UN cielo gris y completamente cubierto hacía inútiles los esfuerzos del sol por iluminar las calles de la canadiense ciudad de Quebec. Había estado nevando durante toda la noche y parecía que las nubes querían seguir descargando todavía más. No había un alma en la calle. Grandes y pequeños aún dormían, pues se habían quedado hasta bien entrada la madrugada para celebrar la llegada, un año más, del Carnaval de Invierno.
Quebec, una ciudad que parece sacada de un cuento de hadas, se había engalanado la noche anterior especialmente. Los muros de piedra que fortifican su corazón rezumaban magia y sus callejuelas, flanqueadas por edificios de estilo medieval intercalados con los más variopintos comercios, lucían su mejor aspecto. La intensa nevada que había caído horas antes había dejado una hermosa alfombra blanca que cubría los adoquines y había glaseado los tejados como si de pasteles se tratara. Pero toda esa nieve comenzaría a sentir el calor del día a medida que los quebequeses fueran saliendo de sus viviendas. Jóvenes —y no tan jóvenes— empezarían sus tradicionales batallas de bolas de nieve, otros irían a patinar sobre el hielo y los más atrevidos sacarían sus trineos a pasear. Sin embargo, habría gente que preferiría pasear y comentar el espectáculo de la noche anterior, un acontecimiento con el que muchos habían soñado: la inauguración del impresionante castillo de hielo que se había edificado ese año.
Por tradición, las fiestas comenzaban con la construcción de un enorme castillo de hielo en el centro de la ciudad que servía de morada para el rey de las fiestas, un muñeco de nieve llamado Bonhomme. Ese año el castillo era de un tamaño descomunal y de una categoría extraordinaria, ya que Bonhomme cumplía cincuenta y cinco años. ¡Cincuenta y cinco años! Pero nada en él había cambiado. Seguía vistiendo su gorro de invierno rojo y un cinturón de color carmesí que sujetaba su deslumbrante vestido blanco. La misma sonrisa calurosa del primer día permanecía en su cara aportando felicidad y entusiasmo durante todo el período festivo. Nada en él había cambiado.
La noche anterior tampoco había sido una excepción. Todo el mundo había estado celebrando la llegada del carnaval con una copiosa cena en sus casas: sopas de col y de cebolla, paté de cerdo aderezado con especias y los sabrosos toutierres de perdiz, conejo o venado con purés de castaña y patatas, jugosos salteados de verduras, orejones y ciruelas pasas que acompañaban los deliciosos menús; todo ello regado con zumo de bayas y cerezas para los más pequeños, y el famoso caribou, una bebida a base de vino caliente que haría olvidar las bajas temperaturas hasta a los más frioleros.
Bien abrigados pese al caribou, todos se congregaron a las puertas del castillo aguardando la salida de Bonhomme. Éste era uno de los actos principales de las fiestas, que quedarían oficialmente inauguradas tras la elección de la reina del carnaval y las siete damas que formarían la corte que habitualmente acompañaba a Bonhomme en todas sus comparecencias.
Bien entrada la noche, la temperatura era bajísima y comenzaban a caer algunos copos de nieve. Las miles de bombillas que decoraban la fachada del castillo, perfilando claramente su silueta, iluminaban los expectantes rostros de los quebequeses que aguardaban a sus puertas. Se podían contemplar varias torres y torretas coronadas por ondeantes banderas; la torre central, la más alta de todas, se elevaba como si quisiese tocar el cielo con la aguja de su puntiagudo tejado. Algunos incluso se divertían contando las almenas, recortadas por la luz que emitían potentes focos colocados en la parte interior del castillo. En la zona delantera se había habilitado una plataforma de hielo, sobre la cual destacaban dos tronos de cristal de confortable aspecto, destinados a los reyes del carnaval.
El jolgorio y la algarabía se desataron tan pronto como salió Bonhomme. Había gran expectación por saber quién sería elegida reina, pero no se anunciaría hasta después del pregón. En esta ocasión se prolongó más de lo habitual, aunque en el día de su quincuagesimoquinto cumpleaños a la gente no pareció importarle. Tras una sonora ovación, el silencio se adueñó de la abarrotada plaza. Cuando se anunció el nombre de la afortunada, elegida por votación popular, los quebequeses estallaron de júbilo. Habían escogido a Amanda Crowler, una joven de dieciocho años, hija de un panadero del casco viejo de la ciudad. Su rubia cabellera relucía sobre la pálida tez, sus mejillas se sonrojaron y sus preciosos ojos azules brillaron con fuerza cuando Bonhomme le colocó la corona de cristal sobre la cabeza. Mientras varias tracas de fuegos artificiales inundaban el cielo con multitud de colores y formas, las siete damas procedieron a saludar a su reina. Sus vestidos de fiesta azul celeste estaban cubiertos por unas abrigadas capas blancas que las protegían del intenso frío. Fueron desfilando una a una, haciendo reverencias a Amanda y a Bonhomme. Tras pasar la última de ellas, un cohete convirtió la noche en día y dio por concluida la celebración con una estridente explosión.
El penetrante olor a pólvora quemada que invadía el ambiente comenzó a disiparse mientras la gente regresaba a sus hogares. Había sido una noche de intensas emociones, llena de luz y sonido. No hubo una sola retina que no se hubiese maravillado ante la asombrosa imagen del muñeco de nieve con gorro rojo que iluminó el firmamento, en el que fue el fuego artificial más original de todos. Todo había sido cuidado hasta el más mínimo detalle para que Bonhomme tuviese un feliz día de cumpleaños.
El encargado de la iluminación fue apagando lentamente las bombillas, hasta que el castillo quedó frío y solitario. En muy poco tiempo, la gélida edificación permaneció en el centro de la plaza completamente desangelada, rodeada de nieve manchada y pisoteada por los miles de pies de la gente que allí había acudido.
El tiempo continuó su avance, al igual que la nevada. Mientras la oscuridad se aposentaba, cientos, miles, millones de copos de nieve siguieron cayendo hasta cubrir de nuevo la plaza con un manto blanco. Había sido una noche mágica. Iban a ser unas fiestas fantásticas, con mucha nieve y…
¡SPLASH!
Elliot se despertó con un sobresalto. Algo acababa de impactar en la contraventana de madera que impedía entrar la nieve en su dormitorio. ¿Qué hora era? ¿Qué había sucedido? Estaba tan dormido que no tenía ni idea del día de la semana en que vivía. Se levantó y se dirigió a la ventana dando tumbos, aún con los ojos medio cerrados y bostezando. La abrió y tuvo reflejos suficientes para esquivar una inmensa bola blanca que penetró en su cuarto estampándose contra el armario empotrado. ¡Era nieve! Volvió su cabeza y sus ojos apreciaron que había una figura borrosa en la dirección de la que había venido el proyectil. Al enfocar la imagen, vio a un chico con un abrigo de un rojo intenso y deslumbrante. Su rubia cabellera estaba cubierta por un gorro de lana azul oscuro. En aquel preciso instante tenía la mirada fija en la ventana de Elliot, sonriendo de oreja a oreja.
¡Vamos, dormilón! —gritó el chico desde abajo—. ¡Cómo tardes un poco más se va a derretir la nieve!
Elliot comenzaba a activar sus sentidos. Era Jeff. ¿Quién si no iba a tirar una bola de nieve contra su ventana? ¡Las fiestas! Era fin de semana y había que aprovecharlo al máximo.
—¡Bajo enseguida! —contestó, y se apresuró a cerrar la ventana.
Se acercó al espejo que había en su pequeña habitación y vio reflejada su imagen con el cabello moreno enmarañado; unos ojos castaños le devolvían una somnolienta mirada. El espejo era rectangular y estaba enmarcado en madera barnizada. Su gran tamaño daba mayor luminosidad al dormitorio, y también lo hacía más amplio. Tras su reflejo se veía un sencillo escritorio, la cama con el edredón hecho un revoltillo y un par de estanterías donde reposaban varias novelas de fantasía, sus favoritas. Sus pertenencias de más valor las guardaba en un antiguo baúl que había en una de las esquinas de la habitación.
Ciertamente, no podía quejarse. Vivía en una casa pequeña, pero muy agradable y acogedora, situada a las afueras de Quebec. Lo que más le gustaba de todo era lo cerca que estaba del bosque. Ir a la escuela tampoco le suponía un gran problema, ya que con la bicicleta que guardaba en el sótano llegaba allí en un santiamén. A decir verdad, esa bicicleta había sido un regalo muy útil por su cumpleaños del año pasado, pues la usaba frecuentemente para desplazarse. Pero, ahora que era invierno, era mucho más divertido caminar por la nieve y juguetear con ella de vez en cuando. Terminó de vestirse y abrió la puerta. ¡La nieve esperaba! Y bajó apresuradamente las escaleras.
El olor a pan tostado y beicon flotaba en el aire. Recordó que aún no había probado bocado y se dirigió a la cocina.
La mesa redonda que presidía la cocina estaba cubierta por un mantel de color hueso. Sobre ésta había un pequeño centro de mesa con una figurita de Bonhomme. Su padre estaba sentado en la misma silla de todos los días, y tenía frente a él un plato con tostadas, huevos revueltos y unas lonchas de crujiente beicon. Alto y robusto, el señor Tomclyde alzó la cabeza por encima del periódico Le matin du Québec que estaba leyendo. Siempre le gustaba estar al tanto de las últimas novedades. Y más aún si las noticias estaban relacionadas con el medio ambiente, pues era biólogo. Ponerse al día respecto a cualquier noticia referente a ese campo formaba parte de su trabajo. Sus ojos de color castaño oscuro miraron alegremente a Elliot.
—Buenos días, hijo. ¿Has dormido bien? —preguntó el señor Tomclyde mientras tomaba un sorbo de su humeante café.
—Muy bien, papá —respondió Elliot al tiempo que se aproximaba a saludar a su madre.
—¡Hola, cariño! —dijo la señora Tomclyde, que trajinaba con una sartén en el fogón. Una radiante sonrisa iluminaba su rostro. El pelo, de tono cobrizo, combinaba muy bien con su delantal rojo con animales de granja que ella misma había tejido—. Veo que ya te has vestido. Deberías comer algo antes de salir —le aconsejó mientras servía a su marido una generosa ración de salchichas.
Desde luego, Elliot no tenía intención de sentarse a la mesa. Las fiestas del carnaval acababan de comenzar, las calles estaban rebosantes de nieve y Jeff aguardaba impaciente fuera a que saliese. Para no demorarse, cogió un paquete de galletas de chocolate y se lo metió en el bolsillo del abrigo. La señora Tomclyde le miró seriamente, frunciendo el entrecejo, y el chico decidió coger un bollo relleno de crema para comérselo por el camino.
—Abrígate bien, Elliot —le dijo atentamente su madre—. No querrás resfriarte y quedarte sin el desfile de carrozas de mañana, ¿verdad?
El desfile de carrozas era uno de los momentos verdaderamente mágicos del carnaval. Durante todo el año, la gente preparaba las más originales carrozas que saldrían en cabalgata por las calles de Quebec. No se lo perdería por nada del mundo, y por eso llevaba puestos su abrigo de plumón, un buen gorro de lana, la bufanda azul marino atada al cuello y unos guantes forrados con piel de borrego. ¡Ni Bonhomme iba tan bien preparado como él!
Elliot lanzó una significativa mirada a su madre, indicando que iba suficientemente abrigado y que no pasaría nada de frío. Prometió estar puntual para la hora de la comida, se despidió y desapareció por la puerta. Allí se encontraba su amigo, ligeramente recostado sobre la farola que había frente al portal.
—Hola, Jeff.
—Vaya día, ¿eh?
—Ya lo creo. ¿Dónde están los demás?
—Nos esperan cerca del lago. Hoy sí que vamos a poder lanzar bolas de nieve como nunca.
—Eso parece.
Se pusieron en marcha tranquilamente, comentando algunos de los mejores lanzamientos que habían realizado en años anteriores, exhalando grandes bocanadas de vaho mientras hablaban y reían. Recordaron aquella vez en que Jeff apuntó tan mal que su bola fue a parar a las ramas de un abeto muy cargado de nieve y ésta casi sepultó a otro de los amigos de la pandilla, concretamente a Matt. Y aquella ocasión en que Elliot estampó sin querer una bola en la espalda de la anciana señora Grothery. Afortunadamente, ésta se lo tomó a bien y les invitó a tomar chocolate caliente con galletas y un bizcocho recién sacado del horno.
Entre risas, llegaron hasta el lago. No era muy grande y su superficie quedaba completamente helada durante el invierno, por lo que algunos jóvenes se habían animado aquella mañana a deslizarse en él. No había peligro alguno, pues el hielo era tan grueso que, de haber sido posible, hasta un elefante se hubiese atrevido a patinar sobre él.
La zona donde solían librar sus batallas era una de las más despejadas de árboles. Pinos y abetos cubiertos de nieve, muy separados entre sí, dejaban suficiente espacio para moverse, al tiempo que ofrecían un lugar para ponerse a cubierto tras una rápida carrera.
Llegaron a una pequeña fuente de piedra. En épocas de más calor solía brotar agua de ella, pero ahora colgaban pequeñas estalactitas. Allí aguardaban los restantes miembros del grupo. Matt era rubio, de ojos claros, y el más alto con diferencia. Rebecca y Betty tenían el pelo castaño y parecían hermanas, aunque no lo eran. La primera era más baja y llevaba el pelo sujeto en una coleta. La segunda, que lucía graciosas pecas sobre su chata nariz, prefería las trenzas. Los tres eran compañeros de clase de Elliot y Jeff. También había venido Dawson, un vecino de Rebecca. Era dos años menor que el resto y el más menudo de todos, lo que le convertía en un blanco difícil. Su carácter extrovertido le había facilitado adaptarse al grupo; le divertía mucho su compañía y jugar con ellos. Además, su presencia permitía la formación de equipos, ya que así podían repartirse en dos grupos de tres. Al ver llegar a Elliot y Jeff, los chavales se dieron la vuelta.
—¿Se te han pegado las sábanas? —preguntó Rebecca a Elliot esbozando una sonrisa.
—Estoy más fresco que cualquiera de vosotros. Donde pongo el ojo, pongo la bola —contestó éste.
—Ya, como la del año pasado, ¿verdad? —dijo Jeff al tiempo que guiñaba un ojo.
—El año pasado no había descansado bien… En fin, ¿cómo nos repartimos?
No hubo mucha discusión al respecto. Elliot y Jeff solían ir juntos en el mismo equipo, pues eran como siameses. En la última batalla fue Rebecca la que estuvo en su bando, por lo que esta vez Betty se unió a ellos.
Formados los equipos, se trasladaron a sus respectivas bases. No había cabañas ni nada por el estilo. Simplemente se delimitaban unos territorios, dejando un espacio de varios metros entre sí. Durante un rato se dedicaron a preparar incontables bolas de nieve, que minutos después comenzarían a surcar los aires a diestro y siniestro. No las hacían muy grandes. Pequeñas y bien redonditas eran más manejables y más precisas a la hora de disparar. Además, sabían por experiencia que las bolas muy grandes terminaban en sitios no deseados. Acababan de desayunar y no tenían ganas de más tazas de chocolate. Era hora de jugar y divertirse. Realmente no buscaban un ganador. No había premios ni competitividad. Y, por supuesto, no había ninguna intención de dañar al rival. Se trataba únicamente de pasar un rato agradable y disfrutar de ese regalo que la naturaleza les hacía todos los inviernos.
—¿Listos? —gritó Matt desde su base.
—Aquí estamos preparados —contestó Elliot desde la suya. Quizá no tuviesen bastantes bolas. De hecho, nunca eran suficientes. Siempre se acababan en el momento más divertido. Pero había que empezar, así que…—: ¡Adelante!
Al igual que había sucedido en anteriores ocasiones, todos los amigos se lanzaron a la batalla sin tregua alguna. Se desplazaban con mucha rapidez y se movían con agilidad, a menudo esquivando proyectiles dirigidos a sus abultados abrigos y que finalmente terminaban impactando en los gruesos troncos de pino. De vez en cuando se topaban con algún árbol por el camino, momento en el que aprovechaban para hacer un pequeño receso y recuperar el aliento. Al amparo de su estrecho refugio, cogían nieve de los alrededores y hacían nuevas bolas que instantes después volarían en busca de su objetivo.
Durante poco más de media hora estuvieron lanzando bolas sin parar, hasta que comenzó a escasear la munición en ambas bases. Dawson y Betty fueron los primeros en retirarse vencidos por el cansancio, y se dedicaron a preparar nuevas bolas. Después fue el turno de Rebecca y Jeff, para terminar cediendo las bases a Matt y Elliot.
En esa ocasión, Elliot había aguantado bastante más que en otras batallas. Se sentía muy cómodo, especialmente después del descanso. Pareció afinar su puntería y comenzó a disparar con gran precisión, haciendo que Rebecca y Matt sintieran numerosos impactos en sus abrigos. Hasta el pequeño y escurridizo Dawson recibió varios bolazos.
Obviamente, ninguno de ellos se quedó de brazos cruzados. También disponían de abundante arsenal y no pensaban desperdiciarlo y se entregaron a una lucha sin cuartel. Sin embargo, Elliot no recibió un solo impacto. Cero. Había descansado más, había dormido mejor… No era consciente de ello, pero esa vez había estado más rápido que nunca. Como se movía con facilidad y esquivaba las bolas con grandes reflejos, no habían atinado a darle.
Y así transcurrió la mañana, hasta que las energías se diluyeron como un azucarillo. Decidieron descansar y comer algunas galletas.
—Ha estado bien, ¿verdad? —comentó Elliot con una sonrisa triunfante.
—¿Cómo lo has hecho? —le inquirió Matt.
—Bueno, puntería… Tal vez un poco de suerte.
—No. Me refiero a no recibir un solo bolazo. Llevamos dos horas sin parar y no te ha tocado ni uno.
—Pues no sé… No me habréis tirado muchas veces.
Rebecca negó con la cabeza al tiempo que decía:
—Siento decirte que nos pusimos todos de acuerdo para darte al menos un par de veces. —Elliot puso cara de asombro—. ¡Nos estabas breando! ¡Y aun así te has librado!
Ver a sus amigos con la mosca detrás de la oreja estaba empezando a resultar entretenido. La verdad es que se lo había pasado estupendamente y había disputado una de sus mejores batallas. Había conseguido mejorar su puntería considerablemente y no le había rozado ni una sola…
¡PAFF!
Una gigantesca bola de nieve impactó contra la parte posterior de su cabeza y casi le hizo perder el equilibrio. Unas retumbantes carcajadas sonaron a su espalda. Con el semblante serio y el ceño fruncido, Elliot se dio media vuelta. Allí estaba Gorkky. Tenía el pelo negro como el carbón, bastante corto y echado hacia atrás. Su nariz era grande como una patata y estaba roja por el frío; su bocaza seguía abierta entre risotadas, secundadas por sus grandotes amigos. Los muy cobardes no iban nunca solos. Tenían dos o tres años más que ellos, nunca lo había llegado a saber con exactitud. Les encantaba presumir de su tamaño de armario ropero. Eran unos abusones: se dedicaban a ir peleando y metiendo cizaña allá por donde pasaban, fastidiando a chicos siempre de menor edad y más bajitos que ellos.
Y acababan de estropearle su momento.
La cabeza de Elliot era un auténtico hervidero y poco debió de faltarle para que comenzase a echar humo. Su mirada cargada de odio estaba fija en Gorkky. No podía ver otra persona o cosa que no fuera a un Gorkky insolente y engreído, jactándose de su miserable fechoría. Desde luego, la visión de semejante montaña de grasa casi le mareaba, pero esta vez había ido demasiado lejos. Sus amigos le recomendaron en susurros que aparcase sus ideas de héroe y no le hiciera caso. No andaban faltos de razón: si conseguía acabar con él, aún le quedarían otros tres gorilas a los que enfrentarse. No obstante, Elliot apretó los dientes y se armó de valor.
—Has atacado por la espalda. ¡Cobarde! —Le espetó Elliot—. ¡Atrévete a hacerlo otra vez y verás!
Esta vez las carcajadas sí que fueron sonoras. Aquello había sido una osadía por su parte, pues no tenía ni idea de cómo se las iba a apañar para cumplir con su amenaza. No tenía muchas posibilidades. Más bien ninguna.
—Vaya, vaya… Nos ha salido respondón el chico… —dijo Gorkky arrastrando las palabras, y ladeó la cabeza hacia donde se encontraban sus tres compinches, buscando su apoyo.
Estos chasquearon la lengua y movieron la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación. Gorkky se volvió y miró a Elliot. Este seguía desafiándole con la mirada. El grandullón no se lo pensó dos veces. Se agachó y hundió ambas manos en la nieve para coger cuanta pudiera. Miró a Elliot con una malvada sonrisa, pero no pudo incorporarse. Hizo denotados esfuerzos, pero estaba atrapado. Tiraba y tiraba, pero sus intentos para librarse eran completamente inútiles. ¡Sus manos se habían quedado apresadas en la nieve!
—¡Socorro! —gritó desesperadamente.
Nadie se movió.
—¡Ayudadme, estúpidos! —ordenó a su pandilla.
Pero ninguno parecía reaccionar. Elliot comenzó a sonreír maliciosamente ante la cómica postura de Gorkky. Por unos instantes se olvidó de parpadear, manteniendo una amenazante mirada que pareció asustar a la pandilla enemiga. Entonces Elliot dio un paso adelante.
—Vaya, vaya —dijo Elliot irónicamente—. Parece que la suerte ha abandonado a este chico…
Por alguna razón desconocida, los amigos de Gorkky intuyeron que los acontecimientos no habían tomado el cauce habitual y huyeron despavoridos. Elliot dio otros dos pasos al frente.
—Por favor, ayúdame —pidió Gorkky.
Era extraño. Era como si la nieve lo retuviese contra su voluntad. Pero no le importaba lo que estaba sucediendo. Echó de menos una cámara fotográfica, porque esa instantánea hubiese sido digna de ganar un concurso. Gorkky se había quedado totalmente encorvado, con las piernas medio abiertas y las manos introducidas en la nieve como si tratara de tocarse la punta de los pies. Se lo merecía. Las risas procedían esta vez del otro bando. Betty, Rebecca, Matt, Dawson y, por supuesto Jeff, no podían parar de reír, aunque no comprendían qué estaba pasando. Tal vez se hubiese enganchado con algo, pero no les importó lo más mínimo. También pensaban lo mismo que Elliot: había recibido su merecido.
El joven Elliot pasó meditabundo buena parte del resto del fin de semana. ¿Qué había sucedido exactamente en la nieve? Aunque al principio se había reído mucho y sólo pensó en cuánto se lo había merecido Gorkky, más tarde comenzó a darle vueltas al tema. Era verdaderamente extraño. Hasta la fecha, había escuchado casos de gente que había quedado atrapada en la nieve. Pero normalmente venían motivados por una pierna apresada entre dos rocas, un socavón oculto por la nieve recién caída… Pero nunca había oído que alguien se quedase atrapado por las manos durante más de dos horas, hasta que un servicio de emergencia derritiese la nieve. Y más curioso todavía, fue que no presentara síntomas de congelación en ninguna de las dos manos.
En cualquier caso, con la alegría de las fiestas en el cuerpo, por fin dieron las siete de la tarde del domingo, hora prevista para el gran desfile de carrozas. Desde que tenía cuatro años, Elliot acudía todos los años a verla junto a sus padres. Ahora, con doce, no iba a ser menos. Pero, antes del famoso desfile, la familia Tomclyde solía dar un paseo por la calle Sainte Thérèse, que durante el carnaval se convertía en un auténtico museo de esculturas de hielo al aire libre. Antiguamente eran los mismos vecinos que vivían en esa calle los que la decoraban creando hermosas estatuas de hielo. En la actualidad se había transformado en un concurso donde numerosos artistas venidos de toda Canadá competían por esculpir la escultura más original.
Ese año había cerca de cincuenta estatuas, a cuál más impresionante. Se detuvieron junto a una especialmente llamativa. Se trataba de un cisne posándose en el agua. Parecía de cristal. Tenía las alas desplegadas y las patas ligeramente extendidas hacia delante, usándolas como un freno natural a la hora de tomar contacto con el agua. El cuello y la cabeza erguidos y orientados al frente. Era una figura esbelta y tan realista que parecía estar viva, como si hubiesen tocado un cisne de verdad con una varita mágica transformándolo en hielo.
Pero no fue la única sorpresa que se llevaron. Durante su recorrido pudieron ver otros animales de la zona, como un oso grizzly de pie mostrando todo su poderío, o animales legendarios, como un dragón al que sólo le faltaba escupir fuego por la boca. Su elaboración era tan minuciosa que podían distinguirse las escamas sobre su helada superficie. Tampoco faltó una descomunal figura de Bonhomme, con su radiante sonrisa.
Habían pasado frente a un hermoso florero con rosas talladas y ante una figura del dios Neptuno con su poderoso tridente cuando se detuvieron ante la estatua de un hombre bigotudo. Parecía vestido con un grueso abrigo, y de su hombro derecho colgaba un zurrón. Su cabeza lucía un gorro de cola de castor perfectamente tallado.
—Fíjate, un explorador —comentó el señor Tomclyde, y desvió la mirada hacia su mujer.
—¿Qué tiene de especial? —Preguntó Elliot—. A mí me gustan más el dragón y el cisne.
—Bueno, la figura en sí… nada —dijo su madre dubitativamente, mientras devolvía la mirada a su marido.
—Nos ha recordado que tenemos una cosa que comentarte, hijo —puntualizó su padre.
—¿El qué? —Elliot no se anduvo con rodeos.
—Bueno, Elliot, acabas de cumplir doce años —comentó su padre—. Creemos que eres suficientemente mayor como para que vayas el próximo mes de julio a un campamento de supervivencia.
La reacción del chico no se hizo esperar.
—¡Un campamento de supervivencia! —La cara de Elliot se iluminó. Nada podía apetecerle más. El campo, los árboles, los animales… La naturaleza en general—. ¡Es fantástico!
—Sabíamos que te gustaría y estamos seguros de que aprenderás muchas cosas allí —dijo su madre muy animada ante la alegría de su hijo.
—Ya lo creo —insistió Elliot.
¿Dónde estaría el campamento? ¿Cuánto tiempo iba a durar? ¿Irían sus mejores amigos? ¿Dormiría en tiendas de campaña? ¿Podría ver las estrellas? Estaba tan ilusionado que las preguntas se le acumulaban en la cabeza y, sin poderlas contener, fluían por su boca como un torrente descontrolado ante la sorpresa de sus padres.
—No tan deprisa, hijo, no tan deprisa —lo frenó su padre—. Tómatelo con calma, aún te quedan unos meses. Primero tienes que terminar este curso en la escuela y no quiero que te desconcentres. Aunque, ya que lo preguntas, irás al campamento de supervivencia de Schilchester, que está situado a las orillas del lago Saint Jean.
—Pero habrá que preparar muchas cosas, ¿verdad?
—Sí, habrá que hacer un buen equipaje porque, aunque está pendiente de confirmación, suponemos que el campamento tendrá una duración de entre tres y cuatro semanas. Bastante tiempo para tratarse de un campamento de supervivencia —apuntó el señor Tomclyde—. De todas formas, dado que irán amigos de tu colegio, hemos pensado que no te importaría pasar todo ese tiempo fuera de casa.
El rostro de Elliot estaba radiante de satisfacción.
—De hecho, la idea del campamento ha partido de los profesores de tu escuela —indicó su madre—. Hacía tiempo que no se organizaba uno. Irán también chicos de otros centros, así que podrás hacer nuevos amigos. Lo pasarás muy bien.
—A las demás preguntas no puedo darte respuesta, Elliot. —Comentó el señor Tomclyde ante el rostro de decepción de su hijo—. Supongo que harás muchas actividades, así que por eso no te preocupes. —Elliot pareció animarse de nuevo—. Bien, dicho esto, creo que deberíamos ir a coger un buen sitio para ver el desfile de carrozas. Pronto empezarán a salir y no me las quiero perder.
Como todo lo que se había organizado para el carnaval, el del quincuagésimo quinto aniversario de Bonhomme, el desfile se había preparado con especial cuidado y cariño. Se vieron carrozas preciosas, a cuál más espectacular, iluminadas y decoradas con esmero. Pero el desfile había perdido todo el interés para Elliot. Por su cabeza únicamente pasaban ideas, ideas y más ideas de lo que iba a suceder el próximo verano. ¡Un mes de campamento! Aún no podía creérselo. En julio… ¡a Schilchester!