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8 de noviembre de 2009

Lipski!

Sergio pasó casi toda la noche en vela tratando de comprender qué pretendía decirle el doctor Guazo. ¿Por qué había escrito aquella palabra en un papel? ¿Qué motivos tuvo para tratar de mostrársela al inspector Estrada cuando lo iban a detener?

¡Lipski!

Aquella palabra solo tenía un significado para Sergio Olmos, y lo conducía hasta los hechos previos a la muerte de Elisabeth Stride el 30 de septiembre de 1888.

Según la declaración que realizó el testigo Israel Schwartz al día siguiente del doble asesinato que Jack cometió aquella noche terrible, él había visto a Liz Stride en compañía de un hombre alrededor de la una menos cuarto; es decir, aproximadamente un cuarto de hora antes de que Louis Diemschutz encontrara el cadáver de la prostituta de origen sueco.

Schwartz declaró que Liz hablaba con aquel hombre en Berner Street, junto al patio donde se cometió el crimen minutos después. De pronto, el hombre empujó a la prostituta, y ella se resistió. Sin llegar a gritar, Liz sí emitió tres gemidos, según el testigo.

En el momento en que Israel tomó la decisión de hacer algo al respecto, descubrió en la otra acera a un hombre que encendía una pipa. El hombre que golpeaba a la mujer le dijo al de la pipa: «Lipski». De inmediato, el hombre de la pipa se dirigió hacia Israel, que aceleró su paso al sentirse perseguido por aquel desconocido. Según su declaración, hasta que no se sintió lejos del alcance de aquel hombre, no dio por salvada su vida.

Sin embargo, ¿qué tenía que ver aquel incidente con el mensaje que Guazo había pretendido entregar a Sergio?

Al mismo tiempo, una extraña sensación se había ido apoderando del escritor durante aquella noche en vela. Sentía que algo se le estaba escapando; creía haber visto algo el día anterior que le había provocado malestar, pero no conseguía recordarlo.

Una y otra vez, repasó todo lo que había hecho la tarde anterior. Por su mente desfilaron las imágenes del entierro de Guazo, sus conversaciones con Tomás Bullón, con Clara, con Diego, con su hermano… Veía con extraña claridad las escenas de los miembros del círculo alrededor de la tumba de Guazo, y los corrillos que formaban los integrantes de la Cofradía de la Historia. Después era la cena compartida con Diego y Marja la que se proyectaba en su mente mediante un mágico cinematógrafo, pero no lograba enfocar la mirada lo suficiente.

Las palabras de Holmes resonaron en su mente como si alguien se las susurrara al oído: «No veo más de lo que ven otros, pero me he adiestrado en fijarme en lo que veo».

¿Qué diablos significaba «Lipski»?

Cuando las primeras luces del día arañaron las sombras por el este, Sergio se quedó dormido.

Manolo Salces tenía veintiséis años y era un hombre feliz. Amaba su trabajo como recepcionista de hotel, y hacía poco más de un año que había contraído matrimonio con su novia de toda la vida. Lo único que le faltaba a Manolo estaba a punto de llegar a este mundo. Era cuestión de días que el pequeño que transportaba en sus entrañas su esposa, Sara, desde hacía ya ocho meses y medio viera la luz del día. Lo único que Manolo deseaba era que no llegara en un día como aquel domingo, de cielo plomizo y lluvia inmisericorde.

A las doce de la mañana, el vestíbulo del hotel estaba inusualmente desierto, y Manolo aprovechó para ir al baño. Apenas se demoró unos minutos, pero a su regreso encontró un sobre de color marrón sobre el mostrador de la recepción. En el sobre había algo escrito:

A LA ATENCIÓN DE DON SERGIO OLMOS

Sergio Olmos. Habitación 357. ¿Debería llamar a la habitación o esperar a que el señor Olmos bajara?, se preguntó el recepcionista.

Manolo Salces pensó que tal vez la nota fuera algo urgente y decidió avisar al señor Olmos. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, sonó su teléfono móvil.

La expresión del rostro del recepcionista fue cambiando paulatinamente a medida que recibía las noticias que una voz femenina le transmitía. El resumen apresurado que le acababa de hacer su suegra contenía valiosos datos: Sara había roto aguas, el bebé se adelantaba, estaban ya camino del hospital, conducía el padre de Sara, ¿intentaría Manolo llegar a tiempo para ver nacer a su hijo?

Manolo Salces se metió mecánicamente la nota destinada al señor Olmos en un bolsillo de la chaqueta de su uniforme y corrió hacia la oficina del hotel.

Minutos más tarde, y con el beneplácito de la dirección del hotel, Salces conducía su automóvil mordiéndose los labios por la impaciencia. Solo faltaba que no estuviera allí cuando Manolito naciera. Desde el asiento trasero del automóvil, la chaqueta del uniforme lo miraba con indiferencia. Y, en el bolsillo derecho, viajaba el sobre de color marrón.

Sergio no despertó hasta las doce y media de la mañana. Abrió los ojos con dificultad y tardó bastante en enfocar la mirada. Se sentía cansado, y le dolían el cuello y la espalda. En la calle, llovía con furia. Y sobre la mesilla de noche permanecía el trozo de papel con aquella palabra, «Lipski», demostrándole que no se trataba de un sueño. Realmente, había estado con Marcos en el piso del difunto José Guazo, y era igualmente cierto que había encontrado aquel papel.

Sergio se sentó en el borde de la cama y contempló una vez más la nota. ¿Habría logrado Marcos descifrar el significado de aquella palabra?

Por fin reunió fuerzas suficientes como para ducharse, vestirse y telefonear a su hermano. No encontró, en cambio, valor aún para marcar el teléfono de Cristina Pardo.

Los hermanos Olmos se encontraron en el piso de la familia. Y, nada más ver la cara de Marcos, Sergio supo que tampoco su hermano había logrado resolver el enigma que había dejado tras de sí Guazo.

Pasaron más de dos horas reflexionando en voz alta sobre lo que podía ocultar aquel papel, y la única conclusión a la que llegaron era que debían entregárselo a la policía. ¿Cómo era posible que ellos no lo hubieran visto?

—No es tan extraño —dijo Marcos—. Si no hubieras movido el sillón, tampoco tú lo habrías encontrado.

Sergio entregó el papel a su hermano y le encargó que se lo hiciera llegar al día siguiente al inspector Bedia. Él, confesó, estaba harto de todo aquello y pensaba marcharse a primera hora del día siguiente.

El reto que suponía la misteriosa nota hizo que ambos olvidaran incluso que no habían comido. Cuando repararon en la hora, eran más de las tres y media de la tarde.

Sergio se despidió de su hermano haciéndole una confesión.

—Voy a intentar ver a Cristina esta tarde.

Marcos guardó silencio.

—Tal vez le pida que venga conmigo.

—Espero ver eso —replicó el hermano mayor.

Cristina Pardo había leído en el periódico la noticia de la muerte del asesino de las cuatro mujeres inmigrantes. A ella también le parecía imposible que aquel hombre hubiera sido José Guazo. Conocía al doctor antes de que Sergio se lo presentara como amigo suyo, puesto que lo había visto en la Casa del Pan atendiendo a los inmigrantes en varias ocasiones. ¿Quién iba a pensar que precisamente allí fue donde conoció a sus futuras víctimas?

No sabía si Sergio habría venido a la ciudad para el entierro de su antiguo amigo. Tal vez no. Después de todo, el doctor había demostrado un odio desmedido por Sergio, hasta el punto de que la vida de aquellas mujeres no había tenido más valor para él que el que tendría una pieza de ajedrez. Su único propósito había sido derrotar a Sergio. Vencer a Sherlock Holmes.

A las cuatro de la tarde, sonó el teléfono de Cristina.

La muchacha estaba en pijama. No había salido a la calle en todo el día y estaba dejando pasar las horas muertas de aquella tarde de domingo contemplando la televisión sin prestar atención al programa que emitían.

—Cristina —dijo una voz familiar—, soy Sergio. ¿Podemos vernos?

Silencio.

Silencio.

—Cristina, ¿estás ahí?

—Sí —respondió la muchacha—. Es solo que no esperaba esta llamada.

Sergio y Cristina pasaron toda la tarde en el piso de ella. Hablaron sobre mil cosas, evitando el momento en el que uno de los dos debería pisar un terreno que ambos sabían que era resbaladizo. Pero, ante el temor a que el castillo de naipes que habían formado durante aquella tarde de lluvia se viniera abajo, hicieron el amor con pasión. A las ocho de la tarde, Sergio le pidió a Cristina que se fuera con él a Londres. Le explicó que acababa de alquilar una casa en una zona exclusiva de la ciudad y que no sabía cuánto iba a estar allí, pero que le gustaría que, fuera adonde fuese, ella estuviera a su lado.

La mirada azul de Cristina se agrandó hasta convertirse en el único horizonte que Sergio tenía ante sí. La besó y ella respondió a su beso.

—¿Y qué hay de mí y de mi trabajo? —preguntó ella—. ¿Por qué no buscas una casa por aquí? —Antes de que él dijera nada, Cristina se apresuró a añadir—: No tiene por qué ser en la ciudad. Ya sé que no te gusta vivir aquí, pero hay muchos lugares cerca. Tal vez junto al mar.

—Tal vez —dijo él lacónicamente.

Sergio se despidió después de compartir con Cristina unos sándwiches de queso y jamón, y tras beberse entre los dos una botella de vino tinto. Antes de irse, prometió considerar la idea que ella le había propuesto.

—¿Y tú pensarás sobre mi oferta? —preguntó Sergio—. Te he apuntado la dirección en aquel papel —señaló una cuartilla que estaba sobre la mesa de estudio de Cristina—. Puede que un día te apetezca conocer Londres.

Manolito Salces llegó al mundo en perfecto estado. Resultó ser un bebé rechoncho, de cuatro kilos de peso, que dio mucho trabajo y provocó intensos sudores a su madre. Mientras, su padre contemplaba la escena del alumbramiento con la boca abierta y los ojos aún más abiertos.

El resto de la tarde transcurrió para el joven matrimonio como en un sueño. La vida era maravillosa, y aquel niño era una bendición.

A las diez de la noche, Manolo Salces le dijo a su mujer que iba a comprar algo de bebida para invitar a los compañeros del hotel. Volvería en una hora, le prometió.

Hasta que no llegó con la compra al coche, Manolo no recordó que había dejado su chaqueta en el asiento trasero y que en uno de sus bolsillos aguardaba a ser entregada la nota que alguien había dejado para el señor Olmos.

—¡Joder! ¡Joder! —se lamentó.

Al llegar al hotel, lo primero que hizo Manolo Salces fue ir hasta la habitación 357 y golpear la puerta con los nudillos.

No había nadie.

Luego preguntó a los compañeros si habían visto al señor Olmos, pero nadie lo había visto durante toda la tarde, dijeron, mientras gastaban bromas al recién estrenado papá.

—¿Le podéis entregar esta carta al señor Olmos cuando regrese? —dijo Manolo antes de retornar junto a la cabecera de la cama de su esposa.

Sergio había paseado bajo la lluvia durante casi dos horas después de salir del piso de Cristina. Las ideas galopaban sin bridas en su mente. ¿Deseaba vivir con Cristina? ¿La amaba tanto como para mudarse cerca de aquella ciudad que detestaba? Si amaba tanto a Cristina, ¿por qué le había dado su dirección de Londres a Clara? Y, si amaba a Clara, ¿qué razón le había llevado a pedir a Cristina que viniera a Londres con él?

Y luego estaba aquella palabra: «Lipski». ¿Qué significaba? ¿Qué quiso decir Guazo con ella? ¿Y por qué tenía una extraña sensación desde el día del entierro del médico? ¿Qué era lo que se le estaba escapando? ¿Por qué no estaba Holmes junto a él aquella noche?

Era más de medianoche cuando entró en el hotel.

—Señor Olmos —le llamó el recepcionista—. Han dejado esto para usted.

Cuando Sergio vio el sobre marrón sintió que las piernas le fallaban. Era un sobre idéntico al de las otras notas que había recibido.

—¿Quién lo entregó?

—No lo sabemos —contestó el recepcionista—. Lo dejaron sobre el mostrador y no vimos a la persona que lo trajo.

Sergio cogió el sobre entre sus manos temblorosas. De pronto, aquel papel pareció pesar más que cualquier roca gigantesca, y Sergio arrastró sus pies hasta el ascensor del hotel.

Cuando llegó a su habitación, se sentó en el borde de la cama y miró con horror aquella carta. Temía abrirla, pero debía hacerlo. Luego, rasgó el sobre. Dentro encontró cinco pétalos de violeta y un escueto mensaje:

¿Dónde estaban colocadas?

Debajo de aquella enigmática pregunta, había un círculo rojo.