LLEGADA A SCHILCHESTER

EL autobús partió pronto aquella mañana. El tiempo pasaba velozmente, pues hacía poco más de dos horas que Elliot se había despedido de sus padres. Había tenido que madrugar, pero no le supuso problema alguno. Cuando su madre entró en su habitación para despertarlo, lo encontró vestido sentado sobre el mullido edredón de su cama. Apenas había podido conciliar el sueño, ansioso por que llegara aquel instante. Su equipaje consistía en un saco y una mochila, que aguardaban desde la tarde anterior junto a la puerta de su dormitorio tan impacientemente como él. Su madre lo había ayudado a prepararlo todo para evitar las prisas de última hora.

Tras un rápido pero completo desayuno, sus padres lo acompañaron a la plaza donde esperaba el autobús que lo llevaría a Schilchester. Y allí se había despedido de ellos.

Ahora estaba sentado en uno de los cómodos asientos del autobús. Como no podía ser de otro modo, Jeff se encontraba a su lado, leyendo una revista de naturaleza. Rebecca, Betty y Matt estaban dos filas atrás. También iba Gorkky, solo, con el ceño fruncido y mirando por la ventanilla. No parecía muy contento de ver a Elliot allí. Desde el incidente del lago, apenas habían tenido contacto. Sin embargo, por su culpa mucha gente no podía disimular una sonrisa cada vez que se cruzaban con él. Aquella humillación le había hecho perder tanto su autoridad como a su grupo de amigos. Había pasado de ser Gorkky el Terrible a ser Gorkky el Sumiso, y su orgullo no podía tolerarlo. Elliot se puso a mirar por la ventanilla. Veía pasar los árboles a gran velocidad. Lástima que el resto del curso no hubiese transcurrido así de rápido. Desde luego, uno nunca estaba contento con el tiempo. Si uno quería que las agujas del reloj no avanzasen, parecían girar con más rapidez, y si quería que el tiempo volase, iba despacio. Muy despacio.

Y es que había sido un año bastante duro en la escuela; pero, por suerte, todo había finalizado hacía un par de días. Atrás quedaban los libros, los deberes, las angustiosas clases de matemáticas con la profesora Brianda Stressler y las aburridas lecciones de historia del profesor Hippolyte Drowsin, donde hasta el más listo de la clase se quedaba dormido. Pese a todo, había conseguido aprobar el curso, aunque los últimos exámenes se le atragantaron un poco. Veía muy cerca la llegada del campamento y no podía evitar pasar largas horas imaginándose cómo sería Schilchester. Sin duda, aquello resultaba más atractivo que los estudios. Pero todo eso ya formaba parte de sus recuerdos y ahora tocaba pasarlo bien.

—Fue una suerte que tus padres convencieran a los míos —comentó Jeff llamando la atención de Elliot, que miraba ensimismado a través de la ventanilla.

—Cuando me dijeron que venías no lo podía creer —contesto Elliot—. Al principio parecían tan reacios que pensé que no te dejarían venir.

—Ya lo sé —dijo Jeff—. Creo que fue por la experiencia que tuvo mi hermano Roger y los comentarios que hizo sobre el campamento en el que estuvo hace un par de años.

—¿En serio? —Preguntó Elliot con asombro—. ¿Qué le ocurrió? Nunca he estado en un campamento de supervivencia, así que aún no me hago a la idea de cómo será Schilchester.

—Yo tampoco —dijo Jeff—. Sólo sé lo que me comentó Roger del suyo. Según él, les hicieron pasar por un puente colgante de madera en mal estado y uno de sus amigos se quedó colgando de una de las tablas. También me aseguró que un día les hicieron comer serpiente a la brasa.

Ante ese comentario, Elliot hizo una mueca de asco sacando la lengua. Desde que sus padres le comentaron lo del campamento, había dedicado buena parte del tiempo a pensar qué clase de actividades haría allí. Pero en ningún momento se había planteado el tema de la comida. No era ninguna tontería, desde luego. Se suponía que si tenían que sobrevivir, deberían ser capaces de comer cualquier cosa… hasta serpientes. Un sudor frío le recorrió la espalda y le hizo estremecerse. Volvió a mirar por la ventanilla pensando que así se encontraría mejor.

—De todas formas —prosiguió Jeff—, yo creo que exageraba y lo decía para asustarme. Estoy seguro de que no nos harán eso.

Estas últimas palabras las dijo sin mucha convicción. Bajó la vista y siguió leyendo.

También Elliot se animó a ojear la revista, que se encontraba abierta por un reportaje sobre el africano lago Rosa y cómo los microorganismos transformaban sus aguas de un color azul a un intenso rosado en función de la orientación de los rayos del sol. Siguieron pasando hojas. Navegaron por el Amazonas, donde las pirañas se zampaban los más sorprendentes y variados menús, vieron curiosas fotografías de algunos insectos camuflándose en los más diversos entornos —uno era igualito que una hoja y otro parecía una ramita más del arbusto en el que se hallaba—, y leyeron breves historietas en las que los lectores de la revista contaban sus experiencias.

De repente, Elliot puso la mano sobre la revista para impedir que Jeff pasase una nueva página.

—Espera —le ordenó.

Jeff obedeció. Elliot le señaló un pequeño artículo recuadrado que se encontraba en la parte inferior izquierda de la página derecha. No traía fotografías ni imágenes de ningún tipo. Simplemente se trataba de una breve noticia que contaba una historia sobre supervivencia.

DESAPARECE Y SOBREVIVE EN UNA CUEVA CINCO DÍAS

Bill H., de veinticinco años, fue encontrado el pasado día 7 de mayo tras permanecer cinco días perdido en una cueva al norte de Canadá. El joven había decidido irse de campamento de supervivencia junto con dos amigos durante diez días, para aislarse completamente del mundo.

Al parecer, una cueva les pareció propicia para pasar la noche. Tras adentrarse unos metros para explorar el lugar, Bill H. se precipitó por un agujero y desapareció. Los dos amigos acudieron a las autoridades en busca de ayuda, pero tardaron cinco días en regresar debido a la inhóspita zona de montaña en que se encontraba la cueva.

Tras dos horas de laborioso rescate, un equipo de cuatro operarios consiguió sacar a Bill H., que sobrevivió gracias a dos chocolatinas que llevaba consigo y a que bebió su propia orina. Aun así, presentaba síntomas de deshidratación.

Son bastantes los casos que se producen a lo largo del año de personas que cometen este tipo de imprudencias.

Los dos levantaron la vista al mismo tiempo y se miraron atónitos. No podían creer lo que acababan de leer.

—¡Qué asco! —no pudo reprimir Jeff.

—Pues como sea verdad lo de las serpientes… —suspiró Elliot.

—No sé. Pero desde luego que no cuenten conmigo para entrar en una cueva. Y menos para beber… ¡Argh!

—Conmigo tampoco —se sumó Elliot.

—Bueno, creo que ya hemos leído suficiente —concluyó Jeff—. Si leo otro artículo así, me vuelvo a casa ahora mismo.

Cerraron la revista y se recostaron. Aún les quedaba un rato de viaje, así que mejor sería aprovechar para descansar. Elliot cerró los ojos y procuró pensar en las cosas agradables que podrían sucederle en aquel campamento. Al final, el sueño lo venció.

El autobús dejó la carretera principal y entró en un terreno pedregoso. Apenas había avanzado unos metros cuando se detuvo. Comenzaron a oírse algunos bostezos y comentarios emocionados de las chicas, y Elliot notó unos golpecitos sobre el hombro.

—Elliot, hemos llegado —le indicó Jeff.

—Ya era hora. Pensé que este viaje no terminaría nunca —dijo Elliot tras abrir los ojos.

La luz del sol ya no le molestaba. Miró una última vez por la ventanilla y vio una gran cantidad de árboles tras los que seguramente andaría escondido el gran astro. Un letrero marrón con letras amarillas, que formaba una especie de arco de entrada, daba la bienvenida a los jóvenes que llegaban: «Bienvenidos a Schilchester, Campamento de Verano». El recinto no parecía muy grande a primera vista.

Se abrieron las puertas del autobús y los muchachos empezaron a bajar. Elliot cogió su mochila y siguió a Jeff. Descendió por las escalerillas con paso lento y pesado. Al llegar abajo, una suave brisa le rozó la cara. Era aire fresco y puro que desprendía un intenso olor a pino.

Cuando se dirigían hacia el compartimento lateral del autobús para recoger sus sacos, una estridente y angustiosa voz resonó en el ambiente:

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos!

Elliot se dio la vuelta. Bajo el arco de entrada se encontraba un joven alto y delgado con el pelo negro azabache recogido en una grasienta cola de caballo. Pero lo que más le sorprendió fue su indumentaria. Llevaba una camisa de manga corta color caqui y unas bermudas de color marrón oscuro, y atado al cuello, un pañuelo amarillo. De idéntico color eran sus calcetines, medio ocultos por unas gruesas botas de senderismo. La guinda que colmaba el pastel era el famoso gorro de explorador de cola de castor, con lo que se creaba una extraña combinación de dos coletas.

—Amigos míos, qué alegría veros aquí. Permitidme que me presente. Me llamo Claude Frostmoore y soy el monitor de grado superior de Schilchester. Como estamos en confianza y pasaremos bastante tiempo juntos, de ahora en adelante os podéis dirigir a mí como señor Frostmoore.

Elliot y Jeff no fueron los únicos que enarcaron las cejas ante tan modesta indicación.

—Por si alguno de vosotros no sabe a ciencia cierta a qué parte del mundo ha venido a parar, debéis saber que Schilchester está ubicado a orillas del lago Saint Jean. Durante la cena alrededor de la hoguera, conoceréis más detalladamente la historia del lugar. Eso será en breve, pues ya es bastante tarde. Se nos ha habilitado esta zona para acampar, donde podremos realizar numerosas actividades como pesca, tiro con arco, piragüismo, escalada, rafting, senderismo o la búsqueda del tesoro. Mis amplios conocimientos sobre supervivencia y la experiencia que acumulo sobre mis anchas espaldas os serán de gran ayuda para poder aprovechar al máximo este verano. Hay unos cuantos detalles que me gustaría aclararos antes de que conozcáis vuestros bungalows.

Tras oír la palabra «bungalow», más cejas se alzaron automáticamente.

—Supongo que después de un largo viaje estaréis cansados y con apetito. En primer lugar, debéis saber que cenaremos al aire libre alrededor de la hoguera en aproximadamente una hora. Allí se os darán las principales instrucciones y, como os acabo de comentar, contaremos la primera historia nocturna. Ah, y que ninguno espere una copiosa comida. No debéis olvidar que estamos en un campamento de supervivencia. En cuanto a vuestros bungalows… —Los rostros de los recién llegados reaccionaron de nuevo ante la palabra—. Sí, no pongáis esas caras. Dormiréis en bungalows. Obviamente, las chicas y los chicos ocuparéis compartimentos separados. Supongo que también estaréis informados de que no vais a ser los únicos participantes de este campamento estival. Compartiréis actividades con jóvenes de otras localidades canadienses. El objetivo es fomentar la amistad, el compañerismo y, por supuesto, vuestras dotes de supervivencia. Ellos ya han llegado hace un rato y están ansiosos por conoceros. No les hagamos esperar más tiempo del necesario. Así que, seguidme.

Elliot, junto con sus compañeros de viaje, recogió su equipaje y siguió al señor Frostmoore. Por el camino, los muchachos cuchichearon e hicieron los primeros chistes sobre el monitor. Cruzaron el arco de bienvenida y siguieron andando en línea recta. A su paso, dejaron a ambos lados pequeñas edificaciones de madera con graciosos techos de cañizo y brezo. Aquellos debían de ser los famosos bungalows, que estaban simétricamente colocados formando dos semicírculos en torno a una plazoleta.

Siguieron avanzando hasta un largo edificio de una sola planta. También era de madera, y estaba pintado de un verde claro. En el centro destacaba la puerta principal, de color blanco. El señor Frostmoore subió los dos escalones que daban acceso al amplio porche que cubría la parte delantera del edificio y se dio la vuelta.

—Como podéis comprobar, no se trata de unas grandes instalaciones. A decir verdad, para la supervivencia no se precisan de espaciosas construcciones. ¡Incluso podríamos dormir en una cueva! —Elliot y Jeff se dirigieron una mirada que no podía significar otra cosa que terror—. Bien, imagino que habréis visto los bungalows de camino hacia aquí. Los de mi derecha, es decir, vuestra izquierda, son los de las chicas. Los del otro lado, los de los chicos.

Cada uno echó un vistazo al lado que le correspondía, tratando de averiguar dónde le tocaría dormir.

—No os tenéis que preocupar. Todo está organizado y cada uno tiene su bungalow asignado. De lo contrario, os colocaríais en grupitos y ése no es el objetivo de nuestro cursillo de supervivencia. Como habréis observado hay dos paneles de corcho. Uno para vosotras —dijo el señor Frostmoore mientras indicaba a su derecha—, y otro para vosotros —señaló a la izquierda—. En ellos iréis encontrando las noticias y las horas de las actividades que realizaremos a lo largo del curso. Como podéis ver, ahora mismo hay dos carteles. En uno de ellos encontraréis un listado con vuestros nombres y el número de bungalow en el que dormiréis. El otro cartel indica que dentro de tres cuartos de hora será la cena —dijo tras echar un vistazo a su reloj de bolsillo—. Ahora mirad cuál es vuestro bungalow y después podéis ir a deshacer el equipaje. Los aseos se hallan en el edificio que está a mi espalda. Una vez que hayáis terminado, cenaremos en la parte de atrás donde os aguardan vuestros restantes compañeros.

Dicho esto, se dio media vuelta y desapareció por la puerta blanca a la que segundos antes daba la espalda, mientras los murmullos se adueñaban de la situación. Elliot corrió hacia el panel; no lo iban a quitar de ahí, pero estaba ansioso por saber quién dormiría con él. ¿Estaría Jeff? Eso esperaba, porque si no…

Pronto tuvo la respuesta frente a él. El listado mostraba nueve bungalows con cinco personas en cada uno. Supuso que la distribución sería similar en la zona de las chicas. Descubrió que Jeff se encontraba en el número tres, junto con Matt y otros tres chicos que no conocía de nada. Su ánimo decayó notablemente, pensando dónde le habrían colocado o si se habrían olvidado de él. Si eso sucediese aún cabría la posibilidad de que le colocasen en el bungalow de Jeff. Siguió buscando hasta que, para su desgracia, en el número ocho apareció su nombre. Jonathan Campton, Rupert Gallaway, Bob Hoskins, Elliot Tomclyde y ¡Gorkky Tusslery!

No podía ser verdad. Le tocaba dormir con Gorkky. ¡Tres semanas soportando a Gorkky! Tras él, sonó la voz de Jeff:

—Eso sí que es mala suerte.

—No pienso dormir ahí —soltó Elliot con rapidez e indignación—. Ese gordinflón me la tiene jurada. Seguro que me prepara alguna sorpresita, y no estoy dispuesto a darle el gustazo.

—Piensa que también hay otros chicos en el cuarto. No tiene por qué hacerte nada.

—Claro, tú lo ves muy fácil. A ti te ha tocado dormir con Matt. Y a mí…

—¿A ti? —interrumpió Gorkky entrometiéndose en la conversación. Su malvada mirada estaba fija en Elliot. No parpadeó ni un instante. Daba miedo.

Elliot dio media vuelta y se marchó sin más. Estaba realmente enojado y no quería discutir con su mejor amigo, y menos si delante se encontraba Gorkky. Se dirigió al bungalow que tenía marcado con pintura un número ocho sobre la puerta y entró. Aún olía a barniz, pese a que las ventanas estaban abiertas de par en par. A su izquierda había cinco camas, dispuestas en fila; las de los extremos estaban sin ocupar. Por suerte, tendría a Gorkky lo más lejos posible. Optó por la cama que estaba más cerca de la puerta. Cogió su saco y lo metió debajo. Abrió la mochila y sacó la linterna y una pequeña brújula luminosa que tenía muchas ganas de estrenar. El resto lo dejó sobre la cama. Mejor no encontrarse con Gorkky en la habitación y evitar problemas desde el principio. Sin perder un instante, abrió la puerta y se fue.

El sol comenzaba a ponerse. Las copas de los árboles danzaban al son de la brisa, aunque seguía sin hacer frío. Pronto todo quedaría a oscuras y su linterna le sería de gran utilidad. Vio que Gorkky se acercaba a la puerta del bungalow, así que le dio esquinazo girando por la parte de atrás del bungalow para no toparse de frente con él. Como tenía tiempo antes de la cena para echar un vistazo por los alrededores, se adentró en el bosque.

Fue como si traspasara una puerta y entrase en un mundo donde los árboles eran todopoderosos emperadores. Todas las angustias y el malhumor que corroían su mente minutos atrás habían desaparecido, dejando en él una gratificante sensación de calma y tranquilidad. Se habían evaporado en un ambiente que siempre le había entusiasmado. Quizá fuese el relajante sonido de las ramas al rozar unas con otras, o el ulular de aquella lechuza a lo lejos, o los finísimos rayos de sol que aún atravesaban la tupida capa verde que se extendía sobre su cabeza. Quizá fuese la suma de todo ello lo que le hacía sentirse tan a gusto.

Siguió avanzando unos metros y dedujo por la escasa luz del sol que le daba en la espalda que se dirigía hacia el este. A medida que se adentraba en la espesura, la luz era más escasa. En parte porque parecía que el sol tenía prisa por ocultarse, pero también porque el bosque se había vuelto más frondoso. Ahora había grandes helechos a su alrededor, de los que parecían emerger gigantescos pinos y abetos. Pronto tendría que encender su linterna para no estamparse contra uno de los gruesos troncos. Su brújula le serviría para orientarse si se perdía. En cualquier caso, tampoco se había alejado tanto como para llegar a extraviarse.

Tras un rato caminando sin rumbo fijo, sin otro objetivo que el de dejar atrás su enfado, llegó a un pequeño claro en cuyo centro crecía el árbol más alto que jamás había visto. Seguía habiendo helechos por esa zona, pero no otros árboles, que parecían no crecer allí. Era como si mostrasen su respeto ante semejante obra de la Madre Naturaleza. Elliot recordó que su padre le había hablado una vez de las secoyas. Al igual que los pinos y los abetos, eran del género de las coniferas. Siguió caminando hasta llegar a la anchísima base del tronco y miró hacia arriba, absorto ante el majestuoso porte del árbol. Trató de imaginar cómo se sentiría uno arriba del todo, sentado sobre la rama más alta. Podría contemplar la puesta de sol y ver volar los pájaros; tendría el mundo entero a sus pies. No había duda: tenía que ser una secoya. Seguro que a Jeff le encantaría verlo. ¡Jeff! ¡La cena! No sabía cuánto tiempo había estado contemplando aquella secoya, pero seguro que pronto comenzaría la cena. Debía darse prisa o llegaría tarde.

Fue en el momento de introducir la mano en el bolsillo para coger su linterna cuando le pareció ver que alguien le observaba a lo lejos. Al volver la mirada hacia ese lugar, la figura había desaparecido. Tal vez le engañaba su vista. Había más oscuridad que luz, y las numerosas sombras que se movían en un ligero vaivén podían estar jugándole una mala pasada. Era poco probable que un extraño anduviese merodeando por aquella zona. ¿Sería alguien del campamento? No podía ser, pues todos estarían ahora en torno a la hoguera. Tenían que ser imaginaciones suyas, pero había parecido tan real…

Encendió la linterna. Debía volver al campamento o, de lo contrario, comenzarían a extrañarse por su ausencia. Tal vez pasaban lista para cenar; en ese caso, seguro que el señor Frostmoore descubriría que no estaba y entonces… ¿Lo castigaría? Desconocía si merodear por los alrededores estaba o no permitido. Al fin y al cabo, se suponía que las normas de conducta del campamento serían explicadas antes de la cena y, si no llegaba en breve, se encontraría en un serio aprieto. Comenzó a angustiarse y aceleró el paso.

Las hojas crujían bajo sus pies, rompiendo el silencio sepulcral que flotaba en el ambiente. Se sentía observado. La excesiva calma del lugar comenzaba a ponerle nervioso. Continuó como pudo entre chasquidos y nuevos crujidos mientras se abría camino por el oscuro bosque. El foco de su linterna emitía destellos en todas direcciones.

Aceleró aún más el ritmo. Ahora tenía la sensación de que los árboles estaban hablando. Más que hablar, susurraban entre sí.

Tonterías.

Todo eran imaginaciones suyas. Ni había personas ocultas en la oscuridad, ni los árboles hablaban entre sí. De noche, los bosques juegan malas pasadas y causan extrañas visiones. Debían de ser el viento que movía las hojas y las sombras que hacían ver cosas que no existían. Un bosque podía ofrecer durante el día un aspecto apacible, y por la noche causar una sensación bien distinta.

Por fin, vio una luz parpadeando a lo lejos. La hoguera debía de estar lista y empezaba a tener hambre. Y, pensando en la cena, echó a correr.