9 de noviembre de 2009
Sergio dio la vuelta al papel sobre el que estaba escrito el mensaje. Temía encontrar lo que apareció escrito al dorso: párrafos desechados de su futura novela. Sin duda, aquella siniestra carta había sido escrita en su ordenador, como el resto de las notas que precedieron a la muerte de las cuatro mujeres asesinadas por Guazo. Pero Guazo estaba muerto, y los muertos no pueden dejar cartas en la recepción de un hotel.
Miró su reloj. Las doce y media. ¿Estaría despierto su hermano Marcos? Tal vez, pero no era su costumbre. Al día siguiente era lunes, y tenía que trabajar.
Sergio llamó a Diego Bedia.
El teléfono del inspector dio la llamada. Sin embargo, Diego no respondió. Sergio se pasó la mano por el cabello visiblemente nervioso. ¿Qué significaba aquella nota?: «¿Dónde estaban colocadas?». ¿Quién podía haberla dejado en la recepción?
Sergio no tuvo la menor duda de que el mensaje, como los últimos que había recibido, estaba inspirado en «El ritual de los Musgrave», si bien el autor había introducido una variación significativa. En el ritual que aparece en la aventura de Holmes la pregunta se formulaba en singular: «¿Dónde estaba colocada?». En cambio, en su nota aparecía en plural.
En ese momento, sonó el teléfono de Sergio. Era Diego Bedia.
—¿Qué sucede, Sergio? —dijo el inspector—. He visto una llamada perdida. Estaba a punto de acostarme.
—Creo que será mejor que no lo hagas. Necesito que vengas a mi hotel —dijo Sergio, mostrando su impaciencia—. He recibido otra carta.
Gabriela se despertó sobresaltada. Las cartas del tarot le habían susurrado el día anterior la historia de la muerte de una mujer, pero no se había atrevido a ir a la comisaría. ¿Con qué pruebas contaba? ¿Quién la creería ahora que el asesino, el doctor Guazo, había muerto? ¿Acaso había regresado desde la tumba para matar nuevamente?
La una menos diez.
Gabriela estaba empapada en sudor. Instintivamente, tocó su garganta con la mano derecha. En su sueño había visto brillar el filo de un enorme cuchillo rasgando el cuello de una mujer joven como si fuera gelatina. Pero aún había sido más escalofriante ver lo que ocurrió después en aquella habitación. Al recordarlo, Gabriela sintió la necesidad de vomitar.
Corrió hacia el cuarto de baño conteniendo el vómito. Por un instante, creyó sentir a su espalda los pasos del hombre que había visto en su sueño.
Una menos cinco.
El inspector Diego Bedia leía con incredulidad el mensaje que alguien había dejado a Sergio en el hotel.
—Esto es una locura —dijo—. ¿Qué significa?
—Es una pregunta de «El ritual de los Musgrave», como las tres anteriores —dijo Sergio—. Pero aquí se formula en plural. En cuanto al círculo rojo, ya es habitual. Sobre eso no tengo nada nuevo que decirte.
—Dijiste que ese círculo aparecía en una de las aventuras de Holmes y que era la marca de una sociedad secreta que asesinaba a los traidores —recordó Diego—. Guazo perteneció al Círculo Sherlock, y creo que quien te lo ha enviado, también. Alguien del círculo te ha desafiado, y te considera un traidor o algo parecido.
—Si eso es cierto, el autor de la carta podría ser cualquiera de ellos —repuso Sergio—. Todos están en la ciudad. Vinieron al entierro de Guazo y…
De pronto, la mirada de Sergio se perdió contemplando el tono melocotón con el que estaba pintada la pared de su habitación.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego intrigado.
—Creo que ya sé lo que significa «Lipski» —respondió Sergio.
—¡¿«Lipski»?!
Sergio explicó al policía en pocas palabras la visita que había hecho con su hermano Marcos al piso de José Guazo y, antes de que Diego pudiera protestar por aquella ilegalidad que los dos hermanos habían cometido, Sergio añadió al relato el descubrimiento del papel con la enigmática palabra escrita en él.
—¿Cómo es posible que nosotros no lo viéramos? —se lamentó el inspector.
—No era fácil verlo —dijo Sergio—. Estaba oculto entre el sillón y la pared, y, aunque lo hubierais encontrado, no habría significado nada para vosotros, seguramente.
—¿Qué crees que significa?
—¿Recuerdas el asesinato de Liz Stride, la tercera víctima de Jack? —Sergio vio que el inspector asentía y prosiguió—: Pues bien, hubo un testigo, Israel Schwartz, que dijo haber visto a Stride en compañía de un hombre quince minutos antes de que la asesinaran. El hombre la golpeó y, cuando Israel decidió intervenir, otro hombre apareció en la acera de enfrente y encendió una pipa. Entonces, el tipo que estaba con Liz llamó al hombre de la pipa diciendo esa palabra: Lipski.
—¿Y? —Diego estaba en ascuas.
—¿No lo comprendes? —Sergio parecía en éxtasis—. Muchas veces se ha dicho que tal vez a Stride no la mató Jack, porque solamente le cortó el cuello, y no la evisceró. Otros dicen que sí fue obra suya, pero que la llegada de un testigo hizo que tuviera que huir para no ser descubierto. —Sergio comenzó a caminar por la habitación con la cabeza hundida en el pecho. Parecía haber olvidado la presencia de Diego y hablaba en voz alta para sí—. Nadie se explica cómo fue capaz Jack de matar en menos de una hora a Catherine Eddowes en Mitre Square. Jack tuvo que recorrer a buen paso la distancia que hay entre Berner Street y Mitre Square. Después, tuvo que encontrar a una prostituta, ganarse su confianza, calcular el tiempo que empleaba en su ronda el policía que cubría aquella parte de la ciudad y cometer su crimen en una plaza que tenía tres accesos. Sin duda, fue su crimen más arriesgado. Además, mutiló el cuerpo de Catherine de forma brutal, y eso lleva su tiempo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Sergio se detuvo y pareció haber visto por vez primera al inspector.
—Eran dos —respondió mirando a los ojos a Diego—. No sé si Lipski era un nombre judío, como algunos han dicho, o no. Tal vez fuera una clave, un apodo, no lo sé. Pero los crímenes de Jack no los cometió un hombre solo. Eso explicaría cómo fue posible que se moviera con semejante descaro en medio de un barrio infestado de policías.
Diego lo miraba asombrado. ¿Se había vuelto loco Sergio?
—Fíjate bien —dijo Sergio, sacando de su cartera un calendario—. A Daniela Obando la encontraron muerta el día 31 de agosto, el mismo día en que Jack mató a Mary Ann Nichols. Aunque la última vez que Daniela fue vista con vida fue el día 27. Posiblemente fue ese día cuando le administraron el Rohipnol, del que Guazo hablaba en su diario. Ese fármaco es indetectable a las treinta y seis horas, de modo que no se encontró resto alguno en la autopsia. Pero, si Guazo estaba secuestrando a la primera víctima el día 27, no pudo ser él quien me hizo llegar la primera carta cuando yo estaba en Baker Street, porque aquella carta la recibí precisamente ese día.
El inspector Bedia parecía una estatua de sal.
—¿Una conspiración de varias personas, como en el caso de Jack? —murmuró el inspector.
Sergio lo miró estupefacto.
—Una conspiración —repitió en voz baja—. ¡Dios mío! —exclamó de repente. Una luz se había encendido en su mente. A continuación, se dirigió apresuradamente hasta el teléfono de su habitación y marcó el número de recepción—. Buenas noches —dijo—, ¿tienen un plano de la ciudad? ¿Serían tan amables de subírmelo a mi habitación?
—¿Qué sucede? —Diego se sentía como un imbécil, incapaz de seguir el razonamiento de Sergio.
—Creo que he descubierto el significado de la pregunta que hay en la nota —dijo Sergio.
En ese momento, alguien llamó a la puerta de la habitación de Sergio. Un empleado del hotel le trajo el plano de la ciudad que había pedido.
Instantes después, Sergio extendió el plano sobre su cama.
—Fíjate —dijo a Bedia—. Aquí, en este pasaje de la calle José María Pereda, apareció Daniela Obando —hizo un círculo con un bolígrafo sobre el punto exacto—; aquí, en el patio trasero del número 11 de la calle Marqueses de Valdecilla, se encontró a la segunda víctima —hizo un nuevo círculo—; y aquí, esquina de la calle Ansar con Alcalde del Río, a la tercera. Finalmente, en esta pequeña plaza de General Ceballos, estaba la cuarta víctima.
A continuación, Sergio unió con una línea el punto del pasaje de José María Pereda con el de la placita de General Ceballos; y este, con el patio trasero donde se encontró a Yumilca Acosta. Luego, trazó desde ese punto una nueva línea hasta la esquina de las calles Ansar y Alcalde del Río.
—¿Te das cuenta? —preguntó a Diego.
—¿Qué significa eso?
—Solo nos falta un extremo para obtener una estrella de cinco puntas —respondió Sergio—. Los escenarios de los crímenes de Jack formaban también una estrella de cinco puntas un tanto irregular, como esta, si se unían entre sí. —Cogió un papel, y con el bolígrafo que tenía en la mano realizó un apresurado dibujo—. Mira, recuerdo de memoria los escenarios de Whitechapel: Buck's Row con Mitre Square, como en nuestro plano. Y, ahora, Mitre Square con el 29 de Hanbury Street. Y Hanbury Street con Dutfield's Yard. Curiosamente —sonrió—, también el tercer crimen de Jack se cometió al otro lado de la calle principal del barrio, Commercial Road, como sucedió aquí, al otro lado de José María Pereda.
Diego miraba perplejo el dibujo que había hecho su amigo.
—Como verás —dijo Sergio—, solo nos queda un extremo para tener las cinco puntas de la estrella. Lo único que tenemos que hacer es unir en algún punto el primer y el tercer escenario de este modo. —Fue trazando con el bolígrafo una irregular línea recta que partía desde Buck's Row y pasaba por debajo de Hanbury Street. Después, trazó otra línea desde Dutfield's Yard hasta que se unió con la que procedía de Buck's Row—. Ambas líneas se cruzan en Miller's Court, donde asesinaron a Mary Jean Kelly.
—¡Una estrella de cinco puntas! ¿Qué significa?
—¡Masones! Mi amigo Víctor Trejo siempre creyó en una conspiración masónica para explicar los asesinatos de Jack. Los masones protegieron el honor del duque de Clarence —recordó Sergio—. Pero dejemos eso ahora, te lo explicaré por el camino.
—Por el camino ¿adónde?
—A la zona donde se cruzan en nuestro mapa las líneas que proceden del primer y del tercer escenario. —Sergio pintó en el mapa extendido sobre la cama dos líneas que se cruzaban en una zona del barrio norte—. ¿Qué hay aquí? —preguntó a Diego.
El inspector parecía haberse quedado mudo. Estaba blanco como la nieve.
—Hay un patio trasero de la calle Bonifacio del Castillo —dijo con un hilo de voz—. Ahí vive Marja.
—¡Dios mío! —exclamó Sergio—. ¡La ventana rota! ¿No lo recuerdas? Marja nos dijo ayer en la cena que alguien había tirado una piedra contra su ventana. La habitación de Miller's Court donde vivía Mary Kelly tenía una ventana rota, y eso permitió el acceso de Jack. Ahora entiendo del todo el mensaje. Ya sé dónde estaban colocadas. Formaban una estrella de cinco puntas, pero hay algo más: las primeras cuatro mujeres aparecieron muertas en la calle, igual que en 1888. Pero la última va a morir como Mary Kelly, en su propia casa.
Diego estaba paralizado por el terror.
—Da aviso a la policía —dijo Sergio, zarandeando al inspector por los hombros.
El profesional que había en Diego Bedia emergió del hombre descompuesto que había sido durante unos segundos. Telefoneó a la comisaría, al tiempo que corría en pos de Sergio por el pasillo del hotel.
Diego condujo a enorme velocidad, mientras Sergio reflexionaba sobre todo lo que había descubierto en los últimos minutos: Lipski, la estrella de cinco puntas, el mapa de los escenarios de los crímenes de Jack, la masonería, una conspiración… De pronto, recordó qué era lo que había visto en el cementerio durante el entierro de José Guazo que le había provocado aquella extraña desazón.
—¡Violetas! —exclamó.
Diego lo miró de reojo mientras pisaba más a fondo el acelerador.
—¡Violetas! —murmuró Sergio—. ¿Te has fijado en que en los relatos de Holmes hay muchas protagonistas que se llamaban Violet? —Ni siquiera miró a Diego. Sergio hablaba para sí—. Violet de Merville, de «La aventura del cliente ilustre» —citó mientras miraba las gotas de lluvia que golpeaban el parabrisas del coche con furia—; Violet Hunter, de «El misterio de Cooper Beeches»; Violet Smith, de «La aventura de la ciclista solitaria»; Violet Wetsbury, de «La aventura de los planos del Bruce-Partington», y todas eran personajes positivos. ¡Cuatro violetas!
El corazón de Diego Bedia latía a mil por hora. Tal vez Marja estuviera siendo atacada en aquel mismo momento. No había hablado con ella aquella tarde. Marja tenía turno en el hotel en el que trabajaba, pero habría salido a las diez de la noche, de modo que ya tendría que estar en casa. Sin embargo, su teléfono móvil estaba apagado. Los nervios del inspector estaban en un estado de tensión como jamás había experimentado, y para colmo su extraño acompañante parecía estar hechizado recitando el nombre de aquellas mujeres que aparecían en las historias de Holmes.
—Todas eran personajes positivos en honor a la violeta más importante en la vida de Holmes, Violet Sherrinford, la quinta violeta… —Sergio enmudeció de pronto y sus pupilas se dilataron. Su expresión, mezcla de incredulidad y terror, asustó a Diego Bedia.
—¿Qué sucede? —gritó el policía fuera de sí.
Pero Sergio parecía estar sumido en algún extraño trance y hablaba solo para sí. Para sorpresa del inspector, el escritor comenzó a cantar una canción en inglés:
Scenes of my childhood arise before my gaze.
Bringing recollections of by gone happy days.
When down in the meadows in childhood I would roam,
No one's left to cheer me now within that good old home,
Father and Mother, they have pass'd away:
Sister and brother, now lay beneath the clay…
So while life does remain in memoriam I'll retain,
This small violet I pluck'd from mother's grave…
Sergio canturreó aquella canción de nuevo, añadiendo alguna otra estrofa y desquiciando aún más a Diego. Afortunadamente, llegaron a la calle en la que vivía Marja justo a tiempo para evitar que el inspector abofeteara al escritor, que parecía haber caído en un letargo que lo había idiotizado.
Un coche patrulla llegó al mismo tiempo que el Peugeot de Diego al portal de Marja. Diego rompió el cristal de la puerta del portal sin contemplaciones. Una vez abierta la puerta, subió de un salto los cuatro escalones que conducían al piso de su novia, que estaba en la planta baja. Las ventanas que daban al patio trasero quedaban fácilmente al alcance de quien decidiera entrar por una que tuviera el cristal roto.
Mientras tanto, Sergio salió del coche y se dejó mojar por la torrencial lluvia. Solo en ese momento pareció regresar al mundo real, dejó de canturrerar, y siguió a los dos agentes de policía y a Diego.
Para sorpresa del inspector Bedia, al otro lado de la puerta se escuchaba una canción. Se volvió hacia Sergio y cruzó con él una mirada extraña. ¿Por qué sonaba en el piso de su novia la misma canción que Sergio había cantado en el coche?
Diego llamó repetidas veces al timbre, pero finalmente descerrajó un disparo en la cerradura y se abrió paso dando una patada a la puerta.
Todo estaba a oscuras, salvo la habitación de su novia, al fondo del pasillo. La música procedía de allí. Era una voz de mujer la que cantaba.
So while life does remain in memoriam I'll retain,
This small violet I pluck 'd from mother's grave…
Hasta aquel día, Diego Bedia había creído estar preparado para ver cualquier cosa en su profesión. Pero la escena que lo aguardaba en la habitación de su novia lo hizo tambalearse primero y vomitar en el pasillo después.
Los dos agentes que lo acompañaban salieron a la calle a vomitar, mientras que Sergio se quedó en el umbral de la habitación contemplando la escena con una frialdad que incluso a él lo sorprendió. En realidad, ya había visto aquello en fotografías, aunque no era lo mismo, desde luego, verlo en blanco y negro que a todo color. En vivo, la carne abierta y la sangre empapando las paredes impresionan notablemente más.
So while life does remain in memoriam I'll retain,
This small violet I pluck 'd from mother's grave…
—«… pero mientras la vida siga para animarme, conservaré / esta pequeña violeta que arranqué de la tumba de mamá…». —Sergio tradujo la letra de la canción. Los dos agentes lo miraron con incredulidad.
Al entrar en la habitación, Diego se derrumbó. La escena era dantesca. Sergio, por su parte, se sentía como si acabara de emprender un viaje en el tiempo y estuviera en aquella minúscula habitación de Miller's Court…
Aquella noche del 8 al 9 de noviembre de 1888 llovió con furia. En Victoria Embankment los operarios trabajaban para ultimar los detalles de la procesión triunfal de lord mayor.
A las diez, John MacCarthy, el dueño de la habitación de Mary Kelly, envió a Thomas Bowyer, un muchacho a su servicio, al número 13 de Miller's Court. Mary Kelly debía su alquiler, y Bowyer iba a cobrárselo. La deuda acumulada ascendía a veintinueve chelines.
A las once menos cuarto, Bowyer golpeó la puerta de Kelly, pero no obtuvo respuesta. Entonces, dobló la esquina y miró hacia el interior de la minúscula habitación a través de la ventana que tenía el cristal roto. El espectáculo que se le ofreció le heló la sangre: Mary yacía sobre la cama, totalmente desnuda y abierta casi en canal. La sangre salpicaba la pared, y el muchacho vomitó antes de huir como loco en busca de MacCarthy.
El casero se acercó poco después hasta Miller's Court para asegurarse de que Bowyer no le había mentido. Lo que vio, no lo olvidaría jamás. Sin embargo, logró sacar fuerzas suficientes para ir hasta la comisaría de Commercial Road y dar cuenta al comisario Walter Beck de lo que había sucedido.
Minutos después, se personó en el lugar el inspector Frederick Abberline, además de otros miembros de Scotland Yard. Hasta la una y media no se derribó la puerta de la habitación de Mary Kelly. Muchos policías vomitaron ante aquel espectáculo. Dicen que MacCarthy comentó que aquello parecía la obra del mismísimo diablo, no la de un hombre…
Diego Bedia había caído de rodillas ante la cama de Marja y lloraba desconsolado. Sus manos se habían manchado de sangre, y sus pantalones estaban igualmente empapados. A su espalda, Sergio tragó saliva con dificultad. Uno de los agentes, repuesto de sus vómitos, apagó un pequeño reproductor de música que estaba conectado. Alguien había hecho una grabación sin fin en la que se escuchaba, una y otra vez, la canción que Sergio había canturreado en el coche; la misma que, a decir de los vecinos de Mary Kelly, la joven había cantado en varias ocasiones la noche en que fue asesinada. Todo sucedió en la madrugada de un 9 de noviembre fría y lluviosa, como la que ahora vivía Sergio Olmos.
Sin poder evitarlo, mirando el cadáver irreconocible de Marja, Sergio viajó en el tiempo. El llanto de Diego Bedia le sonó como una canción lejana.
Las ropas de Mary Kelly estaban escrupulosamente dobladas y colocadas sobre una silla. La muchacha vestía solamente un camisón, que Jack había desgarrado. Las botas de la joven estaban junto a la chimenea, y el médico Thomas Bond emitió un primer informe sobre el estado del cuerpo.
Mary yacía desnuda sobre la cama. Sus hombros estaban rectos, pero su cuerpo aparecía recostado hacia el lado izquierdo. La cabeza, inclinada sobre la mejilla izquierda; el brazo izquierdo, pegado al cuerpo. El brazo derecho aparecía retraído respecto al cuerpo. El codo estaba torcido; el antebrazo, en supino; los dedos, entornados.
Las piernas de la prostituta estaban abiertas. El muslo izquierdo dibujaba un ángulo respecto al tronco, mientras que el derecho diseñaba un curioso ángulo obtuso con el pubis. Y, ya fuera obra de un hombre o de un diablo, el hecho cierto es que alguien había desollado el tronco y los muslos de Mary. La cavidad abdominal estaba vacía. La habían eviscerado con saña. Su asesino le había cortado los pechos y le destrozó la cara con innumerables cortes, lo que hacía imposible su identificación con los medios de la época. Las cejas, la nariz, las mejillas y las orejas habían sido arrancadas del rostro con el filo del arma empleada por el asesino. Los labios estaban repletos de cortes. También los brazos presentaban innumerables heridas, y el cuello había sido cortado con tal brutalidad que hasta las vértebras quinta y sexta habían resultado afectadas.
Por toda la habitación se habían esparcido las vísceras de Mary. Los riñones, el útero y un pecho aparecían bajo su cabeza. El otro pecho estaba junto a su pie derecho; el hígado, al lado de los tobillos; los intestinos, descansando a la derecha del tronco, y el bazo, al otro lado.
El criminal había cortado trozos del abdomen y del muslo y los había dejado sobre la mesita de noche. Toda la habitación era un mar de sangre. El muslo derecho había sido rebanado en filetes hasta mostrar desnudo el hueso.
Los órganos genitales habían sido cortados igualmente, mientras que la nalga derecha había sido mutilada en parte.
La parte baja del pulmón estaba rota. El pulmón izquierdo había salido indemne de aquella orgía de sangre. El pericardio estaba abierto, y Jack se había llevado el corazón de Mary. La muchacha tenía aún restos de pescado y patata a medio digerir en su interior. Un trozo del estómago estaba atado a los intestinos como si estos hubieran sido una cuerda.
Todo parecía indicar que a Mary le habían cortado el cuello sobre el lado derecho del colchón, donde los restos de sangre eran más abundantes. Después, Jack procedió a realizar su siniestro trabajo.
La chimenea estaba repleta de cenizas. Jack había encendido un buen fuego para poder trabajar con comodidad. La intensidad del fuego había hecho que una tetera que había sobre ella se hubiera chamuscado en su fondo y en el mango. Buena parte de la ropa de Mary había servido para alimentar el fuego: un sombrero de fieltro, una chaqueta… Más tarde, María Harvey, la lavandera amiga de Mary que había dejado allí ropa la tarde anterior, declaró que también faltaban dos camisas de algodón de caballero.
Lo extraordinario fue que ninguno de los vecinos que entró y salió con frecuencia de su casa aquella noche viera el generoso fuego que había en casa de Mary. Si alguien se hubiera asomado por la ventana que tenía el cristal roto, hubiera descubierto a Jack en plena acción. Aquella faena, según la policía, le debió de mantener ocupado alrededor de dos horas. Después, supuso Scotland Yard, Jack salió por la ventana rota, no sin antes atrancar la puerta con una cómoda. Tras de sí, dejaba su obra maestra; su última genialidad.
Aquel crimen lo catapultó definitivamente a la historia, porque no tardó en advertirse que estaba rodeado de enigmas.
Algunos autores sostienen que Mary Kelly estaba en los umbrales de la gestación, pero no se encontró el feto. Si realmente estaba embarazada, ¿por qué no se mencionó ese dato con mayor claridad? ¿Dónde estaba el feto, si es que lo había? ¿Y su corazón?
Patricia Cornwell asegura que Jack se llevó el corazón de Mary y parte de sus genitales y el útero, pero el informe del doctor Bond no dice eso exactamente. Algunos periódicos dieron la noticia de que Jack se había llevado el corazón; otros no mencionan ese dato…
El llanto de Diego Bedia era tan intenso que sacó a Sergio de sus pensamientos y lo hizo regresar a aquel terrible presente. Estaban en la habitación de Marja. Alguien había entrado en la casa aprovechando que el cristal de una de las ventanas traseras, que daban a un oscuro patio, estaba roto. El asesino introdujo la mano por la abertura y logró acceder al piso. Después, agazapado, esperó a su víctima.
Sergio se apiadó de los médicos forenses. Les aguardaba un duro trabajo. Marja estaba destrozada, y Sergio supuso que las heridas que le habían practicado serían similares, o tal vez idénticas, a las que padeció Mary Kelly. La posición del cuerpo era exactamente la misma que se podía ver en las fotografías que se hicieron en Miller's Court. Y admiró a Diego porque, a pesar de su dolor, había sido lo suficientemente cauto como para no tocar el cadáver.
Sergio puso su mano sobre el hombro derecho de Diego. El policía, aún de rodillas, se giró y miró al escritor a través de sus lágrimas. Después se levantó y se abrazó a Sergio con fuerza.
—¿Quién ha hecho esto? ¡Dímelo!
Sergio miró a su amigo y después posó su mirada sobre el cuerpo destrozado de aquella mujer pelirroja. Pero cuando estaba a punto de responder al inspector, la voz de uno de los agentes lo interrumpió.
—¡Señor, viene alguien! —gritó.
Diego y los dos policías sacaron sus pistolas, al tiempo que empujaron a Sergio al interior de otra habitación contigua.
Todos contuvieron la respiración, mientras escuchaban que alguien subía por las escaleras. Los dos agentes habían instado a los vecinos curiosos que habían escuchado los ruidos a esas horas de la madrugada a que permanecieran en sus pisos hasta que se les permitiera salir.
Segundos después, los hombres escucharon el grito de una mujer, encendieron las luces y apuntaron con sus armas hacia la puerta.
Diego se quedó sin habla al ver en el umbral a Marja, sana y salva.
Sergio tardó solo unos segundos en comprender lo que había ocurrido. Y por su mente atravesó veloz el recuerdo de los hechos sucedidos en 1888. ¿Cómo era posible semejante casualidad?, pensó mirando a Marja.
Todos los informes médicos aseguraron que Mary fue asesinada de madrugada, mucho antes de las ocho de la mañana. Pero a esa hora Caroline Maxwell afirmó haber visto a Mary Jean viva en la calle, e incluso describió la ropa que llevaba puesta. De igual modo, y dos horas más tarde, el sastre Maurice Lewis, vecino de Dorset Street, vio a Mary sana y salva. ¿Realmente había muerto Mary Jean Kelly en el número 13 de Miller's Court? ¿No acostumbraba Mary a permitir que otras prostitutas durmieran en su habitación? Si Mary, como algunos dicen, estaba embarazada de tres meses, ¿por qué no se dice nada sobre su feto en los informes médicos?
La respuesta, pensó Diego mirando a Marja, podía ser sencilla, aunque difícil de aceptar: Mary Jean Kelly no murió en Miller's Court. Jack había asesinado a otra mujer.
La felicidad de Diego al ver a su novia pronto desapareció al observar cómo se ensombrecían las bellas facciones de Marja. Todos comprendieron quién era la mujer que había sido brutalmente eviscerada en aquella habitación. Una mujer que, sin serlo, se parecía tanto a Marja como si fuera su hermana.
—¡No! ¡Jasmina no!
El grito desgarrado de Marja atravesó el corazón de Sergio y de los demás hombres. En ese instante, se escucharon las sirenas de otros vehículos de la policía.
Sergio miró su reloj.
Las dos.