BIENVENIDO A HIDDENWOOD

LA habitación estaba tenuemente iluminada por unos candelabros que colgaban de la pared. A su izquierda, Elliot pudo apreciar una majestuosa mesa de escritorio, cubierta con piel curtida en la parte superior y cuyas patas semejaban las garras de un león. Sobre ésta, había un grueso libro encuadernado en rojo abierto sobre un atril plateado, una hermosa pluma blanca y un tintero y, tras el escritorio, una silla tapizada en terciopelo verde.

Las ventanas estaban cerradas, ocultas tras unas largas cortinas tejidas con el mismo terciopelo que forraba la silla. Todo parecía indicar que se encontraban en un despacho. Elliot avanzó un poco para dejar paso a Magnus Gardelegen, que en aquel instante cruzaba el gran espejo que cubría aquella parte de la pared. Era un espejo bastante curioso. Debía de medir dos veces la altura del muchacho y su borde parecía de madera… viva. De ella brotaban pequeñas ramitas y hojas verdes, entre las que florecía una preciosa combinación de rosas blancas y rojas. Elliot observó que a ambos lados del espejo faltaban sendos cuadros. Había poca luz, pero la suficiente como para percibir las siluetas cuadradas que produce el polvo oscuro sobre una pared de color claro.

Sonó un ligero toc-toc, y a continuación se abrió la puerta de la sala. Entraron los hechiceros que, un mes atrás, presidieran el Consejo: Cloris Pleseck, Mathilda Flessinga y Aureolus Pathfinder. Saludaron con cortesía, pero rápidamente entraron en materia. En realidad no había necesidad alguna de preguntar por el viaje ni nada por el estilo. Elliot se encontraba allí, y eso era lo que realmente importaba.

—Está todo dispuesto para que mañana a primera hora tengan lugar las pruebas —convino Mathilda Flessinga.

—Si todo marcha con normalidad, estará en condiciones de enfrentarse al Oráculo en cuanto terminen —dictaminó Cloris Pleseck.

Ni que decir tiene que lo de realizar pruebas y enfrentarse a un Oráculo tenía a Elliot en ascuas. ¿Cómo sería capaz de afrontar todo aquello si tan sólo había dado síntomas de magia una única vez en su vida? Tal vez dos, pero para el caso era lo mismo; incluso podrían ser considerados como golpes de suerte…

En fin, para qué preocuparse; si fracasaba, volvería a casa. Regresaría a su apacible vida en Quebec junto a sus padres y amigos, como si nada de aquello hubiese ocurrido. Pero si, como ellos aseguraban, todo salía bien y superaba esas pruebas, significaría que tenía poderes mágicos. Aquello no sonaba nada mal. Quién sabe, tal vez fuesen de alguna utilidad en el futuro.

—Estupendo —asintió Magnus Gardelegen—. De momento se hospedará en la posada El Jardín Interior, ¿no es así?

—Cierto, Magnus —asintió Cloris Pleseck—. Estoy seguro de que Abilene Pobedy te preparará uno de sus exquisitos suflés para cenar —dijo mirando a Elliot.

—Mmm. Hace mucho tiempo que no los pruebo —comentó Mathilda Flessinga.

—Aún es pronto para hablar de comida —apuntó Magnus Gardelegen, con lo que de un plumazo se esfumaron de su mente las imágenes de unos deliciosos suflés imaginarios—. Goryn, ¿por qué no acompañas a Elliot y le enseñas Hiddenwood? Creo que debe de estar ansioso por conocer algunos detalles sobre la vida de los hechiceros del elemento Tierra.

—Muy bien, señor —respondió éste.

—No debería salir —repuso secamente Aureolus Pathfinder. Para ser sus primeras palabras, no eran muy cordiales que digamos.

—¡Oh, por el Gran Oráculo! —Protestó Cloris Pleseck—. ¿No ves que es un crío? ¿Qué mal puede hacer?

—Ya lo expuse en su día y mantengo mi opinión —contestó con rotundidad—. No debería rondar por ahí sin ser plenamente consciente de su identidad.

—Lo siento, Aureolus —dijo Mathilda Flessinga en un irónico tono compasivo—. Tres contra uno, una vez más. Eso significa que el chico puede salir a divertirse un rato. No creo que cause ningún problema si va con Goryn, ¿verdad? —dijo mientras le hacía un guiño a Elliot.

El hechicero de la túnica roja estaba de brazos cruzados y con el entrecejo fruncido. Emitió un ligero gruñido y abandonó la habitación.

Goryn propuso salir antes de que comenzase a oscurecer, o de lo contrario la señora Pobedy se enfadaría: no podía soportar que alguien hiciese esperar un solo segundo a sus suflés.

Se despidieron y Elliot siguió los pasos de Goryn, que ya había cruzado la puerta. Al salir, Elliot identificó rápidamente el lugar. Era el edificio donde había tenido lugar el Consejo un mes atrás. El espejo por el que habían entrado estaba en una sala contigua al Claustro Magno. No tardaron en atravesar el pasillo, y por fin salieron al aire libre. Elliot se acercó a Goryn para caminar a su lado.

—¿Por qué le caigo tan mal a Pathfinder?

—Primero, no le caes mal —aclaró Goryn—. Segundo, cuando hables de él y de los otros miembros del Consejo de los Elementales, procura mostrar el máximo respeto, pues son las más altas autoridades del mundo mágico. Sobre sus hombros recae el peso de cada uno de los elementos, y es natural que traten de salvaguardarlos. Es cierto que aún no has superado las pruebas, pero comienza por decir nombre y apellido cuando te refieras a ellos, y no sólo lo último.

—De acuerdo —aceptó Elliot—. Pero es que como cada vez que me ve se muestra tan reticente a darme cualquier tipo de facilidad…

—Es por lo que te he comentado. Procuran mantener a salvo nuestro mundo. Tú no dejas de ser un humano y, por el momento, te ve más como una amenaza.

—¿Una amenaza? —Preguntó Elliot con incredulidad—. ¿Yo? ¿Una amenaza?

—Es su forma de ser. Hay gente que prefiere confiar en las personas y brindarles una oportunidad, y hay otros que son más desconfiados. Personalmente, me incluiría en el primer grupo, aunque respeto la opinión de Aureolus Pathfinder.

Se adentraron en la vía de los Abedules, que era una calle que tenía un adoquinado de piedra. Una fina capa de musgo sobresalía entre las intersecciones de la roca grisácea. A diferencia de la primera vez, en esta ocasión sí que se veía actividad en Hiddenwood. Por el camino se aproximaban una niña, que lucía una hermosa túnica de color rosado, y su madre. Ésta llevaba un pequeño cesto con huevos del tamaño de balones de fútbol. Por la forma parecían de gallina, pero Elliot prefirió no hacerse una idea del tamaño que podrían tener las aves que los habían puesto. Ambas repasaron a Elliot de arriba abajo.

Se notaba que en Hiddenwood la gente amaba la naturaleza, porque todos los jardines, por pequeños que fueran, estaban cuidadísimos. A Elliot le llamó la atención un personajillo con mallas verdes y un extraño sombrero puntiagudo que terminaba en una especie de cascabel dorado. Su barba gris estaba muy bien recortada, como los setos que él mismo arreglaba en ese preciso instante. Al pasar Elliot dejó caer su podadera, que a punto estuvo de darle en el dedo gordo del pie.

—Son duendes —aclaró Goryn antes de que Elliot se lo preguntase—, y no hace falta que los mires de esa manera.

Elliot parpadeó y desvió su mirada a la derecha, donde vio a otro duende muy parecido al anterior, aunque éste vestía mallas de un intenso marrón oscuro. Regaba un inmenso baobab, y el chorro de agua formaba una curiosa parábola hasta caer en la base de su anchísimo tronco, lugar al que apuntaba el jardinero. Sin embargo, lo más curioso de todo era que el agua parecía brotar de un pequeño tubo de apenas medio metro de longitud. Era un mecanismo extraño, como una alargada vara de madera que, sin embargo, no estaba conectada a ninguna tubería. De uno de sus extremos, el agua brotaba con bastante presión.

Se fijó de nuevo en el baobab y vio que estaba completamente pelado. De la enorme superficie lisa del tronco no salía una sola hoja. El árbol parecía estar muerto. No era de extrañar que le echase tanta agua, pensó Elliot, tal vez fuese la única posibilidad de revivirlo…

—¿Nunca habías visto un baobab? —preguntó Goryn al observar cómo Elliot miraba el árbol.

—No… —susurró éste.

—Es un árbol legendario, y muy útil para nosotros, dicho sea de paso.

—Pero éste… En fin… —Elliot no entendía cómo gente tan cuidadosa con la naturaleza había abandonado ese árbol a su suerte—. Parece muy viejo. Y sus hojas…

—Es cierto que éste no es el hábitat natural de los baobabs. Aunque son originarios del África tropical, en Hiddenwood todo es posible —explicó Goryn—. Son árboles de hoja caduca… en la estación seca. Por eso ahora presenta este aspecto tan desangelado. Sin embargo, debemos regarlo a menudo para mantener sus raíces frescas y en forma. Ven, acércate y verás por qué necesitan tantos cuidados.

Rodearon el tronco y Elliot se fijó en una gran abertura que presentaba en el lado opuesto. En su interior, había una persona que no cesaba de hacer aspavientos con uno de sus brazos. Parecía inmersa en una acalorada discusión, aunque Elliot no podía ver a su interlocutor.

—¿Con quién está hablando? —preguntó Elliot mientras trataba de averiguar si había alguien más en el interior del tronco.

—Eso habría que preguntárselo a él, ¿no crees? —Contestó Goryn—. De todas formas, no parece que sea el momento más oportuno.

—Pero… Ahí dentro no hay nadie más.

—Evidentemente —dijo Goryn, dando aquello por supuesto—, ahí está la utilidad de los baobabs. Nos permiten una comunicación instantánea a muy largas distancias, pues sus raíces, interconectadas entre sí, dan una amplísima cobertura por todo el territorio terrestre.

—Es como una cabina de teléfono —murmuró Elliot.

—¿Teléfono? ¿Así es como os comunicáis vosotros?

—Sí. Pero para utilizar las cabinas se necesita dinero.

—Dinero… No. Aquí tienes que adquirir unas bolsitas de abono especial Telebaobab, que se venden en cualquier mercado.

Cuando el menudo jardinero se fijó en Elliot, la parábola cambió de dirección y empapó hasta los huesos a un pobre viandante que venía por una callejuela perpendicular.

—¿Qué te he dicho?

—Lo siento —repuso Elliot—. Es que ellos me miran de una forma extraña.

Goryn esbozó una tímida sonrisa.

—Les llamas la atención. Mejor dicho, tu ropa les resulta curiosa.

—¿Mi ropa? —dijo Elliot sin comprender muy bien.

—En el mundo mágico tenemos costumbres diferentes a las vuestras. Una de ellas es el modo de vestir. Aquí no están acostumbrados a ver pantalones vaqueros ni camisas de manga larga. —Goryn dudó un instante, pero por fin dijo—: Vayamos a un sitio más apartado. Ya que has visto cómo funcionan los espejos y el Telebaobab, te mostraré una tercera forma que tenemos para comunicarnos: nuestro servicio de correos.

No muy lejos de allí se alzaba un edificio cilíndrico de color rosa. Su tejado, blanco como la nata, presentaba una forma espiral. No había que tener mucha imaginación para compararlo con un merengue de fresa. La puerta de entrada estaba abierta de par en par. Sobre ésta, había un cartel en el que se leía con toda claridad: «Hiddenwood Buzón Express, trabajamos de sol a sol».

Entraron en una reducida estancia y pudieron ver las apretujadas colas que había frente a los cuatro mostradores. Elliot pudo oír cómo un encorvado señor gritaba que su carta debía ser enviada a Lagoonoly y no a Bubbleville. Sin embargo, Elliot no podía ver quién estaba tras el mostrador de color azul, que pensó que debía de ser el destinado al elemento Agua.

De pronto avistó una criatura espigada de rasgos femeninos, con las orejas puntiagudas. Sus finísimos brazos sostenían un rollo de papel atado con un lazo rojo, que introdujo en una de las múltiples aberturas que había en la pared azul. El cajetín emitió un fugaz destello y el envío desapareció.

—¿Dónde está el papel? —preguntó Elliot.

—En su destino —respondió Goryn.

—Pero si lo acaban de enviar…

—Por eso ya ha llegado —sonrió el hechicero.

—¿Tan rápido? —insistió Elliot, que no salía de su asombro.

—Completamente automático. Das la dirección del buzón en el que quieres que aparezca tu envío, y uno de los elfos lo coloca en el hueco correspondiente. En el momento en que desaparece, el envío se materializa en el lugar que se ha indicado.

—¿Los elfos existen? —preguntó Elliot casi sin esperar a que Goryn terminase su explicación.

—Elliot, aún tienes mucho que aprender. ¡Ya lo creo que existen! Además, son personas entrañables. Muy metódicas y ordenadas en todo lo que hacen. No es de extrañar que se ocupen de algo tan complejo como el servicio de Buzón Express y lo gestionen con tanta perfección.

—¿Y cada ciudad tiene su Buzón Express?

—Eso es. Todos administrados por elfos, pese a ser criaturas del elemento Tierra. Así ha sido durante muchos años…

—Un momento —le interrumpió Elliot—, ¿y yo podría utilizar el servicio de Buzón Express para comunicarme con mis padres?

—Directamente no, lo siento —contestó Goryn, aunque al ver la cara de decepción de Elliot prosiguió con su explicación—. Buzón Express es un servicio de correos concebido para el mundo mágico. Tus padres viven fuera de nuestro ámbito, por lo que su casa está fuera de nuestro alcance. De todas formas, veré qué podemos hacer para que puedas escribir alguna carta de vez en cuando…

—Muchas gracias, Goryn.

Cuando salieron del Buzón Express, el sol aún brillaba con intensidad, por lo que el paseo se prolongó un buen rato. Goryn aprovechó para explicarle pequeños detalles sobre la forma de vida que llevaban en Hiddenwood y cómo utilizaban la magia.

—El secreto para tener flores de tan variados colores está en una poción que ideó un antepasado de Cloris Pleseck. Unas gotitas de Poción de la Flora Multicolor en el parterre y crecerán flores de todos los colores. —Aquello parecía entusiasmar al hechicero—. Claro que hay otros que las prefieren de un solo color, pero que cambie cada día de la semana; entonces usan la Poción Day-Pigment. Y si…

—Caray —dijo Elliot mientras señalaba a un nuevo personajillo—, a los duendes debe de apasionarles la jardinería…

—Viven por y para ella. De hecho, viven en ella. Ven, te mostraré una cosa.

Giraron en la segunda calle a la derecha para tomar la avenida de los Madroños, y se dirigieron hacia un pequeño bosquecillo en el que serpenteaba un largo sendero de tierra del que salían numerosos desvíos. Elliot se quedó sorprendido al ver las pequeñas casitas que había sobre los árboles. Parecían de juguete.

—¡Uau! —exclamó.

—Ahí viven los duendes. Les encanta impregnarse hasta tal punto de la naturaleza que viven en los árboles. Verás cómo aprovechan las ramas más abiertas para construir sus diminutas viviendas.

Elliot se fijó en aquellas casitas que parecían para muñecas. Le sorprendió cómo se las habían ingeniado para pasar de una a otra sin necesidad de bajar al suelo: estaban comunicadas mediante unos estrechos pasos colgantes de madera que se sostenían con gruesas cuerdas, cuidadosamente atadas a la base de las ramas más gruesas.

A sus espaldas, una aguda voz chilló:

—¡Hola, Goryn!

Aunque el saludo no iba dirigido a él, Elliot fue el primero en darse la vuelta. Vio a un duende especialmente joven y robusto, al que apenas le crecía una pequeña pelusa en la barbilla.

—¡Hola, Gifu! —Respondió el hechicero—. Cuánto tiempo sin vernos, ¿verdad?

—Muy cierto. Hacía tiempo que no me hacías una visita.

—Lo siento. Ya sé que prometí venir a verte con frecuencia, pero he estado muy atareado últimamente.

—Ya veo… —Y se fijó en Elliot—. ¿Y quién es tu amigo? Deduzco que no es de por aquí…

—Y deduces bien. Se llama Elliot. Elliot, te presento a Gifu, un duende muy simpático, como habrás podido comprobar.

—Hola —dijo Elliot en un saludo un tanto medroso. Era la primera vez que dirigía la palabra a un duende y aquella timidez era comprensible.

—¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? ¿Por qué vistes de esa forma tan rara?

Elliot no sabía qué contestar, pero Goryn intervino con prontitud.

—No le agobies, Gifu. Es nuevo por aquí y aún necesita adaptarse. Además, ya va siendo hora de que vayamos a cenar o nos llevaremos una regañina de la señora Pobedy.

—Oh, ¿tan pronto os marcháis?

—Lo siento, Gifu. Otro día nos quedaremos más tiempo.

El duende subió por una pequeña escalinata y se tumbó en una cómoda hamaca. Mientras, Elliot y Goryn se marcharon por el mismo camino por el que habían llegado. Elliot apreció que el cielo comenzaba a teñirse de un tono rosáceo, tirando a rojizo. El sol se había ocultado tras unas nubes y pronto comenzarían a aparecer las primeras estrellas.

—Todo un adolescente —comentó Goryn—. Treinta y dos años y está hecho un chaval. Prácticamente tenemos la misma edad, aunque no lo parezca.

—¿Treinta y dos años?

—Los duendes viven unos cuantos años más que los humanos. Suelen llegar sin problemas a los ciento veinte años. A esa edad se vuelven un poco cascarrabias, aunque siguen siendo muy buena gente.

—Gifu no es jardinero… —dejó caer Elliot.

—Aún es joven. Hasta los treinta y cinco años no suelen trabajar. Aún está en fase de aprendizaje y disfruta correteando por el bosque. Apenas sale; es joven, ya tendrá tiempo de moverse por el mundo.

—¿Moverse por el mundo? —repitió extrañado Elliot.

—Sí. Los duendes, al igual que los elfos, pertenecen al elemento Tierra. Lo normal es que se focalicen en este elemento y aprendan todos los aspectos necesarios para su desarrollo vital. Como has podido comprobar, los duendes se encargan de la naturaleza en general: parques, jardines, plantaciones… Una vez que llegan a la madurez, se trasladan a aquellas comunidades mágicas que más precisan de sus servicios.

Elliot hizo como que comprendía, aunque no lograba imaginarse a los duendes fuera de un entorno lleno de bosques y árboles. No obstante, desconocía las restantes poblaciones de los elementales.

—¿Cuándo os conocisteis? —quiso saber Elliot.

—A Gifu le conozco desde hace unos cuantos años. Por aquel entonces yo estudiaba en la escuela de Hiddenwood. —Hizo una pequeña pausa, como si añorase su época de infancia—. Siempre me ha gustado deambular por los bosques, y éste era uno de mis favoritos cuando era niño. Precisamente fue en aquel árbol donde le conocí —dijo al tiempo que señalaba un hermoso y recio roble—. Yo estaba encaramado en sus ramas, buscando una especie de hongo para un ejercicio que nos había puesto nuestro maestro de Naturaleza, cuando me topé con Gifu. Tardó medio minuto en encontrarlo y traérmelo. No cabe duda de que tener como amigo a un duende te facilita mucho las cosas a la hora de buscar ciertas plantas. Tienen especial facilidad para localizarlas.

—Cuéntame algo sobre la escuela de Hiddenwood. Es ahí donde enseñas, ¿verdad?

—Así es —asintió Goryn—. Sin embargo, que te hayamos encontrado en esta zona no quiere decir que vayas a estudiar aquí.

—¿Por qué?

—Hay diferentes escuelas. Además de la de Hiddenwood, donde uno se prepara en el aprendizaje del elemento Tierra, está la de Bubbleville, donde se enseña el elemento Agua. El de Fuego lo aprenderías en Blazeditch, y el de Aire, en Windbourgh. Tú estudiarás en la escuela que mejor se adapte al elemento al que pertenezcas. Y eso sólo lo sabremos mañana, una vez que realices las pruebas.

La mención de las pruebas le devolvió a la cruda realidad. Y pensar que podrían destinarle a un lugar completamente distinto…

—Magnus Gardelegen dijo que la mayoría de mis antepasados habían pertenecido al elemento Tierra.

—Y es la verdad. La «mayoría» aprendió ese elemento, y muy bien, por cierto. Sin embargo, no es garantía suficiente de que vayas a seguir una línea de continuidad. Quién sabe…

Acababan de llegar a lo que parecía una pequeña posada de dos plantas. Todo el frontal del edificio estaba cubierto por una tupida capa de hiedra, mientras que el tejado destacaba por el tono anaranjado de las viejas y desgastadas tejas. Contrastaba con las casitas de piedra y paja que había por los alrededores. Elliot se fijó en que en cada una de ellas había un pequeño buzón dorado.

Sobre la puerta de la posada había un cartel que decía: «El Jardín Interior». Entraron sin llamar.

Aquello fue lo más maravilloso que Elliot había contemplado desde que llegara al mundo mágico, y eso es mucho decir. Como el nombre indicaba, acababa de entrar en un jardín… interior. Unas piedras lisas y rosadas parecían flotar sobre una mullida capa de césped, indicando el camino hacia la recepción. A ambos lados del camino podía ver especies de varios árboles en miniatura, que habían sido encogidos mediante algún hechizo de reducción; le debían de superar en altura por muy poquito. Elliot estaba fascinado, pero no se detuvo. Siguió a Goryn a través del camino marcado y, antes de poder abrir la boca, una señora regordeta vestida de amarillo y con una capa de terciopelo verde esmeralda se abalanzó sobre él.

—Tú debes de ser Elliot —adivinó ella—. ¿O me equivoco?

—No, señora —respondió Elliot, sorprendido ante la calurosa bienvenida de la mujer.

—Yo soy Abilene Pobedy y regento esta posada. Bienvenido seas, Elliot Tomclyde.

—Muchas gracias.

—Veo que traes poco equipaje.

Elliot no sabía si aquello se lo decía en broma o no. En cualquier caso, prefirió mantener la boca cerrada. Fue Goryn quien habló por él una vez más.

—Venimos hambrientos, Abilene. No habrás preparado alguno de tus exquisitos suflés, ¿verdad? —Se volvió y le guiñó un ojo a Elliot.

—Por supuesto, por supuesto —repuso ella—. Acompañadme.

La señora Pobedy comenzó a dar pasitos muy cortos sobre las piedras, que sorprendentemente se movían en la dirección hacia la que uno se encaminaba. Era gracioso ver cómo las rocas guiaban, una tras otra, sus pasos. Avanzaron hasta llegar a una mesita redonda, semioculta tras un frondoso seto.

—He pensado que aquí estaríais más cómodos, lejos de la vista de los curiosos.

—Estupendo, Abilene —agradeció Goryn—. Siempre estás en todo.

Con una amplia sonrisa en la cara, se alejó. Los recién llegados se apresuraron a sentarse. No tuvieron que esperar mucho. La señora Pobedy apareció apenas dos minutos después con un humeante suflé.

—Espinacas y queso, mi especialidad. Espero que os guste.

—Mmm… —olfateó Goryn—. Si sabe como huele…

—Llamadme cuando hayáis terminado. Os aguardan unos fresones con crema que están para chuparse los dedos.

Iluminados por una gruesa vela que emanaba un intenso olor a romero, engulleron el suflé sin saborearlo apenas.

Con el estómago lleno, Elliot trató de saciar su voraz curiosidad con preguntas que Goryn no parecía dispuesto a contestar.

—¿Qué tipo de pruebas tengo que hacer?

—Ya lo verás.

—¿Y si hago el ridículo?

—No lo vas a hacer.

—¿Cuántas ciudades elementales hay?

—Un montón.

—¿Qué se estudia en las escuelas de magia elemental?

—Todo a su debido tiempo.

—Me has dejado igual que estaba…

—Es que no pienso darte más información hasta que realices las pruebas. Aureolus Pathfinder podría enfadarse y…

—Oh, ya veo —repuso decepcionado Elliot.

Apuraron el postre con la misma rapidez que el delicioso suflé. Bien alimentados por tan sabrosa cena, la señora Pobedy les indicó que siguieran las piedras hasta la habitación que tenía reservada para Elliot.

—No tiene pérdida —dijo—. Que descanses, cielo. Y así lo hicieron. Siguieron el rumbo marcado por las piedras por toda la zona de recepción. Se detuvieron a unos dos metros de una pared, sobre la cual, a diferentes niveles, Elliot contó hasta cuatro puertas. Se estaba preguntando cómo llegarían a ellas cuando las piedras se alzaron ligera y progresivamente hasta formar una curiosa escalera de caracol, que les dejó frente a una de las puertas del piso superior. La abrieron y tocaron suelo firme.

Era una habitación muy acogedora, decorada con gusto. Las cortinas y el edredón parecían tejidos con flores naturales. Había una chimenea rústica que, por ser verano, se encontraba apagada. Además de la cama, una pequeña mesita de noche, sobre la que descansaba un gracioso candelabro con forma de bonsái, y una silla al otro lado de la habitación eran todo el mobiliario del que disponía. Tampoco necesitaba más, ciertamente.

—Mañana vendré a buscarte al alba. Procura descansar y no te preocupes por las pruebas. Buenas noches —se despidió Goryn.

—Buenas noches.

La puerta se cerró y Elliot se tumbó en la cama. Aquello era como estar recostado sobre una montaña de plumas. Apagó las velas que iluminaban la habitación y se quedó mirando al techo. Giró la cabeza y miró a través de la ventana, desde la que podía contemplar el cielo. Era como un finísimo manto de terciopelo negro, moteado por multitud de estrellas. A lo lejos sonaba el suave cricrí de un par de grillos. Aquello era tan relajante que su mente no tardó en quedarse completamente en blanco y, al poco tiempo, se durmió.

El canto de un gallo lo despertó a la mañana siguiente. Estuvo a punto de caerse de la cama cuando, al abrir los ojos, vio a Goryn en su habitación. Llevaba en las manos una tela de color negro.

—Buenos días, Elliot. Te he traído esta túnica para que puedas realizar las pruebas. Es un mero formalismo.

—Hola —respondió Elliot, que aún seguía adormilado.

—Bien, te esperaré abajo.

Una vez que se hubo arreglado (Elliot se sentía un poco ridículo con aquella vestimenta), descendió por las piedras hasta llegar a tierra firme. Saludó a la señora Pobedy, que les sirvió un desayuno a base de gachas de avena, salchichas y crujientes copos de maíz tostados. La comida desapareció rápidamente de los platos. Pronto se pusieron en marcha tras despedirse de la posadera, agradeciendo la amabilidad que había tenido con ellos.

Salieron del Jardín Interior y se dirigieron a saber dónde. A decir verdad, Goryn sí lo sabía, pero Elliot estaba tan nervioso que no se atrevía ni a preguntárselo. Se sorprendió cuando volvió a ver ante él el gran edificio de la cúpula. No cabía la menor duda de que aquello debía de ser un centro de operaciones.

En esta ocasión, nadie aguardaba en la gran puerta que daba acceso al recinto. Entraron y se dirigieron al despacho por el que el día anterior había llegado al mundo mágico. Allí se encontraba Wendolin, que lo miró inexpresivamente, y enseguida volvió a su trabajo.

Todo debía de estar ya dispuesto, pues Goryn le indicó que cruzase el espejo. Elliot dudó un instante, pero finalmente lo atravesó con paso decidido.

Apareció en un sitio lúgubre y oscuro, del que emanaba un fuerte olor a humedad. Tan sólo una gran antorcha, colocada en una de las esquinas del habitáculo, iluminaba el lugar. Pudo oír el fluir del agua en la esquina opuesta, que parecía caer sin más de la roca, como una fuente natural. Al otro lado percibió también el ligero silbido del viento, que giraba a gran velocidad en un pequeñísimo tornado que no se movía de la tercera de las esquinas. Parecía estar tan plantado como el floreciente árbol que crecía en el último de los rincones del perfecto cuadrado que formaba aquella estancia.

Embebido por aquel misterioso lugar, Elliot no se había percatado de que en la habitación se encontraban cuatro personas más. Los cuatro grandes hechiceros estaban colocados junto a los elementos que cada uno representaba. Al unísono, alzaron los brazos y una vara apareció en el centro del cuadrado. Allí permaneció, flotando, girando sobre sí misma, esperando a ser utilizada.

Poco después, la voz de Magnus Gardelegen emergió desde la mismísima cascada:

—Elliot —dijo con voz pausada—, debes tomar la vara que hay junto a ti. Una vez que la tengas, dirígete a cada uno de los elementos y apoya suavemente la parte ancha de la vara en cada uno.

Elliot se fijó en que, efectivamente, la vara era más ancha en uno de sus extremos. Temeroso, la tomó en sus manos, pero no sucedió nada.

Se aproximó al árbol e hizo lo que le habían ordenado, golpeando levemente con la vara en el tronco. Al instante, ésta brilló con una intensa tonalidad verde, que se diluyó rápidamente. Aquello no parecía tan duro, pensó Elliot, y sin apenas demostrar su asombro por lo ocurrido, se encaminó hacia la cascada.

Cuando se encontró frente a ésta, acercó la punta de la vara al chorro de agua hasta que las gotas hicieron que adquiriera un tono azul fosforescente que, al igual que antes, desapareció con la misma velocidad con la que había aparecido.

Elliot seguía asiendo la vara con firmeza. Entonces se aproximó al pequeño pero poderoso tornado. Giraba a gran velocidad, emitiendo agudos silbidos de vez en cuando. Tal era la fuerza con la que rugía el torbellino que a punto estuvo de perder la vara cuando ésta despidió un resplandeciente brillo de luz blanca.

Cegado aún por la luz, se encaminó al último de los cuatro elementos: el Fuego. La vara desprendió unas chispas rojas al contacto con la antorcha, con lo cual quedó cerrado el cuadrado. Pese a estar tan concentrado, Elliot se percató de un detalle curioso: los colores que había desprendido la vara se correspondían respectivamente con las tonalidades de las túnicas de los cuatro hechiceros.

—Muy bien, Elliot —dijo Magnus Gardelegen—. La vara rebosa de energía. Ahora has de volver al centro, donde has cogido la vara.

Una vez que Elliot se encontró en el sitio indicado, prosiguió:

—Ahora sostenla con las manos abiertas y deja tu mente en blanco. Esto es muy importante, pues, de lo contrario, tus sentimientos interferirían y no ocurriría nada.

Mantener la mente en blanco en aquella situación fue una difícil tarea. ¿Cómo no iba a pensar en nada? Todo aquello resultaba tan novedoso y tan extraño a la vez… Aún no se había recuperado de la deslumbrante luz blanca cuando sintió que la verdadera prueba vendría a continuación. Si todo lo que había realizado hasta ese momento no había servido nada más que para proveer de energía a la vara, sin duda ahora le tocaba intervenir a él. Además, Magnus Gardelegen se lo acababa de advertir. Entonces, ¿qué hacía pensando? Tenía que despejar su mente. Dejarla completamente vacía. Y de pronto la imagen de un grueso colchón de plumas se apoderó de su mente. Era como el de la noche anterior, suave y mullido. Se había sentido tan bien… Fue todo un acierto porque, aunque estuvo a punto de dormirse, consiguió que su mente se quedara sumamente relajada.

No llegó a dormirse porque, por el rabillo del ojo, pudo ver cómo el árbol comenzaba a perder las hojas y las flores. Pero no caían al suelo, sino que flotaban en el aire y se desplazaban hasta adherirse a la vara, como si ésta hubiera florecido. En aquel momento todo era tranquilidad. Elliot había sentido un ligero cosquilleo en las manos, pero poco más.

Magnus Gardelegen abrió la boca para decir algo que nunca llegó a pronunciar, porque en ese momento un rayo de fuego salió disparado desde la antorcha de la esquina, dejando la estancia sin más luz que la que desprendía la vara. Fue impactante ver cómo las hojas y los pétalos se volvían incandescentes al ser consumidos por las llamas. Elliot notó cómo se le calentaban las manos, pero sin llegar a quemar.

Inmediatamente después, el agua fluyó desde la cascada y extinguió el fuego y la poca luz que había en el lugar. La estancia se sumió en una oscuridad total, pero Aureolus Pathfinder no tardó en generar una pequeña bola de fuego entre sus manos que devolvió la luz a la sala. Pudieron comprobar entonces —Elliot incluido— que la vara había cambiado de composición por tercera vez. En esta ocasión era de agua. Una brillante vara de agua que, pese a ser líquida, mantenía su forma alargada.

El ahogado silbido del tornado hizo que los cuatro hechiceros se mirasen muy seriamente entre sí. Una ráfaga de aire helado cruzó la sala con el único objetivo de llegar hasta la vara. El frío se apoderó de las manos de Elliot. Era un frío gélido que emanaba del objeto que sostenía y que había quedado totalmente congelado. Sin embargo, la ráfaga no cesó. Siguió impactando contra la vara hasta que ésta reventó en mil pedazos.

Silencio absoluto.

Las cuatro esquinas recuperaron entonces su estado original, como si nada de todo lo ocurrido hubiese sucedido. Elliot permaneció callado en el centro de la sala. Tampoco se movieron los hechiceros, que se habían quedado paralizados tratando de asimilar lo que acababan de contemplar. Finalmente, fue Cloris Pleseck quien rompió el silencio.

—Asombroso. Jamás había visto nada igual.

Apenas había terminado de decir torpemente estas palabras, cuando la silueta de una mujer atravesó el espejo. Fue la primera imagen que acudió a la mente de Elliot, aunque muy difusa. Pudo apreciar con gran nitidez su vestimenta, que parecía tejida con hilo de plata y estaba cubierta por una capa de un tono ligeramente más oscuro. Pero ni su faz ni sus manos podían distinguirse con mucha claridad. Una dulce voz surgió de su apenas visible boca.

—Elliot, no te asustes, soy el Oráculo. Esperaba ansiosa tu llegada.

Los hechiceros hicieron ademán de retirarse.

—No —les indicó—, no os vayáis. Me gustaría, si nuestro joven huésped me lo permite, que os quedaseis a escuchar.

Elliot esbozó una sonrisa y aceptó. No sabía por qué, pero se sentía mucho más tranquilo.

—Gracias —respondió el Oráculo.

—No hay de qué —dijo Elliot educadamente.

—Acabas de demostrar un enorme potencial mágico —comentó ella—. Ninguno de tus antepasados había albergado tanta fuerza.

Elliot escuchaba con atención mientras las manos y el rostro de aquel ser iban cobrando forma y vida.

—Nunca, hasta el día de hoy, se había presenciado algo semejante —prosiguió—. A lo largo de la historia ha habido grandes hechiceros elementales dotados de notables cualidades y poderes. Los cuatro que te rodean, sin ir más lejos, y otros muchos que no se encuentran aquí presentes. Pero ninguno había logrado controlar con la misma intensidad los cuatro elementos en la prueba.

El Oráculo ya mostraba del todo sus facciones. Su larga y oscura melena rizada le caía por los hombros. Sus ojos, grandes y penetrantes, miraban fijamente a Elliot.

También Elliot asumió con gran agilidad mental lo que acababa de oír. Si lo que estaba diciendo el Oráculo era verdad, entonces su futuro era muy incierto. Era verdad que había demostrado dotes para el elemento Tierra, pero también había hecho lo propio con el Agua, el Aire y el Fuego. ¿Qué sería de él? ¿Le enviarían a aprender a alguna otra escuela? ¿Por qué no había seguido los pasos de sus antepasados? Sus dudas pronto obtuvieron respuesta.

—Si te he pedido que Cloris, Mathilda, Aureolus y Magnus se queden, es precisamente por eso que estás pensando. Tu futuro no está encaminado hacia uno de los elementos, sino hacia todos ellos. En condiciones normales, hubieses acompañado a uno de ellos hasta la escuela que representa. Pero está claro que no puedes marcharte con los cuatro a la vez. Vivir de la magia elemental no implica ir contra la Madre Naturaleza.

»Por esta razón, propongo una formación combinada. Permanecerás primero en una de las escuelas preparándote para ser hechicero, y después completarás tu instrucción en los restantes campos mágicos. Dado que tu familia ha estado ligada tradicionalmente al elemento Tierra, me parece adecuado que inicies tus estudios en Hiddenwood. A medida que tu formación avance y los acontecimientos se sucedan, iremos decidiendo cuál es el elemento en el que deberás profundizar. ¿Alguna objeción? —preguntó a los hechiceros.

Le dieron silencio por respuesta.

—Se avecinan tiempos difíciles, Elliot Tomclyde. No te lo digo para asustarte, sino para hacer de ti un gran hechicero que sepa dirimir el bien del mal, que no se deje llevar por la codicia ni la ambición humanas, y que respete tanto a sus superiores como a sus inferiores. Sólo así alcanzarás algún día la madurez como elemental… y como persona.

Y, dicho esto, se desvaneció.

Los cuatro hechiceros se dirigieron a Elliot y le felicitaron esbozando amplias sonrisas. Especialmente reconfortante fue la reacción de Aureolus Pathfinder, que, antes de desaparecer a través del espejo, le dijo en tono afectuoso:

—Bienvenido seas, Elliot Tomclyde.