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Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)

24 de agosto de 2009

La tarde languidecía. El tiempo parecía ralentizarse alrededor de Sergio, como si la vida se midiera parsimoniosamente en olas de mar, las mismas que rendían su tributo de espuma ante las colinas a las que los lugareños llamaban Siete Hermanas.

Enderezó su espalda y aspiró con fuerza el aroma impregnado de salitre. Enfrascado en sus pensamientos, no se percató de la presencia del hombre que lo espiaba desde la cumbre de los acantilados blancos. Si hubiera sido menos confiado, posiblemente le hubieran ido mucho mejor las cosas en el futuro. Pero su exceso de confianza, nacida de su inmodestia y de su arrogancia, siempre lo había acompañado. Se sentía superior en inteligencia y genio a casi todo el mundo, y eso, a la larga, se cobra su precio.

El hombre que vigilaba sus pasos permaneció oculto entre unas rocas durante unos minutos. Después, cuando estuvo seguro de que Olmos tenía intención de pasear despreocupadamente por la playa, se encaminó con decisión hacia la casita a la que el escritor había bautizado como El Refugio. Una vez dentro, el hombre se sentó en el escritorio y cogió algunos de los folios escritos que Sergio había desestimado. Encendió el ordenador y, sin vacilar, escribió la clave que permitía el acceso.

Ajeno por completo a los tejemanejes del desconocido, los pensamientos de Sergio regresaron a aquella tarde en la que sus diferencias con Bullón y Bada se hicieron tan evidentes.

Después de la pelea, Bada y Bullón salieron del bar dando empujones a todo el mundo. Sigler, por su parte, se encontró en una difícil situación. No sabía si debía permanecer con Sergio o si su obligación como amigo le exigía seguir a los dos enojados miembros del Círculo Sherlock. Al final, murmuró una disculpa envuelta en aquel tono diplomático que le era tan propio y salió en busca de Bullón y Bada, dejando a Guazo junto al dolorido Sergio.

Guazo, tal vez como aspirante a médico que era, veneraba la figura de John Hamish Watson. Ninguno en el Círculo Sherlock conocía tantos detalles sobre la vida del compañero del detective más famoso de todos los tiempos. Y es que él, al contrario de lo que sucedía con el resto de los cofrades del estrambótico club, proponía una lectura muy diferente sobre la verdadera personalidad del doctor.

José Guazo había mostrado una especial simpatía por Sergio desde la primera tertulia en la que este participó. A pesar de su complexión fuerte, cabeza cuadrada y mentón poderoso, sus ojos azules abrigados tras unas gafitas de montura dorada dulcificaban su gesto. Cosida a aquellos ojos azules viajaba la melancolía que Sergio había advertido en él desde el primer momento. Sus hombros caídos acentuaban aquella imagen desvalida.

El hecho de haber nacido en la misma ciudad que Sergio hubiera servido a cualquier otro para, de inmediato, sentir cierta corriente de simpatía por él, pero en este caso ese sentimiento solo circulaba de José hacia Sergio, no a la inversa. Para Sergio, que una persona fuera o no paisana no tenía el mayor interés. De hecho, para él prácticamente ninguna persona lo tenía. Y, desde luego, su ciudad mucho menos.

A pesar de su origen, José Guazo vivía desde hacía mucho tiempo en Madrid, en casa de unos tíos suyos. Su madre había muerto poco después de traerle al mundo. Se diría que su familia se veía perseguida por un destino fatal, puesto que su hermano Enrique había fallecido en accidente de tráfico unos años antes de que Sergio lo conociera. Al parecer, conducía bajo los efectos del alcohol, según murmuró alguno de los miembros del círculo en cierta ocasión.

Antes de la llegada de Sergio Olmos a las reuniones de aquel grupo de entusiastas holmesianos las posiciones eran, aproximadamente, las siguientes: Bullón y Bada se consideraban expertos en todo aquello que tuviera que ver con los personajes secundarios de las sesenta aventuras escritas por Doyle. Víctor Trejo era partidario de ver a Holmes casi como un ser real, de carne y hueso, y presentaba como prueba irrefutable de sus extravagantes convicciones el hecho de que, según él, Doyle no tenía facultades literarias suficientes como para construir un personaje como aquel, si no fuera porque se había inspirado en la historia de alguien real. Y cuando hablaba de alguien real no se refería al doctor Joseph Bell, un profesor que Doyle tuvo en sus tiempos de estudiante de medicina y que, según parece, asombraba a sus alumnos por sus dotes de observación y deducción. Muchos exegetas de Doyle proponían a Bell como el modelo que el escritor tomó para construir a Holmes. De hecho, recordaban el nada desdeñable dato de que el segundo apellido de Bell era House, y el personaje de la famosa serie televisiva[12] es una especie de Holmes en el ámbito médico.

Pero Trejo no se refería a eso cuando hablaba de Holmes como alguien real. Cuando proponía la existencia de un personaje de carne y hueso quería decir exactamente eso: un tipo de carne y hueso, y no precisamente el doctor Bell House.

Por su parte, la mente cartesiana de Jaime Morante, el brillante estudiante de matemáticas, se había visto arrastrada por el magnetismo holmesiano debido a su pensamiento analítico, ajeno a cualquier pasión humana. Siempre tenía en la boca una frase que Watson escribió en la aventura conocida como «Escándalo en Bohemia»[13] y que definía perfectamente el carácter frío de Sherlock:

«Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión». Para un matemático como él, aquella frase resultaba sencillamente deliciosa. Pero de lo que realmente le gustaba presumir a Morante era de ser un excelente especialista en los criminales con los que Holmes se tuvo que enfrentar.

Enrique Sigler, por su parte, no se mostraba especialmente seducido por ningún personaje en concreto, sino más bien por el ambiente que se respiraba en aquellas aventuras. Le hubiera gustado recorrer las calles de Londres envueltas en la niebla a bordo de un coche de punto, saludar a las señoritas tocando educadamente el borde de su chistera, frecuentar alguno de los abundantes fumaderos de opio que salpicaban la ciudad en aquella época o tomar el té en las mismísimas habitaciones de Holmes dejándose servir por la señora Hudson.

Y, finalmente, estaba José Guazo.

—Watson era un compatriota valiente, que se alistó en el ejército. Era médico cirujano, no es un estúpido como Holmes nos lo presenta con frecuencia. Era un buen escritor, y poseía una excelente biblioteca. Se había graduado en una universidad de prestigio como la de Londres y no dudó en jugarse la vida en más de una ocasión por Holmes —argumentaba, no sin razón—. ¿Cuándo os daréis cuenta de que si Holmes existe es porque Watson lo ha creado?

En los momentos más acalorados, Guazo perdía la compostura. Resultaba sorprendente escucharlo gritar que no fue Doyle, sino Watson quien, en realidad, publicó en diciembre de 1887 Estudio en escarlata, dando inicio a la saga holmesiana.

—¿Acaso Doyle era el seudónimo de Watson? —se burlaban los demás.

—No, simplemente Watson es Doyle, o Doyle es Watson.

—Y las aventuras que no escribió Watson, ¿a quién se las debemos? —solía argumentar Sigler[14].

De modo que para Guazo no era cierto que Holmes fuera un tipo real, como soñaba Trejo, sino un personaje de ficción construido por un médico humilde, que era el verdadero corazón de aquellas historias. ¿Doyle había creado a Watson? ¿O acaso Watson era Doyle? Por encima de la respuesta a esas preguntas estaba la pasión del joven estudiante por John Hamish Watson.

Pero, para desgracia de Guazo, Sergio no compartía en modo alguno su hipótesis.

—Voy a demostrarle su propia ignorancia —acostumbraba a decirle Sergio en las reuniones del círculo, echando mano del mismo tono condescendiente y burlón que Sherlock empleaba con Watson[15], hasta el punto de afearle cada vez que podía el estilo con el que había redactado Estudio en escarlata.

Entonces Sergio tomaba la palabra y era capaz de recordar detalles increíbles en los que demostraba las habituales torpezas del compañero del detective.

—Tampoco debemos fiarnos mucho de un tipo como Holmes —contraatacaba Guazo—. Ya sabemos que nunca mostraba el más mínimo reconocimiento a quien le daba información[16], de manera que quizá lo único que pretendía con sus pullas era restar importancia al hombre que le había dado la vida en realidad.

Habían transcurrido más de veinte años desde aquellas reuniones del Círculo Sherlock. Muchas cosas habían cambiado alrededor de Sergio. Para empezar, la literatura lo había convertido en millonario. Cinco best-sellers consecutivos lo habían aupado a una posición envidiable al alcance de muy pocos escritores. Nos referimos a ese momento en que el autor puede escribir lo que se le antoje y a todos les parecerá que sus ideas son brillantes y su prosa, fantástica. Ahora eran las editoriales las que se lo disputaban.

Su imparable éxito literario había comenzado precisamente en el tiempo en el que frecuentó el Círculo Sherlock. Aunque su primera novela —publicada por una editorial menor que no supo confiar en ella —pasó sin pena ni gloria, con la segunda fue reconocido, a pesar de su juventud, como uno de los autores más prometedores del panorama literario del país. Eso sí, a ello contribuyó decisivamente Clara Estévez, si bien ese era un detalle que Sergio no estaría dispuesto a reconocer jamás. Y menos ahora, cuando se esforzaba por imaginar que los veinte años de vida junto a ella habían sido también pura ficción; un sueño del que, afortunadamente, ya no quedaban siquiera las inconexas imágenes que solemos tener del mundo onírico al poco de despertarnos.

Pero había veinte años de vida en común imposibles de soslayar, por más que él lo deseara. Había compartido su cama y su vida con aquella mujer que aparecía en la fotografía del periódico que tenía frente a su despacho. La mujer aún conservaba la sonrisa más cautivadora que un hombre podía desear. Sus ojos azules, su cabello moreno y sus labios carnosos seguían exactamente igual que cuando rompió con ella. La única diferencia era que Clara, la antigua agente literaria de Sergio, se había convertido en una celebridad como novelista.

El aroma del mar ayudó al escritor a creer que, de verdad, Clara Estévez había quedado atrás en su vida. Los separaba el canal de la Mancha, kilómetros de tierra y un infinito dolor.

Y, ahora, ahí estaba él, en los mismos escenarios que asistieron a los últimos días de su héroe de juventud. Ahora que era rico e influyente en el mundo literario, se había decidido a dar rienda suelta a un viejo anhelo: escribir la vida secreta de Sherlock Holmes, desvelando todo aquello que los más apasionados seguidores del detective siempre anhelaron saber. Pero el motivo de una empresa literaria de esa envergadura merece ser explicada al menos sucintamente.

El día 24 de abril de 1891 Holmes fue a visitar a su amigo Watson. Aquel año, Watson vendió la consulta médica que tenía abierta en Paddington y regresó a la de Kensington, donde había vivido durante su primer matrimonio. Y es que, al contrario de lo que muchos no iniciados creen, el detective y el médico no vivieron siempre juntos. Durante los años en que duró su amistad, cuyo inicio debemos fechar en enero de 1881 —cuando Holmes tenía veintisiete años y el doctor, siete años más que él—, John Watson contrajo matrimonio en tres ocasiones.

Desde que Watson se casó por segunda vez y reemprendió la práctica médica, la relación entre ambos había menguado[17]. De vez en cuando, Sherlock lo visitaba. Pero desde el año anterior, el doctor apenas había tenido relación con su amigo. Watson seguía las andanzas del detective por la prensa, de modo que su sorpresa estaba más que justificada cuando lo vio entrar en su consulta aquella noche del 24 de abril.

Holmes se mostraba inquieto y pidió a Watson que cerrara las contraventanas. Temía ser alcanzado por el disparo de un fusil de aire comprimido, explicó. Por lo visto, había logrado desmantelar la red delictiva de su máximo opositor, James Moriarty, y sabía que querían asesinarle. De hecho, ya lo habían intentado varias veces aquel mismo día.

Holmes pidió ayuda a Watson para huir de Londres mientras la policía ultimaba los detalles de la gran redada. El doctor se aprestó a colaborar, e incluso lo acompañó en un viaje que arrancó en Victoria Station a bordo del Continental Express —ajenos al incendio que destrozó sus habitaciones de Baker Street —y que finalizó en las cataratas de Reichenbach, en los Alpes suizos. Allí, Holmes y Moriarty pelearon a brazo partido y ambos cayeron al fondo del abismo. Holmes había muerto, y así lo publicaron los medios de comunicación, aunque no se había encontrado su cuerpo. El Journal de Genève del 6 de mayo de 1891, un despacho de la agencia de noticias Reuter del que se hicieron eco los periódicos ingleses el 7 de mayo y sobre todo unas insultantes cartas del hermano del criminal Moriarty en las que ofendía la memoria de Holmes fueron las únicas informaciones sobre tan trágico acontecimiento.

Precisamente, esas cartas ofensivas impulsaron a Watson a tomar la pluma y relatar cuanto sabía de la muerte de Holmes, ocurrida el día 4 de mayo de 1891. El relato apareció publicado en The Strand Magazine en mayo del año siguiente. Por entonces, Watson había enviudado por segunda vez.

Sin embargo, para sorpresa de todo el mundo, y en especial del bueno de Watson, tres años después, en 1894, ocurrieron cosas asombrosas.

El 30 de marzo de ese año el segundo hijo del conde de Mynooth, Ronald Adair, fue asesinado entre las once y las doce de la noche, en extrañas circunstancias, en su casa del número 427 de Park Lane. Watson, tras sus aventuras con Holmes, se había aficionado a leer los sucesos, y leyó con sumo interés las noticias sobre tan enigmático crimen. Atraído por aquellos hechos, el jueves 5 de abril atravesó Hyde Park y llegó hasta Park Lane dándole vueltas a lo que allí había ocurrido. De pronto, tropezó con un anciano vendedor de libros. Y, para su asombro, poco después, el anciano apareció en la puerta de la consulta del doctor y se desprendió de lo que no era sino un disfraz. ¡Era Holmes!

Esos hechos, narrados en «La aventura de la casa deshabitada»[18], han arrojado a lo largo de los años a todos los holmesianos a un abismo: ¿dónde estuvo Sherlock Holmes entre el día 4 de mayo de 1891 en que cayó al precipicio en las cataratas Reichenbach y el día 5 de abril de 1894 en que reapareció en Londres ante un pasmado Watson? ¿Era posible rellenar la vida secreta de Holmes? Algunos autores lo habían intentado, pero lo que Sergio Olmos se proponía era verdaderamente audaz y solo podía tener la forma de una novela. Una novela cuyos cimientos se los había ofrecido en bandeja el propio sir Arthur Conan Doyle en uno de aquellos memorables relatos, titulado «El problema del puente de Thor»[19]. En ese relato había encontrado un dato aportado por John Watson que permitía a un novelista comenzar los cimientos de una narración fantástica (o tal vez no tan fantástica) y aguardar a que el lector se aviniera a ser el perfecto cómplice que todo escritor desea encontrar entre su público.

Como la vida lo había alejado de Clara para siempre, nada lo retenía en España. Había decidido hacer realidad el viejo sueño y escribir la novela que más le apetecía construir. Para ello, se había propuesto visitar cada uno de los escenarios de la vida de su héroe de infancia y juventud, y recorrer los mismos parajes en los que tuvieron lugar las populares aventuras. Y, para dar forma a aquella quimera literaria, ningún otro sitio le pareció más propicio que aquella casita de Sussex, frente al mar.

Sergio caminaba despreocupadamente por la playa contemplando los imponentes acantilados blancos. Tal vez fue en esa misma playa, se decía, donde Holmes se enfrentó a uno de los problemas más extraordinarios de su carrera, «La aventura de la melena del león»[20]. Allí, al sur de los Downs, Holmes pasaba sus días de retiro en una casita —a Sergio le gustaba imaginar que tal vez la casa del detective no fue muy distinta a la que él mismo había alquilado, o incluso quizá fuera la misma, puesto que la dueña le había dicho que tenía más de cien años de antigüedad—, en compañía de la vieja ama de llaves de Baker Street, la impagable señora Hudson.

Sherlock se había retirado a aquel bucólico paraje abandonando definitivamente su profesión en noviembre de 1903, a la edad de cuarenta y nueve años. Su propósito era dedicarse al estudio de la apicultura, si bien no pudo evitar participar aún en tres casos más, aunque solo dos de ellos fueron narrados[21].

¿Por qué Holmes abandonó su forma de vida en 1903? ¿Realmente no había ya ningún problema criminal suficientemente estimulante para su extraordinario cerebro tras haber acabado con James Moriarty y con su cómplice, Sebastian Moran?

Por aquel entonces, John Watson apenas lo visitaba ya. La ausencia de quien había sido el principal narrador de sus aventuras obligó al propio Holmes a redactar el insólito problema en que se vio involucrado. Y el detective, que siempre había criticado los relatos de su amigo por considerarlos sensacionalistas al estimar que reducían demasiado las deducciones nacidas de la lógica en beneficio de detalles aventureros, debió tomar la pluma y contar unos hechos ocurridos durante el verano de 1909.

Pero ¿por qué se había retirado Sherlock Holmes de la vida pública?

En su futuro libro Sergio iba a jugar con una hipótesis que otros autores[22] habían manejado y que, mirándose a sí mismo, le parecía que se ajustaba a su situación como un singular guante: Holmes se había recluido en aquel rincón del sur de Inglaterra en noviembre de 1903 porque un mes antes, el día 8 de octubre, había muerto en Trenton (Nueva Jersey), donde nació, la única mujer que lo derrotó y a la que siempre profesó el único amor que un hombre como él podía ofrecer.

Sergio miró el mar. Las olas de aquella tarde cálida de verano, al retirarse, arrastraron mar adentro la arena y el dolor que el mero recuerdo de Clara Estévez producía en su corazón.