LAS lecciones transcurrían con bastante normalidad. La maestra Gawlery les había enseñado a transformar un terreno de arena sólida en arenas movedizas. Eric le encontró una utilidad sensacional a este hechizo. Explicó ante la clase que, si tenías un enemigo enfrente, podías poner en práctica el encantamiento: el enemigo comenzaría a hundirse y, cuando esto ocurriese, era el momento de usar el contrahechizo para que se quedara atrapado.
A la maestra Gawlery le pareció una gran idea, así que hizo la demostración con Eric como enemigo. El osado y valiente guerrero comenzó a sumergirse en un fango viscoso y resbaladizo. En cuanto le llegó a las rodillas, el barro se solidificó. Y así se quedó el pobre Eric durante el resto de la clase, ante las risas de sus compañeros. ¡Menuda gracia! Como después comentó la profesora, el plan había funcionado, pero cualquier hechicero más o menos preparado habría podido contrarrestarlo. La práctica de la magia activaba fuerzas realmente poderosas, y estaba claro que todos tenían que estudiar mucho si querían convertirse en auténticos hechiceros elementales. Sin embargo, la mejor anécdota de la segunda semana no fue ésa, sino que tuvo lugar en la clase de Seres Mágicos Terrestres. Ruf y Puf llegaron al vestíbulo principal para recoger a sus aprendices tal y como estaba previsto. Se dirigieron a su espejo correspondiente del jardín y cuando estuvieron frente a él, procedieron a seguir su ritual de costumbre: pegar un brinco a la vez para atravesarlo juntos, como buenos amigos que eran. Tan coordinados estaban, que el impacto contra el espejo se produjo al mismo tiempo. Alguien había olvidado realizar el conjuro de apertura para la lección de ese día, así que tuvieron que ir en busca de la directora, la maestra Cloris Pleseck, para que lo llevara a cabo. Y es que los duendes son criaturas hábiles y amantes de la naturaleza, pero lo que se dice magia… más bien poca. Todo su poder se concentraba en unos polvitos de color blanco azulado que solían llevar en unas bolsitas atadas a la cintura. Aquello, unido a algún que otro sortilegio, les permitía apañárselas en el mundo mágico. Pero utilizar el medio de transporte mágico por excelencia era algo bien distinto. Se necesitaban verdaderos poderes para poder abrir una puerta de acceso.
Elliot, que se encontraba muy cerca del espejo cuando llegó la directora, escuchó por primera vez un sortilegio de apertura.
—Ad hortum Pegasíl
Tuvo que hacer bastante esfuerzo para entender lo que acababa de decir, pues de la boca de la mujer apenas había salido un finísimo hilo de voz. Era evidente que ese tipo de magia era un área restringida para los aprendices, al menos de momento. Pese a todo, dedujo con facilidad que la lengua empleada por Cloris Pleseck había sido el latín.
La lección tampoco tuvo desperdicio. Una vez cruzado el espejo, pudieron contemplar las dos criaturas más bellas que jamás habían visto. Se trataba de dos pegasos vivitos y coleando —y nunca mejor dicho—. Elegantes y esbeltos, blancos como la nieve, los dos caballos alados se movían con absoluta tranquilidad por el jardín en el que se encontraban. Iban de arbusto en arbusto, arrancando pequeños brotes de la fresca hierba que allí crecía.
Elliot contempló las majestuosas criaturas de lejos; sin duda, eran unos animales preciosos. Sin embargo, sus ojos se quedaron clavados un par de metros a la derecha de los pegasos, justo donde se hallaba Sheila. La chica estaba totalmente embelesada con los animales. Sus brillantes ojos delataban cuánto le gustaban. Elliot vio cómo dio dos pasos al frente, decidida, para dar unos terrones de azúcar a las criaturas aladas.
Según explicaron Ruf y Puf más tarde, el comportamiento de los pegasos era similar al de los caballos, aunque jamás, e hicieron especial hincapié en la palabra «jamás», debían ser llamados como tales. Lo tomaban como un grave insulto, pues los pegasos eran capaces de comprender lo que uno les decía sin necesidad de repetírselo. Como dicen algunos, sólo les faltaba hablar.
Inmersos en su explicación, ni Ruf ni Puf se habían dado cuenta de que Sheila llevaba un buen rato con la mano levantada. Fue el segundo duende el que finalmente se percató.
—¿Qué deseas? —preguntó Puf.
—Los pegasos me parecen unas criaturas maravillosas, pero… —Sheila vaciló, ya que Ruf y Puf la miraban con caras llenas de orgullo y satisfacción y a lo mejor no les gustaba lo que iba a decirles—. ¿Por qué los estudiamos como seres terrestres? ¿Acaso no pertenecen al mundo del Aire?
—La pregunta es buena —dijo Puf.
—Y muy interesante —prosiguió Ruf.
—Tienes razón en una cosa… —dijo el primero.
—… pero te equivocas en otra —completó el segundo.
—El pegaso tiene alas y por eso puede volar. Según tú, ésa es razón suficiente para clasificarlo en el mundo del Aire —explicó Puf.
—Pero yo te pregunto… —dijo Ruf haciendo una pequeña pausa al tiempo que enarcaba una ceja—. ¿Sabes nadar?
—Eh… —Sheila no sabía a cuento de qué venía esa pregunta, aunque no tuvo más remedio que responder—: Sí.
—Entonces —prosiguió Ruf—, ¿crees que ésa es razón suficiente para catalogarte como una criatura acuática?
—No —respondió Sheila, que se había quedado un tanto cortada.
—He ahí la respuesta a tu pregunta —esgrimió Puf—. Sin embargo, que quede bien claro que vuestros compañeros de Windbourgh también estudian a los pegasos en su disciplina de Seres Mágicos Aéreos.
Continuaron con la lección hasta que los duendes decidieron darla por concluida. Maravillados por aquel espectáculo, Elliot y Eric pensaron que aquella clase sería difícil de superar por cualquier otro maestro, incluidos los propios Ruf y Puf. Por su parte, Goryn seguía con sus ejercicios prácticos dando puntos para el misterioso premio. Elliot y Eric se habían topado con él en un par de ocasiones y trataron de sonsacarle algo, pero no soltó prenda. Él insistía en que se esforzasen, porque iba a merecer la pena. Además, su rendimiento había decaído un poco, lo que les había llevado a la cuarta posición. Se encontraban más alejados que nunca de la puntuación obtenida por las gemelas Pherald.
Aquella mañana el cielo presentaba un aspecto triste y desangelado. Nubarrones oscuros cubrían la bóveda celeste, y el ambiente luminoso y alegre que hasta entonces había presidido Hiddenwood se apagó súbitamente. El tiempo había cambiado y el frío comenzaba a hacerse sentir. El mundo mágico de los elementales se preparaba para recibir otro duro e intenso período invernal. Comenzaron a verse las primeras túnicas de invierno entre los aprendices. Eran del mismo color que las tradicionales, pero confeccionadas con un tejido mucho más grueso.
En la escuela, el maestro Elfric explicaba su lección de Ilusionismo. Ni Elliot ni Eric parecían haber avanzado demasiado en esta materia. Según les había comentado el maestro, realizar una ilusión era algo sencillo, pero fabricar una gran ilusión suponía una costosa labor. El secreto, explicó, no radicaba tanto en ser un poderoso hechicero como en la capacidad de imaginación y concentración. Esta era una cualidad que no parecían poseer ni Elliot ni Eric, y centrarse aquel día estaba resultando especialmente complicado. Y es que Elliot se había pasado un buen rato observando a Sheila, hasta que ésta se percató. Cuando ella le devolvió una encantadora sonrisa, se puso tan colorado que decidió no volver a mirarla durante el resto de la clase.
Los aprendices de esta y otras materias salieron a borbotones por sus respectivos espejos, y el patio ajardinado se llenó de comentarios para todos los gustos. Anécdotas curiosas y divertidas, protestas y quejas por algún ejercicio encomendado, gritos de alegría porque ya faltaba un día para el fin de semana… Otros, en cambio, pensaban a más corto plazo y preferían deleitarse ante la inminencia de la comida que degustarían a continuación.
Elliot y Eric salieron al gran vestíbulo y se encaminaron directamente hacia la escalera.
—Vaya, pensé que no saldríais nunca de ahí —les espetó una aguda vocecita.
—¡Gifu! —exclamaron ambos al unísono—. ¡Qué sorpresa! —dijo Elliot.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Eric, siempre más pragmático.
—Qué bien que lo preguntes —respondió el duende—. Necesito que me echéis un cable con un «ternilla».
—¿Con un ternilla?
—Eh… —Gifu bajó la mirada, cruzó los brazos a la espalda y comenzó a mover el pie derecho de un lado a otro—. Sí, nada importante, la verdad. Pero no puedo hacerlo yo solo. Además —se apresuró a recordarles—, me debéis una.
—Cierto —aceptó Elliot de buen grado—. Bien, supongo que no tenemos más remedio que colaborar… siempre y cuando esté a nuestro alcance, claro.
—Entonces os veo el sábado a primera hora. En mi casa, si me hacéis el favor.
—¿En tu casa? —preguntó Eric un tanto desconcertado.
—Argh… —gruñó Gifu—, vosotros los grandullones a veces siempre tan literales… Al pie de mi casa, amiguito —puntualizó.
—Allí estaremos —confirmó Elliot.
—Estupendo. —Gifu tenía una amplia sonrisa de felicidad—. Ahora, si me disculpáis, he de resolver unos asuntos. ¡Hasta el sábado entonces!
Y se fue.
Elliot y Eric se miraron el uno al otro. Era una mirada que podía significar cualquier cosa: sorpresa, desconcierto, curiosidad… Así permanecieron durante unos segundos, y a punto estuvieron de olvidar que antes de encontrarse con Gifu se dirigían a sus respectivas habitaciones para dejar sus cosas.
Gran parte de lo que quedaba de día lo dedicaron a pensar en qué tipo de embrollo querría meterles Gifu. Tres cuartos de lo mismo sucedió al día siguiente. Anduvieron totalmente descentrados en la lección del maestro Silexus, y eso que había mejorado ostensiblemente la iluminación de la cueva. El anciano seguía analizando uno a uno los minerales que les había entregado la semana anterior, comentándoles sus propiedades y posibles usos, corrigiendo algunos errores que habían cometido en las composiciones, o completándolas, según el caso. Y así, hasta que llegó la hora de salir. Una semana más que dejaban atrás.
El sábado no se hizo esperar. La noche del viernes Elliot decidió acostarse pronto para poder descansar lo suficiente, ya que quería madrugar. Optó por dejar abiertas las cortinas de su habitación para que, al menor atisbo de luz, sus ojos lo percibieran. Pero se quedó hasta muy tarde contemplando las estrellas. Cada vez que las miraba, le hacían pensar y recordar. Pensaba en sus padres, en Jeff y los amigos que había dejado atrás, en Bonhomme, la nieve… Seguramente también tendrían nieve en Hiddenwood, pues las Navidades estaban a la vuelta de la esquina. Casi tenía finalizada una carta para sus padres. Decidió que, en cuanto tuviese un pequeño hueco, hablaría con Goryn sobre lo del Buzón Express. Pensando en todo aquello, sus ojos se cerraron bien entrada ya la madrugada. Fue un toc-toc lo que lo despertó.
La puerta se entreabrió ligeramente y asomó una maraña de pelos rubios.
—¿Aún estás dormido? —preguntó Eric. Elliot bostezó y miró por la ventana. El horizonte comenzaba a clarear, aunque el cielo estaba completamente encapotado. Era una suerte que Eric lo hubiese despertado.
—Voy enseguida —respondió desperezándose.
—De acuerdo —replicó su amigo, y cerró la puerta. Elliot se puso en pie y se vistió lo más rápido que pudo. Era bastante ordenado, pero aunque no lo hubiese sido la habitación era pequeña, de modo que no habría tenido demasiados problemas para encontrar sus cosas. Al igual que Eric, salió despeinado. Ese era un dato curioso, pensó Elliot. Tantos espejos como había desplegados por todo el mundo mágico, y no había ni uno solo en las habitaciones. Probablemente no los habría por motivos de seguridad. Los aprendices tenían prohibido el uso de los espejos por cuenta propia, y no había por qué tentarles.
El frío era tremendo. Ni siquiera las gruesas túnicas forradas en franela podían evitar que penetrase por todos y cada uno de los poros de su piel. Decidieron ir corriendo hasta la pequeña vivienda de Gifu. Al menos así entrarían en calor.
El duende los estaba esperando y, al verlos llegar, pareció animarse. Se le veía bien abrigado, con una bufanda granate de lana atada al cuello y unos guantes en sus menudas manos. Sin mediar palabra, ofreció a cada uno un paquetito envuelto en servilletas.
—Los he preparado yo mismo.
Levantaron la tela blanca y la boca se les hizo agua. Se trataba de un par de bizcochos rellenos con crema de grosella que aún conservaban un poco de calor. Los comieron de muy buena gana, pues habían salido tan pronto que el comedor aún estaba cerrado.
—Ha sido todo un detalle por tu parte —dijo Elliot.
—Ji… ejta… güeníjimo… —añadió Eric con los carrillos hinchados.
—Me alegro —agradeció Gifu—. Y ahora, pongámonos en marcha. Nos espera una larga caminata.
Uno detrás de otro, se adentraron en el bosque. Ni que decir tiene que Gifu era el que abría camino. A pesar de su corta estatura, llevaba un ritmo bastante acelerado. Sus cortas pero rápidas zancadas provocaron más de un apretón de dientes de los dos jóvenes. Le preguntaron en varias ocasiones hacia dónde se dirigían, o qué era lo que realmente pretendía hacer, pero el duende siempre les decía que no se impacientaran, que disfrutasen del camino y escuchasen a los árboles. Tras recibir esa contestación repetidas veces, desistieron de volver a preguntar y permanecieron callados el resto del camino.
Gifu amaba la naturaleza, sentimiento que compartía con Goryn. La conocía perfectamente, cada una de las especies, cada árbol, mata o arbusto. Era un experto y no cesaba de enseñarles curiosidades.
Llegaron hasta un arroyo que fluía alegremente a través de un cauce rocoso. Llevaban dos horas caminando y Gifu decidió hacer un alto en el camino, así que se sentó sobre una pequeña roca que estaba cerca de la corriente de agua.
Miró a un lado y a otro y les dijo:
—Podéis beber. Es potable.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Eric.
—Por las arañas —dijo mientras señalaba con su menudo índice a una zona donde el torrente se amansaba. Entornaron los ojos y distinguieron una finísima tela de araña. Y luego otra. Y otra.
—¿Y qué tienen que ver las arañas? —insistió Eric.
Elliot, que seguía observando con detenimiento, comenzó a asentir.
—Beben agua limpia, agua potable —murmuró.
—Acertaste —dijo Gifu mientras hacía con las manos un pequeño cuenco y lo llenaba de dulce y fresca agua, y a continuación canturreaba:
Allá donde corra el agua tú sed podrás saciar, mas señales de arañas primero has de encontrar.
El descanso fue breve, porque al poco tiempo estaban nuevamente en ruta. Cuando llevaban un rato caminando se encontraron con una pequeña casita de madera, oscurecida por el paso de los años, solitaria como una isla inmersa en un océano de árboles. A primera vista, no parecía muy cuidada: estaba cubierta por enredaderas; una de las contraventanas colgaba ladeada porque se había soltado de su bisagra superior; a un lado de la puerta, había una maceta tumbada… Parecía abandonada.
Gifu se detuvo. Miró a sus compañeros y se llevó un dedo a la boca pidiendo silencio. Se aproximaron lentamente, casi de puntillas. Apenas se podía escuchar el leve crujir de alguna que otra ramita o de unas cuantas hojas que ya se habían desprendido de su árbol.
Elliot y Eric se dirigieron miradas de extrañeza y desconcierto. O el duende quería darle un susto a alguien o pretendía entrar a robar. En cualquier caso, sus intenciones no parecían muy nobles. Aun así, no comprendían a qué se debía tanta precaución por una casa deshabitada.
Al acercarse a la puerta, de una madera oscura y astillada en la parte inferior, Elliot le susurró a Gifu:
—¿Se puede saber qué es lo que pretendes?
—¡Chsss…! —replicó frunciendo el entrecejo. Gifu extrajo de su bolsillo lo que parecía una pequeña ganzúa. Hizo ademán de introducirla en el ojo de una amplia cerradura, pero la mano de Elliot se interpuso.
—Si no me explicas tus intenciones, no pienso ayudarte. Cualquiera diría que estás intentando robar y no pienso ser tu cómplice.
—Ni yo —repuso Eric.
—¿Robar? ¿Quién ha hablado de robar? —Los ojos del duende expresaban asombro… ¿o era decepción?—. No… No… No estaréis pensando… Yo… No… ¿Robar?
Los dos jóvenes permanecían impasibles, aunque el mal trago que estaba pasando Gifu, ahora visiblemente más abatido, era una prueba de que el duende podía ser cualquier cosa menos un ladrón.
—Escucha, Gifu —habló Elliot—, lamento haber dicho eso, pero como comprenderás, tanto secretismo…
—No, tienes razón —dijo Gifu aceptando las disculpas—. Es cierto que los duendes somos bastante curiosos. Muy curiosos, para ser exactos. Sin embargo, no se me ocurriría entrar a robar. De verdad.
—Entonces, ¿por qué quieres entrar en esta vieja casa? —Ahora fue Eric el que intervino.
—Escuchad… Hace unos días paseaba por aquí y encontré esta casa. Como veis, está bastante destartalada y abandonada, así que decidí entrar para ver quién podía vivir en estas condiciones. Quién sabe, tal vez hubiese alguien necesitado de ayuda. —Trató de justificarse, pero no pareció convencer a ninguno de los dos amigos—. La cuestión es que decidí entrar… Fue una cosa muy extraña. Me había adentrado bastante cuando algo me asustó. No sé qué o quién era, pero el caso es que salí corriendo. Desesperado, mientras buscaba la puerta, me di varios golpes con sillas y muebles. En algún momento de mi huida debí de perder mi saquito de polvos mágicos —señaló su cintura, donde debía haberse encontrado—, y debo recuperarlo.
—Y necesitas nuestra ayuda…
—He intentado entrar dos veces más, pero no encuentro el saquito; al menos, antes de que aparezca esa cosa.
—¿Cosa? —Preguntó Eric—. ¿Podrías ser más explícito?
—No —contestó Gifu—. Porque no sé lo que es. Vosotros sabéis algo de magia elemental, por lo menos algo más que yo.
—Nosotros sabemos muy poquitas cosas, Gifu. Somos aprendices de primer curso… ¡y acabamos de empezar! —explicó Elliot.
—En cualquier caso, seis ojos siempre verán más que dos. Y yo, sin mi saquito de polvos mágicos…
Dicho esto, Gifu introdujo la ganzúa en el ojo de la cerradura. Estaba ligeramente oxidada, pero no supuso un inconveniente para el duende que tras un par de hábiles movimientos consiguió que la puerta se abriese.
Empujaron con mucho sigilo, pero no lograron evitar un agudo chirrido de las bisagras. Sus corazones palpitaban a gran velocidad cuando dieron los primeros pasos en el interior. Tan pronto como se hallaron dentro, Eric cerró la puerta haciendo el menor ruido posible. Si alguien habitaba la casa, dejarla abierta sería una pista irrefutable de que tenía visitas no deseadas.
Dentro hacía frío y estaba muy oscuro. Al parecer, las ventanas estaban cerradas y tapiadas, aunque algún hilo de luz entraba desde una ventana que había al fondo, lejos de donde ellos se encontraban. Aun así, apenas veían nada. El silencio era casi total, únicamente interrumpido por su acelerada respiración. Los tres permanecieron callados, muy cerca de la puerta.
Nada.
Se relajaron un poco. Parecía que la casa estaba vacía, y ahora que su visión se había adaptado a la oscuridad podían percibir que el lugar era enorme. Se encontraban en un amplísimo recibidor, y vieron que el pequeño foco de luz provenía de una vidriera redonda que había en el descansillo de la escalera situada frente a ellos. En el lado izquierdo parecía colgar un inmenso tapiz, aunque no podía distinguirse el dibujo. El ala derecha debía de estar cubierta por una gran cortina, a juzgar por los pliegues que se vislumbraban. Tras ella, un levísimo titilar indicaba la existencia de luz al otro lado.
Elliot dio un paso al frente, casi a tientas, muy silencioso. El suelo no era de madera; es más, la superficie era suave y mullida, como si se tratara de una alfombra de gran espesor.
—Esto es muy extraño —comentó en un ligero susurro—. La casa parece mucho más grande de lo que aparenta por fuera.
—Es… No sé, no parece la misma casa de la otra vez —dijo Gifu, como si pensase en voz alta.
Elliot y Eric miraron al duende, e intuyeron que éste alzaba los hombros para dar a entender su perplejidad. Su mirada tampoco inspiraba mucha confianza.
Elliot se encaminó hacia la escalera tratando de evitar cualquier contacto con la luz, pero Gifu le detuvo negando con la mirada.
—No subí ninguna escalera la primera vez, así que la bolsa debe de estar en esta planta. Me dirigí hacia la derecha —dijo mientras hacía lo propio.
Eric y Elliot lo siguieron. Ni que decir tiene que llevaban los brazos extendidos para no golpearse con nada. Dejaron alguna que otra cómoda a su paso, hasta que por fin alcanzaron la cortina. Era suave y cálida al tacto. Gifu asomó discretamente su curiosa nariz por el lateral.
Había una larga mesa de comedor con espacio para unos veinte comensales. Sobre ella, tres candelabros de plata cuyas velas debían de haber sido encendidas hacía no mucho tiempo. También se percataron de que había dispuestos tres platos, con la cubertería preparada y unos vasos de finísimo y reluciente cristal. Pero allí no había nadie.
Uno tras otro, fueron entrando en el comedor de puntillas. Miraban a un lado y a otro, tanteando el suelo de vez en cuando por si se topaban con la bolsita de Gifu. El duende, siempre tan curioso, se acercó a un aparador sobre el cual brillaba una gran bandeja plateada de forma ovalada. Al ver lo que contenía, dio un respingo que sobresaltó a los dos muchachos.
Sobre la bandeja descansaba su pequeña bolsa de cuero. Evidentemente, Gifu no la había dejado en aquel lugar. Alguien debía de haberla colocado allí. El mismo que debía de haber encendido los candelabros.
—Yo la puse ahí —dijo una voz grave y sepulcral. Acto seguido, cientos de velas se encendieron en las dos impresionantes lámparas de refinado cristal que colgaban del techo. La habitación se iluminó dejando ver un hermoso tapiz a un lado y un par de cuadros al fondo.
—¿Qui-quién eres? —tartamudeó Gifu. Eric se había metido debajo de la mesa y Elliot daba la espalda a la cortina aterciopelada.
—Pensaba que jamás llegarías tan lejos. No hay duda de que tus jóvenes compañeros son más osados que tú. ¡No he visto un duende más cobarde en toda mi vida! ¡Cómo corriste la última vez! —le espetó la misteriosa voz y soltó una sonora carcajada.
Gifu estaba a medio camino entre la vergüenza y la indignación. Trató de decir algo, pero se llevó un susto morrocotudo al ver aparecer la cabeza blanca y resplandeciente de un fantasma, traspasando la bandeja que tenía ante él. Fue algo tan repentino e inesperado que dio unos pasos atrás, tropezando y haciendo caer los numerosos platos que había a su izquierda. El estruendo pareció despertar a Elliot de su estupor, que no se lo pensó dos veces y se presentó.
—Lamentamos lo ocurrido, señor. Me llamo Elliot… Tomclyde. Él es Gifu, y éste, mi amigo Eric Damboury. Hemos venido a recoger la bolsita que perdió aquí.
—Elliot Tomclyde, Eric Damboury y… Gifu, ¿eh? —repitió el fantasma, que ahora se había manifestado por completo. Era de complexión delgada y bastante bajo. En vida debió de ser una persona elegante, a juzgar por su repeinado cabello y por el arreglado y fino bigote que lucía bajo su respingona nariz—. Sí, lo he visto merodeando ya otras veces por aquí, pero nunca se dignó saludar. En cuanto a la bolsa, se le cayó el primer día que vino. Decidí guardarla porque estaba seguro de que volverías.
—¿Saludar? —Aquello le llegó al alma—. ¿Saludar? ¡Tus repentinas apariciones asustan a cualquiera!
—¿No harías tú lo mismo a alguien que entrara de forma «clandestina» en tu casa?
Gifu se calló. El fantasma tenía razón, no cabía duda.
—¿Quién es usted? —preguntó Eric, que ya se había incorporado—. Está claro que es un fantasma, pero… ¿cómo ha hecho para transformar una simple cabaña en esta… mansión?
—Muy observador, joven Eric. Mi nombre es Úter Slipherall, y soy el mejor ilusionista que ha habido en todos los tiempos.
—Pero usted está… muerto —apuntó una vez más Eric.
—Sagaz, realmente sagaz. Resulta obvio que, si soy un fantasma, es porque estoy muerto. Sin embargo, como habrás oído en numerosas ocasiones, las apariencias engañan. El verdadero poder de un ilusionista está en su mente y no en su cuerpo. No necesitas fuerza física para generar una ilusión, sino fuerza mental.
—Vaaaya —exclamó Elliot—. Así que todo esto que nos rodea, las cortinas, los tapices, la mesa… ¿absolutamente todo es una ilusión?
—Hasta el último de los cubiertos. Puedes tocarlos, si lo deseas. Pese a ser ilusiones, cuando se posee suficiente fortaleza (como en mi caso) los objetos son perfectamente utilizables.
—Pues es realmente espectacular —afirmó Elliot.
—Muchas gracias. La verdad no comprendo cómo dos jóvenes tan inteligentes como vosotros se juntan con esta piltrafilla.
—Eh, ¿a quién crees que estás insultando? —respondió rápidamente el interpelado.
—Por favor, señor Slipherall. Gifu no es más que un duende curioso. Tal vez no hayan iniciado su relación de la mejor forma posible… Eso es todo. Pero, créame, es un buen amigo. —El duende agradeció las palabras de apoyo de Elliot.
—Podéis llamarme Úter. Incluido tú —señaló a Gifu, que aceptó a regañadientes—. Bien, tomad asiento, por favor.
Nadie hubiese dicho que hacía bien poco estaban temblando de miedo, porque ahora charlaban animadamente. Úter les hacía numerosas preguntas a Elliot y Eric sobre sus clases de Ilusionismo. Ambos contaban anécdotas, porque, lo que se dice de la disciplina, sabían bien poco. Tampoco se les daba excesivamente bien y no era cuestión de alardear ante un auténtico experto, que les hizo varias demostraciones. Por ejemplo, con un sutil chasquido de sus transparentes y blanquecinos dedos, todo lo que les rodeaba se transformó en lo que realmente era: una pequeña casita en la que el olor a madera y humedad flotaban en el ambiente. Bastó un nuevo chasquido para que el lugar adoptara su estado anterior.
Transcurrió la mañana y el fantasma les ofreció té y pastas. Estaban realmente deliciosas. Lo malo era que, como Uter no comía, su comida también era ilusoria. Así que, aunque exquisitas, no terminaron de apaciguar el hambre.
Elliot le preguntó a Uter cómo había llegado a ser ilusionista. Según les contó, descendía de una larga estirpe de ilusionistas. En vida había sido feriante, viajando de villa en villa y realizando los mejores trucos de su especialidad, aquello era un muy divertido tanto para niños como para adultos. «Nunca hay edad para rendirse ante un buen encantamiento de ilusión», les decía. Sin embargo, llegaron tiempos difíciles y la tradición cayó en el olvido.
—Aquel período me condenó al exilio —expuso—. Poco a poco la gente dejó de interesarse por el Ilusionismo y no tuve más remedio que retirarme a esta pequeña cabaña de madera. Aquí fallecí, triste y solitario, manteniéndome tal como me veis gracias al poder que me otorga el Ilusionismo, esperando poder ser útil a generaciones futuras. Por esta razón decidí convertirme en fantasma.
Los muchachos y Gifu lo miraban absortos.
—Sí, no es fácil convertirse en fantasma —afirmó orgulloso Uter—. De hecho, sólo un buen ilusionista puede alcanzar este estado. Pero ésa es otra historia…
—Quizá podrías ayudar al maestro Elfric en sus lecciones —aventuró Eric.
—Gracias, amigo mío. Pero no creo que fuese aceptado por mucha gente. Y tampoco sería cuestión de entrometerme en el trabajo de vuestro maestro.
—Pero… si no sales de aquí, ¿cómo pretendes ser útil al resto del mundo? —preguntó Elliot.
—Todo el mundo tiene su papel en la vida. Yo fui un gran ilusionista, pero no conseguí que los demás se interesaran. Tal vez la vida me dé una segunda oportunidad.
El rostro de Uter mostraba una profunda tristeza.
La conversación comenzaba a tomar un tinte filosófico y melodramático en el cual no era conveniente entrar. Además, empezaba a hacerse tarde y les quedaba un largo camino de vuelta.
Se despidieron de su nuevo amigo y aceptaron la invitación que les hizo para visitarle tan a menudo como deseasen. Uter les prometió unas cuantas lecciones para mejorar sus dotes de Ilusionismo. Aquel ofrecimiento era realmente valioso y, quién sabe, tal vez fuese necesario en el futuro.
Elliot dedicó el domingo a terminar su carta. En ella les contaba a sus padres los pormenores de su estancia en Hiddenwood. Se emocionó especialmente al explicar lo que le había comentado el Oráculo, aunque prefirió no mencionar lo de sus futuros destinos escolares para no agobiar más de lo necesario a su madre. A su padre le dedicaba un extenso párrafo explicándole los nuevos detalles que les había contado la maestra Gawlery sobre Finías el Osado. Les informó de que tenía un amigo llamado Eric Damboury y que había conocido duendes y fantasmas. Para terminar, les deseó una feliz Navidad esperando verles muy pronto.
Dar con Goryn fue algo más complicado. Le había buscado por todas partes: la escuela, el bosque de Gifu, el mercadillo, Buzón Express… Incluso se pasó por el edificio donde estaba el Claustro Magno. Allí se encontró con Wendolin, la hechicera, que salía de su despacho. Le respondió con un tono bastante desagradable que no sabía dónde se habría metido. Finalmente se topó con él cuando salía del Jardín Interior.
—Vaya, por fin te encuentro —dijo Elliot.
—Buenas tardes —dijo Goryn, echando un vistazo a la carta que Elliot sostenía en la mano—. Precisamente el viernes estuve hablando con Cloris Pleseck sobre el tema de tu correo.
—¿Y bien?
—Como ya sabes, no puedes utilizar directamente Buzón Express porque su cobertura no alcanza al mundo humano. Tengo un amigo que vive muy cerquita de Quebec y que se ha ofrecido voluntario para llevar tu correo… siempre que no le hagas trabajar en exceso —sonrió Goryn.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Como por el momento tampoco puedes utilizar los espejos, puedo llevársela a mi amigo en persona.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Elliot le tendió la carta.
—Pues esta misma tarde se la llevaré. ¿Quieres algo más?
Elliot negó con la cabeza.
—Muchas gracias.
—Muchas veces —respondió Goryn—. Bien, entonces nos veremos en la escuela. Hasta luego.
—Adiós.