UNA vez superadas las pruebas, Elliot permaneció en El Jardín Interior durante unos días. Tenía que conseguir el material necesario para sus estudios, pero antes había que solucionar otro tema importante: el económico.
Al principio Elliot se asustó bastante, pues carecía de dinero para comprar todas las cosas que le indicaron Cloris Pleseck y Goryn en la reunión que tuvo lugar al día siguiente de las pruebas. La representante del elemento Tierra, y a su vez directora de la escuela, alivió momentáneamente sus temores al entregarle una pequeña bolsa de cuero que contenía un dinero que le habían entregado sus padres a Magnus Gardelegen el día que se fue de casa. Pero sus miedos volvieron, con más fuerza si cabe, cuando la directora le aclaró que ese dinero carecía de utilidad alguna en el mundo mágico, pues su economía se basaba en el trueque. Tal vez fuese un método algo rudimentario, comentó ella, pero desde luego no generaba la codicia y la avaricia que provocaba el dinero entre los humanos. Elliot atisbo un nuevo hilo de esperanza al enterarse de que los gnomos eran amantes del metal (y las monedas lo eran), así que podría cambiarlas por algo que sí tuviese valor en el mundo mágico. A esa tarea le ayudaron Goryn y Gifu, el joven duende.
Los gnomos viven a muchos metros bajo la superficie terrestre. Les encantan la tierra y los minerales, de ahí su especial afán por encontrar objetos brillantes. Esta forma de comportarse le recordaba a Elliot a la de las urracas, que suelen «robar» todos los objetos brillantes que encuentran para después almacenarlos en sus nidos. La comparación les hizo gracia a los otros dos, aunque posteriormente le aclararían que los gnomos jamás osarían robar sus monedas. Es más, siempre solían ser generosos con quienes les ofrecían artículos de calidad, y aquellas piezas sin duda lo eran.
Gifu, gran conocedor de la zona, los guió hasta una pequeña gruta que ni Goryn ni mucho menos Elliot hubiesen sido capaces de encontrar ni intentándolo un centenar de veces. Tras unos metros de lo que parecía una caverna de lo más normal, comenzaron a descender y a adentrarse en la oscuridad. Goryn realizó el mismo hechizo que en su día hiciera Aureolus Pathfinder para conseguir una bola de luz entre sus manos, en este caso blanca. Avanzaron durante lo que le pareció a Elliot una eternidad. Vieron todo tipo de bifurcaciones y apuntalamientos; incluso se toparon con rieles de tren con la madera en perfectas condiciones. Los gnomos eran auténticos mineros y utilizaban carros para transportar los materiales que recogían, como les explicó Gifu.
Un túnel a la derecha, otro a la izquierda. Siguieron recto, pasando de largo por dos oquedades a mano derecha, hasta adentrarse por la tercera. Después volvieron a tomar la siguiente a la derecha y llegaron a una puerta que, curiosamente, era de hojalata pintada de verde, aunque la humedad había dejado grandes capas de óxido en su superficie. Gifu la golpeó tres veces con fuerza, y una voz en cascada les invitó a entrar.
Elliot vio tras un pequeño escritorio a un curioso personajillo. Intuyó que tenía que ser un gnomo. Era una extraña criatura de color marrón como la tierra que le circundaba, cabeza grande y orejas puntiagudas. Al verles entrar esbozó una alegre sonrisa, dejando entrever tan solo dos grandes incisivos, como los de los conejos. Saludó efusivamente a Gifu, y luego se presentó como Merak. Por lo visto eran viejos amigos y de vez en cuando realizaban algún que otro negocio juntos. Tras mostrar Elliot el contenido de su bolsita, los ojos del gnomo se desorbitaron.
—Pero ¡qué tesoro tiene este muchacho! —exclamó. No podía ocultar su inmensa satisfacción.
No tardaron mucho en alcanzar un acuerdo, aunque Gifu regañó a Elliot con posterioridad. Había sacado una esmeralda por cada dos monedas y, si hubiera regateado un poco más, podría haberse llevado dos por cada tres monedas. El chico se sentía suficientemente pagado. ¡Había salido ganando! Sin embargo, el duende no paraba de negar con la cabeza, pues según él había hecho un mal negocio.
Con los bolsillos llenos de esmeraldas, el trueque resultó muy sencillo. Se compró un par de túnicas de color verde botella, como las que se llevaban en la escuela. También necesitaba una hoz de hoja plateada y algún que otro libro. Le llamó especialmente la atención la Guía de Campo de los Seres Mágicos Terrestres, en cuyo índice comprobó que había capítulos dedicados a los gnomos, los duendes y los trentis.
Entre una cosa y otra, el tiempo transcurrió y llegó el momento de incorporarse a las clases. Concretamente, el primer día del curso coincidía con el primer lunes de septiembre, que en el calendario correspondía al séptimo día del mes. Estaba previsto que los alumnos estuviesen presentes en la escuela de Hiddenwood la noche anterior al comienzo de las clases, y estaba claro que Elliot no faltaría. De hecho, llegó al centro acompañado de Goryn, que había optado por ir caminando. Durante todo el trayecto, Elliot no cesó de pensar en por qué no quiso desplazarse haciendo uso de los espejos, hasta que finalmente la pregunta salió de su boca. La respuesta de Goryn fue tajante: a él le apasionaba el campo y disfrutaba de él. Además, el uso de los espejos no era tan sencillo como uno se imaginaba. Cada espejo tenía un nombre, que servía de código a la hora de pronunciar el encantamiento. Únicamente se aparecería en el lugar deseado si se nombraba correctamente el espejo de destino. Por supuesto que Goryn conocía el nombre del de la escuela, pero, como él dijo, le apetecía pasear.
La escuela de Hiddenwood estaba algo apartada del pueblecito. Se encontraba aislada y oculta en lo más profundo del bosque, donde los estudiantes podían centrarse en la práctica de la magia y la hechicería elemental sin las distracciones que ofrecen las zonas más pobladas. Y hacia allí se encaminaba Elliot, cuando el atardecer empezaba a dar paso a la noche.
—¿Nervioso? —preguntó Goryn sonriente.
—Mucho menos ahora que han pasado las pruebas —se sinceró Elliot.
—¿Qué tal te fueron? Es fácil deducir que hiciste florecer la vara…
—Pues sí… —Por alguna razón, el muchacho decidió omitir los pormenores de lo sucedido en la estancia de las pruebas—. La verdad es que al principio estaba un poco asustado, pero todo salió bien.
—Tal y como yo te dije —se apuntó un tanto Goryn.
—Tú también hiciste florecer la vara en su día, ¿verdad?
—Así es.
Elliot permaneció callado unos instantes, y después lanzó una pregunta por la que sentía cierta curiosidad.
—¿Cómo reacciona la vara ante los que deben encaminarse hacia las demás escuelas elementales?
Goryn se anduvo un tanto por las ramas, explicando que sólo los miembros del Consejo de los Elementales lo sabían, pues ellos supervisaban todas y cada una de las pruebas.
—Aunque algún caso se ha dado, es muy raro que alguien destaque en dos elementos —terminó por afirmar el hechicero.
Elliot asintió pensativo, y prosiguieron el camino durante un buen rato sin abrir la boca. Justo cuando el chico se disponía a preguntar cuánto faltaba, llegaron a su destino.
Ante ellos se alzaba una inmensa mansión. En la fachada principal, de un color cobrizo, destacaban unos amplios ventanales blancos con sus correspondientes balcones, simétricamente dispuestos en las dos plantas de que constaba. En el nivel inferior, una gran puerta de roble de dos hojas servía de entrada al edificio. Sobre ésta resaltaban dos gruesos aldabones con forma de tulipanes invertidos.
Debían de ser varios los duendes encargados de los terrenos que rodeaban la escuela, pensó Elliot, pues estaban perfectamente cuidados. Tampoco es que fuesen muy amplios, pero era un placer poder contemplar un jardín tan bien atendido.
Goryn guió a Elliot hasta el despacho de Cloris Pleseck —la maestra Pleseck de ahora en adelante—, que le dio las instrucciones básicas y el horario de estudios. Según pudo comprobar Elliot, las clases eran aquí totalmente diferentes a las del mundo humano. En Hiddenwood, al igual que en las otras comunidades mágicas de los elementales, no se estudiaba encerrado en un aula entre cuatro paredes. El aprendiz debía instruirse en una serie de disciplinas, para lo que tendría a varios maestros a su disposición. Se le impartirían algunas lecciones teóricas, que le servirían como orientación en sus horas de estudio, pero el enfoque general era muy práctico. Se trataba de conocer la magia y su entorno. De nada serviría aprender un sinfín de cosas de los libros si luego uno no sabía o no podía ponerlas en práctica.
Conforme los alumnos iban recibiendo las instrucciones se dirigían al comedor, donde la comida estaba expuesta en un bufet. Allí aguardaban pacientemente para ser devorados exquisitos pollos rellenos, pudines de puerros y gambas y numerosas bandejas de fiambres surtidos. A medida que los jóvenes aprendices iban llegando, se servían generosas raciones.
Elliot degustó la variedad y la riqueza de los productos que les habían servido. Había muchas verduras procedentes de la propia huerta (guisantes, alcachofas y judías fueron las que más éxito tuvieron), pero también unos suculentos asados y frituras variadas. La cena resultó deliciosa. Elliot notó que había comido demasiado y se fue a su habitación, notando el estómago pesado. Debía descansar, porque al día siguiente le esperaba una intensa sesión de Hechizos con la maestra Gawlery.
Y, efectivamente, así fue. Con los primeros rayos de sol, Elliot se encontraba ya en el vestíbulo principal. Mientras esperaba contempló detenidamente la zona de entrada; el día anterior apenas se había fijado. Frente a la puerta principal, otra de tamaño similar daba acceso a un patio ajardinado. Estaba decorada con grandes vidrieras que representaban a dos hechiceros. Ambos vestían de verde y tenían una barba larga y blanca; señalaban el camino, invitando amablemente a pasar al jardín. Y así lo hacían los maestros que iban llegando, seguidos por sus aprendices.
A ambos lados de la puerta principal, había sendas escaleras. La de la derecha conducía a la zona de habitaciones. De eso estaba seguro, porque fue el camino que tomó la noche anterior y el mismo por el cual acababa de bajar. También sabía que la puerta que había bajo aquella escalera daba acceso al comedor. Sin embargo, no sabía qué había en el lado izquierdo, que presentaba una perfecta simetría. Supuso que la escalera llevaría a los dormitorios de las chicas, pues vio bajar a dos de ellas charlando animadamente.
Elliot comenzaba a ponerse nervioso. No sabía si estaba haciendo lo correcto o no. Tal vez se había equivocado de lugar, pero el papiro lo decía bien claro: «HECHIZOS (Sra. Savine Gawlery). 9.00 horas en el vestíbulo principal». Llevaba un tiempo esperando y no había ocurrido nada. Tal vez debería cruzar la puerta de las vidrieras…
—Hola, Elliot —dijo una voz conocida.
Al volverse, vio a Sheila.
—Hola —respondió entrecortadamente—. Eh… Me preguntaba si… Yo…
Las palabras no le salían con fluidez. ¿Por qué cada vez que veía a Sheila le ocurría lo mismo? La verdad era que estaba muy guapa, tal y como la recordaba en su primer encuentro. Aunque en esta ocasión llevaba una túnica verde botella, muy parecida a la que él vestía.
—¿Preparado para tu primer día? —preguntó ella amablemente.
—En realidad, sí —murmuró Elliot—. Tengo Hechizos, pero no sé si estaré esperando en el lugar adecuado… Aquí no viene nadie.
—Sí, es aquí —le indicó Sheila.
Elliot asintió y Sheila soltó una pequeña risita. Elliot no le veía la gracia por ninguna parte. Se sentía ridículo, como un auténtico novato.
—Sí, no te preocupes. La maestra Gawlery es un poco despistada, pero aparecerá de un momento a otro.
—¿Y tú? ¿No tienes nada que hacer ahora? —preguntó Elliot con algo más de aplomo.
—Sí, voy a estar contigo en Hechizos. También es mi primer año.
—Pero yo pensé que… ¿No se comienza el aprendizaje antes? —preguntó Elliot.
—Se realizan las pruebas con antelación. Eso es cierto. Pero no todo el mundo muestra síntomas de magia a la misma edad. La pertenencia a uno u otro elemento no se da de igual forma entre los hechiceros. Unos los manifiestan antes y otros después. Y una vez que aparecen los síntomas, es cuando se realizan las pruebas. Y aquí es donde venimos todos los que hemos hecho florecer la vara.
Apenas terminó de decir estas palabras, llegó corriendo una mujer cuya rizada y agitada melena color zanahoria resaltaba sobre su túnica beige. Parecía joven, tenía una boca pequeña, nariz respingona y unos ojos castaños tremendamente aumentados por unas gafas, grandes y redondas, que le favorecían bien poco. Traía un montón de papeles desordenados bajo el brazo.
—Lamento el retraso —se disculpó—. Soy Savine Gawlery. Los que tengáis Hechizos, haced el favor de acompañarme.
Un grupo de unos diez jóvenes la siguieron obedientemente. Cruzaron las vidrieras, siempre detrás de la maestra Gawlery, y accedieron a un inmenso patio ajardinado de forma circular. En el centro había una hermosa fuente en forma de sauce llorón, que hacía honor a su nombre, pues de sus ramas brotaban chorros cristalinos de agua.
Elliot se dio cuenta de que la zona a la que acababan de acceder estaba completamente rodeada de espejos. Por lo menos había una decena de ellos, ovalados y relucientes. La maestra Gawlery se dirigió hacia uno. Elliot vio que tenía escrito en la parte superior el nombre de su maestra. Con un leve movimiento de cabeza, ella les indicó que lo atravesaran.
Penetraron en un espacio abierto, al aire libre, en el que había varias piedras dispuestas de forma circular. Elliot supuso que servirían de asiento. Los aprendices avanzaron con cierta torpeza tímida, y se fueron sentando en los improvisados taburetes. Resultaban cómodos, nada duros como podría haberse supuesto. La maestra de Hechizos se colocó en el interior del círculo bajo la atenta mirada de los asistentes.
—Buenos días a todos —comenzó—. Como acabo de deciros hace escasamente unos minutos, seré vuestra maestra en la disciplina de Hechizos durante este curso. Para ser más exactos, nos dedicaremos al ámbito de los Geohechizos, aquellos que están íntimamente relacionados con el elemento al que pertenecéis. —Hizo una breve pausa mientras observaba detenidamente el rostro interesado de los muchachos—. ¿Alguien podría decirme por qué es tan importante el aprendizaje de Hechizos?
—¿Para aprender a defendernos? —preguntó una chica de pelo liso castaño.
—No, desde luego que no —replicó un chico rubio y pecoso, que tenía una mirada traviesa—. La mejor defensa es un buen ataque, así que deberíamos aprender a atacar.
—Ciertamente, no —repuso la maestra frunciendo el ceño—. Vosotros dos, ¿cómo os llamáis?
—Zaira Abagnar —contestó ella.
—Eric Damboury.
—Bien, queridísimos míos, ninguno ha estado muy acertado que digamos —les dijo la maestra Gawlery—. Veamos, Zaira, ¿qué se busca cuando realizamos un hechizo? Dímelo en tan sólo una palabra…
—Una palabra… Pues buscamos… Buscamos… Yo diría que un cambio.
—Efectivamente —convino la maestra asintiendo con un gesto muy pronunciado—. Buscamos cambiar una situación. Pero un cambio tiene muchas variantes. Puede favorecernos a nosotros, perjudicar a terceros, podría ser en beneficio de otra persona… Vivimos en un mundo donde el equilibrio es fundamental. Con esta pequeña pista, Eric, ¿serías capaz de decirme ahora por qué el aprendizaje de la disciplina de Hechizos es tan importante?
—Sí —contestó éste con ímpetu—. Bueno… creo que sí. —Comenzó a dudar, pensando que se había precipitado al responder con tanta rapidez—. Realizar un hechizo siempre implica romper ese equilibrio que usted dice.
—Veo que has estado atento. Exacto. Un hechizo siempre rompe el equilibrio. Entonces, ¿es malo? —Preguntó siguiendo con su exposición—. No necesariamente. Por eso es importante que conozcáis esta disciplina, porque aprenderéis a discernir cuándo se altera gravemente el equilibrio y cuándo esta alteración es mínima. De todas formas, por mucho que aprendáis aquí, en Hiddenwood, siempre os quedará mucho por saber. Para poder dedicaros verdaderamente al campo de los Hechizos, sería necesario que estudiaseis las restantes especialidades: Aerohechizos, Acuahechizos y Heliohechizos. Entonces Eric alzó la mano. —¿Sí, querido?
—Eh… ¿Alguna vez se ha roto gravemente el equilibrio?
—Oh, por supuesto. Querido, en tantos años de magia y hechicería, obviamente el equilibrio se ha roto en bastantes ocasiones. Más de las necesarias, muchas más… Sin embargo, no resulta del todo extraño que de vez en cuando ocurra algo así. Por supuesto, un acto de esta envergadura está penado por la Ley Mágica Elemental. Y Eric volvió a la carga.
—¿Cuándo fue la última vez que se alteró el equilibrio gravemente?
—No sé a qué viene tanto interés con romper el equilibrio, querido. Sin embargo, me parece una pregunta acertada, porque os ayudará a comprender la verdadera importancia de esta disciplina. No importa que sucediese hace más de cien años, porque, de hecho, pasó a los anales de la historia mágica como la mayor alteración del equilibrio.
O los aprendices mostraban un total interés por lo que estaba contando la maestra Gawlery, o disimulaban muy bien, porque no movían ni un solo músculo.
—Imagino que todos vosotros habréis oído hablar alguna vez de Tánatos.
Todos asintieron levemente, incluido Elliot, pero ni una sola palabra salió de sus bocas. Silencio absoluto.
—Tánatos fue un poderoso hechicero; tremendamente poderoso. Pero su poder era igual a su ambición, una ambición sin más límites que los físicos, esto es, el globo terráqueo. —Este comentario generó una dosis de perpleja incertidumbre, a juzgar por las caras que pusieron los jóvenes—. Para que se hagan una idea, Tánatos quería gobernar el mundo. Llevaba sus ideales a cualquier extremo, hasta tal punto que fue un fervoroso seguidor de la maquiavélica frase: «El fin justifica los medios». Nada más lejos de la verdad. Tánatos se perdió en sus obsesiones, llegando a realizar los más terroríficos actos. Su primer paso fue aterrorizar a los humanos. No le resultó una tarea complicada, pues se valió de la misma Naturaleza para organizar un tremendo caos: terremotos, volcanes, tsunamis… No lo pasaron muy bien que digamos. Atemorizar al mundo de los elementales le llevó más tiempo y trabajo. Sabía que dominar a los humanos sería una cuestión de fuerza, pero para poder hacerse con el control total del planeta precisaba de colaboradores. Se sirvió de un verdadero ejército de oscuras criaturas mágicas, como ogros y trolls. También hubo gnomos que lo apoyaron, tentados por la riqueza y los objetos brillantes. Tánatos les prometió grandes fortunas de los humanos, lo que estuvo a punto de hacer estallar una revolución gnómica entre los partidarios de la riqueza y aquellos que aún conservaban la ética. Esa misma táctica la empleó con las restantes especies del mundo mágico. Tánatos se apoyaba en los puntos débiles de cada una de ellas para conseguir sus servicios. También lo intentó con los hechiceros, donde encontró bastantes adeptos. Uno de ellos fue Finías Tomclyde. —Elliot sintió un ligero escalofrío. Por un momento le pareció que la maestra Gawlery le guiñaba un ojo—. Confiar en Finías «el Osado», como se le apodó, fue tal vez el gran error de Tánatos, tal vez el gran acierto de los cuatro grandes elementales de la época. Finías el Osado fue un personaje muy decidido y resuelto, y tuvo las agallas suficientes como para infiltrarse en las filas de Tánatos y llegar a convertirse en su brazo derecho. No fue una tarea fácil, podéis creerme. Hubo muchos que desconfiaron de él, lanzando todo tipo de acusaciones desde ambos bandos: que si estaba pasando información al adversario, que si sólo buscaba derrocar a Tánatos, que si había sido visto con duendes… Acusaciones que, a juzgar por lo visto, aparentaban ser bastante ciertas. Sin embargo, su labia y su resolución eran insuperables, y por eso Tánatos seguía confiando en él.
»Pero como todo lo que se empieza en este mundo tiene su fin, lo mismo le ocurrió a Tánatos. La operación de su captura fue antológica. Mil cosas podrían haber salido mal… pero todo salió a pedir de boca. Fue la unión de las criaturas lo que consiguió devolver el equilibrio. Los gnomos, discretamente, recogieron grandes cantidades de cristales de Traphax, que son capaces de atrapar cualquier cosa, siempre y cuando sea del mismo tamaño que el del cristal. Fueron muchas las manos de duendes y hadas de los bosques las que ayudaron a tejer una amplia superficie de cristal de Traphax.
»Mediante un sencillo encantamiento de ilusión, transformaron el cristal en un espejo, de manera que la primera persona que practicase un hechizo sobre éste quedaría atrapado en él. Rocambolesco, pero así sucedió. Tánatos fue atrapado por la red de cristales de Traphax y enviado a Nucleum, al mismísimo Centro de la Tierra, de donde nadie ha logrado escapar jamás. Este es el castigo que os espera si alguna vez decidís romper el equilibrio.
Silencio sepulcral.
Elliot estaba totalmente fascinado después de su primera lección en Hiddenwood. Jamás hubiese imaginado algo parecido y, tan pronto como la maestra Gawlery los despidió, estuvo ansioso por conocer a los restantes profesores, que fueron desfilando a través de sus respectivos espejos a lo largo de la semana.
Después de la primera clase, el muchacho llamado Eric se le acercó.
—Así que tú eres Elliot Tomclyde…
Éste asintió.
—¿Tienes algo que ver con Finías el Osado? —preguntó Eric con ojos chispeantes de emoción.
—Sí, es antepasado mío.
—¡Vaya, es fantástico! Mi padre siempre ha sido un gran admirador de la familia Tomclyde. Dice que siempre han sido excelentes hechiceros y muy atentos con el mundo mágico pese a… —Se calló de pronto.
—¿Pese a qué? —repitió Elliot.
—Bueno… Pese a abandonar nuestro mundo para vivir en el de los humanos… Pero no te lo tomes a mal —se apresuró a decir.
Elliot restó importancia a aquello gesticulando con la mano. Eric parecía un buen chico y no había tenido intención de ofenderle.
La siguiente disciplina fue Ilusionismo, impartida por el maestro Elfric. Parecía un hombre de mediana edad, como se intuía por algunas canas que se entreveían en su oscura y tupida barba, ligeramente descuidada. Según les explicó, el Ilusionismo no era más que hacer ver una cosa cuando la realidad era otra bien distinta. Su primera lección recordó más a un show que a una clase convencional. Tan pronto estaban flotando entre las nubes como siendo atacados por un feroz dragón de dos cabezas. Para ponerles a prueba, el maestro Elfric se multiplicó por diez para que los aprendices tratasen de averiguar quién de ellos era el auténtico. Al final fue Sheila la que logró adivinarlo… Claro que tirarle cacahuetes a la cabeza para ver si protestaba no era el mejor método, como les explicó el maestro después.
El estudio de Seres Mágicos Terrestres estaba a cargo de dos duendes que no hacían más que pelearse. Sus nombres, Ruf y Puf, eran muy parecidos. Pero en todo lo demás diferían como la noche y el día. El primero vestía de azul eléctrico, y el segundo, de un amarillo intenso. A Ruf le gustaba llevar una larga barba de chivo para mesársela, pero Puf prefería llevarla recortada. Si uno decía blanco, el otro decía negro.
Elliot pensó que aquellos dos serían un peligro el día que tuviesen que instruirles sobre cómo salir del paso ante el ataque de una criatura maligna. Afortunadamente, a la hora de dar explicaciones solían estar mejor compenetrados.
Naturaleza, la ciencia que impartía Goryn, resultó cuando menos curiosa. Elliot se había comenzado a animar tanto con el tema de la magia que contemplar aquello que siempre le había entusiasmado, el mundo de los árboles y las plantas, no le motivaba tanto. Unos más y otros menos, todos habían visto árboles y flores. Ése era un sentimiento generalizado y Goryn, consciente de ello, trató de despertar su interés desde el primer instante. Los llevó a un hermoso y amplio jardín, donde emparejó a los aprendices y les entregó un listado fotográfico con una serie de flores. Debían encontrar todos y cada uno de los ejemplares que allí se mostraban. Cuanto más rápidos fuesen, más puntos obtendrían. Este tipo de ejercicios los realizarían asiduamente, de manera que la pareja que en primavera tuviera mayor número de puntos recibiría un premio que, por el momento, Goryn mantuvo en secreto. Eso sí, les aseguró que merecería la pena.
A Elliot le tocó con Eric. Formaron un buen equipo, compenetrado y ordenado, y consiguieron una tercera posición que les valió seis puntos. Por lo visto, no iba a serles fácil ocupar el primer puesto porque las gemelas Irina y Thania Pherald se desenvolvieron con una inusitada rapidez.
En Geología y Mineralogía Elliot estuvo a punto de dormirse, y no por los contenidos de ambas disciplinas, que eran muy interesantes. Pero eso de dar las lecciones en el interior de una cueva, bajo la vacilante luz de gruesos cirios, escuchando el incesante goteo del agua que caía no se sabía de dónde… Todo aquello, unido a la monótona y áspera voz del anciano maestro Vithus Silexus, era para dormir a cualquiera. Menos mal que Eric se encontraba sentado a su lado y le despertó de un codazo. Peor suerte corrió un muchacho llamado Héctor, regordete, de pelo moreno muy corto y compañero de Sheila en Naturaleza, que lanzó un sonoro ronquido cuyo eco resonó durante más de cinco minutos por la cueva. Era viernes, última lección de la semana, y aquello fue una anécdota de la cual se rió hasta el propio maestro Silexus.
Poco antes de dar por finalizada la sesión, el maestro Silexus sacó de la nada una bandeja sobre la cual había un montón de saquitos de cuero. Fue de uno en uno, ofreciendo la bandeja para que cada aprendiz tomara un saquito. Elliot escogió uno especialmente pesado para su reducido tamaño. Una vez que todos dispusieron del suyo, les dijo:
—Si alguno pensaba que son caramelos, lamento decepcionarlo. Es un ejercicio de investigación que quiero que me entreguéis la semana que viene. —Caras de asombro, pues aquello no se lo esperaban en absoluto—. Cada uno de los saquitos que os he entregado contiene un mineral diferente. Debéis indagar hasta averiguar cuál es el vuestro y hacerme una pequeña redacción sobre las utilidades que puede tener. Sencillo y entretenido, ¿verdad?
Por los semblantes de los chicos, largos y apesadumbrados, se podía intuir fácilmente que no estaban de acuerdo con su maestro. Se dirigieron hacia el espejo como si desfilasen en un entierro, cada uno con su saquito bien agarrado. Elliot y Eric iban juntos; sus caras hacían juego con las de sus compañeros. La de Elliot mostraba más preocupación que disgusto. Desconocía completamente los métodos de investigación que debía aplicar, aunque, bien pensado, los demás también eran novatos… Atravesaron el espejo.
Cabizbajos y pensativos como iban, no se percataron de que por el resto de los espejos salían más personas de sus respectivas lecciones, y se dieron de bruces con una larga túnica negra que olía a eucalipto.
—¡Elliot! —exclamó una voz conocida. Alzó la vista y vio a Goryn.
—Hola —dijo Elliot sin mucho entusiasmo.
—¿Qué te pasa? —Preguntó el joven maestro—. Es viernes y deberías estar contento. ¿Qué tal tu primera semana?
—El maestro Silexus nos ha puesto un ejercicio —respondió Eric, que se encontraba a unos pasos por detrás de ellos.
—Veo que ya has hecho amigos —dijo Goryn al verlo—. Eric, ¿verdad?
Eric asintió y esbozó una complaciente sonrisa. Aunque, realmente, no sabía si era buena señal o no que un maestro conociese su nombre después de una semana de aprendizaje.
—No debéis preocuparos. El maestro Silexus suele plantear este tipo de ejercicios. Además, si no os lo hubiese encargado, ¿qué haríais en todo este tiempo? Así os movéis un poquito, que nunca viene mal. Hablando de moverse, Elliot, voy a ver a Gifu. ¿Te apetece acompañarme? Tú también puedes venir si quieres —le propuso a Eric.
—Bueno —dijo Elliot sin mucha ilusión. Al fin y al cabo, no tenía nada que hacer.
Eric se apuntó, aunque no sabía quién sería ese tal Gifu. Pero cualquier cosa sería mejor que ponerse a pensar en el ejercicio que tenían pendiente.
Una vez más, Goryn escogió su medio de transporte favorito: los pies. Como solía decir, no había nada más agradable que un buen paseo. Y, como aún no había finalizado la temporada estival, no le faltaba razón. Pero, cuando comenzase el frío, dar un paseo no resultaría tan placentero.
No tardaron en llegar a la diminuta casa volante de Gifu. Preguntaron a un par de duendes si lo habían visto, pero al parecer se había marchado por la mañana y aún no había regresado.
—Qué extraño —comentó Goryn—. Es cierto que hacía tiempo que no venía, pero antes solía merodear siempre por aquí. En fin, podemos esperarlo un rato. Si vemos que tarda mucho, volveremos otro día.
No hubo que esperar. Apenas Goryn hubo pronunciado estas palabras, apareció Gifu con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Qué alegría verte por aquí, Goryn! Así me gusta, como en los viejos tiempos. Y veo que traes compañía. A ti te conozco… —Miró a Elliot, y enarcó una ceja al ver a Eric— Pero a ti no.
No hubo problemas con la presentación. Gifu era un duende muy sociable y animado. Le encantaba hacer amigos.
—Bien —empezó Goryn—. Todo el día fuera, cara de felicidad, polvo acumulado en los hombros y esas telarañas que cuelgan de la punta de tu sombrero… ¿Nos vas a contar dónde has estado?
—Ah, esto… —dijo sacudiéndose el polvo con sus diminutas manos—, no es nada. Nada en especial. Un poco de limpieza. Sí, eso ha sido.
—¿Todo el día? —insistió Goryn.
—Claro. Un amigo necesitaba un poco de ayuda. No veáis qué desorden. Montañas y montañas de polvo. —Gesticulaba nerviosamente abriendo sus brazos.
A saber qué limpiezas habría hecho Gifu, pensó Elliot. Pero Goryn no insistió más en el tema. Charlaron amenamente durante un rato, contando divertidas anécdotas sobre el pasado de los dos viejos amigos. Luego hablaron sobre temas más recientes: para ser exactos, lo que había sido de ellos desde la última vez que se vieron.
Goryn alzó la vista en dirección al sol.
—Mmm… —murmuró—. Se me hace tarde. Yo he de marcharme. Vosotros podéis quedaros, si a Gifu no le molesta.
—¿Molestarme? —Exclamó con indignación—. Por favor, si lo estamos pasando estupendamente.
Elliot y Eric se mostraron de acuerdo, pues se habían reído mucho con el joven duende. Mientras veían alejarse a Goryn, Gifu, que no pudo reprimir la curiosidad, preguntó:
—¿Qué lleváis en esas bolsitas?
Casi se habían olvidado de ellas. Mejor sería no perderlas, o se meterían en un buen lío.
—Deberes —dijo Eric sin más.
De pronto, Elliot tuvo una fantástica idea. Claro que solo funcionaría si… Se apresuró a abrir la bolsa. ¡Bingo! No tenía ni idea de qué mineral se trataba, pero era brillante y de color amarillo como el oro. Le indicó a Eric que abriese también el saquito, a ver si tenían suerte. Una piedra de un intenso color rosáceo cayó sobre la palma de su mano. Elliot hizo una pequeña mueca de desilusión, aunque también podría valer.
Gifu contempló los minerales con curiosidad.
—Bonitas piedras —comentó—. ¿Qué son?
—Eso es lo que tenemos que averiguar —apuntó Elliot—. Y tú podrías ayudarnos —añadió a continuación.
—¿Yo? ¿Ayudaros? Me encantaría, pero ya me dirás cómo. Las piedras las uso para tirarlas al río. Y ésas… como no sea para venderlas, no veo de qué otra forma podría ayudaros.
—¡Eso es! —exclamó Elliot.
—¿Pretendes venderlas? —preguntó Eric atónito.
—No exactamente. Gifu, ¿podrías llevarnos a la cueva de tu amigo Merak el gnomo para que nos dijese qué son? Él entiende de cosas brillantes y podría decirnos de qué minerales se trata.
—Podría servir —dijo Gifu—. Sí, es una buena idea.
Elliot y Eric siguieron al duende por un tortuoso camino, que fue tiñéndose de rojo a medida que el sol se ocultaba en un bello atardecer. A Elliot le pareció mucho más largo en esta ocasión, pero llegaron a la entrada de la cueva sin mayores problemas. Gifu los guió por los laberínticos túneles sin apenas vacilar, hasta llegar a la misma puerta de la vez anterior.
Allí encontraron a Merak, sentado plácidamente tras su escritorio mientras contemplaba un montoncito de monedas, que resultaron ser las que Elliot le había llevado.
El gnomo tomó ambos minerales, los observó con detenimiento y les hizo una oferta por ellos. Obviamente no estaban en venta, y hubo que explicárselo varias veces porque no entendía que no quisieran negociar con unas piedras tan maravillosas, sobre todo la de Elliot.
Finalmente, le sonsacaron de qué clase de minerales se trataba. Por lo visto, el de Elliot era pirita de hierro, que los humanos usaban para obtener el famoso ácido sulfúrico que todo lo destruía. Eric, por su parte, tenía cuarzo rosa y, según les dijo Merak, también era conocida como la piedra del amor y la sanación. Unos datos por aquí y unos comentarios por allá, y tendrían su ejercicio de investigación finalizado.
Tremendamente contentos, iniciaron el camino de regreso, siempre guiados por el duende.
—Te debemos una, Gifu —dijo Eric.
—Cierto. Si alguna vez podemos serte útiles…
—Ya que me lo comentáis, tal vez os pida algo de ayuda un día de éstos.