EL despacho estaba patas arriba. Media hora antes, cualquiera que lo hubiese visto habría disfrutado de una habitación elegantemente amueblada con una bien surtida biblioteca. Pero no era el caso.
La explosión que acababa de tener lugar la había dejado en un estado caótico. Las cortinas de terciopelo verde estaban chamuscadas y a medio correr. El olor a quemado flotaba en el ambiente y el humo impedía una visión clara de los hechos. Algunos libros aún estaban siendo consumidos por pequeñas y voraces llamas. Los cuadros habían quedado torcidos y, por suerte, el fuego no les había afectado. El escritorio se había desplazado dos metros y había quedado empotrado en la pared, mientras que las sillas, ricamente tapizadas, como mínimo habían perdido un par de patas cada una.
Sumidos en aquel caos, pero sin prestarle la menor atención, había cuatro personas. Eran dos mujeres y dos hombres de edad avanzada. Iban extravagantemente vestidos con unas llamativas túnicas, cada una de un color diferente. Se habían arrodillado en torno a una quinta que yacía inconsciente en el centro del despacho.
—Sus manos están muy frías… Está muy pálido —comentó muy preocupada la mujer que llevaba la túnica roja. Sostenía las manos del herido mientras miraba a sus demás compañeros.
—Es cierto, parece muy débil —corroboró la otra mujer, alta y espigada, que lucía una túnica verde esmeralda.
Los dos hombres seguían sin decir nada, pensativos. Tras unos segundos, el de la túnica blanca dijo:
—Era muy arriesgado, y él lo sabía.
—Tienes mucha razón, Bonifacius —replicó el otro hombre, cuya túnica azul contrastaba con su larga barba color castaño—. De todas formas, el acto de Finías ha salvado muchas vidas, y tú lo sabes.
—¿Crees que ha sido necesario tocar la Flor? —Insistió Bonifacius mientras negaba con la cabeza—. Sabes muy bien que jamás volverá a ser un elemental… y sus descendientes tampoco. ¿Crees que eso era necesario, Rigelus?
—Supongo que podía haberlo evitado… No cabe duda de que el sacrificio ha sido grande…
—Sí, en eso estoy de acuerdo contigo. Pero no creo que haya elegido la mejor opción. Si hubiese esperado un momento a que llegásemos…
—Tuvo que tomar una decisión muy rápidamente —explicó Rigelus defendiendo la actitud del herido Finías—. Seguro que esa carga lo acompañará siempre. Sus descendientes le recordarán como…
—¡Sus descendientes estarán como pez fuera del agua en nuestro mundo! —gritó Bonifacius sin poder contenerse—. Y, no podrán…
—Aguarda —dijo Selena, la mujer de la túnica roja, que seguía tomando el pulso de Finías—. Parece que ya vuelve en sí. El herido movió la cabeza ligeramente a la derecha dejando ver un pequeño corte en la ceja izquierda. En su cabeza resonaban como un eco las palabras: «¡Vil y rastrero traidor! ¡Tu sangre me las pagará eternamente!». Antes de abrir los ojos, tosió ligeramente y dijo en un susurro apenas perceptible:
—T-tengo sed… Agua…
—Aprisa, Romina, trae una copa de agua —ordenó Selena para aliviar al convaleciente Finías—. Tranquilo, pronto te pondrás bien. Todo ha pasado…
Unos instantes después, Romina apareció con una gran copa rebosante de agua fresca de manantial.
Selena levantó ligeramente la cabeza de Finías y le acercaron la copa procurando no derramar el líquido sobre las rasgadas vestimentas del herido. Éste bebió el agua con fruición. Sorbiendo poco a poco, fue recuperando la visión y el movimiento de manera que terminó por incorporarse sin ayuda. Sujetó la copa con ambas manos y apuró hasta la última gota antes de preguntar:
—¿Qué ha sido de la Flor? ¿Se ha salvado?
Bonifacius abrió la boca con la intención de mostrar su enfado pese al acto heroico, pero Rigelus le frenó dando un paso al frente.
—Está a buen recaudo, Finías. Puedes estar orgulloso.
—¿Y él? —preguntó, esta vez con cierto temor en la voz.
—Puedes estar tranquilo, Tánatos ha sido llevado a Nucleum. Todo está bajo control. Has hecho un trabajo excelente —lo animó Rigelus mientras le tendía la mano para ayudarle a ponerse en pie.
—Todo sucedió tan rápido… —dijo Finías arrastrando las palabras mientras en su cabeza revivía los acontecimientos que acababan de destrozar aquel despacho—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Menos de un cuarto de hora —respondió Romina con prontitud.
—¿Ha habido más heridos? —preguntó de nuevo Finías con temor.
—Alguno que otro, pero nada importante. Todos se recuperarán en cuanto se tomen uno de los brebajes curativos que prepara nuestro querido boticario Ludovico.
Pero Finías seguía intranquilo. Algo en su interior le decía que no todo había salido a pedir de boca. Algo que él desconocía, algo que se le escapaba, pero su abotargada mente era incapaz de iluminarle en aquel instante.
Poco a poco comenzó a recobrar la movilidad. Sus músculos estaban entumecidos y le dolían con cualquier movimiento. Trató de dar un primer paso, pero lo hizo muy torpemente. Tanto, que estuvo a punto de caer de nuevo al suelo y tuvo que ser sujetado por Selena y Romina. Se encontraba muy débil, como si no hubiese comido en una semana. Seguía sintiendo una gran sequedad en la garganta, pese a que acababa de vaciar una copa de más de medio litro de agua.
—¿Qué me pasa? —preguntó Finías un tanto preocupado. Se alarmó aún más cuando se le volvió a nublar la vista.
—No es fácil de explicar… —dijo Romina dirigiendo la mirada a las extinguidas llamas tratando de escurrir el bulto. Tras un breve pero intenso silencio, Bonifacius dijo lo que ninguno de ellos se atrevía a comunicarle al valiente héroe:
—Es muy sencillo… Has perdido todos tus poderes. Aquellas palabras cayeron como una bomba. Finías se llevó las manos a los oídos, pensando que quizá éstos le estaban jugando una mala pasada. Si la vista le fallaba, ¿por qué no los oídos? Pero al ver el semblante tan serio de Bonifacius sintió un tremendo escalofrío.
No era posible. Seguro que aún estaba inconsciente y todo era fruto de una pesadilla. Un mal sueño, eso era todo…
—Por decirlo de alguna manera, la Madre Naturaleza te ha castigado —trató de explicárselo Rigelus.
—¿Castigado? Pero si yo… La Madre Naturaleza… Pero si el que debía ser castigado era él. No comprendo…
—Las normas no las ponemos nosotros, pero son bien claras: quien ose tocar los pétalos de la Flor de la Armonía, perderá su condición de elemental… —sentenció Bonifacius cruzándose de brazos—, y sus futuros descendientes también.
—Pero yo sólo quería rescatarla. En ningún momento tuve intención de apropiarme de ella. Tan sólo deseaba que él no la estropease con el cristal de Traphax… —Las palabras de Finías seguían siendo bastante torpes, y se volvieron mucho más a medida que comenzó a recordar lo que realmente había sucedido.
Imágenes breves cruzaban por su cerebro a una velocidad de vértigo. Recordó muchos gritos de fondo. Le sorprendió especialmente la palabra «traidor», repetida por muchas personas. Después venía una tremenda explosión de luz tan brillante que parecía el mismísimo sol. Sin darse cuenta, sus manos alcanzaron la Flor y volvió a sentir la misma punzada en el pecho. Después de eso, en su mente no había más que un inmenso y doloroso vacío.
—¿P-por qué mis descendientes… tampoco podrán…?
—Porque has dejado de ser un elemental —dijo fríamente Bonifacius. Sin embargo, su mirada encerraba una ternura fuera de lo normal. En aquel anciano había mucha más compasión de la que quería aparentar.
—Pero nosotros siempre te consideraremos uno de los nuestros —dijo rápidamente Selena tratando de suavizar la cruda realidad—. El acto que has llevado a cabo será recordado eternamente por todas las generaciones de elementales.
—Yo no quise… no pretendía… ¡no lo sabía! —gritó desesperadamente Finías, impotente y sin saber por qué le había ocurrido aquello.
No era justo. Apenas hacía un par de meses que había cumplido veinticinco años y su vida había cambiado drásticamente. Aunque todos le recordasen como un héroe, las cosas jamás volverían a ser como antes. Y su familia… Probablemente ellos le odiarían para siempre por haberles privado injustamente de un derecho que les correspondía. Y no les faltaría razón.
—Tomaste una decisión, y no fue la más correcta —insistió Rigelus—. Ha sido mala suerte, francamente. Eres demasiado joven para conocer ciertas cosas. No deberías culparte por ignorar las consecuencias de tocar la Flor. Realmente es un conocimiento que está al alcance de muy pocos…
Finías lo sabía muy bien. Pero lo que le afectaba profundamente era saber que sus descendientes no podrían disfrutar de los privilegios de los elementales. Su precipitación acababa de privarles de ello.
Visiblemente decepcionado, rehusó todos los ofrecimientos de comer y beber que le hicieron los presentes. El hambre, la sed y su malestar general habían quedado relegados a un secundo plano. Dolido en lo más profundo de sus sentimientos, prefirió salir por la puerta, cabizbajo, y tratar de cargar con una culpa que le acompañaría toda la vida.
Los dos días que siguieron fueron probablemente los que transcurrieron más lentamente en la vida de Finías. Los segundos pasaban con extrema lentitud; las horas no pasaban.
Durante el día, Finías se refugió en el bosque para meditar sobre lo sucedido y tomar una determinación al respecto. Pese a sentirse injustamente castigado por la Madre Naturaleza, no tenía la menor intención de darle la espalda. Siempre había disfrutado con la compañía de los árboles y el agradable piar de los pájaros, y seguiría haciéndolo.
Por la noche sucedía tres cuartos de lo mismo. Permaneció en el bosque, recostado sobre el grueso tronco de un chopo, en la vera de un río. El agua fluía alegremente, ajena a los pensamientos del joven Finías. No podía dormir, pero ése era un sonido dulce y relajante que le ayudaba a evadirse del mundo exterior. De vez en cuando, una rana saltaba al agua y le devolvía a la cruel realidad.
La mañana del tercer día desde que Finías perdiese su condición de elemental amaneció tan tranquila como las dos anteriores. Sin embargo, el sol brillaba de una forma especial, filtrándose con intensidad entre los huecos que las ramas dejaban entre sí. Finías abrió los ojos y se acercó a la orilla. Hizo un pequeño cuenco con las manos y se lavó la cara con agua bien fría para despejarse. Repitió esta acción en dos ocasiones y, cuando se consideró totalmente despierto, alzó la cabeza dispuesto a pasar un tercer día de meditación. Su sorpresa fue mayúscula al ver al otro lado del riachuelo a una bellísima mujer por la que parecían no pasar los años.
—Diecisiete años hace que nos vimos, Finías… —fue su particular saludo, mirando directamente a los ojos del joven.
—El Oráculo… —susurró Finías con cierta aprensión. El castigo ya había sido suficiente. ¿Qué vendría a continuación?
—No temas —le dijo al ver la expresión de su rostro—. Sólo quería tener unas palabras contigo.
Finías no sabía si debía decir algo o no. Siguió mirando atentamente la estilizada figura del Oráculo. Era alta y esbelta, con una morena cabellera rizada que le cubría los hombros. Sus oscuros ojos parecían penetrarle hasta lo más profundo del alma.
—Aunque lo he hecho, no hubiese sido necesaria mi conversación con los miembros del Consejo. La fuerza del acto que realizaste el otro día fue extraordinaria y caló poderosamente en mi corazón. —Hizo una larga pausa, sin apartar la mirada de Finías.
El joven, por su parte, estaba cansado de mostrar su arrepentimiento. Tomó una decisión que había resultado ser errónea, y ya no había marcha atrás. Debía considerarlo como un revés y, como tal, debería afrontar sus consecuencias. A partir de ahora todo sería diferente y debería acostumbrarse a una nueva forma de vida. Quizá esa nueva etapa de su existencia debería vivirla en un lugar diferente, ajeno al mundo que actualmente le rodeaba.
—Sé que has pensado en marcharte —adivinó la mujer.
Rápidamente, el rostro de Finías se ensombreció, avergonzado. No le agradaba la idea de ser considerado un cobarde.
—No es cobardía lo que te mueve —prosiguió ella—, sino una reacción comprensible. Piensas que tu futura familia no se encontraría a gusto entre nosotros. No seré yo quien te dé la razón, pero respeto tu criterio.
—Mis hijos no podrían vivir sabiendo lo que han perdido… Por mi culpa.
—Y piensas que la mejor opción es que vivan ajenos a los elementales.
Finías no supo cómo, pero la mujer se encontraba ahora a su lado. Había estado tan absorto en su mirada, que no se había percatado de que había cruzado el río.
—Ya no estoy seguro de nada, pero sea como sea, quiero lo mejor para ellos. Si viviesen rodeados de este entorno se sentirían… inferiores. Definitivamente, creo que es mejor que crezcan sin esta lacra.
—Así que ésa es tu decisión final —confirmó la bella mujer.
Finías asintió con firmeza.
—Yo no puedo hacerte cambiar de opinión, ni tampoco devolverte tu condición de elemental. Únicamente te diré que la Madre Naturaleza es sabia.
Finías estuvo a punto de protestar. ¿Cómo iba a ser sabia la Madre Naturaleza? Él había hecho lo indecible por evitar un cataclismo, y se lo agradecía marginándolo del mundo de los elementales. ¿Acaso era ésa una decisión sabia?
—Es sabia y poderosa —repitió el Oráculo—. Eso no quiere decir que te vaya a devolver tu estatus, pero sabe dónde están la fortaleza, el valor y la lealtad. Tú le has dado veinticinco años de servicio fiel y voluntarioso. Estoy convencida de que no olvidará tus actos. El día menos pensado volverá a necesitar que hierva tu «sangre».
Finías permaneció con la cabeza gacha unos instantes. Cuando la alzó de nuevo para agradecer las palabras de ánimo del Oráculo, la mujer se había desvanecido literalmente ante sus ojos. ¿Habría sido un sueño?
Se sentía muy hambriento y cansado, por lo que decidió ir en busca de algo de comer. Descansaría unas horas y partiría al día siguiente, bien temprano, para evitar las miradas curiosas.
En el camino de regreso, no cesó de darle vueltas a las palabras del Oráculo. No dejó de sorprenderle que hubiese dicho que la Madre Naturaleza algún día necesitaría su sangre. Curioso. Tánatos también quería su sangre, pero de una forma un tanto más agresiva. No le había perdonado su traición y querría hacérselo pagar. De todas formas, pensaba esconderse tan bien que jamás le encontraría. Más aún, nadie había logrado escapar nunca de Nucleum…
A pesar de que durante los últimos años de su vida apenas había gozado de buenas amistades, Finías no quiso dejar de despedirse de aquellos que verdaderamente sabían cuánto había sacrificado por los elementales.
Aún era muy temprano y el sol no había salido. La oscuridad comenzaba a rasgarse con los primeros rayos de luz. El cielo iba cobrando una palidez anaranjada muy agradable a la vista.
Finías había dejado atrás su ajada túnica y lucía unos pantalones y un jersey apolillado. Le acompañaban las cuatro personas en las que más había confiado: Romina, Selena, Bonifacius y Rigelus.
Ninguno se atrevió a darle muchos consejos antes de partir con rumbo a su futura vida, pues desconocían el nuevo entorno al que se iba a enfrentar. Sin embargo, no quisieron que se fuese sin un par de obsequios. Bonifacius le entregó un pequeño saquito de piel curtida.
—Toma —le dijo—. Son unas cuantas piedras preciosas. Podrás utilizarlas en los trueques. Son de gran calidad…
Por su parte, Rigelus guardaba en sus manos un objeto cubierto por un pañuelo bordado. No se apresuró a la hora de desenvolverlo: lo hizo con mucha parsimonia. Pronto, al descubrirse el objeto, se dejó entrever un brillo dorado.
—Este medallón siempre te recordará tus orígenes. Si alguna vez nos necesitas, gracias a él los elementales te abrirán sus puertas —dijo Rigelus mientras lo depositaba en las temblorosas manos del joven.
—No puedo aceptarlo…
—Llévalo siempre contigo. —Aquello era más una orden que un consejo.
—Pero… —protestó Finías una vez más. Sin embargo, al ver la cara de tristeza de Rigelus, cambió de opinión—. Siempre te he considerado un segundo padre. Me gustaría compartir este medallón contigo.
—Será un honor —respondió éste.
Finías le devolvió el medallón y le dijo:
—Tendrás que hacerlo tú. Yo ya no puedo…
Como tocado por un caliente rayo de sol, el medallón brilló incandescentemente una décima de segundo. Instantes después, Finías recibía de manos de Rigelus la mitad del medallón dorado y se apresuró a guardárselo en el bolsillo.
Poco más había que decir y hacer en aquel lugar. Antes de echarse su pequeña bolsa de equipaje al hombro, se fundió en un abrazo con todos ellos. El último fue Rigelus que, susurrándole al oído, se despidió:
—Hasta siempre, Finías… Tomclyde.