu.
Todavía no había terminado la frase cuando unas diminutas criaturas aladas entraron en el Claustro Magno. Parecían ir coronadas, y de sus cabecitas salían dos minúsculas antenas. Batían sus alas con intensidad y se movían de un lado a otro tan rápido que era difícil seguirlas con la vista. Elliot y Eric estaban fascinados contemplándolas.
—Sí, son ellas. Ésas son las Hadas de la Armonía. Son las únicas criaturas que pueden tener contacto directo con la Flor —explicó Gifu.
Eric, que seguía atentamente todo lo que acaecía., preguntó:
—¿Qué pasaría si…?
¡FLASH!
Un halo de luz roja cegadora recorrió toda la estancia. Los segundos transcurrieron como si fuesen minutos en medio de un total desconcierto. En aquel ambiente tenso y silencioso, acompañado de unos extraños susurros, Elliot, Eric y Gifu no podían ver absolutamente nada. Su vista había quedado incapacitada momentáneamente por esa deslumbrante luz.
—No… no os mováis —aconsejó Gifu—. Esto no me lo había contado Goryn, qué extraño… ¡Qué barbaridad!
—¿Podéis ver lo que ocurre? —preguntó Eric alarmado—. ¡Yo no veo nada!
—¡Chsss…! —Le hizo callar rápidamente Elliot, que desde que había subido no había abierto la boca—. Algo muy raro está sucediendo abajo. Parece… parece que todos están tumbados. Pero algo se mueve… No… Alguien. ¿No lo veis?
Gifu parecía haberse recuperado. Eric seguía cubriéndose los ojos con las manos.
—¡Oh, no! ¡Por la Madre Naturaleza! ¡¡No!! —fue lo único que pudo decir el duende.
—¿Qué ocurre? ¡Sigo sin ver nada! —dijo Eric.
—Son aspiretes del fuego oscuro. Malo, malo.
Rodeando a la Laptiterus armoniattus había ocho horrendas criaturas aladas, rojas, como teñidas en sangre, con unos ojos amarillos de mirada desagradable. De la cabeza les salía un pequeño cuerno afilado y meneaban una finísima cola en cuya punta ardían unas llamas.
Todo sucedió tan rápido como el destello de luz. Los aspiretes envolvieron la Flor en una curiosa bola de luz rojiza y la alzaron en alto. Uno tras otro, seguidos por la bola incandescente, salieron disparados como un resorte hacia la cúpula. Sus cuernos impactaron contra el cristal haciéndolo añicos y atravesándolo como si fuese de papel. Elliot, Eric y Gifu tan sólo pudieron entender una palabra que no cesaban de gritar: «Tánatos»; y vieron cómo se precipitaron hacia el suelo. De pronto se abrió una grieta en la tierra y escaparon por ella.
Abajo, dentro del Claustro Magno y cubiertos por una montaña de cristales, yacían inconscientes los asistentes a la fiesta.