EL estridente sonido de una trompeta hizo que Elliot pegase un bote de la cama. Tenía un sueño terrible y se sentía hecho polvo, como si una apisonadora hubiese pasado sobre él. No era posible que ya fuesen las siete de la mañana. ¡Si daba la impresión de que se había acostado hacía cinco minutos! Recordó su escapada de la noche anterior y lo fructífera que había resultado. La imagen de Sheila cruzó por su mente y eso levantó un poco su ánimo. Volvió a pensar en Jeff… ¡la aventura que se había perdido! Por un momento, pensó en ir corriendo a contárselo todo; pero había algo en él que le aconsejaba guardar silencio. Al menos, por el momento.
Tenía puesta la ropa del día anterior. Había llegado tan rendido que no se había molestado en cambiarse. Hizo un gran acopio de coraje y se puso en pie. Vio que Gorkky no se encontraba en la habitación y que otros dos de sus compañeros salían por la puerta en ese mismo instante. Había un tercer chico, moreno y con el pelo desordenado, sentado sobre la cama contigua a la de Gorkky atándose los cordones de sus zapatillas deportivas. En aquel momento se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban. Más aún, era la primera vez que veía los rostros de sus compañeros de bungalow.
Entonces pensó que desde que había llegado al campamento se había comportado de forma un tanto rara. En cuanto puso los pies en el lugar, su actitud había dado un giro radical. Llegó cargado de ilusión por disfrutar de unos días de campo y de hacer nuevos amigos, pero en cuanto vio a Gorkky en el autobús las cosas habían empezado a torcerse. Desgraciadamente, y por si fuera poco, les tocó compartir bungalow y, para colmo de males, había tenido una pequeña disputa con Jeff. Ahora se daba cuenta de que, por su enfado de la tarde anterior y su posterior incursión por el bosque, no conocía a ninguno de sus compañeros. Todo esto había ocurrido en menos de veinticuatro horas. Había que solucionar el problema, atacarlo de raíz; y eso implicaba comenzar ya.
—Buenos días —saludó sonrientemente Elliot. Sin embargo, el muchacho siguió el mismo camino que los otros dos y se fue sin decir ni pío. Es más, ni le había mirado; Elliot tenía la impresión de que ni siquiera le había oído. Un tanto extrañado, recogió sus cosas y abandonó el bungalow. A lo lejos pudo contemplar al señor Frostmoore dando las primeras instrucciones; los demás monitores estaban detrás de él, firmes como si fuesen soldados pasando revista ante el más alto mando del ejército. Los muchachos aún estaban adormilados y bostezaban de vez en cuando, aguantando estoicamente las palabras del monitor principal. No había fuerzas ni para hablar con el compañero de al lado.
—Bien, bien. Espléndida y soleada mañana. Veo que ya estamos casi todos. Habrá que aligerar en los próximos días. Hoy, por ser el primero, lo pasaremos por alto. —Hizo una pequeña pausa mientras contaba las cabezas—. Antes de tomar un frugal desayuno, ¿qué os parece si nos refrescamos en el lago?
Elliot se encontraba justo detrás de unas chicas a las que no parecía hacerles gracia un baño matutino; entre otras cosas, porque, pese a ser verano, el agua estaría muy fría. Qué diablos, a las siete de la mañana cualquier baño resulta gélido. No cabía duda de que metiéndose en el agua se despertarían por completo.
—Venga, seguidme —ordenó el señor Frostmoore mientras se dirigía al arco de entrada—. Un baño frío va fenomenal para la circulación. Necesitáis tener vuestros músculos bien despiertos y preparados, porque después del desayuno vamos a realizar la primera gran caminata.
Elliot aún no había visto a Jeff. A decir verdad, no había visto a ninguno de sus amigos. Probablemente los vería de camino al lago, así que se puso en marcha siguiendo al grupo desde su rezagada posición.
Fue un trayecto de apenas cinco minutos. Los muchachos marcharon en fila india, silbando, siguiendo el ejemplo de los cinco monitores. Elliot se mantuvo durante todo el camino al final del grupo estirando el cuello, tratando de avistar a sus amigos. La fila era muy larga y serpenteaba entre los pinos como si fuera un ciempiés. En este caso tendría unos doscientos pies, pensó Elliot mientras sonreía por su original ocurrencia.
Llegaron a una zona pedregosa y sin vegetación, salvo por unos juncos que crecían en algunas zonas de la orilla. El agua estaba tranquila y no parecía tener mucha profundidad, al menos en esa parte. Sin embargo, pudo ver cómo Greg Robinson —el monitor que les entregó los bocadillos de la cena— se tiraba desde lo alto de un saliente de roca que se elevaba unos metros a su izquierda. El salto de tres metros pareció animar a la mayoría de los muchachos, que rápidamente le imitaron. Las chicas, más recatadas, prefirieron mojarse antes los pies.
Fue en aquel preciso instante cuando Elliot vio cómo Matt y Jeff saltaban desde lo alto de la roca.
Elliot también quiso vivir la experiencia y se dirigió al peñón. Notó cómo la humedad había hecho crecer una fina capa de musgo en uno de los flancos rocosos, lo cual no le impidió subir fácilmente. Un pie aquí, otro allí, y se encontró arriba en un santiamén. Desde allí vio a sus amigos nadar y chapotear frenéticamente.
—¡Jeff! ¡Matt! —les llamó—. Está fría, ¿eh? No hubo respuesta. Y, sin esperar más tiempo, se tiró. —¡Allá voooy!— gritó Elliot en el aire. Efectivamente, el agua estaba como un cubito de hielo, aunque en estado líquido. Sintió cómo el frío penetraba hasta lo más profundo de sus huesos. Matt y Jeff estaban salpicándose el uno al otro, y se acercó a nado hasta ellos. Al llegar, Elliot hizo lo mismo y comenzó a echarles agua, pero no reaccionaron.
—¿Se puede saber qué os pasa? ¿Es que todos os habéis puesto de acuerdo para no hacerme caso? —preguntó Elliot. Una voz profunda contestó desde lo alto de la roca:
—No te oyen.
Elliot se dio la vuelta como un resorte y miró hacia arriba. Por un instante, dudó de si sus ojos le estaban jugando una mala pasada. Tal vez aún no había terminado de despertarse y todo era fruto de un extraño sueño. Y es que sobre la roca estaba un hombre completamente calvo, vestido con una larga túnica negra y con los brazos cruzados. Una nariz aguileña resaltaba en su alargada cara, cuyos pequeños ojos oscuros le observaban.
—Tampoco te ven —prosiguió—. A decir verdad, para ellos es como si no existieras.
—¿Qué les ha hecho a mis amigos? —preguntó Elliot sin comprender absolutamente nada—. ¿Quién es usted?
—No se trata sólo de tus amigos, sino de todos los aquí presentes. —Uno de los chicos que compartía su bungalow pasó al lado del hombre y se tiró alegremente al agua sin prestarle atención alguna—. De todas formas, puedes estar tranquilo; se encuentran perfectamente. Tan sólo es un pequeño e inofensivo encantamiento.
Elliot seguía en el agua. A duras penas podía hacer pie y, al oír la palabra «encantamiento», casi se atraganta. En todo ese tiempo había mantenido su mirada fija en el hombre de negro que se alzaba en la roca, haciendo denodados esfuerzos por mantenerse a flote hasta que empezó a temblar. Llevaba casi un minuto sin moverse y empezaba a tener frío.
—¿P-por q-qué lo ha hecho? —dijo tiritando.
—Será mejor que salgas del agua si no quieres resfriarte.
Elliot no se lo pensó dos veces y se dirigió a la orilla. Cuando salió del lago, se dio cuenta de que no tenía toalla, pero allí estaba aquel peculiar personaje con el que acababa de entablar conversación tendiéndole una de un color verdoso, como si le hubiese leído el pensamiento. Se la echó por los hombros y notó que desprendía un leve olor a eucalipto. Era muy mullida y suave, y pronto le hizo entrar en calor.
—Estupendo. Creo que ahora estarás mucho mejor… Elliot. El chico levantó la vista. Esa persona conocía su nombre aunque dadas las circunstancias, no le causó mucha sorpresa. En las últimas horas había vivido situaciones bastante más inusuales y extrañas. Que supiese su nombre no iba a ser casualidad, desde luego.
—Elliot Tomclyde, señor —decidió completar entonces—. ¿Y usted? Aún no me ha dicho quién es ni qué quiere de mí. —La reacción fue instantánea. El hombre lanzó una penetrante y amenazadora mirada hacia Elliot, y sus ojos se quedaron clavados en él sin decir nada. Tal vez le había parecido grosero; quién sabe, a lo mejor detestaba a los preguntones. Pero ahí seguía, inmóvil como una estatua; incluso tenía la impresión de que estaba ligeramente más pálido que unos segundos atrás. No había que ser muy avispado para darse cuenta de que algo de lo que había dicho no le había sentado bien. Tras unos segundos que parecieron siglos, la situación cambió.
—Mmm… —Por lo menos ya decía algo, pensó Elliot—. ¿Elliot Tomclyde? Sí… Tu nombre me suena de algo…
—Perdone, señor —dijo Elliot, que comenzaba a sentirse algo incómodo—, pero creo que Elliot es un nombre bastante común. Y supongo que no seré el único que se apellide Tomclyde…
—Tal vez tengas razón, tal vez no. Puede que en el mundo del que procedes esa afirmación sea cierta, pero en el «nuestro», no.
—Disculpe, señor, pero no le entiendo.
—Perdona, llámame Goryn —se presentó éste de repente—. Y, aunque no me vayas a creer, soy un hechicero. Concretamente un elemental; maestro de Naturaleza, para ser exactos.
—Goryn… ¿Maestro de Naturaleza? ¿Hechicero elemental? —preguntó Elliot un tanto perplejo.
—Eso es —confirmó Goryn.
—¿Dónde está su varita? —preguntó Elliot de pronto.
—¿Perdón?
—Sí, su varita mágica. Todos los magos y hechiceros llevan una —puntualizó Elliot, que se negaba a creer al desconocido—. Lo he leído en muchos libros.
—Por lo que veo te gusta leer…
Elliot asintió.
—Libros… —murmuró Goryn—. Libros fantasiosos redactados por humanos que no hacen sino imaginar un mundo que desconocen. Lamento defraudarte, Elliot, pero los elementales no tenemos varitas mágicas. La magia fluye en el interior de la persona y habitualmente brota de las manos. Es cierto que existe algún objeto como los bastones de poder, pero no son otra cosa que varas encantadas sin poder propio. Ni más, ni menos.
Elliot se había quedado boquiabierto.
—De todas formas —prosiguió Goryn—, eso no es lo que me ha traído hasta aquí. Como te iba diciendo, tu apellido no es muy corriente en nuestro mundo, y yo no soy el más indicado para darte una explicación ahora. Estoy seguro de que obtendrás las respuestas y aclaraciones necesarias, pero todo a su debido tiempo. —Elliot no tuvo más remedio que asentir—. Mi misión aquí es la de corroborar unos hechos y llevarte al Concilio para el que has sido requerido.
—¿Concilio? —Ahora sí que estaba nervioso—. Pero yo no he hecho nada. Seguro que se trata de un error…
Goryn movió lentamente la cabeza de un lado a otro, esbozando una leve pero insinuante sonrisa.
—No. No se trata de ningún error, mi querido Elliot. El hecho de que estés hablando conmigo confirma mis sospechas. —La cara de Elliot era todo un poema—. Tienes un don. Por lo menos, me gustaría llamarlo así de momento.
—¿Un don?
—¿Recuerdas tu pequeña aventura de anoche en el claro donde se alza la Gran Secoya? —le devolvió Goryn la pregunta.
Elliot asintió, sin saber cómo podía haberse enterado. Salvo Sheila y los trentis, nadie más tenía constancia de que él había estado en el bosque la noche anterior.
—Anoche fui yo quien llamó a Sheila imitando el canto del búho. No estaba muy lejos de vosotros, aunque llegué tarde para presenciar todo lo que ella me contó luego. Por lo visto, la ayudaste a liberarse de unos trentis.
—Bueno… Algo así —dudó Elliot—. ¿Conoce a Sheila?
—Eh… sí. Pero no nos desviemos del tema de nuestra conversación. —Una vez más, Elliot asintió—. El hecho de que nos veas a Sheila y a mí y de que puedas hablar con nosotros, los elementales, es muy significativo. Debes saber que ningún humano corriente puede hacerlo… si no es por voluntad nuestra. Ellos no nos sienten, no nos ven, no nos oyen… salvo que nosotros lo deseemos. Sin embargo, tú puedes hacerlo. Y te aseguro que en ningún momento he mostrado voluntad alguna de que pudieses verme, y está claro que me ves. ¿No es así?
—Sí… Pero eso podía saberlo por Sheila.
—Tienes razón —aceptó el hechicero—. Ella me explicó la situación y pensó que había algo en ti que no le encajaba. Hablabas como un humano y te comportabas como tal…
—… pero yo podía verla y hablar con ella —dedujo Elliot en voz alta.
—Exacto —afirmó Goryn—. Sin embargo, ella acababa de pasar un mal trago con los trentis. Cabía la posibilidad de que te hubiese visto u oído y, en un momento de debilidad, haberse dejado ver por ti para que la ayudases. Y eso es lo que yo tenía que comprobar.
—De acuerdo, supongamos que tengo el don ese… —dijo Elliot—, ¿por qué no puedo seguir bañándome con mis amigos? Quiero decir: ¿por qué debería ir a ese Concilio en lugar de seguir con mi vida normal? También podría ser que usted me estuviese engañando…
—¿Engañándote? —preguntó Goryn, y sonrió—. ¿No te has sentido ya bastante ignorado todo el día? ¿No crees que mi encantamiento es una prueba más que suficiente?
Sin duda era un hecho que se debía tener en cuenta, pensó Elliot.
—En cuanto a lo del Concilio, no puedo darte más explicaciones. Debo pedirte que confíes en mí y me acompañes. Te aseguro que no te sucederá nada y que tan pronto como se celebre volverás a reunirte con tus amigos.
—Si acudo… ¿recuperarán la normalidad? —preguntó Elliot.
—En cuanto nos vayamos se romperá el encantamiento. Palabra de Goryn.
—Está bien —aceptó Elliot.
—Estupendo. Entonces, sígueme.
Y así fue como Elliot comenzó a dar sus primeros pasos en el mundo mágico de los elementales. Atrás quedaron refrescándose Jeff, Matt y Betty; el señor Frostmoore también se había animado a saltar desde la gran roca; Gorkky se divertía haciendo aguadillas a los más pequeños… Todo el mundo que conocía se iba alejando a grandes zancadas, mientras él se introducía en un mundo completamente fantástico y oculto para la mente humana. Le habían convocado para un Concilio y no tenía ni la menor idea de lo que eso iba a significar para su vida, porque, a partir de aquel instante, ni las cosas seguirían su cauce normal ni Elliot volvería a ser el mismo.
El muchacho caminaba en silencio. No había dejado de pensar en el esperpéntico comienzo de campamento que había tenido, y ahora se le unía un hechicero llamado Goryn que decía ser un elemental y que, dicho sea de paso, caminaba dos metros por delante de él. Era alto, por lo que se movía a grandes trancos, y Elliot tenía dificultades para seguirle. Bordearon el lago durante medio kilómetro hasta llegar a un pequeño riachuelo.
En ese punto, Goryn se desvió a la derecha y avanzó unos veinte pasos. Se paró en seco y se agachó para retirar unas grandes hojas de helecho entre las que se ocultaba una pequeña barca de madera cobriza. La empujó hasta ponerla a flote en el agua. Indicó con la mirada a Elliot que se subiese y éste obedeció sin rechistar.
Era una canoa alargada de reducido tamaño, en la que no cabían más de dos personas. A Elliot le recordaba a aquellas de los indios que veía en la televisión, pero más pequeña. Goryn extrajo dos remos que se deslizaron suavemente por la superficie hasta llegar al lago. La verdad es que Goryn debía de ser un experto en el arte de la navegación, puesto que los remos y él parecían una sola unidad. Siguieron avanzando lentamente en completo silencio, sólo interrumpido cada vez que los remos hendían el agua.
Tras unos veinte minutos surcando las calmadas aguas, se aproximaron a un pequeño acantilado que había en la otra orilla, donde la roca se alzaba desde el mismo nivel del agua. Probablemente la erosión había sido la artífice de la pared natural hacia la que navegaban. Era alta, ancha y muy plana, como si la hubiesen alisado con una capa de cemento. Una vez a su altura, Goryn dejó de remar y dijo:
—Hemos llegado.
Elliot iba a decir algo, pero se le quedó congelado en los labios pues, antes de que pudiese pronunciar palabra alguna, se dio cuenta de que Goryn hablaba con la pared… ¡que en ese momento reflejaba su imagen! Podía verse sentado en la barca junto al hechicero, como en un espejo.
Goryn comenzó a remar de nuevo, aunque esta vez lo hizo con gran parsimonia, encauzando la barca hacia la pared transformada en espejo. Lo que sucedió a continuación es algo que Elliot jamás pudo explicar. Aquello que hasta hacía unos segundos había sido roca sólida, se acababa de transformar en un espejo… líquido. No cabía otra explicación, porque lo estaban atravesando en ese preciso instante. Ni mojaba ni manchaba; era como cruzar a través de un muro de gelatina, aunque tampoco era pegajoso. Fue una sensación indescriptible. Sin embargo, todo aquello comenzaba a gustarle a nuestro joven amigo. Toda la magia que le rodeaba era como un sueño hecho realidad.
—Bienvenido a Hiddenwood —le dijo Goryn.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Elliot boquiabierto.
—¿Hacer qué?
—Atravesar la montaña. Hemos pasado por…
—Ah, eso —dijo Goryn, como si fuese lo más normal del mundo—. Un sencillo hechizo de ilusión. En realidad hay un gran espejo tallado en la roca, pero queda oculto tras un hechizo que lo protege. Los espejos son realmente útiles en nuestro mundo, pues son utilizados como puertas. Éste en concreto es uno de los muchos accesos a las inmediaciones de Hiddenwood. Cómodo y discreto, ¿verdad?
Elliot no dijo nada. Simplemente se limitó a girar su cabeza, observando con gran curiosidad el nuevo mundo que se abría ante él. Habían dejado atrás un extenso lago para penetrar en un reducido pero agradable manantial. A su izquierda, una pequeña cascada caía a borbotones manando de la roca como si fuera un gran grifo natural. Fue entonces cuando Elliot se dio cuenta de que, tras de sí, el espejo había recuperado su anterior forma de pared pétrea de color gris oscuro.
Dos hermosos cisnes, blancos como la nieve de Quebec, pasaron frente a la barca para disfrute de Elliot. Su porte y la forma de surcar el agua eran majestuosos, dignos de un lugar como aquél.
A mano derecha, vio un molino de agua que giraba como por arte de magia, pues no había corriente alguna que lo impulsase. Pero lo más curioso de todo era que, al otro lado, había un segundo molino de agua.
Goryn, al ver la cara de perplejidad de Elliot, se lo explicó:
—Este es el del agua fría, que tal cual brota puede ser distribuida a los habitantes de Hiddenwood. Mientras que aquél se asienta sobre un pequeño geiser subterráneo que calienta el agua. Como puedes ver, no cesa de borbotear. Eso es porque el agua está en ebullición. Y el molino la envía a los hogares, de manera que contamos con agua fría… y también caliente.
Goryn arrimó la barca a un pequeño saliente arenoso y desembarcaron. La arena se apelmazaba y se unía formando un pequeño sendero que estaba rodeado de árboles de todas las especies. Atrás habían quedado los abetos y los pinos en abundancia (aquí también los había, pero en menor cantidad). Elliot pudo distinguir algunos robles, sauces, álamos, chopos, castaños y hayas, ejemplares que le había enseñado su padre en los innumerables paseos que habían dado juntos por el bosque, aunque había muchos, muchísimos más árboles.
Elliot recordó toda su vida en aquel instante, mientras escuchaba el canto de las numerosas aves que por allí volaban. Porque a la frondosa arboleda se unían incontables especies de pájaros, desde las de mayor tamaño como las águilas y las cigüeñas, hasta las más pequeñas como gorriones, petirrojos, colibríes y zorzales.
Tras superar un grueso vallado de madera, Elliot comenzó a ver las primeras casas. No presentaban un aspecto ostentoso, ni mucho menos. Las viviendas, en su mayoría de piedra, estaban decoradas con sencillez, con puertas y ventanas de madera y coronadas por modestos tejados de paja y heno (Elliot se enteró de que un hechizo de impermeabilidad y otro de unión impedían que el viento se los llevase), sobre los que se elevaban graciosas chimeneas de múltiples formas y tamaños. Todas las casas tenían su pequeño jardincito y lucían unos parterres repletos de flores multicolores.
—Ésta es una zona residencial —explicó Goryn—. Si tomásemos esta avenida de la derecha, llegaríamos a la zona más comercial de Hiddenwood. Pero ahora tenemos bastante prisa, nos están esperando. Es posible que más tarde haya tiempo suficiente para que lo conozcas con más detalle.
Pese a lo acogedor del lugar, las calles estaban desiertas. Según le contó Goryn a Elliot, la trompeta del campamento había sonado muy temprano aquella mañana, así que no era de extrañar que los habitantes de Hiddenwood estuviesen descansando aún. Tal vez fuese mejor así, porque el muchacho no dejaba de ser un forastero —su vestimenta le delataba— y hubiese sido objeto de numerosas preguntas.
Así que siguieron avanzando hasta llegar a un edificio circular. Estaba rematado por una gigantesca cúpula de cristal en la que se reflejaban los primeros rayos del sol. Se sostenía sobre unas columnatas que parecían de granito, en cuyos capiteles había esculpidos motivos florales. Era, con diferencia, la construcción más elegante de todas las que había visto Elliot hasta el momento, y supuso que allí tendría lugar el famoso Concilio.
Se aproximaron a la puerta majestuosa e imponente, donde les aguardaba una mujer vestida con una túnica plateada. Tras repasar exhaustivamente a Elliot con la mirada, se dirigió a Goryn:
—Puntual como siempre. Os aguardan en el Claustro Magno.
—Gracias, Wendolin.
Goryn permaneció impasible, callado y pensativo, como lo había estado durante casi todo el trayecto. Por su parte, Elliot se sentía nervioso. Para ser sincero, tenía un apretado nudo en el estómago. Pero no hubo mucho más tiempo para pensar en lo que sucedería a continuación, porque por lo visto había muchas prisas por comenzar la reunión.
Fue la mujer la que encabezó la marcha. Avanzaron por un oscuro pasillo, que recibía una tenue luz proveniente del fondo hacia donde se encaminaban. Pasaron ante dos grandes y robustas puertas de madera de roble a cada lado. Elliot vio que tenían diferentes símbolos de la naturaleza tallados en relieve, como hojas, flores y árboles. Sin embargo, apenas se fijó en los sombríos retratos que colgaban de los grisáceos muros y que parecían observarles detenidamente mientras pasaban frente a ellos. Todos llevaban largas barbas blancas y, por su atuendo y los libros que sostenían en sus manos, Elliot supuso que serían magistrados. Magistrados de la magia, o algo así. Llegaron a la doble puerta de la que surgía la luz y, en ese preciso instante, se acallaron todos los murmullos que hasta hacía bien poco llenaban el lugar. Elliot siguió a la mujer y a Goryn hasta el mismísimo centro de la habitación, marcado en el suelo por un mosaico que dibujaba una enorme estrella anaranjada. Presentaba cuatro grandes rayos de luz y cuatro más pequeños, como si indicasen los puntos cardinales y sus puntos intermedios. Sobre la gran estrella había una solitaria silla de madera, de aspecto confortable. Al llegar a ésta, Goryn se volvió y le indicó:
—Aguarda de pie hasta que te ordenen sentarte. Elliot asintió. Vio cómo ambos se encaminaban hacia una tarima y comenzaron a hablar en susurros con cuatro personas vestidas con llamativas túnicas. Dos de ellas eran mujeres; las otras dos, hombres. Todos ellos eran bastante ancianos y parecían personas importantes, como si fuesen los pilares del mundo mágico en el que actualmente se encontraba inmerso. Elliot observó más detalladamente la habitación. Era circular, al igual que la cúpula que la coronaba. Se percató de que la estancia estaba rodeada por doce bustos, simétricamente colocados como los doce puntos que marcan la hora en un reloj. Todos eran de mármol blanco y sus rostros, en los que se podían percibir incluso las arrugas, estaban tan bien tallados que parecían reales. A Elliot le dio incluso la impresión de que uno le guiñaba un ojo. También se fijó en que en cada plataforma redonda sobre la que descansaban los bustos, había un pequeño dibujo justo debajo de las cabezas. Elliot pudo distinguir entre ellos un arbusto, una llama y una nube. Había un cuarto símbolo, una pequeña gota de agua, que Elliot no llegó a vislumbrar. En verdad, tampoco prestó mayor atención porque rápidamente se dio cuenta de que en la sala se encontraba Sheila.
Estaba a su derecha, luciendo una túnica casi blanca, con un ligerísimo tono azul. Bien podría ser la que llevaba anoche cuando se la encontró en el bosque. Sus penetrantes ojos estaban clavados en Elliot. Cuando él la miró, esbozó una sonrisa. Elliot se puso colorado como un tomate y desvió la mirada hacia el otro lado: una veintena de sillas completamente vacías. Desierto. Entonces giró la cabeza muy despacio hacia su derecha, pero Sheila ya no le miraba. Junto a ella había dos sillas vacías, y las siguientes estaban ocupadas por cuatro trentis. Uno de ellos era grueso como un tronco y bastante más alto que los otros tres. Elliot no lo reconoció. El resto de las sillas estaban desocupadas.
Goryn se dirigió a su sitio, justo al lado de Sheila. Inmediatamente después, la mujer se encaminó a la doble puerta de entrada y, una vez que cerró ambos portones, se sentó junto a Goryn. Elliot se quedó mirando fijamente al frente, sosteniendo la mirada de los cuatro ancianos.
—Puedes sentarte —dijo finalmente la mujer de la izquierda.
Tenía unas facciones muy finas y miraba tiernamente a Elliot. Su pelo, castaño, estaba sujeto con un moño. Sin embargo, lo que más destacaba de todo era su preciosa túnica verde, ribeteada en dorado.
—Gracias… señora —respondió educadamente Elliot.
—Me llamo Cloris Pleseck, y soy la responsable del elemento Tierra.
—Hola, Elliot —saludó el hombre que tenía a su lado. Larga barba blanca; larguísima y blanquísima. Llevaba una holgada túnica de color azul marino con ribetes plateados. Sin lugar a dudas debía de ser el mayor de todos—. Yo me llamo Magnus Gardelegen, y a mi cargo está el elemento Agua.
Las presentaciones siguieron en orden, y llegó el turno al tercero de ellos o, mejor dicho, a la segunda mujer. Era un poco más regordeta que Cloris Pleseck, y miraba a Elliot con la misma ternura. Tenía el pelo rizado y corto; su túnica era blanca como la barba de Magnus Gardelegen, aunque con ribetes cobrizos.
—Yo soy Mathilda Flessinga, encargada de salvaguardar el elemento Aire —dijo sin más.
Elliot asintió y dirigió la mirada al último de ellos. Semblante serio e imperturbable, frío como el hielo, y luciendo una hermosa túnica de un intenso rojo. Su voz, muy grave, dijo escuetamente:
—Soy Aureolus Pathfinder, y el Fuego es mi elemento.
Aquello sonó un tanto presuntuoso y posesivo. Lo dijo con tanta seriedad que a Elliot casi le dieron ganas de reír. Sin embargo, la penetrante mirada del hechicero seguía clavada en él, así que Elliot no se atrevió a mover ni un músculo del rostro.
—De modo que tú eres Elliot… Elliot Tomclyde —dijo Cloris Pleseck rompiendo un incómodo silencio.
—Sí, señora —asintió Elliot.
—Tu presencia ha sido requerida ante este Consejo debido a ciertos sucesos acaecidos en las últimas horas. Imagino que ya sabrás a qué nos referimos… —indicó Magnus Gardelegen.
—Supongo que sí… —dijo tímidamente Elliot—. Aunque sigo sin comprender cuál es el problema. Tan solo fui a ayudar a…
—¡No sabe cuál es el problema! —Ironizó un serio Aureolus Pathfinder—. Yo te lo explicaré, amiguito. Nadie entra en nuestro mundo así como así. Ésa es la cuestión por la que estás aquí, y hemos de tomar una decisión sobre qué hacer contigo.
—¡Castigo! —Gritó el trenti gigante poniéndose en pie—. ¡Castigo! Ha agredido a tres de mi raza, miembros de la comunidad mágica.
—¡Silencio, Haduk! —Ordenó Magnus Gardelegen alzando la voz para imponerse—. Esos tres recibieron un justo castigo por tratar así a una dama. Creo que en su día ya hablamos acerca de las travesuras de los tuyos y de cómo debían ser tratadas. Tú, como rey del mundo trenti, y Freck, Log y Gree. —Elliot dedujo que eran los nombres de los otros tres—, habéis sido citados por ser los únicos que habéis visto a Elliot hasta ahora. También tú, Sheila. Nadie que no esté en esta sala ha visto a nuestro joven amigo por el momento. Por eso debo pediros, como portavoz de este Consejo, que guardéis la máxima prudencia y discreción al respecto. Una vez que salgáis de esta sala, no mencionaréis ninguna cosa relacionada con Elliot. Creo que no hace falta recordaros que incumplir una orden del Consejo conlleva un severo castigo. Y ahora, por favor, podéis marcharos.
Los trentis se fueron murmurando entre dientes. Wendolin tomó del brazo a Sheila, que miró por última vez a Elliot, esta vez con el semblante serio. Por su culpa se encontraba en una delicada situación.
—El asunto que nos trae aquí es grave. Muy grave. No es algo habitual que un humano penetre con tanta facilidad en el mundo mágico como tú lo has hecho. —Magnus Gardelegen se dirigió a Elliot—, y, como dice Aureolus, hemos de debatir tus intenciones y qué hemos de hacer contigo.
Elliot permanecía con la cabeza gacha y comenzaba a preocuparse. Tan sólo había salido a contemplar la magnífica secoya… y a ver si veía alguno de esos espíritus que habían mencionado en el relato. ¡Y ahora se encontraba frente a cuatro grandes hechiceros que iban a debatir qué hacer con él! Goryn, que había permanecido en la sala, seguía atento todo lo que se decía.
—Magnus, si nos atenemos a los hechos, estamos ante un niño. Tan sólo trató de ayudar a Sheila —expuso Mathilda Flessinga.
—Cierto, cierto —corroboró Cloris Pleseck—. Sin embargo, seguimos sin saber nada de él.
—Sabemos algo —desmintió Magnus Gardelegen—. Estaréis conmigo, estimados compañeros, en que existe una gran diferencia entre no saber nada y saber algo. Cuando tenemos conocimiento de algo, siempre es más fácil trabajar sobre los datos de que disponemos que recurrir a la adivinación, que en mi opinión es una rama muy confusa de la magia. Por el momento, su categoría de niño y su bondad a la hora de ayudar a Sheila son puntos que juegan a su favor… al igual que el hecho de ser un Tomclyde.
—Perdonen —interrumpió Elliot—, ¿qué sucede con mi apellido? Me pareció que a Goryn le llamaba la atención cuando lo mencioné —el aludido expresó cierta sorpresa ante este comentario—, y ustedes ahora dicen que es algo que juega a mi favor.
—No pierdes detalle, jovencito —dijo Magnus Gardelegen sonriente—, mas no creo que sea el momento idóneo para aventurarnos en este aspecto. Es preciso analizar con detenimiento tu procedencia, tu genealogía, tu forma de ser… Por esta razón, propongo que regreses al campamento del que vienes y sigas tu vida con normalidad. Mientras, este Consejo se encargará de realizar las pertinentes averiguaciones. Una vez finalizadas, si es menester, nos pondremos en contacto contigo.
Mathilda Flessinga y Cloris Pleseck parecían estar de acuerdo con su compañero y asintieron. Pero Aureolus Pathfinder repuso:
—No puede salir de aquí. —El semblante de Elliot se ensombreció. Ya ni siquiera pensaba en sus amigos, sino que su mente viajaba más lejos aún. Concretamente, a Quebec, donde sus padres vivían ajenos a todo lo que allí estaba sucediendo—. Podría hacer uso de sus poderes delante de otros humanos y eso nos causaría muchos problemas. Los elementales hemos sido siempre muy cautos y nos hemos mantenido siempre al margen, ocultos. Debemos seguir así. Propongo que se quede aquí, incomunicado, hasta que todo quede convenientemente aclarado.
—¡Es un niño! —replicó Cloris Pleseck.
—¿Po-poderes? —tartamudeó Elliot, completamente estupefacto ante lo que sus oídos estaban escuchando. Esa conversación carecía de sentido alguno—. Pero si yo no tengo ningún poder… Únicamente les he visto a ustedes y…
—Aureolus —le interrumpió calmadamente Magnus Gardelegen alzando las manos—, las decisiones del Consejo han de ser tomadas por unanimidad, como bien sabes…
—Magnus, es un riesgo demasiado grande que no estoy dispuesto a correr.
—Aún no ha demostrado ningún tipo de poder. No está asignado a elemento alguno…
—¡Porque no le conocemos en absoluto! ¡Ese es el gran riesgo que corremos!
—Yo me encargaré de él —propuso Goryn de repente, sorprendiendo a todos—. Puedo vigilarle… si ése es el problema.
Magnus Gardelegen asintió, pero Aureolus Pathfinder mantenía el ceño fruncido.
—No me gusta —dijo este último—. Pero si va a estar vigilado…
—Queda decidido. Así pues, permanecerás bajo la atenta vigilancia de Goryn —concluyó Magnus Gardelegen.
Dicho esto, se pusieron en pie. Goryn acudió junto a su nuevo protegido y le acompañó a la puerta; los cuatro grandes hechiceros se quedaron discutiendo el modo de proceder a continuación. Aureolus Pathfinder movía los brazos airadamente mientras los otros tres trataban de apaciguarle. Elliot echó un último vistazo al busto que había junto al portón y le pareció escuchar un «Nos vemos». Giró la cabeza extrañado, pero la piedra esculpida estaba completamente inmóvil. «Qué estupidez, Elliot, las estatuas no hablan», pensó. Y salió por la puerta seguido de Goryn.
—Gracias —dijo Elliot en un susurro mientras avanzaban por el oscuro pasillo—. Por un momento pensé que me quedaría aquí durante una temporada.
—Te prometí que volverías… y había que cumplirlo, ¿no? —le contestó Goryn.
Se adentraron en una callejuela empedrada que estaba completamente desierta. Los ventanucos de madera seguían atrancados y no se percibía movimiento alguno. Elliot, más relajado, no pudo evitar un sonoro bostezo.
—Vaya, tienes sueño ¿eh? —dedujo hábilmente Goryn.
—Pues sí, para qué lo vamos a negar… He tenido que madrugar bastante.
—Si te hubieses acostado a la hora debida, ahora estarías en forma —dijo el hechicero—. ¿Se puede saber qué pretendías hacer en el bosque a esas horas?
—Satisfacer mi curiosidad —contestó vagamente Elliot. De pronto se le ocurrió que Goryn podría resolverle una duda—. ¿Conoces la leyenda de sir Alfred de Darkshine?
—¿Sir Alfred de Darkshine? —Goryn mantuvo la vista al frente, como si pretendiese otear el horizonte más de lo que sus oscuros ojos podían alcanzar. Repitió—: Sir Alfred de Darkshine…
—Sí, veo que ya te sabes el nombre.
—¡Por supuesto que me sé el nombre! —exclamó—. ¿Qué pasa con él?
—Anoche nos contaron su historia —explicó Elliot. Hizo un resumen bastante detallado, pues Goryn parecía interesado en escucharla—. Por un momento llegué a pensar que era cierta; me adentré en el bosque para comprobar si lo que había visto era un espíritu o una persona. Por supuesto, fue lo segundo…
—Sí, te topaste con Sheila. Lo cual no quita que la historia sea verídica, que no cierta.
Elliot se detuvo en seco. Estaban frente a una casita de cuya chimenea salía un espeso humo colorado.
—¿Qué quieres decir?
—Sencillamente lo que oyes. El relato que os contaron tiene un fundamento real. Salvando detalles temporales y ciertos nombres… Sí, yo diría que han sido bastante fieles a la hora de narrarlo. Algo que, por otra parte, me extraña tratándose de humanos…
—Entonces, ¿sir Alfred de Darkshine existió? ¿Y de la Gran Secoya salió un espíritu?
—Para ambas preguntas, la respuesta es afirmativa. Cada árbol tiene su espíritu protector. Suelen ser acordes al tamaño del ejemplar. Evidentemente, la Gran Secoya tenía un espíritu impresionante y muy poderoso. En cuanto a sir Alfred de Darkshine… —Guardó silencio un instante, suspiró y finalmente dijo—: Está bien, te haré una pequeña concesión.
Elliot sonrió.
—Sir Alfred de Darkshine era en realidad uno de los nuestros, un elemental. Hablo en pasado, aunque debería hacerlo en presente, pues aún vive.
—¿Aún vive? —Repitió sorprendido el muchacho—. Pero si ha pasado muchísimo tiempo…
—Bastante, sí. Aunque no tanto como el que os indicaban en el relato; ni mucho menos doscientos años.
—¿Y dónde se encuentra?
—No tan rápido, no tan rápido… —le frenó Goryn—. Tánatos, pues ese es su verdadero y actual nombre, fue un hechicero muy poderoso en su tiempo. Llegó a poseer tanto poder que fue un foco de inestabilidad para la comunidad mágica y para el mundo del cual procedes, el humano. Entre sus planes estaba la total destrucción de los bosques del mundo. Por esta razón quiso hacerse con el control de estos espléndidos territorios.
—Pero no lo consiguió, ¿verdad?
Goryn negó con la cabeza.
—No lo consiguió —confirmó—. A veces, la ambición ciega a las personas (a los hechiceros también), y ése fue uno de sus errores. No pudo lidiar con el poder del espíritu de la Gran Secoya, que, viéndose amenazado, recurrió a la fortaleza de todo el bosque.
—Y fue derrotado…
—Temporalmente —aclaró Goryn ante el excesivo entusiasmo de Elliot—. En la actualidad se encuentra prisionero en Nucleum.
—¿Nucleum? —preguntó Elliot extrañado.
—La prisión mágica del Centro de la Tierra. En fin, creo que ya te he contado demasiado —dijo, dando por zanjada la cuestión. Habían llegado hasta la pequeña canoa, que seguía amarrada en la orilla.
Lejos, muy lejos de allí, en el sofocante interior de Nucleum, el carcelero mayor hacía una de sus habituales rondas por una de las zonas de máxima seguridad a las que sólo él y dos hechiceros más tenían acceso. Llevaba una larga y ajada capa de color negro azabache, con una amplia capucha que le cubría completamente el rostro. Se apoyaba al caminar sobre un retorcido báculo de madera de haya, que esgrimía en su mano derecha.
El silencio era sepulcral, interrumpido sólo por el constante golpeteo del báculo contra el suelo de piedra. Se detuvo frente a una puerta blanca como la cal, pero muy consistente, pues estaba protegida por cientos de hechizos.
—Hora de comer —dijo con un tono de voz forzado.
La puerta emitió un ligero destello y en su superficie apareció un espejo suficientemente amplio para que cupiese a través de él una bandeja. De esta forma, el prisionero no tenía vía de escape. El espejo únicamente aparecía en uno de los lados de la puerta, de manera que en el interior de la celda no había abertura. El prisionero podía recibir cualquier cosa, pero no tenía el menor contacto con el mundo exterior.
El carcelero, con un hábil movimiento, introdujo la mano.
El espejo desapareció tan fugazmente como había surgido e, instantes después, una terrorífica y prolongada carcajada resonó en el ambiente. De no haber sido por los hechizos que rodeaban la celda, la hubiesen oído en todo Nucleum.
—¡El día se acerca!
Y volvió a soltar una aterradora carcajada.