UNA VISITA INESPERADA

AQUELLA mañana transcurría en la más absoluta tranquilidad. El sol brillaba en un cielo totalmente despejado y se oía el canto alegre de algunos pajarillos. Hacía un par de días que Elliot había regresado a casa y había contado a sus padres todos los detalles de su reciente experiencia en el campamento de supervivencia. En el tintero quedaron, claro está, los sucesos de los primeros días, en los que había espantado a unos trentis y conocido a varios hechiceros, Sheila y Goryn entre otros. Cada vez era más firme su convencimiento de que aquello no había sucedido y de que todo había sido producto de su imaginación. Elliot salió con su padre a dar un agradable paseo por el bosque, como solían hacer en muchas ocasiones. Era reconfortante volver a caminar en un ambiente atestado de pinos, que olía a resina fresca, mientras escuchaba el suave aleteo de las golondrinas. Su madre, en cambio, optó por quedarse en casa para preparar un delicioso almuerzo.

Era extraño. Desde el día que visitó Hiddenwood… Pero… un momento. ¿No habíamos quedado en que era fruto de sus sueños? En cualquier caso, desde aquel día Elliot no había vuelto a ser el mismo. Cada vez que paseaba entre los árboles, recordaba aquel magnífico bosque donde habitaban multitud de especies y plantas. «Aquello sí que era un bosque», pensó. Una vez más, recordó la sensación de pequeñez que sintió al encontrarse a los pies de la Gran Secoya. Por supuesto, aquélla fue una de las primeras cosas que le explicó a su padre.

—Sí, son unos especimenes extraordinarios —le comentó—. Resulta estremecedor contemplarlos. Cuando te paras frente a uno de ellos y te haces a la idea de cuánto tiempo ha vivido y la de sucesos de los que ha sido testigo… A veces me pregunto por qué no podrán hablar.

Evidentemente, el señor Tomclyde no creyó una sola palabra de la leyenda de sir Alfred de Darkshine ni de cómo el espíritu había salvado a la Gran Secoya. Según decía, circulaban numerosas historias con el fin de infundir respeto hacia el medio ambiente. En muchas ocasiones habían dado resultado, sobre todo entre los lugareños. Se tenía la firme convicción de que éstos solían ser bastante supersticiosos y todo este tipo de relatos hacían mella en su forma de pensar.

El paseo fue largo, aunque ni mucho menos tan agotador como las largas caminatas que tuvo que soportar junto al señor Frostmoore en Schilchester. Elliot no pudo reprimir una ligera sonrisa al recordar el día en que tuvieron que cruzar un riachuelo de unos tres metros de ancho. El señor Frostmoore les había indicado que la mejor forma para atravesarlo era saltando sobre unas rocas que emergían del agua ante una pequeña cascada de dos metros de altura. A unos cuantos muchachos —entre ellos Elliot y Gorkky— no les pareció un paso suficientemente seguro, de manera que decidieron caminar corriente arriba donde el caudal era menor y la anchura del río menos pronunciada.

Allí encontraron tres grandes rocas, dispuestas como un pequeño puente natural, que pedían a gritos que alguien saltase sobre ellas. Y eso fue precisamente lo que hizo Gorkky. Para evitar que alguien se le anticipase y pudiese desequilibrarlas, se lanzó como un poseso con un fuerte brinco.

La costalada fue épica. Cayó de lleno al agua y salpicó todo cuanto había a su alrededor. Pantalones, camiseta, botas, mochila… todo había quedado empapado. Y Gorkky… Gorkky había hecho el mayor de los ridículos.

Por un momento, Elliot pensó que aquello bien podría haber sido fruto de la magia, aunque no tardó en desechar la idea. Probablemente a él le habría ocurrido lo mismo de haberlo intentado. Además, cada vez que pensaba en la magia y en Hiddenwood su corazón se apenaba.

De pronto, su estómago comenzó a protestar y decidieron regresar a casa.

La tarde transcurría aun más relajada si cabe. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde y Elliot se encontraba en su habitación. Estaba tumbado en su mullida cama, apoltronado sobre un almohadón blanco mientras leía Veinte mil leguas de viaje submarino. Era uno de sus libros favoritos, lo había leído como mínimo unas seis veces.

Pero algo ocurrió. Estaba a bordo del Nautilus cuando ese sexto sentido que todos tenemos le indicó la presencia de alguien en su habitación. Notaba con toda claridad la respiración de una persona… ¿o eran dos? Elliot levantó ligeramente la vista y casi se cayó de la cama del susto que se pegó. No era para menos, porque ante sus ojos estaban Goryn y el mismísimo Magnus Gardelegen.

—Hola, Elliot —saludaron ambos. No hubo respuesta.

—Lamento haber desaparecido tan… súbitamente y sin despedirme —se disculpó Goryn—, pero fue por tu bien.

—¿Por mi bien? —Elliot quiso aparentar un ligero enfado, aunque por dentro se sentía profundamente feliz.

—Escucha, Elliot —intervino Magnus Gardelegen atajando la situación antes de que fuese a más—, aquella noche Goryn vino a informarnos de las novedades, tal y como se le había encomendado. Pero Goryn no te abandonó, permaneció muy cerca de ti durante toda tu estancia en el campamento.

—¿Estuviste… y no te vi? —Preguntó Elliot—. ¿Y por qué no volviste a hablar conmigo?

—Necesitábamos observarte —explicó el anciano—. Con Goryn tan cerca de ti, era probable que no mostrases tus posibles poderes. Por eso, fue decisión del Consejo que se mantuviese al margen, sin influir sobre ti. Aunque no debía quitarte ojo de encima, por supuesto.

—Lamentablemente, no aprecié ningún poder especial —completó Goryn mientras se rascaba su brillante calva. Elliot asintió, pero había algo que no le encajaba—. Entonces… ¿por qué no pude verle? Quiero decir, ese don que tengo…

Magnus Gardelegen sonrió.

—Obviamente, los hechiceros tenemos nuestros propios medios para no ser vistos. Esa cualidad te permite vernos tal y como somos. Ahora bien, no sirve para evitar un encantamiento…

—En fin… —aceptó Elliot mientras en su fuero interno se sentía cada vez más maravillado. Podían ocultarse, hacían encantamientos…—. Supongo que no habréis venido tan sólo para decirme eso. —Los dos hechiceros se miraron—. ¿Qué queréis exactamente? ¿Y cómo habéis entrado en mi dormitorio?

—Hemos entrado por ahí —dijo Goryn señalando el espejo.

—¿Cómo?

Goryn no pudo reprimir su sorpresa.

—¿No recuerdas cómo accedimos a Hiddenwood? —preguntó.

—Claro, a través de un espejo enorme —admitió Elliot—. Pero mi espejo está bastante lejos de Hiddenwood.

—Ah… —comprendió de inmediato Goryn—. Pensabas que era sólo una simple puerta más… Eso es cierto, pero no del todo —explicó Goryn—. Utilizamos los espejos para desplazarnos mediante un encantamiento que los transforma en una especie de accesos. Eso nos permite realizar largos viajes en muy poco tiempo.

—¿Quiere eso decir que ahí detrás está Hiddenwood? —preguntó atónito Elliot.

—Eso quiere decir que a través de un espejo puedes aparecer allá donde tú desees, siempre y cuando en el otro extremo haya un espejo suficientemente grande para atravesarlo —apuntó Magnus Gardelegen.

—¡Uau! —exclamó Elliot.

—En cuanto a tu primera pregunta —recordó Magnus Gardelegen—, no me andaré con rodeos. Hemos recurrido a los sabios y al Oráculo, hemos juntado las poquitas pruebas de las que disponíamos y hemos venido sin más demora. Es imprescindible que vuelvas a Hiddenwood para realizar las pruebas de magia. Así que necesitaremos hablar con tus padres.

Aquello fue como soltar una bomba.

—¿Pruebas? —Elliot no salía de su asombro—. ¿Mis padres? Ir a Hiddenwood…

Todo sonaba realmente sensacional, pero sus padres… ¿Qué dirían cuando viesen a aquellos dos hechiceros extravagantemente vestidos con sendas túnicas? A su madre le daría un patatús con sólo mencionar lo que eran.

Los dos magos se encaminaron a la puerta de la habitación, pero Elliot los frenó en seco.

—¿Y si me niego a ir?

Aquello no parecía estar previsto. ¿Negarse a ir a Hiddenwood? ¿Cómo podía alguien oponerse a eso?

—No puedes —replicó Goryn.

—Ya lo creo que puedo —convino Elliot—. De lo contrario, sería un secuestro.

—¿Por qué habrías de negarte? —insistió Goryn.

—Sencillamente porque aquí viven mis padres, porque aquí tengo a mis amigos, voy a la escuela… En definitiva, porque tengo todo lo que un chico de mi edad podría desear.

—En Hiddenwood también harías amigos —dijo Goryn.

—Y aprenderías magia —añadió Magnus Gardelegen.

—¿Y mis padres?

—Elliot —dijo el anciano hechicero—, esto es muy serio.

—Ya lo creo que es serio. Mis padres…

—Comprendo que no quieras separarte de tus padres —le interrumpió Magnus Gardelegen alzando las manos indulgentemente—. Aún eres joven, pero tarde o temprano hay que romper ese cascarón que a todos nos envuelve cuando somos jóvenes. Salir de él significa madurar. Lejos de nuestra intención está privarte del amor de una madre, mas debes asumir tu condición de… Tomclyde. Una vez que hablemos con tus padres, todo será mucho más fácil.

—¿Y si ellos no quieren hablar con usted? —Parecía que las barreras de Elliot iban cediendo.

—Querrán —afirmó Goryn—. Los Tomclyde siempre han congeniado con el mundo mágico. ¿Vamos?

Goryn hizo un nuevo ademán y llevó su mano al picaporte, pero esta vez no hubo impedimento alguno. Dejaron paso a Elliot para que abriese camino. Bajaron la empinada escalera procurando hacer el menor ruido posible. A todos los efectos, Elliot se encontraba solo en su habitación, de manera que un ruido extraño podría alarmar a sus padres.

Elliot se volvió y se dirigió a los hechiceros en un susurro.

—Han llegado hace veinte minutos, así que deben de estar en el salón.

Con mucho tiento, se dirigieron hacia allí. En efecto, los señores Tomclyde charlaban animadamente sobre la velada que habían pasado la noche anterior en casa de sus vecinos. Elliot les indicó que aguardasen un instante y entró en el confortable salón. Estaba amueblado de una forma muy sencilla como el resto de la casa: una biblioteca rústica, un par de sofás aterciopelados de tono verdoso y una mesa baja de madera y cristal. En las paredes tampoco había mucha decoración: un par de pinturas y un pequeño cuadro que enmarcaba lo que parecía la mitad de un medallón dorado.

—Hola, hijo —saludó el padre.

—Hola —respondió Elliot. Aquello no iba a resultar fácil—. Eh… Hay dos señores que quieren hablar con vosotros.

Magnus Gardelegen y Goryn seguían esperando prudentemente en la antesala. En esos momentos era necesaria una buena dosis de tacto, y aparecer detrás de Elliot sin más hubiese supuesto un grave contratiempo.

—¿Dónde? ¿Están fuera? —preguntó el padre.

—No, no. Están aquí. —Elliot se volvió y les indicó que pasasen.

Como si hubiesen atravesado un velo de penumbra, las siluetas de Magnus Gardelegen y Goryn cobraron forma ante los perplejos ojos de los señores Tomclyde. Lo que más llamó su atención fueron las estrambóticas túnicas en las que ambos iban enfundados. Magnus Gardelegen lucía la de su color habitual, el azul, aunque en esta ocasión el tono era añil, más intenso que de costumbre, tanto que casi dañaba la vista. Goryn, siempre con su cabeza pelada, no cambiaba el negro por nada del mundo.

Elliot miró alegremente los desencajados rostros de sus padres. En su interior sabía muy bien que sería muy complicado que ellos aceptasen la presencia de aquellos desconocidos. Mucho peor sería cuando fuesen puestos al tanto de sus intenciones de llevarle a Hiddenwood…

—B-buenas tardes… —saludó atónito el señor Tomclyde, dando un pequeño paso al frente.

Su lengua se había quedado trabada. ¿Cómo diantres se las habían apañado para entrar en su casa aquellas… personas? Estaba especialmente sorprendido con la extravagante vestimenta azul. ¿Qué hacía un anciano así vestido? ¿Sería hippy? Sin duda alguna, a su edad ya debería haber madurado…

—Buenas tardes, señor Tomclyde —respondió con total naturalidad el anciano, interrumpiendo los pensamientos del padre de Elliot—. Mi nombre es Magnus Gardelegen y éste es Goryn Lamphard.

Hizo un ademán para estrechar la mano del señor Tomclyde, pero éste dio un paso atrás. Magnus Gardelegen retiró la mano como si nada hubiese ocurrido y esbozó una leve sonrisa. Sabía cuan paciente debía ser y la necesidad de tacto que requería la situación.

—Disculpe nuestra intromisión… —dijo amablemente el anciano antes de ser bruscamente interrumpido por la señora Tomclyde.

—¡No hay disculpa que valga! ¿Se puede saber qué están haciendo en mi casa así vestidos? ¡Qué desvergonzados! ¡A su edad ya podrían dar un poco de ejemplo a los más pequeños! ¿Qué clase de objetos venden? No veo que traigan ningún maletín… —dijo finalmente la señora Tomclyde. Estaba claro que los había confundido con dos vendedores ambulantes.

El miembro del Consejo de los Elementales echó una ligera mirada a su elegante atuendo antes de responder:

—No hemos venido a vender, sino a…

—Si no han venido a vender, entonces, ¿qué buscan? No pienso darles limosna, aunque con esos harapos que llevan puestos… —volvió a interrumpir la señora Tomclyde cada vez más acalorada, adelantándose a su marido.

—Nuestra intención era…

—¡No me importan sus intenciones! ¡Hagan el favor de salir ahora mismo de mi casa!

La señora Tomclyde estaba ya a un metro escaso de los hechiceros, cuando Elliot decidió tomar cartas en el asunto.

—¡Mamá! —Gritó el muchacho interponiéndose entre su madre y Magnus Gardelegen—. No son mala gente. Yo…

—Apártate, Elliot —le ordenó su madre—. No sé qué clase de bulos le habrán contado a mi hijo para entrar en esta casa, pero a mí no me van a engañar —dijo dirigiéndose a los dos visitantes.

Tanto Magnus Gardelegen como Goryn permanecían impasibles en su sitio sin mover un solo músculo.

—Hagan el favor —insistió la señora Tomclyde señalando en dirección a la puerta principal.

—Lo siento, señora Tomclyde —replicó Magnus Gardelegen negando con la cabeza. Después, alzó el mentón y se puso muy serio—. No nos marcharemos de aquí sin contar todo lo que tenemos que decirles.

—¡Ya lo creo que se van a marchar! —gritó ella, al borde de un ataque de nervios.

Su reacción fue instantánea y, sin poderse contener, agarró un bonito florero que tenía a su derecha. El señor Tomclyde no tuvo los reflejos suficientes para detener a su mujer y, sin poder evitarlo, vio volar el jarrón en dirección a la cabeza del anciano.

Elliot se quedó atónito ante la rapidez de movimientos del hechicero. En menos de una décima de segundo se había inclinado hacia atrás. Con el brusco movimiento, sus largas barbas se elevaron dejando entrever un colgante de oro. El jarrón pasó por encima de él como una bala de cañón y se estampó contra el marco de la puerta principal, haciéndose añicos.

Goryn, que seguía sin abrir la boca, hizo un gesto desafiante de abalanzarse hacia los padres de Elliot, pero Magnus Gardelegen lo detuvo antes de que diese el primer paso.

La señora Tomclyde ya estaba cogiendo otro objeto para lanzarlo cuando su marido la sujetó del brazo y dijo:

—Espera, Melissa. —Acto seguido, se dirigió a Magnus Gardelegen con los ojos brillantes por la curiosidad—. ¿Me permite ver ese colgante, por favor? Tal vez…

—Por supuesto —accedió el hechicero—. Faltaría más.

El colgante había quedado nuevamente oculto tras la espesa mata de cabellos blancos de la barba de Magnus Gardelegen. Éste introdujo la mano como si fuera un bolsillo y sacó a la luz la pieza.

—¿Será posible…? —susurró el señor Tomclyde.

Melissa, con un cenicero en las manos, lo miraba sin comprender nada.

Se aproximó dubitativamente a Magnus Gardelegen y tendió su mano temblorosa hasta notar el contacto del frío metal. Giró su cabeza en dirección a la pared, donde se encontraba colgado el pequeño marco con el medio medallón en su interior. Volvió de nuevo su cabeza en dirección al anciano, que lo miraba con una sonrisa comprensiva.

—Es… es… la otra m-mitad… —dijo el señor Tomclyde, sin terminar de creérselo.

Magnus Gardelegen recuperó su parte del medallón, pese a que el señor Tomclyde parecía reacio a devolvérselo.

—Cariño, no te dejes engatusar —dijo la señora Tomclyde.

—En fin, no es nuestro deseo molestar —dijo Magnus Gardelegen guardando de nuevo el objeto de metal—. Tal vez en otra ocasión juntemos mi parte del medallón con la suya.

Apenas tuvo tiempo para darse la vuelta, pues el señor Tomclyde le sujetó el antebrazo izquierdo.

—¿Puedo… puedo…?

—¿Si puede juntarlos? —Magnus Gardelegen sabía muy bien qué quería el señor Tomclyde.

Introdujo sus finísimos dedos en un amplio bolsillo y extrajo de nuevo la pieza dorada. Magnus Gardelegen tomó la mano derecha del señor Tomclyde y depositó sobre ella su mitad del medallón.

—El honor es suyo.

Sin poder creerlo todavía, el señor Tomclyde se aproximó despacio, muy despacio, al marco. Era como si esa pieza le impidiese caminar con naturalidad.

Sus manos estaban temblorosas. Daba la impresión de que no sería capaz de juntar ambas piezas, pero, en el último instante, el señor Tomclyde dominó sus nervios y las dos mitades encajaron a la perfección, al igual que un guante de seda se introduce en la mano de una doncella.

Pero no todo quedó ahí, porque, tan pronto como las dos piezas se pusieron en contacto, quedaron fuertemente unidas bajo un magnetismo especial. De repente, unas chispas amarillas refulgieron en torno al medallón dorado. El efecto duró un par de segundos, pero las retinas tanto de Elliot como de sus padres no olvidarían aquella escena jamás. El medallón conformó una sola pieza, intacto, como si nunca hubiese sufrido percance alguno.

—Les debo una disculpa —dijo la señora Tomclyde, tras ver lo que acababa de suceder—. Lamento haber desconfiado de ustedes.

—No tiene por qué preocuparse, señora Tomclyde.

—¿Quieren tomar algo? —les ofreció ella, mucho más amable—. ¿Café? ¿Té? ¿Un licor, tal vez?

Pero todas las ofertas fueron denegadas cortésmente por ambos hechiceros.

—Sin embargo, sí le agradecería que nos ofreciese asiento.

—Por supuesto —dijo ella—. Tengan la bondad.

Elliot no sabía qué hacer, y Magnus Gardelegen le conminó a sentarse junto a sus padres. Tenía todo el derecho del mundo a escuchar lo que venía a continuación.

—Señor Tomclyde —dijo el anciano en un tono de voz grave—, ¿sería tan amable de acercarme el medallón?

—Faltaría más.

—Muchas gracias —dijo Magnus Gardelegen, una vez que lo tuvo en sus manos.

El hechicero emitió un sonoro carraspeo, dando a entender que tenía algo importante que comunicar.

—Maravilloso —convino—. Ahora puede apreciarse el dibujo con toda claridad. En el centro destacan cuatro pequeños emblemas, que evidentemente hacen referencia a los cuatro elementos. Se trata, como podrán ver, de una nube (en referencia al Aire), una llama como la de una cerilla (para el elemento Fuego), un florido arbusto (representando a la Tierra) y, finalmente, el elemento Agua, simbolizado por una brillante gota de agua. Rodeando el medallón se distingue una breve inscripción.

—¿Qué dice? —preguntó ansioso el señor Tomclyde.

—Es escritura rúnica —aclaró Magnus Gardelegen—. La inscripción dice así: «Tomclyde, el mundo mágico de los elementales te acoge con los brazos abiertos». Este medallón tiene unos cuantos años, unos ciento veinte para ser más exactos. Fue entregado a tu tatarabuelo, Elliot, por unos servicios prestados a la comunidad de los elementales.

—¿En serio? —preguntó un tanto asombrado el señor Tomclyde.

—Como Elliot sabe, el mundo mágico permanece oculto para los humanos. Salvando la relación con la familia Tomclyde, nunca ha habido un acercamiento entre ambos mundos. Hubiese sido muy peligroso para nosotros. El egoísmo y la codicia humanas hubiesen resultado fatales para las criaturas mágicas, mas no es mi cometido criticar a su raza. Siempre está la excepción que confirma la regla; y ésos son ustedes, los Tomclyde.

El señor Tomclyde, con el entrecejo fruncido, parecía no comprender muy bien la explicación.

—El apellido Tomclyde ha estado íntimamente ligado a nuestro mundo desde hace mucho tiempo. Han sido varios de sus antepasados los que han colaborado con nosotros. El último de todos fue su bisabuelo, el tatarabuelo de Elliot. Aún no había nacido yo, pero su aventura es muy conocida. —Los tres Tomclyde parecían prestar atención con todos sus sentidos—. Hace poco menos de ciento veinte años, Finías Tomclyde demostró tener poderes mágicos, igual que tú, Elliot.

El señor Tomclyde hizo ademán de interrumpir, pero Magnus Gardelegen prosiguió con su narración.

—Tenía veinte años… Sí, fue un caso muy tardío —confirmó el hechicero al ver el rostro perplejo del muchacho—. Era un joven robusto y muy avispado. Llegó a dominar a la perfección el elemento Tierra en un tiempo récord. A decir verdad, Tierra era el elemento en el que más se había prodigado la familia Tomclyde. Finías estudió en Hiddenwood. —Elliot sonrió—, el lugar más adecuado para aprender este elemento.

»Fueron tiempos oscuros y muy difíciles. El equilibrio que existía en el mundo se estaba resquebrajando. Cuando hablo del mundo, me refiero tanto al suyo como al nuestro. Al fin y al cabo, ambos se sostienen sobre los mismos pilares. —Magnus Gardelegen carraspeó—. Bien, como iba diciendo, fue una época terriblemente complicada. Tánatos, un ambicioso hechicero elemental, irrumpió en el mundo mágico conquistando varias de nuestras ciudades. Asimismo, se entretenía enviando todo tipo de desastres naturales a los humanos: erupciones volcanicas, maremotos, huracanes… Su poder era inmenso y los humanos estaban completamente indefensos ante él. Y en el mundo mágico apenas había alternativa: o se unían a él, o acababa con ellos.

»Muy pocos se atrevieron a luchar. Finías Tomclyde lo hizo, y su valentía estuvo a punto de costarle la vida. Se infiltró en el bando contrario hasta ganarse la confianza del mismísimo Tánatos. Aquella labor fue ardua y le costó varios meses. Estuvo a punto de ser descubierto, pero afortunadamente no estaba solo… Aprovechó un momento de debilidad de Tánatos para capturarlo y entregarlo. Seguramente no hubiese aguantado mucho más tiempo, pero nos dio a todos una gran lección. Aquella actuación bien valía la eterna amistad con la familia Tomclyde, por lo que se le entregó el medallón aquí presente.

—¿Por qué fue dividido? —inquirió el señor Tomclyde.

—Fue decisión de Finías. No quiso acaparar todos los elogios ni los premios, y los quiso compartir con un amigo que le apoyó en todo momento.

—Pero no puede ser usted… —dedujo el señor Tomclyde.

—No, no. Desde luego que no. No fui yo, fue mi abuelo, Rigelus Gardelegen.

—¿Qué fue de Tánatos? —preguntó de pronto Elliot.

—Fue hecho prisionero y enviado al mismísimo Centro de la Tierra.

—¿A Nucleum? —puntualizó Elliot.

—Veo que ya te han comentado unas cuantas cosas —dijo Magnus Gardelegen sonriendo a Goryn—. Sí, fue enviado a Nucleum, donde el planeta alberga una inmensa fuerza prácticamente imposible de superar. Nadie ha logrado salir jamás de esa prisión mágica.

—¿Y qué les ha traído hasta nosotros? —preguntó el señor Tomclyde cambiando de tema.

—Conocimos a Elliot por pura casualidad en el campamento de Schilchester. —Esta vez fue el turno de Goryn—. Acudió a ayudar a una joven hechicera y aquello nos llamó la atención, pues, como les hemos dicho, nuestro mundo mágico está oculto a ojos de los humanos.

—Hemos estado haciendo averiguaciones —prosiguió Magnus Gardelegen—, y hemos llegado a la conclusión de que efectivamente pertenecía a la única familia que ha tenido contacto directo con el mundo mágico: los Tomclyde.

—Comprendo —mintió el señor Tomclyde—. Sin embargo, ¿por qué Elliot? ¿Por qué él y no yo, o su abuelo? ¿Por qué ha surgido este don de pronto?

Esta vez fue Magnus Gardelegen quien alzó las manos comprensivamente.

—El hecho de que Elliot haya sido el elegido es un completo misterio. Créanme si le digo que no es un mero capricho de la Madre Naturaleza. Es algo que no se puede explicar. Lo único que puedo hacer es remitirme a lo sucedido en otras ocasiones.

El señor Tomclyde asintió.

—Su antepasado nos ayudó en tiempos oscuros, como le he comentado antes —prosiguió el hechicero—. Ahora reinan el equilibrio y la paz, pero no se puede garantizar que esta situación se mantenga para siempre. Tal vez sea una señal de la Madre Naturaleza. No lo sé… Elliot ha sido requerido por el Oráculo para superar las pruebas de magia elemental.

—¿Y es imprescindible que se vaya? —preguntó la señora Tomclyde.

—Esa es la voluntad del Oráculo —respondió Magnus Gardelegen, y la señora Tomclyde se llevó las manos a la cara.

—¿Cuánto tiempo estará fuera? —preguntó al cabo de un rato—. ¿Volveremos a verlo?

—Por supuesto que volverán a verlo —aclaró el anciano—. En vez de seguir un programa escolar como el que llevaba hasta el momento, deberá iniciarse en el estudio de la magia elemental. Realizará unas pruebas para saber a qué elemento pertenece y durante todo el año aprenderá sus diferentes aspectos. El próximo verano estará de vuelta en casa sin ningún problema.

La señora Tomclyde sacudió la cabeza en señal de desaprobación. ¿Cómo era posible que le sucediese aquello? Estaba viviendo una auténtica pesadilla. Deseó poder despertarse y que todo hubiese sido eso, una auténtica pesadilla. Pero no… Aquello era real como la vida misma. Aquellos brujos querían arrebatarle a su hijo… ¡y su padre parecía mostrarse de acuerdo!

Aquel pensamiento era absolutamente comprensible: ella no llevaba la sangre de un Tomclyde. No podía sentir lo mismo que sentían Elliot ni Mark (así se llamaba el padre del muchacho). Aunque ellos no lo supiesen, en sus venas llevaban una sangre por la que años atrás fluía magia elemental.

—¿Puede prometerme…? —Pero la pregunta de la señora Tomclyde quedó ahogada. Una lágrima salía de sus enrojecidos ojos, dando a entender una actitud de mayor resignación.

—Puedo prometerle que Elliot estará a salvo y que volverá a tener noticias suyas próximamente. Si sigue los mismos pasos que su antecesor Finías y pertenece al elemento Tierra, tenga por seguro que Goryn no le quitará la vista de encima. En fin… Les agradezco enormemente su atención y comprensión. Creo que es hora de marcharnos ya.

—¿Ya? Pero Elliot no se irá ahora con ustedes, ¿verdad? —preguntó incrédula la señora Tomclyde. Al observar la seriedad en el semblante de los dos elementales, trató de posponer lo inevitable—: ¿Y no podría irse la semana que viene? ¿O incluso mañana? —dijo en un arrebato la señora Tomclyde.

—Es necesario salir de dudas cuanto antes, señora Tomclyde. Y, créame, la despedida resultaría igualmente dolorosa cualquier otro día.

—Pero… ¿y el equipaje?

—No se preocupe —respondió Goryn—. Allí no le faltará nada.

—De todas formas —intervino Magnus Gardelegen—, si así lo desea, podemos venir a buscar a Elliot mañana a esta misma hora.

—Se lo agradecería enormemente.

Dicho esto, tanto Magnus Gardelegen como Goryn se despidieron cortésmente y se dirigieron a la habitación de Elliot ante la atónita mirada de la señora Tomclyde.

Una vez que hubieron atravesado la superficie del espejo en dirección a los bosques de Hiddenwood, el silencio en la vivienda de los Tomclyde se vio roto por el llanto de la madre de Elliot. Seguía sin dar crédito a lo que acababa de suceder.

Tampoco pudo hacerse a la idea durante las veinticuatro horas siguientes. Sin contar con su marido, hizo lo imposible por disuadir a Elliot de aquella descabellada idea. Los minutos y las horas pasaban a gran velocidad, mientras ella insistía e insistía.

Cuando comenzó a oscurecer, Elliot decidió salir a dar una vuelta. Debía ir a ver a Jeff y compañía para despedirse. Tras la experiencia del campamento, las cosas parecían haber mejorado algo en su relación amistosa. La tarea no resultaría fácil, pero finalmente fue menos complicada de lo esperado.

Se reunieron en casa de Matt y, después de una divertida sesión de juegos de mesa, Elliot soltó el bombazo. Por supuesto, lo camufló de forma que dio a entender que se iba un año entero a un internado muy lejos de Quebec. Ninguno de los amigos logró entenderlo con claridad, y mucho menos que se lo dijese unas horas antes de su partida. Evidentemente, poco podían hacer y no tuvieron más remedio que aceptar la situación resignadamente.

Ya era de noche cuando Elliot y Jeff se separaron. Jeff se quedó un rato mirando, incrédulo, la puerta de la casa de los Tomclyde. ¿Por qué su amigo del alma le había ocultado su marcha? Por un momento pensó que desconfiaba de él, o que ya no eran tan amigos, pero al final se convenció de que lo que Elliot quería era evitar lo que le corroía en aquel instante. Y, pensando en los gratos momentos que había vivido junto a Elliot Tomclyde, se alejó de la casa de su mejor amigo. Sus pasos se perdieron en la oscuridad de una triste noche.

La mañana siguiente no se hizo esperar, y Goryn y Magnus Gardelegen tampoco. Puntuales como un reloj, aparecieron poco después de comer.

Elliot no se lo había dicho a las claras a su madre por no entristecerla, pero estaba deseoso de poder disfrutar de aquella experiencia. Desde que regresó de Schilchester no había pasado un solo día sin pensar en aquel «sueño». Ahora parecía hacerse real. Una duda le asaltó repentinamente.

—¿Viajaremos a través del espejo?

—Igual que hemos venido, sin duda —dijo Goryn—. El espejo de tu cuarto es lo suficientemente grande para poder abrir una puerta en él. Ya lo has visto…

Se dirigieron a la escalera. Los señores Tomclyde iban abrazados: aún no habían asumido que su hijo se marchaba. A Elliot, en cambio, se le veía bastante alegre. Quizá fuese eso lo que les dio fuerzas para subir los peldaños.

Entraron en el dormitorio de Elliot y, mientras Magnus Gardelegen realizaba el hechizo sobre el espejo, el muchacho se volvió para dar un fuerte abrazo a sus padres. Con sólo doce años, se veía obligado a estudiar fuera de casa. Fueron unos momentos tan emotivos como tristes para la familia Tomclyde.

—Cuídate, Elliot —le dijo su padre finalmente.

—Y vuelve pronto —dijo ella.

Goryn ya había cruzado el espejo. Magnus Gardelegen aguardaba a que Elliot hiciera lo propio. Y hacia allí se encaminó con paso firme. Introdujo la pierna derecha, un brazo, la cabeza y el cuerpo entero. Era la misma sustancia gelatinosa que había atravesado en el lago. Volvió a tener la misma extraña sensación. Pero, en esta ocasión, no sólo dejaba atrás su mundo, sino que en él se quedaban sus padres.