Londres
26 de agosto de 2009
Sergio Olmos emergió del subsuelo urbano y respiró profundamente el aire fresco de la mañana. A pesar de ser un día de verano, la temperatura en Londres más parecía la propia de una mañana otoñal. Dejó tras de sí la estación del metro de Holborn, adonde había llegado desde Green Park, en cuyas inmediaciones había alquilado una habitación de hotel. Miró distraídamente alrededor y, sin más demora, se dirigió hacia su destino.
¿Cuántas veces había visitado Londres en los últimos años? Sin embargo, la ciudad seguía provocando en él un estremecimiento especial. Lejos quedaba aquella primera visita al Círculo Sherlock, en cuya sede contempló las fotografías que su amigo Víctor Trejo había hecho de algunos de los escenarios de las aventuras holmesianas. Por aquel entonces, ni él ni su familia estaban en disposición de permitirse un viaje así, pero sus conocimientos sobre los relatos de las aventuras del famoso detective hicieron que reconociera de inmediato, como si por ellos se hubiera paseado, aquellos evocadores lugares.
Los primeros derechos de autor que recibió por las ventas de la novela con la que debutó en el mercado literario los gastó en un viaje a la capital británica. Y, a pesar de las innumerables veces que había visitado después la ciudad, jamás pudo olvidar la emoción con la que su mirada recorrió la primera vez algunas de las calles que su admirado Sherlock tan bien conoció.
Desde la estación de metro de Holborn al Museo Británico la distancia es escasa, de modo que instantes después se encontraba frente a la mole del museo donde se custodian dos millones de años de civilización. Los turistas más madrugadores se disputaban la entrada para precipitarse por el tobogán de la historia que los conduciría desde el antiguo Oriente Medio hasta la Ilustración, desde la Prehistoria hasta Egipto o al mundo grecorromano. A pesar de todo, Sergio apenas les prestó atención. De hecho, no resultaban sino una incomodidad más que lo alejaba del Londres victoriano por el que le gustaría pasear.
Rodeó el museo y trató de imaginarse cómo sería Montague Street en el mes de julio de 1877. Montague Street es una calle situada tras el Museo Británico en la que Sherlock Holmes alquiló unas habitaciones cuando llegó a Londres por vez primera con el propósito de convertir sus extraordinarias capacidades deductivas y de observación en un oficio, el de detective consultor[23].
La inmensa mayoría de los lectores de las aventuras del detective creen que siempre vivió en Baker Street, pero se equivocan. Sergio había visitado Montague Street siempre que pisaba Londres, pero ahora el propósito era muy diferente. No se trataba de un viaje de placer, sino de trabajo.
Su idea de rellenar los años vacíos de la vida de Sherlock le hacían sentir en su interior un fuego que no había experimentado desde su primera novela. La grandeza de Sherlock lo convertiría en un personaje real, como de hecho lo consideraban buena parte de sus fervorosos admiradores. El imperecedero recuerdo del detective, pensaba Sergio en ocasiones, dando sin querer la razón a Víctor Trejo, no podía comprenderse si no se admitía que el personaje era un hombre de carne y hueso. De modo que, en la futura obra de Sergio, sir Arthur Conan Doyle encarnaría el mismo papel que la historia reservó al rabino de Praga Judah Loew en el siglo XVI. Según la leyenda judía, el rabino Loew había construido un ser, un golem, a partir de la arcilla al que dotó de vida propia después de realizar una serie de conjuros e invocaciones mágicas. El rabino pretendía que su criatura le sirviera y defendiera el gueto de Praga de los ataques antisemitas, pero pronto aquel ser comenzó a escapar de su control. Y, aunque el rabino intentó acabar con la vida de su criatura, la situación se tensó hasta los límites más insospechados.
A diferencia de esas criaturas robóticas, sin capacidad para pensar por sí mismas, el golem literario de Doyle era mucho más inteligente que su propio creador y supo derrotarlo cuando llegó el momento obligándolo a escribir una resurrección exigida por los lectores[24].
Mientras paseaba absolutamente abstraído por la calle en la que vivió Holmes durante sus primeros días londinenses, Sergio sonreía para sí al pensar con qué extraordinaria habilidad la criatura supuestamente de ficción a la que el rabino Doyle pretendió mostrar como un cerebro andante, incapaz de enamorarse ni apenas sentir, fue ganándose el amor y el respeto del público. Su autor mostró al mundo un héroe nada convencional, frío, antipático, adicto al tabaco, consumidor de morfina y cocaína. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de su hacedor, que llega a decir de su criatura que «jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo»[25], el público supo comprender que Sherlock ocultaba un mundo interior fascinante del que nada se decía en aquellas historias. Un mundo tal vez repleto de angustia vital, la misma que le hacía consumir drogas en un ejercicio de autodestrucción que su compañero Watson trataba infructuosamente de evitar. Aquel hombre que Doyle quiso mostrar distante y frío fue el héroe que el público eligió al comprender que, cuando se lamentaba en voz alta preguntándose si acaso «no son todas las vidas patéticas e insignificantes»[26], era porque sufría por el destino de los hombres más que su propio autor.
El ruido de los vehículos, las prisas de la gente, la vida de una ciudad enorme como Londres incomodaban a Sergio. También él, como Enrique Sigler, hubiera preferido escuchar los cascos de los caballos tirando de los carruajes de alquiler en aquel lejano mes de julio de 1877, cuando Holmes llegó a la capital dispuesto a abrirse camino en su insólita profesión.
El mismo Museo Británico al que Sergio había prestado nula atención acogió durante muchas horas al futuro detective mientras devoraba los más variados libros de las ramas del saber que precisaba dominar para mostrarse eficaz y certero en su oficio. Ocasionalmente, algunos antiguos compañeros de universidad ponían a su alcance algún caso extraordinario, persuadidos de la afilada inteligencia de Holmes.
Años antes, mientras visitaba la casa familiar Trevor, en Norfolk, adonde había sido invitado por un compañero de estudios, Holmes tuvo claro cuál sería su futuro profesional. Sucedió cuando su amigo habló a su padre, un hombre de mundo que había enviudado tiempo atrás, de la capacidad deductiva y de observación de Holmes. El hombre creyó que su hijo exageraba, razón por la cual, a modo de juego, retó a su huésped a ver cuánto podía averiguar sobre él con solo observarlo. La exhibición de Holmes fue tan memorable que el viejo Trevor pronunció unas palabras que resultaron proféticas: «No sé cómo lo consigue, señor Holmes, pero me da la impresión de que todos los detectives de hecho y de ficción son niños a su lado. Por ahí tiene que orientar su vida, y se lo dice un hombre que ha visto algo de mundo»[27].
Y así fue como ocurrió. Aquella primera aventura sucedió en el verano de 1874. Holmes tenía veinte años. Es cierto que la inexperiencia del futuro detective no impidió la muerte del cliente, pero fue capaz de desenredar una compleja historia que explicó el motivo del asesinato del padre de su amigo. Aún años después, Holmes conservó en un cilindro la cuartilla que contenía el extraño mensaje con el que comenzó aquella primera y juvenil aventura, y así se lo explicó mucho tiempo después a su inseparable compañero John Watson.
Al enfrentarse abiertamente con un crimen, Holmes comprendió lo acertadas que habían sido las palabras del padre de su amigo. Si los demás detectives apenas serían niños en comparación con él, los criminales deberían comenzar a temblar. Y así llegó aquel mes de julio de 1877 en que se instaló en Montague Street, la misma calle que Sergio Olmos paseaba arriba y abajo un siglo después tratando de imaginar dónde estuvieron las habitaciones que su héroe alquiló al poco de llegar a la ciudad.
El resto de la mañana pasó veloz. Fue un suspiro para Sergio; que vivía en un mundo paralelo al de los miles de personas que se cruzaron en su camino. El Londres de los demás no era el mismo por el que él caminaba. Mientras sus pasos lo conducían hacia Tottenham Court Road evitando que su mirada quedara atrapada, como lo haría un seductor encantador de serpientes, por la imagen de algunos de los modernos y orgullosos edificios del centro de Londres, su mente lo transportó a un mes de agosto bien diferente, el de 1889. Imaginó cómo sería aquel día caluroso en el que comienza la aventura titulada «La caja de cartón»[28]. Tanto era el calor reinante que las habitaciones de Holmes en Baker Street se habían convertido en un horno, y el sol arrancaba dolorosos destellos a los ladrillos del edificio de enfrente. Sergio recordaba cómo el detective, al inicio de esa aventura, llegaba a preguntarse si realmente aquella calle era la misma que habitualmente se veía sumida en densas y lúgubres nieblas en otros momentos del año.
Pero ¿por qué habían venido a la memoria de Sergio las primeras líneas de aquel relato en el que, unos renglones después, el detective daba una lección inigualable a Watson a propósito de cómo se podía seguir el razonamiento de un hombre con solo mirar su cara y sus ojos? La respuesta no tenía nada que ver con el meollo de aquel truculento caso. En realidad, su paseo hasta Tottenham Court Road guardaba relación con el Stradivarius de Sherlock Holmes.
Con su inseparable cuaderno de notas en la mano, Sergio trató de imaginar cómo sería aquella calle en el ocaso de la década de los años ochenta del siglo XIX. Su fértil imaginación pronto le permitió descubrir al mismísimo Holmes caminando por la acera después de cruzar la calle sorteando un par de carruajes de alquiler. Con su inventiva, Sergio lo siguió con sigilo. Tan abstraído estaba que realmente le parecía verlo y, casi, ir pisando sobre la sombra del detective.
Con los ojos de su imaginación, Sergio descubrió al fin adónde se dirigía Holmes. Y así fue como creyó descubrir dónde estuvo en otro tiempo la tienda regentada por un judío en la que el detective pudo adquirir su costosísimo violín —cuyo precio no debía ser inferior en modo alguno a las quinientas guineas —por tan solo cincuenta y cinco chelines[29].
Satisfecho con su hallazgo (nada menos que el lugar donde Holmes compró su mítico violín), Sergio prosiguió su distraído paseo ajeno por completo al mundo que lo rodeaba y también al hombre que lo seguía con disimulo desde hacía bastante tiempo. De haber vivido más pendiente del presente y menos del pasado, el escritor hubiera caído en la cuenta de que su misterioso seguidor era el mismo que lo había espiado desde los acantilados de Sussex días antes. Se trataba del mismo hombre que, aprovechando su ausencia durante aquel paseo por la playa, había entrado en la casita de alquiler, había conectado su ordenador, había escrito la clave con la que Sergio pretendía preservar sus secretos informáticos, había utilizado algunos de los folios que Sergio había desechado tras leer su contenido y había escrito algunos textos que luego imprimió antes de abandonar sigilosamente la casa sin dejar el menor rastro de su presencia en ella.
¡Oxford Street! ¡Más de trescientas tiendas! Tal vez la calle comercial más grande del mundo, o al menos una de las mayores. Nadie visita Londres sin pasear por ella y caer en la tentación de comprar en alguno de sus famosos comercios; bueno, en realidad, sí existía alguien inmune a esos vicios: Sergio Olmos.
Lo que pretendía encontrar en Oxford Street no lo podía ver nadie más que él, y era lógico, puesto que la sucursal del Capital and Counties Bank que él buscaba no existía. Sergio tenía algunas ideas al respecto: la sucursal debía tener el aire severo y el olor rancio que él atribuía a toda entidad bancaria decimonónica.
¿Qué razón lo había impulsado a garrapatear sobre su libreta algunas notas sobre aquella cuestión? La respuesta era simple: en esa sucursal bancaria de Oxford Street tenía su cuenta Sherlock Holmes[30]. Hubiera sido magnífico revisar el estado de sus finanzas, sonrió el escritor; después de todo, no sabemos cuáles eran sus tarifas exactamente. A algunos clientes les cobraba; a otros, no. Pero es probable que las tierras de su familia le reportaran ciertas rentas que le permitían tener una posición holgada, aunque no espléndida.
A media mañana hizo un alto para comer algo en Nicole's, en New Bond Street. A Sergio siempre le había gustado comer en un lugar donde pudiera pasar totalmente inadvertido. Allí, nadie reparaba en él, pues nada tenía que lo hiciera especial, y mucho menos en una ciudad tan cosmopolita como Londres. Salvo por su tradicional atuendo, compuesto por un impecable traje negro de alguna famosa firma y una inmaculada camisa blanca, ningún atributo de Sergio era especialmente notable.
Mientras degustaba su ensalada con parsimonia, miró las notas de su bloc. También el hombre que lo seguía había decidido comer algo, pero lo hizo en otro local próximo, desde donde podía observar si Sergio salía de nuevo a la calle.
Cuando finalizó su almuerzo, Sergio consultó su cuaderno. Su próximo destino estaba subrayado vigorosamente con tinta roja: Serpentine Avenue, St. John's Wood.
Una vez hubo terminado su almuerzo, y ajeno a las maniobras del hombre que lo seguía con extrema precaución, se encaminó hacia Hyde Park, dispuesto a dar con la dirección anotada en su libreta.
No era una dirección cualquiera. De creer a Conan Doyle, en la primavera de 1887 existía allí una casa, la residencia Briony. Y en ella vivía un personaje sin el cual, tal vez, no se puede comprender a Sherlock Holmes por completo. Por aquellos días el detective había cedido a su tentación de consumir cocaína disuelta al siete por ciento tres veces al día para soportar el tedio de las jornadas en las que su extraordinaria mente no era retada por criminal alguno. Además, Watson, debido a su primer matrimonio, no vivía ya con él.
—¡«Escándalo en Bohemia»! —murmuró Sergio. Aquellas palabras sonaron con una mezcla de temor y reverencia.
¿Por qué era importante aquella aventura? ¿Por qué Sergio llevaba anotada y subrayada una dirección en su cuaderno de notas?
La razón era simple: se trata de uno de los relatos más emblemáticos de la andadura personal de Sherlock Holmes. Y no porque la historia tenga la curiosidad literaria de que se divide en tres partes, algo que no se vuelve a repetir en las demás narraciones. ¡No! ¡La enjundia de aquella aventura tenía que ver con una mujer! «¡La mujer!», como diría el doctor Watson.
«¡La mujer!» no era otra que Irene Adler, una prima donna retirada, que había nacido en Trenton, Nueva Jersey[31] y que, según el juicio de Watson, era «la cosa más linda que se haya visto bajo un sombrero en todo el planeta». Y no solo eso: fue la única mujer que ganó el corazón de Holmes y, además, lo derrotó demostrando ser más astuta que él.
Y fue precisamente en ese momento cuando el azar aparejó todo lo que se precisaba para que acertara a pasar delante de Sergio una mujer morena, cuya edad rondaba los cuarenta años y que exhibía unas sensuales formas redondeadas. La desconocida vestía un atuendo deportivo y caminaba a buen paso. Era evidente que no daba un paseo cualquiera, sino que practicaba una modalidad mucho más atlética.
Sergio, apenas repuesto de la impresión, caminó hacia ella. El escritor había enmudecido por el asombro. Por un instante tuvo la convicción de que el universo había conspirado en su contra para que tropezara en las vísceras de Londres con la mujer por la cual había huido de Madrid semanas antes. Sin embargo, al mirar a la desconocida más detenidamente, comprendió que no era ella. No era Clara Estévez.
A Clara Estévez, la misma que veinte años más tarde le sonreía permanentemente desde un recorte de prensa colocado en su despacho, la conoció al salir de una de las reuniones del Círculo Sherlock. Aquella tarde, ventosa y fría, no habría pasado a la historia de la vida de Sergio de no haberse filtrado en ella aquella muchacha. De inmediato, Sergio se sintió cautivado por sus ojos azules. Y si la primera impresión es aquella que nos enamora o nos desenamora, se puede afirmar sin la menor duda que Sergio Olmos se enamoró antes de que ella le sonriera a través de sus labios.
—Clara, este es Sergio, el futuro escritor del que te he hablado. —A Sergio le molestó la familiaridad con la que su amigo Víctor Trejo hablaba a la joven—. No conozco a nadie que sepa tanto sobre Holmes como él.
—Caballero, por favor —repuso Sergio con falsa modestia, al tiempo que trataba de espantar la envidia con la que miraba de pronto a su amigo Víctor.
—No le habéis dicho que los modales Victorianos solo se emplean dentro del círculo. —Clara miró burlonamente a Sergio y rio.
Sergio se sintió enrojecer, lo cual pareció complacer enormemente a Clara, que rio aún con más fuerza. Después, acercó su mejilla a la de Sergio y se dejó besar suavemente a modo de presentación.
—Me llamo Clara. —Su voz era más grave de lo que Sergio había esperado, pero había en ella un matiz tremendamente sensual—. Y perdona la broma. De todos modos, si este grupo de cafres no fuera tan machista y admitieran a una mujer en el círculo, ya veríamos quién sabe más sobre el detective, si tú o yo.
Una luz se encendió en la mente de Sergio. De pronto comprendió el motivo por el cual durante la primera visita a la sede del club, y mientras admiraba las fotografías de los «santos lugares», como los del círculo llamaban a los escenarios holmesianos, alguien dijo que no todas las fotografías las había hecho Víctor. Entonces este replicó que ella no contaba. De modo que aquella mujer morena y de mirada azul era ella, comprendió Sergio.
Tiempo después averiguó que Clara, que era dos años más joven que él, estudiaba bellas artes, además de música y canto. Era gallega, como su padre, que representaba a una multinacional financiera en Madrid. Pero su madre era norteamericana y dirigía una importante agencia literaria. Un día ella le confesó que sus padres se habían divorciado y que aquello la había afectado profundamente durante un par de años. Al final, había optado por quedarse junto a su madre, confesó.
Clara era tremendamente inteligente; seguramente, más que cualquiera de los miembros del círculo. Ni siquiera Sergio, que podía presumir de un impecable expediente académico, estaba a su altura en muchos aspectos. En cuanto al canon holmesiano, pronto pudo averiguar que ella podría presidir el círculo sin ningún problema. Solo conocía a un hombre que supiera más que él y que Clara sobre las sesenta historias escritas por sir Arthur Conan Doyle.
Algo más advirtió Sergio con el paso del tiempo, y era que la sola presencia de Clara hacía que Enrique Sigler abandonara de inmediato la compañía de los demás, como si aquella mujer le provocara algún tipo de alergia aún por diagnosticar.
Sigler, a quien ya hemos presentado como un joven apuesto, de modales exquisitos y siempre bien vestido, tenía la misma edad que Sergio. Sabemos de él que era moreno, de estatura media, ojos verdes, mirada profunda y manos largas y delicadas. Su padre era un acomodado industrial y, junto a Víctor Trejo y a la propia Clara, formaba el triángulo de los millonarios, como los llamaban los demás burlonamente.
Aunque su padre era catalán, a Enrique Sigler le gustaba más hablar de su madre, una judía alemana, y por ello nunca empleaba el apellido paterno: Rosell. Una de sus aficiones era la de hablar de los orígenes míticos de su apellido alemán, puesto que aseguraba que era una variante de Segal. Los Segal, afirmaba, fueron maestros de la Torá desde antes incluso del Templo de Jerusalén, lo mismo que los Cohen o los Leví. Todos ellos, se vanagloriaba, eran descendientes directos de Aarón, el hermano de Moisés.
Sigler asistía al Círculo Sherlock, pero no era un consumado especialista en el tema, como ocurría con los demás. Sin embargo, se esforzaba por derrotar a Víctor Trejo, el gran mecenas de aquel extraño invento, en las escasas disputas que ambos sostenían sobre las aventuras del detective. Pero mientras Víctor competía sin pasión, Sigler mostraba su aspecto más agresivo cuando discutían los dos.
La violencia de sus discusiones había llamado poderosamente la atención a Sergio, pero nunca había encontrado el momento idóneo para preguntar a Víctor qué era lo que les sucedía. Y no supo el motivo hasta el día en que Clara le dijo que ella y Sigler habían mantenido una relación antes de que la joven comenzara a salir con Víctor.
—A Enrique no le gusta perder en nada —dijo Clara—, y supongo que a mí me tenía como un trofeo. Por eso discute con Víctor siempre que puede y huye literalmente de mí.
¿Era Holmes un misógino? Esa pregunta se la habían formulado a Sergio muchas veces. Ahora, de un modo involuntario, apareció de nuevo en su mente mientras seguía a cierta distancia por Hyde Park a aquella mujer que tanto le había recordado a Clara Estévez. La mañana seguía siendo maravillosa y eran muchos los visitantes que iban desde los jardines de Kensington hacia Hyde Park disfrutando del sol.
De pronto, la mujer interrumpió durante un momento su vigoroso caminar y secó el sudor de su frente con una muñequera diseñada por una poderosa marca de ropa deportiva. Miró a su alrededor, y por un instante sus ojos azules estuvieron a punto de posarse sobre la mirada de Sergio. Aunque, si es que llegó a verlo, nada en él le llamó le atención y prosiguió su caminata.
A pesar de lo que los demás sostenían, Sergio no creía que Holmes fuera un misógino. Cuando llegaba el turno de esos debates, él siempre argumentaba que en la aventura titulada «La banda de lunares»[32] uno de los primeros casos narrados por Watson, Holmes se pone de inmediato del lado de la protagonista, Helen Stoner, y se muestra indignado cuando descubre que el padrastro de la joven la ha golpeado.
Morante discutía apasionadamente sobre ese particular. En su opinión, Holmes era un empedernido misógino y proponía como argumento un ejemplo que a él le parecía palmario. Recordaba cómo en «Los hacendados de Reigate»[33] Watson dice que el detective solo aceptó ir a aquella casa de campo cuando supo que el anfitrión era soltero.
¿Era homosexual Holmes? Eso habían dicho algunos supuestos especialistas, e incluso se había creído que mantenía con Watson una relación mucho más allá de la amistad. Pero Guazo era el primero que defendía la heterosexualidad del doctor recordando que se había casado en tres ocasiones y que a lo largo de las diferentes aventuras muestra una especial predilección por las damas.
Clara bromeaba diciendo que tal vez Watson era bisexual y Holmes solo era homosexual. Sergio, en cambio, seguía en sus trece. Para él, Holmes no era misógino ni homosexual, sino que, simplemente, había entregado su cerebro y su cuerpo a una causa.
—Por una vez estoy de acuerdo en algo con Watson —solía decir para picar a Guazo—, y es cuando dice en «Escándalo en Bohemia» que para un cerebro como el de Holmes una emoción fuerte como la que provoca una mujer podía ser tan letal como la arena en un instrumento de precisión.
Clara miraba a Sergio con aquellos ojos de gata y le decía que Holmes tenía miedo de las mujeres, y que desconfiaba de ellas. Sergio procuraba no demorarse más de lo debido en la profundidad del azul de aquellos ojos y replicaba que el detective siempre fue un caballero con todas las mujeres que se cruzaron en su camino.
—Sí, pero de una de ellas se enamoró —respondía Clara, sonriendo.
Ensimismado en sus pensamientos sobre Clara Estévez y sobre Irene Adler, la mujer que enamoró a Sherlock Holmes, Sergio perdió de vista a la atlética morena a la que había seguido hasta Hyde Park. Entre el gentío que rodeaba la orilla del lago Serpentine, a Sergio solo le quedó de ella su recuerdo, lo mismo que le había dejado Clara Estévez.