Epílogo

Febrero de 2010

Nevaba sobre Londres. Aquel estaba siendo un invierno crudo. Los copos de nieve caían al otro lado del ventanal de la casa de Queen Ann Street mientras Sergio corregía el manuscrito de su novela sobre los años perdidos de la vida de Sherlock Holmes.

Después del entierro de su hermano Marcos, Sergio se había refugiado en Inglaterra aislándose del mundo. La estructura básica de la novela fue cobrando vida en Sussex, en la pequeña casita que había alquilado meses antes. Frente a los acantilados de tiza que fueron el escenario de «La aventura de la melena del león», el penúltimo caso publicado de Holmes.

El proceso creativo se vio interrumpido, sin embargo, cuando venció el plazo del alquiler y Sergio hubo de trasladarse a su nuevo domicilio de Londres.

Dijo adiós a Sussex un día limpio y claro.

En octubre de 1903, Sherlock Holmes bajó por última vez los diecisiete peldaños que separaban sus habitaciones del bullicio diario de Baker Street para retirarse a Cuckmere Haven, en Sussex. Era un hombre joven aún, pero la muerte de Irene Adler un mes antes había consumido el resto de sus ganas de vivir. Sus peores enemigos eran ya un recuerdo: Moriarty había muerto y Sebastian Moran había quedado atrás. Incluso John Watson formaba parte de su pasado. Solo la señora Hudson lo acompañó a aquel retiro en el que tenía previsto escribir su Manual práctico del apicultor.

Irónicamente, Sergio tuvo que abandonar Sussex y regresar a Londres para concluir la novela en la que, gracias al imaginario descubrimiento de los documentos secretos de Watson, desvelaría al mundo dónde estuvo exactamente Holmes durante sus años perdidos.

Durante aquellos meses, Sergio apenas había abandonado su casa. No había respondido a ninguna llamada de teléfono ni había abierto la escasa correspondencia que recibía. De la mañana a la noche, su única compañía fueron Watson y Holmes, y el recuerdo de Marcos y José Guazo, que se colaban noche tras noche en sus sueños.

Mientras Sergio Olmos concluía su novela sobre Holmes en la misma calle en la que en otros tiempos vivió Watson, el narrador de casi todas las aventuras del detective, el mundo seguía girando.

Tomás Bullón seguía manteniendo un idilio con el alcohol, pero eso no le había impedido entregar a tiempo a la editorial que le había pagado un jugoso adelanto un libro en el que narraba los crímenes de Marcos Olmos y José Guazo. Al mismo tiempo, supervisaba el guión de una película sobre aquellos terribles acontecimientos.

Víctor Trejo había tomado la decisión de desmantelar la sede del Círculo Sherlock. Su magnífica colección de objetos victorianos y holmesianos fue llevada a su casa en Andalucía, y las puertas del viejo local situado en un callejón del Madrid de los Austrias se cerraron para siempre.

Jaime Morante entregó su acta de concejal y regresó a su cátedra de matemáticas. Su inteligencia era muy superior a la de todos los que formaban la corporación municipal, según su criterio, y no estaba dispuesto a malgastar su tiempo entre tanta mediocridad. De todos modos, se había prometido a sí mismo regresar algún día a la escena política para ganar.

La relación entre Enrique Sigler y Clara Estévez se enfrió de un modo alarmante después de la muerte de Guazo y de Marcos Olmos. Ambos se esforzaban en avivar el fuego de su amor, pero Clara no podía evitar, de vez en cuando, mirar el papel que Sergio le había entregado durante el entierro de José Guazo en el que había anotado su dirección en Londres.

Los ojos de Clara no reían como era habitual. Sigler sorprendía en ocasiones alguna lágrima deslizándose por sus mejillas. Eso sucedía los días en los que ella recordaba una vez más las últimas frases de aquella carta que Irene Adler envió a Holmes tras haberlo burlado: «Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Holmes, suya afectísima…».

Ella, Clara, también había dejado una fotografía como único recuerdo a Sergio cuando lo abandonó. Entonces, estaba convencida de que ambos se olvidarían. Pero de eso hacía mucho tiempo, pensaba Clara mientras una lágrima caía desde sus ojos hasta el papel en el que estaba anotado un número de Queen Ann Street. Debía tomar una decisión, se decía.

Diego Bedia y Marja habían fijado la fecha de su boda. Sería en verano. Marja había aceptado irse a vivir con el inspector. No podía seguir ni un minuto más en el piso donde Jasmina había sido asesinada.

Un día, María recibió una inesperada llamada. Era el inspector jefe Tomás Herrera. ¿Le haría el honor de cenar con él una noche?, había preguntado Herrera, quien en las últimas semanas se había dejado caer de forma aparentemente casual por la Oficina de Integración varias veces con la endeble excusa de cerrar algunos cabos sueltos de la investigación sobre los crímenes cometidos en el barrio.

María había dicho que sí, que aceptaría cenar con él.

—¿Te das cuenta como Graciela tenía razón? —le dijo a Cristina.

Cristina Pardo trataba de pasar el invierno abrigada por los recuerdos. Pero la mirada verde de Sergio se iba emborronando cada vez más, y ya no recordaba el sabor de sus besos.

A pesar de que María insistía, apenas salía de casa. Solía sentarse junto a una ventana y se concentraba con el corazón quebrado en las aventuras de Sherlock Holmes, que nunca antes había leído, solo para sentirse más cerca de Sergio. Para marcar las páginas, empleaba el papel en el que él había anotado su dirección en Londres. «Puede que un día te apetezca conocer Londres». Las palabras de Sergio sonaban aún nítidas en su cabeza.

Cristina se dijo que debía tomar una decisión.

Era la segunda mujer que había llegado a la misma conclusión viendo un papel en el que estaba escrito un número de Queen Ann Street.

El día 6 de enero, Sergio había caminado bajo una intensa lluvia hasta Baker Street. El viento hacía inservible el paraguas con el que pretendía refugiarse del aguacero, de modo que finalmente lo cerró y se dejó empapar mientras contemplaba desde la acera el supuesto hogar de su admirado detective. Un día como aquel, pero de 1957, Holmes había fallecido a la edad de ciento tres años[122]. Sin embargo, nunca se publicó su necrológica ni jamás se localizó su tumba, a pesar de que Víctor Trejo estuviera seguro de que la sepultura del más famoso detective de todos los tiempos está en el cementerio parisino de Père-Lachaise. De manera que, a falta de una tumba a la que peregrinar, Sergio se arrodilló frente a la entrada del 221B de Baker Street y dejó en el suelo una violeta seca, la misma que su hermano Marcos había cogido de la tumba de su madre.

Los copos de nieve de aquella tarde de febrero fueron el único testigo del punto y final de la novela que Sergio Olmos había dedicado al personaje literario (¿o era real?) de su vida.

La lectura de aquellas páginas había arrastrado al escritor por rincones ocultos de sus propios sentimientos. Atrás quedaban tantas cosas… Los jardines de Lauriston, el estremecedor aullido del sabueso de los Baskerville, el enigmático ritual de los Musgrave, el estrambótico Club Diógenes, la mirada de reptil de James Moriarty, el sangriento mensaje del Círculo Rojo, el sonido del violín en Baker Street, la compañía impagable de John Hamish Watson y la imborrable imagen de Irene Adler, «la cosa más linda que se haya visto bajo un sombrero en todo el planeta». Los recuerdos rompieron la presa que siempre impedía el llanto de Sergio, y las lágrimas que el escritor debía a la vida rodaron por sus mejillas. Mientras, un viento cruel se había adueñado de la calle.

La mujer se bajó del taxi y pagó la carrera con un puñado de libras. Al salir del vehículo sintió la caricia helada de aquel viento que zarandeaba a los viandantes. Queen Ann Street estaba cubierta por un manto blanco.

La mujer miró el número que había sobre la puerta. Subió los cuatro peldaños de las escaleras y suspiró profundamente. Ya era demasiado tarde para volverse atrás. Le había costado tomar una decisión, pero al fin lo había hecho. Era una de las dos mujeres que habían tenido en sus manos aquel papel en el que se leía un número de aquella calle de Londres.

Finalmente, pulsó el timbre.

Sergio tardó unos segundos en comprender que alguien llamaba a la puerta. Le costó salir del trance en el que había caído tras poner el punto y final a su novela. Secó sus lágrimas y miró por la ventana hacia la calle. Descubrió la figura de una mujer que se cubría con una capucha negra. No pudo ver su rostro. El viento arreciaba.

Antes de abrir la puerta, Sergio murmuró:

—«Es Dios quien envía el viento, y cuando amaine la tormenta, el sol brillará sobre una tierra más limpia, mejor y más fuerte. Arranque, Watson, que ya es hora de que nos pongamos en marcha»[123].

Al abrir la puerta, los ojos de Sergio quedaron atrapados por los de una mujer.

En Amalur. Octubre de 2011