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En una ciudad del norte de España

26 de agosto de 2009

Daniela Obando miró por la única ventana de su habitación. Era un día gris, más propio del otoño que del verano, pero ya se había acostumbrado al tiempo melancólico del norte, donde el cielo lloraba casi con tanta frecuencia como ella lo había hecho durante los últimos tres años.

Era el día de su cumpleaños, pero nadie más que ella lo sabía en aquella ciudad. No había velas que soplar ni nada que celebrar. Sus ojos de color café estaban permanentemente untados de sufrimiento desde la muerte de su esposo, ocurrida tres años antes.

William Rubén Vargas había llegado desde su Honduras natal con la ingenua decisión de roturar en la madre patria un futuro mejor para él y para su esposa, a la que había dejado en su país hasta conseguir una situación holgada que le permitiera traerla a España. Sin embargo, no tardó mucho en comprender que los sueños no hacen amistades con nadie, y menos aún con los inmigrantes.

Durante dos años, William trabajó de casi todo. Si no fuera porque pasaba inadvertido para todo el mundo, se le hubiera podido ver fregando platos en un restaurante de poca monta en Madrid, y luego ampliando su currículo durante los veranos de la Costa del Sol como camarero nocturno y albañil diurno. En esos dos años, comiendo poco y padeciendo mucho, ahorró lo suficiente como para poder traer junto a él a su esposa Daniela. Pero, antes, preparó con esmero un piso minúsculo en una ciudad de provincias, adonde fue a parar respondiendo a una oferta de empleo de una empresa de trabajos verticales.

El piso no era gran cosa: un saloncito comunicado por una barra americana con la minúscula cocina, un único dormitorio y un aseo provisto de una ducha. Pero estaba limpio y el alquiler era asequible. A William Rubén Vargas le parecía el mejor lugar del mundo, especialmente si lo podía compartir con el calor de su añorada Daniela.

Ella llegó a España un miércoles. Él falleció en un accidente laboral dos días después. Daniela oyó a gente desconocida que le decía que lo ocurrido era inexplicable. Nadie sabía cómo había sido posible el fallo del sistema de seguridad, pero el caso irrefutable era que William Rubén Vargas había caído a plomo desde una altura de quince pisos hasta la tierra de la madre patria.

¿Indemnizaciones? ¿Responsabilidades? Ella escuchó entre la bruma del dolor primero y la rabia del luto después cómo aquellas palabras enmudecían poco a poco hasta, finalmente, desaparecer.

Daniela tenía veintitrés años cuando envejeció de pronto trescientos. De resultas del caso, la mujer que ahora miraba por la ventana sucia de aquella ciudad era un pálido reflejo de lo que ella misma fue. Había llegado hasta allí huyendo de un pasado en el que su hombre había pretendido construir un futuro, y ahora sentía que lo único que le quedaba era un doloroso presente.

Hacía ya seis meses que estaba en la ciudad, después de errar de un sitio a otro trabajando de casi todo, menos en aquello que le hubiera obligado a empeñar su honra. El cristal de la ventana le permitió contemplar el reflejo de alguien que le pareció desconocido: una mujer mulata, de enormes ojos negros hundidos por el dolor y delimitados por profundas arrugas que parecían excavar su rostro más y más cada noche de soledad. Tenía la frente amplia, el pelo ensortijado, la nariz ancha, las caderas generosas y los pechos pequeños.

Vino a la ciudad porque quería huir del lugar donde William Rubén había muerto. En una estación de autobuses el azar hizo que conociera a una dominicana llamada Mari Cielo, una prostituta que le dijo que conocía a una amiga en aquella zona del norte de España. Daniela jamás había oído hablar de la ciudad de la que la dominicana decía maravillas, pero le pareció que el lugar estaba suficientemente lejos de la muerte de su esposo, de modo que compró un billete junto a Mari Cielo.

El reflejo del cristal en el que aparecía aquella desconocida que guardaba un vago parecido con Daniela desapareció cuando ella se dejó caer en la única silla que adornaba su estrecha y mustia habitación. La lluvia comenzó a golpear el cristal cuando la mano de Daniela tembló al llenar el vaso de ginebra barata. Apuró de inmediato el contenido, ejercicio que supuso dejar la botella a la mitad. Aún quedaba una eternidad para acabar el día, pues no había llegado siquiera la hora de comer, de modo que a Daniela le pareció que sería imposible escapar de la soledad con tan pocas provisiones.

Dolorosamente, se levantó y miró de nuevo por la ventana. Al otro lado había un patio estrecho en el que apenas entraba la luz del sol los días en que este se dignaba aparecer. Se resignó a mojarse, pero todo era mejor que soportar una tarde de soledad sin ginebra. De modo que puso sobre su camiseta de manga corta de color rosa una chaqueta vaquera, a juego con su falda, y salió de la habitación.

El piso del cual formaba parte aquella pieza estaba en poder de un clan rumano. Cada una de las habitaciones estaba realquilada a inmigrantes de diversa nacionalidad. Mari Cielo traía a sus clientes a la habitación contigua los días en que no ejercía su profesión en algún coche o en las zonas más lóbregas del dédalo de patios y callejuelas de aquel barrio. Pero la dominicana había decidido irse unos días antes porque le habían hecho una oferta en un club nocturno de la capital de la provincia. La habitación de Mari Cielo se la quedó un matrimonio que ya ocupaba la tercera habitación del piso. Se trataba de una pareja rusa que vivía con sus dos hijos pequeños. El marido era un hombre alto, enjuto, de barba rubia y tez pálida que parecía estar profundamente avergonzado de tener que vivir en aquella situación. Ella era una mujer enorme, más corpulenta que su esposo, de cabello corto y ojos verdes profundos que miraba a Daniela con desprecio cada vez que se cruzaban en la cocina que todos compartían o en la entrada del cuarto de baño.

Mari Cielo creía conocer la biografía de aquel matrimonio. Un día le dijo a Daniela que había escuchado en el barrio que eran músicos, aunque nadie sabía cómo era posible que hubieran caído en semejante antro.

En cuanto a los caseros, los rumanos, nadie sabía exactamente quiénes eran, puesto que cada mes pasaban a cobrar el alquiler personas diferentes provistas de una sonrisa torva y unos bates de béisbol contundentes y persuasivos.

Daniela salió a la calle cuando la lluvia comenzó a arreciar. Aunque sabía que no podía permitírselo, mientras caminaba hacia la tienda en la que solía comprar la ginebra pensó en cómo hubiera sido su vida en España si su esposo no hubiera muerto. Seguramente, ahora serían padres de uno o dos niños. A ella le hubiera gustado dar un varón al papá para que él se sintiera orgulloso. En cuanto a ella, no tendría que haber estado lavando el trasero de los ancianos a los que cuidaba y sacaba a pasear, ni fregaría más suelos que los del hogar que compartiría con los suyos.

El ruido del claxon de un vehículo rompió el hechizo de sus pensamientos en mil pedazos. La única verdad para ella era que estaba sin trabajo, puesto que el anciano al que cuidó durante los últimos meses había fallecido, y de momento Cristina Pardo, la impetuosa muchacha que luchaba desde la Oficina de Integración de los Inmigrantes en el barrio, no había podido encontrar para Daniela ni siquiera una escalera que fregar. Afortunadamente, el alquiler del mes ya lo había pagado, y para comer siempre podía acudir a la Casa del Pan, como venía haciendo desde hacía una semana.

Caminaban las dos en silencio bajo el mismo paraguas. Cada paso que daban era un chapoteo sobre el suelo empapado. Apenas eran las nueve de la noche, pero la oscuridad era total. Aquel mes de agosto, sin duda, pasaría a la historia local como el más desapacible de cuantos se recordaban.

—Oye, yo no voy. Vete tú sola. Esas cosas no van conmigo.

Cristina se detuvo y obligó a María a pararse en mitad de la calle.

—Pero ¿por qué? —María protestó—. ¿Qué pierdes con acompañarme y hacer una pregunta o dos si te da la gana?

—¿Y qué quieres que pregunte? No tengo nada que preguntar. —Cristina se apretujó aún más contra su amiga, buscando amparo bajo el minúsculo paraguas.

—¿Cómo que no tienes nada que preguntar? ¿Y lo de Baldomero?

—¿Lo de Baldomero? Pero ¿tú estás tonta o qué te ocurre? —Cristina explotó de cólera—. ¿No te enteras de que es un cura, y lo único que haces es difundir lo que dicen cuatro viejas en la iglesia?

María la contempló en silencio. Admiraba a Cristina y la tenía por mucho más que una amiga, pero no comprendía cómo era posible que una mujer tan guapa no hubiera encontrado aún al hombre de su vida. Y, para colmo, resultaba que el que le gustaba era un cura.

—Bueno, yo tampoco lo he encontrado aún. —Sus palabras escaparon entre los labios sin poder evitarlo.

—Tú tampoco, ¿qué? —preguntó Cristina.

—Nada, cosas mías. —María puso entonces ojos de cordero degollado antes de añadir—: Acompáñame a mí al menos y no preguntes nada, ¿vale?

Cristina conocía a María desde hacía dos años, cuando se creó la Oficina de Asuntos Sociales en el distrito norte y ella ganó la plaza de asistente social encargada de los inmigrantes. Sabía que nada malo podía esperar de María, a la que se podía culpar de exceso de generosidad como pecado más grave. Bueno, de eso y de creer a pies juntillas cuanto decía aquella echadora de cartas, la tal Graciela, a cuya consulta María pretendía arrastrarla en busca de las pistas y claves que condujeran a ambas hasta los brazos del hombre de sus sueños.

—Voy, pero yo no pregunto nada —dijo al fin Cristina, claudicando ante la insistencia de su amiga.

Minutos más tarde, María llamaba a la puerta de la vidente. Cristina estaba tensa, incómoda, y también un poco asustada. Se preguntaba qué tipo de mujer abriría la puerta. En toda su vida jamás había ido a un lugar como aquel. ¿Sería capaz, la tal Graciela, de mirar dentro de su alma y advertir los escandalosos pensamientos que había tenido con respecto a un cura? ¿Realmente había gente capaz de adivinar el futuro en unas cartas?

La joven estaba a punto de echar a correr cuando la puerta se abrió.

—Pasen, pasen —dijo una voz dulce pero firme.

Tenía gracia, pensó Cristina, que, a pesar de todo cuanto su amiga le había dicho sobre la infalibilidad de la adivinadora, nunca le hubiera comentado nada sobre su aspecto. Cristina había imaginado a la echadora de cartas como una mujer mayor, tal vez grande, oronda, que vestiría alguna túnica de color chillón y tendría un innegable aire de bruja. Pero la mujer que las invitó a pasar no respondía en absoluto al prototipo que ella creía que era el que correspondía a una vidente.

Graciela era bajita, de poco más de un metro y medio de altura. Tenía una nariz larga, aunque parecía adecuada para su cara. Sus ojos eran más bien pequeños y estaban tal vez demasiado juntos. Se recogía el cabello negro en una pequeña coleta y hablaba con una extraña calma. Naturalmente, no vestía una túnica llamativa, sino un sencillo vestido de color marrón claro con un estampado de flores. En lo único que había acertado Cristina era en sospechar que la mujer sería gruesa; aunque, para ser precisos, Graciela no era obesa, sino más bien rellenita, compacta. A pesar de ello, movía con sorprendente agilidad su cuerpo, y al poco las dos amigas habían sido conducidas a una salita en cuyo centro había una mesa camilla.

De modo que aquella era la sala de máquinas del castillo de la bruja, pensó Cristina, a quien de pronto le pareció estar viviendo un sueño o ser la protagonista de la escena de una película de escasísimo presupuesto. Aquella sala podía pertenecer perfectamente a la casa de sus padres, con su mesa camilla, sus figuritas en el mueble del televisor y su sofá de escay.

—¿Sorprendida?

La pregunta de Graciela cogió a Cristina totalmente desprevenida.

—¿Perdón?

—Le preguntaba si está sorprendida.

—¿Por qué habría de estarlo?

—Tal vez se había imaginado que mi consulta fuera diferente, quizá con una marmita burbujeante rellena de un guiso hecho con serpientes, sapos y, a lo mejor, algún niño que hubiera capturado en una noche de luna menguante.

Las palabras de Graciela no sonaban a reproche, sino más bien a una broma que ya hubiera empleado en otras ocasiones con las clientas novatas. No obstante, Cristina se estremeció sin poder evitarlo al pensar que, tal vez, aquella pequeña mujer hubiera sido capaz de leer sus pensamientos.

Las tres se sentaron alrededor de la mesa camilla, pero Graciela se colocó frente a las dos dientas.

—¿Qué queréis saber? —preguntó mientras comenzaba a manipular un mazo de cartas del tarot muy sobado.

—Yo, nada —se apresuró a decir Cristina, y de inmediato se arrepintió de haber abierto la boca.

Graciela la miró de un modo extraño. Y luego dijo:

—Ya lo sé, cariño. Tienes miedo. Suele ser frecuente.

Después, su mirada se relajó y se volvió hacia María.

—¿Y tú?

Durante poco más de media hora las diminutas manos de Graciela ejecutaron una increíble danza en compañía de los arcanos mayores y menores. Las cartas volaban sobre la mesa, se disponían en grupo confeccionando las casas astrológicas y, de creer lo que aquella mujer aseguraba, desvelando algunos aspectos claves de la futura vida sentimental de María. Y María parecía satisfecha, no en vano se le había anunciado un romance durante el inminente otoño con un hombre bien vestido, serio y cabal, aunque tal vez mayor que ella.

—¿Mayor? ¿Cuánto más?

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Graciela.

A Cristina le resultó ridículo que alguien que era capaz de predecir todas aquellas cosas no pudiera saber qué edad tenía su dienta sin preguntárselo.

Entonces Graciela la volvió a sorprender.

—Tu amiga —dijo mirando a Cristina a los ojos— tiene treinta y uno, eso ya lo sé, pero no sé por qué no veo tu edad.

El rostro de Cristina se volvió más pálido que de costumbre. Las pecas que salpicaban su rostro destacaban sobre la piel blanca hasta que, de pronto, enrojeció.

—No te apures —dijo Graciela—. Me sucede muchas veces cuando hay dos personas en la consulta. Por algún motivo mi energía conecta de una manera especial con una de ellas.

—Tengo treinta y seis años —dijo María, mucho más preocupada por su futuro que por las facultades psíquicas de Graciela.

—Es posible que él tenga quince años más que tú.

—¡Quince años! —exclamó María, visiblemente decepcionada.

Cuando la consulta terminó, Graciela acompañó a las dos amigas hasta la puerta.

—Volved cuando queráis —dijo, pero solo miró a Cristina mientras las invitaba.

Una vez a solas, Graciela se sentó de nuevo junto a la mesa camilla. ¿Qué tenía que decirle aquella chica alta y rubia?, se preguntaba. ¿Por qué toda su atención se había centrado en ella, a pesar de que no se atrevió a decir nada durante toda la consulta?

Y decidió preguntar a su vez a las cartas.

Con la primera tirada empalideció. La segunda, la tercera y la cuarta tirada las hizo con manos temblorosas. Sobre el mantel de ganchillo, panza arriba, como peces muertos, la Torre, la Muerte, el Ahorcado, el seis, el siete y el ocho de espadas mostraban impúdicamente su mensaje de sangre.