FUE una carrera corta pero intensa; pinos, abetos y helechos quedaron atrás y dieron paso a los bungalows. Superó la primera de las pequeñas edificaciones y seguía corriendo cuando se dio de bruces con Jeff. La reacción fue simultánea.
—¡Elliot!
—Jeff
—¿Dónde te habías metido? —Inquirió un alterado Jeff—. Te estaba buscando; he ido a tu bungalow y no estabas. Estamos a punto de empezar. Comenzaba a preocuparme. ¿Qué estabas haciendo?
—Luego… te… cuento… —dijo Elliot, aún con la respiración agitada.
—Bueno, sígueme —le indicó Jeff mientras caminaba en dirección al edificio de los paneles informativos—. Has tenido suerte porque han tenido problemas para encender la hoguera. Ahora la verás. ¡Es enorme!
—La he visto a lo lejos —contestó Elliot, que definitivamente parecía haber recobrado el aliento.
—En serio, ¿dónde estabas? —Insistió Jeff—. Pensaba que te había ocurrido algo. Te has ido sin decir palabra y apareces corriendo como un pollo sin cabeza. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, no te preocupes —le aseguró Elliot—. He salido a tomar el aire. He visto la hoguera a lo lejos y he pensado que llegaría tarde a la reunión. Por eso he echado a correr.
Tras pasar el edificio verde, llegaron a un claro. A unos metros de donde se hallaban chisporroteaba la famosa hoguera. Sus llamas desprendían un calor agradable, crepitando y consumiendo lentamente los abundantes leños y ramas que había en su base. Alguna chispa incandescente hacía un desesperado amago de huir, pero se consumía automáticamente en el aire.
Elliot sintió un profundo alivio al encontrarse allí y ver que aún había gente que no se había sentado en las dos filas de alargados bancos que formaban un amplio círculo en torno al fuego. Sin embargo, la gran mayoría ya estaban dispuestos para escuchar la charla. Los rostros de Betty y Rebecca se veían amarillentos mientras charlaban afablemente; cambiaban rápidamente a tonos anaranjados y rojizos, variando de intensidad conforme la brisa mecía suavemente las llamas. Se aproximaron al banco donde se hallaba sentado Matt y tomaron asiento junto a él.
El señor Frostmoore surgió de la oscuridad y se quedó de pie, muy cerca de las llamas. Dos rezagados se apresuraron a sentarse, mientras los demás aguardaban impacientes y en un silencio sepulcral. Tan solo se oía muy de vez en cuando el crujir de la madera, al desplazarse sobre las brasas alguno de los troncos vencido por las llamas. El monitor se irguió y comenzó a hablar:
—Ejem… Buenas noches a todos. Una vez más, os doy la bienvenida al Campamento de Verano de Schilchester. Antes que nada, me gustaría daros unas cuantas directrices para el buen desarrollo de nuestra estancia aquí y después os presentaré a los que serán vuestros monitores y que os prestarán toda la ayuda que necesitéis. En primer lugar, debéis saber que todos los días nos levantaremos a las siete de la mañana —los ojos de Elliot y Jeff no fueron los únicos que se desorbitaron— y nos acostaremos a las diez de la noche. Esa va a ser la tónica general; hoy es un día especial y haremos una pequeña excepción. Debo recordaros que las noches son para dormir. Ya os adelanto que haremos numerosas excursiones y agotadoras caminatas, suficientes para que no tengáis ganas de hacer ningún extra por la noche. Para que quede bien claro: las escapadas nocturnas están prohibidas.
Los chicos abrieron los ojos como platos y esbozaron amplias y radiantes sonrisas, como si les acabasen de revelar la existencia del más maravilloso de los tesoros.
—Ni que decir tiene que tampoco se pueden hacer incursiones en los bungalows vecinos y, mucho menos, en los de enfrente. No quiero ver un solo chico en los alojamientos femeninos, y viceversa. Ya podéis ir suprimiendo de vuestras imaginativas mentes cualquier tipo de broma, guerras de almohadas y cosas por el estilo, porque también son motivo de penalización.
Las chicas, en su mayoría, reaccionaron con risitas y cuchicheos entre ellas. Los chicos, por su parte, parecían cada vez más animados.
—En segundo lugar, debéis colaborar manteniendo limpio el recinto y, por supuesto, aquellos sitios a los que nos desplacemos. En este último caso, todos los desperdicios deberán guardarse debidamente y los tiraréis en aquellos contenedores verdes —dijo mientras los señalaba— una vez que hayamos vuelto al campamento base. De esta forma fomentaremos el reciclaje, evitaremos contaminar el medio ambiente y también que las especies, tanto animales como vegetales, sufran las posibles consecuencias.
»En tercer lugar, en ningún caso debéis adentraros en el bosque, en cuevas, o merodear por ahí sin que alguien os acompañe: es muy peligroso. En el caso de que hubiese algún problema, siempre será más fácil localizaros si lleváis un silbato con vosotros.
»Debéis tener cuidado con las especies animales. No se os ocurra trabar amistad con alguna de ellas si no estáis completamente seguros de si es peligrosa o no. —Una chica pelirroja que llevaba el pelo recogido en dos trenzas soltó una viva carcajada—. Sí, ríete. Pero no serías la primera que recibe una picadura de víbora pensando que se trata de una serpiente. —La sonrisa desapareció inmediatamente del rostro de la chica—. Nunca, y repito, nunca levantéis piedras con la mano; utilizad siempre los pies, si es que lleváis calzado apropiado. A saber lo que puede esconderse debajo…
»Éstas son las normas fundamentales. Encontraréis un listado ampliamente redactado en vuestros respectivos paneles. El incumplimiento de cualquiera de estas normas, tanto de las que acabo de enumerar como de las que se pongan en los tablones informativos, comportará un castigo. ¿Hay alguna pregunta sobre lo que he dicho o sobre alguna otra cuestión?
Nadie levantó la mano, de manera que el señor Frostmoore decidió proseguir.
—Bien, creo que ya es hora de que conozcáis a mis colaboradores. Mientras os los voy presentando, pasarán por los bancos repartiendo bocadillos y fruta para todos. Como ya os he advertido, hay que acostumbrarse a sobrevivir, y la comida es algo que se debe racionar especialmente. Por el agua no os preocupéis: hay suficiente en las jarras de aquella mesa. —Señaló a su izquierda.
Dicho esto, comenzó a pronunciar nombres en voz alta. Tan pronto como se escuchó «Judith Stanford», se presentó una chica de mediana estatura. Lucía una media melena castaña que le llegaba a los hombros. Iba vestida con el mismo uniforme que el señor Frostmoore, pero, a diferencia de éste, el pañuelo que llevaba atado al cuello era de color rojo. El siguiente nombre fue el de Peter Cunigham. Era un joven alto, cuyas anchas espaldas de nadador y su blanca sonrisa resaltaban sobre todo lo demás. Al igual que Judith, lucía un pañuelo rojo anudado en su cuello.
Elliot vio acercarse a una joven rubia con pañuelo azul celeste al cuello. Su cara le sonaba bastante, aunque no terminaba de ubicarla. El señor Frostmoore lo sacó de dudas cuando dijo su nombre en voz alta: «Amanda Crowler». ¡Claro! Era la reina del Carnaval de Invierno, la que acompañó a Bonhomme durante las fiestas el pasado mes de febrero. A Elliot le pareció demasiado joven para hacer de monitora en un campamento veraniego.
La lista se cerró finalmente con Greg Robinson. Era bastante más bajo que Peter Cunigham, usaba gafas y llevaba puesto el mismo pañuelo azul que Amanda. Fue éste quien se aproximó a la zona donde aguardaban sentados Elliot, Jeff y Matt para entregarles sus bocadillos y una manzana roja a cada uno de ellos. Elliot se levantó y se dirigió a la mesa del agua para rellenar su cantimplora. Tan pronto como lo hizo, volvió sigilosamente a su asiento.
—Para cualquier asunto, no dudéis en dirigiros a ellos. En todo caso, siempre podéis acudir a mí, que conozco a la perfección estos parajes de los alrededores del lago Saint Jean, de los animales que los habitan y las plantas que por aquí crecen. Bueno… después de todos estos avisos y tras un largo día de viaje supongo que tendréis mucho apetito, así que podéis empezar cuando deseéis. Si queréis levantaros un poco y charlar mientras coméis con el fin de conoceros, podéis hacerlo. Después volveremos a sentarnos para escuchar los terroríficos secretos que alberga este lugar.
El señor Frostmoore se dio media vuelta y comenzó a conversar afablemente con sus cuatro compañeros. Elliot, Jeff y Matt devoraron ávidamente sus bocadillos sin apenas saborearlos. Matt comenzó a hablar de su habitación y de la gente que dormiría con él, pero Jeff prefirió cambiar rápidamente de tema porque sabía que no sería del agrado de Elliot. Tras charlar durante unos cinco minutos, Matt optó por levantarse para dar una vuelta con Rebecca y Betty.
Fue entonces cuando Jeff aprovechó para preguntarle a Elliot:
—¿Qué era eso que tenías que contarme?
Elliot recordó en aquel instante su aventura. No quiso explicarle a Jeff lo que le había parecido ver ni lo extraño que se había sentido.
—He estado en el bosque —dijo Elliot sin más, mientras le hincaba el diente a su jugosa manzana.
—Bueno, ya sabes que eso está prohibido… Al menos, desde hace cinco minutos —ironizó Jeff sosteniendo la seria mirada de Elliot.
—Me ha parecido ver una secoya.
—¿De verdad?
—Sí, era altísima. Tendrías que haber visto el grosor del tronco, tan ancho como… nuestro autobús.
—Creo que exageras un poco —dijo Jeff, y llevó la mano a la frente de su amigo—. Me parece que el calor te está afectando.
—Te lo digo en serio. Llegué a un claro y allí estaba, en el centro, el árbol más grande que he visto en toda mi vida. Tienes que venir a verlo.
—Bueno… Supongo que si es tan grande ya nos lo enseñarán, ¿no crees?
—Vamos ahora.
—¿Ahora? ¿Te has vuelto loco? ¡Nos perderíamos la historia!
—Entonces, vayamos después —insistió Elliot.
—¡Pero si está prohibido! —Protestó Jeff sin alzar demasiado la voz—. Escucha, no tengo ganas de quedarme castigado el primer día de campamento. Además, es de noche y no vamos a poder ver nada.
—Hay luna llena, así que podremos verla perfectamente —puntualizó Elliot, que estaba completamente decidido a realizar una nueva incursión en el bosque.
Elliot dirigió la vista al firmamento, contemplando la luna que se alzaba, como un enorme queso gruyere, sobre las copas de los árboles. Aún se encontraba baja, pero iría ascendiendo paulatinamente.
—Vamos, ¿dónde está tu espíritu aventurero? —insistió Elliot.
Jeff meneó la cabeza de un lado a otro; no parecía en absoluto convencido. Claro que desconocía por completo las intenciones de Elliot. El chico se había quedado asombrado ante la visión de la secoya, no podía negarlo. Pero en realidad quería volver al lugar por lo que había visto o, mejor dicho, por lo que le había parecido ver. Tal vez pudiese contemplar con más detalle esa figura que había llamado su atención con anterioridad. Si de algo podía estar seguro era de que esa persona no pertenecía al campamento. Nadie había llegado tarde a la cena y tampoco se había echado en falta a ningún campista. Su curiosidad iba en aumento.
Un ligero carraspeo llamó la atención de todos los presentes. En esta ocasión era Peter Cunigham, que se dirigía a un auditorio que rápidamente volvió a sus respectivos sitios:
—Bien, espero que hayáis disfrutado de la cena, porque lo que viene a continuación os va a cortar la respiración. —Puso una voz trémula al pronunciar estas últimas palabras.
Pronto estuvieron todos sentados, ansiosos por escuchar tan terrorífico relato. Elliot, no. Seguía ensimismado, trazando un plan para su posterior escapada, plenamente convencido de que volvería a ver la misteriosa silueta, cuando Peter Cunigham empezó su narración.
—Nos trasladamos unos doscientos años atrás. Schilchester no existía, como tampoco los pequeños comercios ni las casas que se levantan a orillas del lago Saint Jean. Cuentan que tan sólo había una pequeña ciudad o un pueblo grande, como vosotros prefiráis. Su nombre nadie lo conoce, pues quedó para siempre maldito y el tiempo se encargó de que fuese olvidado. Por aquel entonces había una simbiosis perfecta entre los habitantes de esa villa y los espesos bosques que lo circundaban. En ellos habitaban numerosas especies de árboles de hoja perenne, entre los que destacaban abetos, pinos de balausiana, cedros, tsugas, bálsamos… y la Gran Secoya.
»Los hombres cuidaban de las plantaciones y los bosques les correspondían con independencia y tranquilidad, alimento y buen clima… Aquellas personas gozaban y disfrutaban de sus dominios y podían usarlos a su antojo con total libertad… salvo la Gran Secoya.
Lo de la Gran Secoya había despertado a Elliot, igual que cuando se pone un apetitoso pastel de carne frente al hocico de un perro hambriento. De modo que tenía razón: en aquel bosque crecía uno de aquellos ejemplares y él lo había visto; incluso había tocado su áspero y rugoso tronco. A partir de aquel instante, la historia cobraba un interés especial.
—Como bien sabréis, las secoyas son árboles de impresionante porte. Suelen crecer durante muchos, muchos años, alcanzando la categoría de árboles milenarios; y aquel ejemplar lo era. El grosor de su tronco se medía por brazas de hombres (eran varios los que se enlazaban hasta cerrar el círculo) y se alzaba muy por encima de los demás árboles que poblaban aquellos bosques. Al igual que los humanos, zorros, linces y osos, armiños y comadrejas, y un sinfín de animales más, profesaban un enorme respeto hacia la Gran Secoya.
»Sin embargo, todo cambió cuando llegó sir Alfred de Darkshine. Nadie sabía gran cosa de él, salvo que era rico; ambicioso y ostentoso también debía de serlo, a tenor de lo que viene a continuación. Ansiaba que su mansión se construyese con la madera de más alta calidad, por lo que se decantó por la de la Gran Secoya. Con tan sólo ese tronco, tendría suficiente madera para levantar la mejor y más suntuosa residencia. Así que ordenó a un equipo de leñadores que derribasen el gigantesco tronco de la secoya. El pueblo vio acalladas sus numerosas protestas con obsequios de todo tipo: oro, joyas, vestidos, enseres para sus casas, animales de granja… y, por supuesto, una invitación para la inauguración de la lujosa vivienda.
»Mas no penséis que la Gran Secoya fue presa fácil. Tres días completos tardaron en serrar su base, ris, ras, ris, ras, hasta que al llegar la noche del tercer día, una noche de espléndida luna llena como esta que hoy contempláis, la última de sus astillas sucumbió. Y fue justo en ese preciso instante cuando cobró forma el gran espíritu que habitaba en su interior. Los rumores cuentan que tenía varios metros de altura, como si de un gigante se tratara. Sus facciones eran humanas, aunque su piel era cetrina, de un color verdoso. Con voz grave y potente lanzó una maldición sobre sir Alfred por su osadía y prepotencia, y sobre todos los habitantes de la pequeña ciudad por su egoísta despreocupación. Aquella maldición los condenaba a errar por estos parajes indefinidamente con la misión de preservar la Gran Secoya y las demás especies. Sí, no habéis entendido mal: la Gran Secoya jamás fue derribada. El espíritu la hizo permanecer en pie, enmendando el mal realizado; así es como ha permanecido hasta nuestros días.
Elliot escuchaba atentamente. Ahora sí que estaba plenamente convencido de que lo acaecido no había sido producto de su imaginación. Se estremeció una vez más al pensar en la sombra que había visto merodeando cerca de la Gran Secoya. En su cerebro se iba formando una imagen mucho más nítida, aunque seguía sin poder recordar el rostro. A decir verdad, no estaba seguro de si la había visto o no. Pero, sin saber cómo, su mente estaba creando una persona cada vez más real.
—Y si alguien se acercara con malas intenciones a la Gran Secoya, sufriría la más horrorosa de las muertes a manos de quienes en su día cometieron el gravísimo error de desafiar a la Madre Naturaleza. Por esta razón, no conviene que os adentréis de noche en el bosque, ni tampoco solos de día, porque podría suceder que el espíritu de sir Alfred de Darkshine malinterpretara vuestras intenciones.
Estaba claro. No cabía otra posibilidad. Seguro que la sombra que le había estado vigilando era uno de esos espíritus. Sin embargo, no hizo ademán alguno de aproximarse, y mucho menos de atacarlo. En tal caso, supuso Elliot, él estaba a salvo de la maldición.
Cuando Peter Cunigham terminó de contar la historia, nadie se había dormido. Es más, la mitad de los que allí se hallaban sentados, entre ellos Jeff, permanecían boquiabiertos, como hipnotizados. Mientras algunos comenzaban a estirar las piernas, Elliot se puso muy decidido en pie. A su espalda reconoció la voz del señor Frostmoore:
—Bien, bien… Espero que hagáis caso de las advertencias de la maldición y os vayáis todos a la cama. Ya es muy tarde, y no olvidéis que mañana madrugamos.
Elliot se despidió de sus amigos deseándoles buenas noches y desoyendo un «No lo hagas» de Jeff. Se dirigió a la puerta del bungalow número ocho y entró. Aún estaba vacío y a oscuras. Se quitó las botas y se metió en la cama vestido. Si iba a salir por la noche, tendría que pasar completamente desapercibido, lo que incluía no hacer ruido en la habitación.
Los restantes compañeros de dormitorio entraron juntos, y Gorkky en último lugar. Tal vez fuese la presencia de los demás lo que evitó que comenzase a incordiar. El caso es que se dirigió a su cama sin molestarle. Se desvistieron y se metieron en la cama.
Tuvo que esperar un tiempo, que se le hizo una eternidad, hasta asegurarse de que todos se habían quedado dormidos. Podía oír los estridentes ronquidos de Gorkky al otro lado del cuarto, que le recordaban los gruñidos de un cerdo resfriado, y la pausada respiración de los demás, que parecían dormir a pierna suelta. Introdujo sigilosamente los pies en las recias botas, cogió su cantimplora —llevaba encima la brújula y la linterna— y abrió lentamente la puerta, que emitió un ligero chirrido. Fuera reinaba la calma, pues todo el mundo descansaba plácidamente; salió y cerró. Como hiciera con anterioridad, giró al llegar a la esquina y se encaminó al tenebroso bosque que se alzaba frente a él.
La luna teñía de plata el suelo, las piedras, los espigados pinos… todo cuanto su luz alcanzaba. Dejó atrás los primeros árboles. Con un poco de suerte no tendría que usar la linterna, pues, aunque débil, la tenue luz iluminaba su camino lo suficiente como para no trastabillar. Además, tampoco quería que alguien pudiese ver un haz de luz que lo delatase. Continuó avanzando en la misma dirección —siempre hacia el este— que había seguido antes.
La brisa, casi imperceptible, apenas tenía fuerza para hacer leves cosquillas sobre las copas de los pinos y los abetos. Daba la impresión de que éstos aún seguían su conversación de antes, aunque esta vez de una forma más sosegada, como si la llegada de la noche los hubiese tranquilizado. Tampoco se oía animal alguno, lo cual era muy extraño. Elliot sabía que durante la noche el campo cobraba vida, y se podía oír el batir de alas de un murciélago, o algún tejón escarbando una madriguera, o lechuzas comunicándose entre sí. Pero, curiosamente, el silencio era total. Tan sólo oía sus pasos, lentos pero seguros, haciendo crujir alguna rama seca de vez en cuando.
Debía de encontrarse ya muy cerca del claro donde antes había visto la Gran Secoya… y a la persona misteriosa. Volvió a mirar la brújula, que seguía indicándole la dirección correcta, cuando atisbo a lo lejos la despejada zona intensamente bañada en plata. Se adentró en el claro y se dirigió hacia el centro como lo hiciera la primera vez, aunque en esta ocasión refugiándose en la larguísima sombra que proyectaba la secoya. De esta forma, si había alguien observando le resultaría más complicado distinguir su silueta.
Apenas le quedaban unos metros para alcanzar la base de la Gran Secoya cuando un escalofriante grito rasgó el silencio.
Elliot se quedó inmóvil. Había sonado muy cerca. Su corazón comenzó a latir intensamente, mientras en su cabeza resonaba el agudo chillido. Reaccionó y se arrimó al tronco, pegando su espalda a éste con los nervios a flor de piel. ¿Qué había sido aquello? ¿Sería una advertencia de los espíritus que vagaban por allí? No había sido ningún animal, al menos de los que él conocía (que eran unos cuantos). De eso estaba totalmente convencido; más bien le había parecido humano.
Ahora podía oír con bastante claridad lo que parecían unos gemidos o gorgoteos, sonidos ininteligibles. Se movió ligeramente sin despegarse del tronco, tratando de ver algo. Nada.
No había nada ni nadie donde antes viera la figura, pero los gruñidos persistían. Se movió un poco más. Al fin y al cabo, habían pasado un par de horas desde la vez anterior y, si lo que le había parecido ver era una persona o un espíritu, no era probable que hubiese permanecido inmóvil durante todo aquel tiempo… Nada. Unos pasos más… ¡Bingo!
Vio moverse algo muy cerca de los árboles. Eran dos… no, tres; ahora los distinguía bien. Pero no tenía nada que ver con lo que había atisbado la primera vez. Eran unas criaturas pequeñas y no humanas, de eso estaba seguro. Parecían estar inmersas en una acalorada discusión y movían sus cortos brazos agitadamente. Pegaron unos pequeños brincos e hicieron una especie de corro al tiempo que danzaban. No discutían: estaban celebrando algo.
Fue entonces cuando Elliot vio sobre sus cabezas algo que se retorcía. Habían capturado algo, probablemente con una trampa. Algo mucho más grande que ellos se movía agitadamente, colgando de una de las ramas de un lozano pino. Era como un enorme capullo que pendía de un grueso hilo y que no cesaba de balancearse vivamente de un lado a otro.
Decidió aproximarse con mucha cautela, pues desde su posición apenas podía distinguir bien lo que sucedía. Se movió entre los helechos como un felino al acecho, con gran agilidad y sigilo. Avanzó unos cuantos metros hasta lograr un buen puesto de observación. Ahora alcanzaba a ver nítidamente la presa: era una chica. Un lazo la había apresado por los pies, mientras que sus manos intentaban que su túnica no se le subiera. Qué extraño… una chica vestida con una túnica y colgando de un pino boca abajo a aquellas horas de la noche. Era obvio que la habían pillado desprevenida; pero ¿quién? O, mejor dicho, ¿qué?
Seguía sin saber qué eran esas criaturas. Daba la impresión de que iban camufladas. No podía distinguir sus rostros, pues en aquel momento le daban la espalda mientras hablaban en una lengua extraña que en ningún momento fue capaz de reconocer ni descifrar. Sin embargo, sí pudo apreciar sus diminutos cuerpos, completamente cubiertos de hojas, musgo y raíces. Su víctima parecía haberse rendido, pues había dejado de moverse.
Elliot estaba picado por la curiosidad. ¿Quién se dedicaba a gastar bromas pesadas a esas horas de la noche? Desde luego, estaba completamente seguro de que no había espíritus por ninguna parte. Ni la chica que pendía del árbol ni las tres criaturas bromistas lo eran. Decidió aproximarse un metro más, pero el inoportuno chasquido de una rama seca al pisarla lo delató. Las tres criaturas se callaron inmediatamente y se dieron la vuelta alarmadas. Elliot permanecía agachado, aunque iba a tener que improvisar algo. Le habían oído y, si no se daba prisa, a buen seguro terminaría colgado de un árbol.
Todo sucedió muy deprisa. Elliot cogió la rama quebrada y se levantó al tiempo que soltaba un desesperado grito de guerra. Lanzó la rama astillada con todas sus fuerzas hacia las sorprendidas criaturas, que retrocedieron y se refugiaron tras un retorcido tronco. Por un momento, aquello le recordó a una batalla de bolas de nieve, claro que la situación era radicalmente distinta. Sin otra cosa a mano que su cantimplora a medio llenar, decidió arrojarla también. La mala suerte quiso que topase en su vuelo con un pino, soltándose el tapón y salpicando todo el contenido por los aires. Las criaturas gritaron y huyeron despavoridas, adentrándose en el bosque.
Elliot continuaba mirando en aquella dirección, sorprendido por el extraño comportamiento de los diminutos seres, cuando recordó por qué había lanzado la cantimplora. La chica. Esa sí que iba a ser una ardua tarea. No sabía cómo podría ayudarla a bajar de ahí, pues carecía de un cuchillo o una navaja para cortar la cuerda. Tal vez debería ir en busca de ayuda, aunque eso podría costarle un severo castigo por haber incumplido las normas del campamento. Dirigió la mirada hacia donde se encontraba… ¡pero ya no estaba! Al menos no colgada de la rama. ¡Había bajado sola!
Era casi tan alta como él. La luna acentuaba su pálido rostro, sobre el que caía un mechón de un cabello que se presumía dorado como el trigo. Sus ojos eran dulces y claros, transparentes como el agua de un río. Vestía una larga túnica de color claro, con unas mangas holgadas de las que surgían unas finas manos dignas de una princesa. Sobre el cuello colgaba un pequeño medallón que emitía ligeros destellos al contacto con la luz.
—Muchas gracias por tu ayuda —dijo ella, y esbozó una tímida sonrisa, iluminada por la luna—. No hubiese podido zafarme de esos trentis yo sola.
—Eh… De nada. —Elliot estaba anonadado. Sus ojos la miraban fijamente mientras la boca permanecía ligeramente abierta. Estaba tan aturdido que ni se le ocurrió preguntarle cómo había logrado bajarse del árbol, y tardó unos segundos en reaccionar ante lo que acababa de oír—. ¿Cómo has dicho que se llamaban esas cosas?
—Trentis —repitió ella.
—¿Trentis? Nunca había oído hablar de esos animales…
—¿Animales? —Dijo la muchacha, y soltó una graciosa carcajada—. Son duendes de los bosques; pequeñas criaturas cubiertas de musgo, raíces y hojas. Sus caras son sensiblemente negras y tienen unos vivos ojos de color verde. Les gusta esconderse entre arbustos y helechos para sorprender a jóvenes desprevenidas como yo. Suelen ser muy bromistas, aunque no del todo malignos. —Recitó aquello como si lo hubiese estado leyendo de un libro.
—Pues no son muy valientes que digamos. Sólo quería ahuyentarlos y han salido corriendo y gritando como si yo fuese un demonio.
—Y no es de extrañar —afirmó ella—. Tienen pavor al agua. De hecho, es venenosa para ellos. No te preocupes —dijo al ver la expresión de Elliot—, no has hecho más que asustarlos. No les pasará nada; apenas les ha salpicado. No pareces conocer a las criaturas de los bosques. Deduzco que no eres de por aquí, ¿verdad?
—No, he llegado hoy —confirmó Elliot.
—Bueno, aún no me he presentado. Me llamo Sheila. ¿Y tú?
—Elliot.
—¿De dónde eres? No serás de Bubbleville, ¿verdad? Vistes de una forma muy extraña. ¿A qué elemento perteneces?
—Eh… —Elliot notó que hablaba de un modo bastante extraño. Por lo menos decía unas cosas un poco raras y no sabía qué contestarle. No conocía ningún sitio que se llamase Bubbleville y no es que la manera de vestir de ella fuese muy apropiada para aquellas horas de la noche. En cuanto a lo del elemento, eso sí que le había dejado descolocado—. Soy de Quebec.
—¿De Quebec? ¿Dónde está eso?
—¿No lo conoces? No me lo puedo creer —repuso incrédulo Elliot—. Es una ciudad muy bonita, aunque yo vivo a las afueras.
—¿Vives en una ciudad de…?
Pero Elliot la interrumpió.
— Bueno, sí, soy de ciudad, aunque he venido al Campamento de Verano de Schilchester. He llegado hoy después de un largo viaje en autobús y salí a explorar un poco…
—¿Autobús? —Ahora la sorprendida era Sheila.
—Sí, ya sabes —dijo un cada vez más animado Elliot—. Eramos bastantes y no podíamos venir en tren, ya que no hay ninguna estación cerca. ¿Qué hacías sola por aquí?
—Había salido a contemplar la luna cuando esos trentis me han tendido una trampa.
Ambos se quedaron unos segundos en silencio contemplando el hermoso satélite.
—¿Vives cerca de aquí? —inquirió Elliot al cabo de un rato.
El ulular de un búho sonó no muy lejos de allí.
—Eh… —Sheila estaba dubitativa—. Creo que no deberíamos estar aquí. Muchas gracias por haberme ayudado. ¡Hasta pronto!
Se dio media vuelta y se escabulló entre los pinos.
—¡Espera! —Dijo Elliot—. Aún no me has dicho de dónde eres…
Demasiado tarde… o acaso ella no había querido escucharle. Se había marchado tan rápido como los trentis al entrar en contacto con el agua, dejándolo solo al borde del claro. Aunque ganas no le faltaban, Elliot sabía que no debía seguirla adentrándose más en la espesura del bosque. En fin, no le quedaba más remedio que regresar al bungalow, así que inició el camino de vuelta.
Se le hizo muy corto en esta ocasión, pues fue pensando en todo lo acaecido en la última media hora. Todo había sido tan extraño… Parecía un sueño; sí, un sueño fantástico. Los trentis, una misteriosa chica llamada Sheila que vestía una túnica, su habilidad para bajarse del árbol, su desconocida procedencia, un sitio llamado Bubbleville…
Antes de darse cuenta, estaba ya metido en la cama. Pocas cosas más fluyeron por su cabeza antes de caer en un profundo y placentero sueño.