7 de noviembre de 2009
Sergio no llegó a tiempo para el funeral, pero sí se pudo sumar al minúsculo cortejo fúnebre que acompañó al difunto doctor José Guazo hasta su última morada.
Cuando el día anterior su hermano Marcos le comunicó que Guazo había fallecido en el hospital, Sergio intentó por todos los medios encontrar un vuelo que le permitiera estar todo el tiempo posible con Marcos, cuya voz había transmitido todo el dolor que sentía, y con su difunto amigo. Sin embargo, los horarios de los vuelos se lo impidieron.
Durante el viaje, Sergio trató de evocar los momentos más felices que había pasado en compañía de Guazo, pero tuvo que admitir que no eran muchos, o al menos él no los recordaba. En su diario, el doctor había retratado con escrupulosa exactitud cuál había sido el comportamiento de Sergio hacia él. Lo más terrible, se dijo, era que realmente Guazo lo había querido de verdad.
Eran las cinco de la tarde. El viento hería con su frialdad y las hojas de los árboles volaban sin rumbo. Aquel día de otoño agonizaba con rapidez.
Cuando Sergio vio a su hermano al salir de la iglesia, se estremeció. Marcos estaba demacrado y su piel tenía un tono anormalmente amarillento. Los ojos del hermano mayor estaban enrojecidos y, a pesar de estar envuelto en un grueso abrigo azul marino un tanto pasado de moda, parecía tiritar.
La extraordinaria conversión del doctor Guazo en el nuevo Jack el Destripador no había sido olvidada ni perdonada en la ciudad. Apenas un puñado de personas le dio el último adiós al médico, pero Sergio se sorprendió por la fidelidad que le mostraron todos los miembros del Círculo Sherlock. Allí estaba Víctor Trejo, tan elegante que podía competir sin dificultad con el propio Sergio. También vio a Tomás Bullón, desaliñado y con barba de varios días, y a Jaime Morante, a quien acompañaba Toño Velarde. Sergio los saludó con un movimiento de cabeza, y en especial a Morante, porque había demostrado valentía acudiendo al funeral de un hombre al que toda la ciudad había crucificado. Para un político, aquel gesto podía ser perjudicial.
Luego, Sergio vio a Clara del brazo de Enrique Sigler. Ella estaba tan deslumbrante como de costumbre; a Sigler ni siquiera lo miró.
Además del Círculo Sherlock, no faltaron a la triste cita algunos de los integrantes de la Cofradía de la Historia. Para empezar, don Luis, el viejo sacerdote, había oficiado la ceremonia, y también asistió Heriberto Rojas, el otro médico del grupo. No acudieron, en cambio, ni Santiago Bárcenas ni Manuel Labrador. Pedraja, el dueño de la cafetería donde se reunían, se había colocado junto a Morante.
Junto a todos ellos, Sergio descubrió a los inspectores Tomás Herrera y Diego Bedia. Al ver a este último una sonrisa afloró en sus labios. Tal vez, se dijo, había encontrado en el policía a un amigo, y, mirando al resto del círculo, Sergio pensó que quizá era su único amigo.
Cuando acabó la ceremonia, Sergio se acercó a Tomás Bullón. Había algo que solo el periodista le podía contar; algo que no había podido preguntarle después de la detención de Guazo.
—Tomás —Sergio tocó el hombro derecho de Bullón—, te quería preguntar algo.
—Mmmm.
—¿Qué pasó cuando Estrada detuvo a Guazo? ¿Por qué le disparó?
—¿A qué viene eso ahora? —Bullón miró a Sergio como si fuera un perfecto desconocido—. Ya se lo dije a la policía mil veces. Estrada me había dado el soplo para que le hiciera una foto en pleno acto heroico, y cuando llegué me encontré a los dos en el salón de Guazo. De pronto, Guazo metió la mano en el interior de la bata, y yo le grité a Estrada. Supongo que los dos pensamos que Guazo iba armado, y Estrada disparó.
—Pero José no llevaba ninguna pistola.
—No, pero hizo un gesto extraño. Dijo algo sobre ti; que deberían darte no sé qué, o algo parecido. Oye —dijo Bullón con un brillo pícaro en los ojos—, ¿sabes que me han ofrecido un adelanto cojonudo para escribir un libro sobre todo esto? ¡Te voy a hacer la competencia! —añadió en medio de una sonora carcajada que pareció un sacrilegio en medio del camposanto.
Todos se volvieron hacia Bullón, a quien no pareció molestarle ser el centro de todas las miradas. Sergio, en cambio, no sabía dónde meterse. Cuando Bullón se alejó, Sergio escuchó una voz familiar a su espalda.
—Ya sabes que Tomás no es muy diplomático.
Sergio cerró los ojos, como si aquellas palabras le hubieran provocado un dolor insoportable. Luego, se giró para ver un primer plano de los ojos de Clara.
—Hola, Clara. —Sergio la contempló con la misma reverencia con que se admira a una porcelana china. Se alegró de que Sigler estuviera hablando con Morante y los demás—. Estás preciosa.
—Gracias —respondió ella con una sonrisa—. Y tú tan elegante como siempre. De negro y blanco.
—Eso no puede sorprenderte —respondió Sergio, y luego miró la tumba de Guazo—. En cambio a mí no me deja de sorprender que siempre me traicionen los más próximos. —Sus ojos viajaron desde la tumba del médico hasta el rostro de Clara.
—Yo no te traicioné exactamente —respondió Clara con brusquedad.
Sergio no respondió. En realidad, ya no estaba seguro de nada de lo que había ocurrido entre ellos.
—Pienses lo que pienses —dijo Clara—, nunca podremos olvidarnos. Ni siquiera Holmes pudo olvidar a Irene.
Sergio la vio alejarse en dirección a Sigler mientras él saboreaba el gusto amargo de aquel vaticinio. Desde luego que Holmes, incluso habiendo sido burlado por Irene Adler, nunca la olvidó. De hecho, algunos estudiosos de su vida sostienen que se encontró con ella en Montenegro en 1891, durante los enigmáticos años perdidos del detective. Por aquel entonces, ella había regresado a los escenarios y actuaba en la ópera de Cetinje, capital entonces de aquel país. Se representaba Rigoletto y, en la tercera noche de actuación, Irene recibió un billete de un admirador que decía haber vivido en Baker Street.
Según esa teoría, ambos iniciaron una relación amorosa que tuvo como fruto un niño al que ella dio a luz en marzo de 1892 en Nueva Jersey.
—Clara, espera —gritó Sergio. Ella se volvió—. Mi nueva dirección —le dijo Sergio al tiempo que le entregaba un papel en el que había anotado el número de Queen Anne Street—. Me mudo allí el mes próximo. Tal vez un día vayas por Londres.
—¡Londres! —exclamó Clara—. ¡Vaya! —Sonrió y guardó el papel en su bolso. Después, se encaminó en dirección a Sigler y a los demás sin volver la vista atrás.
En ese momento, Sergio vio que el inspector Bedia se acercaba hacia él.
—Me alegro de verte —dijo el policía estrechando con fuerza la mano derecha de Olmos.
—Yo también.
—Oye, andamos con un poco deprisa —dijo, mirando a Tomás Herrera, quien a su vez saludó a Sergio con un movimiento de cabeza—, pero me gustaría charlar contigo. ¿Hasta cuándo estarás? ¿Podemos cenar juntos esta noche?
—Bueno, me quedaré un par de días. —Sergio miró a su hermano, que se acercaba a ellos, y bajó la voz—: Estoy preocupado por Marcos, esto le ha afectado mucho.
—¿Por qué no os venís los dos a cenar hoy con Marja y conmigo?
—De acuerdo.
—¿Te parece bien a las nueve en mi casa?
Sergio asintió.
—¿Ella vendrá? —preguntó casi en un susurro Diego.
Sergio miró a Clara, pero Diego le corrigió.
—Me refiero a Cristina.
—No lo sé. No la he llamado.
—Entiendo.
El inspector se despidió de los dos hermanos. Sergio lo vio dirigirse hacia la salida del camposanto en compañía de Tomás Herrera.
—¿Te apetece ir a ver a nuestros padres? —le preguntó Marcos.
¡Dios mío!, pensó Sergio. Ni siquiera se le había ocurrido.
—Claro, vamos.
Las tumbas de Siro Olmos y de su esposa se encontraban al otro extremo del camposanto. Los dos hermanos caminaron en silencio entre las tumbas. Cuando llegaron, Sergio advirtió que las lápidas de sus padres estaban impecablemente limpias y tenían flores frescas.
—Las limpio cada semana —explicó Marcos.
Sergio miró a su hermano de soslayo, y lo admiró una vez más. Y, una vez más, lo admiró en silencio. Después, su mirada regresó a las lápidas. Las caras de sus padres lo contemplaron desde una fotografía. Quiso decirles algo. Quiso decirles tantas cosas… Después, su mirada se perdió entre las flores con las que su hermano adornaba las dos tumbas. Al verlas, estuvo a punto de decir algo que se le acababa de ocurrir, pero otra idea se cruzó en su camino.
—Me gustaría ir al piso de José —dijo a su hermano.
Marcos dio un respingo.
—¿A qué viene eso?
—Hay algo que no acabo de entender —respondió Sergio—. ¿Por qué hizo aquel gesto ante Estrada que le costó el disparo?
—No lo sé —confesó Marcos—. Pero, si quieres ir al piso, lo tienes fácil.
—¿Ah, sí? —Sergio lo miró estupefacto.
—Tengo una llave. Guazo tenía también una de mi piso, por si surgía alguna emergencia.
Marja estaba particularmente bella aquella noche. Su melena pelirroja caía sobre sus hombros dibujando unos rizos que la asemejaban aún más a su hermana Jasmina. Sergio sintió una vez más una punzada de celos al ver a Diego y a su novia mirarse con complicidad. Él también podría disfrutar de una relación así, pero, bien por cobardía o por puro egoísmo, había dejado pasar la oportunidad de compartir con Cristina momentos como los que ahora envidiaba.
A pesar de que estuvo a punto de hacerlo, finalmente no había llamado a Cristina. No se atrevió. No le pareció lógico que, un mes después de haber sido incapaz de comprometerse con ella en nada, apareciera ahora proponiéndole acompañarlo a una cena de amigos.
La velada fue agradable. Diego y Marja se habían esforzado para agasajar a los hermanos Olmos. Pero Marcos, como ya había observado Sergio en otras ocasiones, comió muy poco.
El apartamento de Diego estaba a pocos metros de distancia de la playa. El rumor del mar los acompañó con su banda sonora, y todos trataron de animar a Marcos, que no lograba zafarse de la melancolía que parecía haber hecho presa en sus entrañas.
Sergio trató de avivar el ánimo de su hermano proponiéndole un reto como aquellos que le planteaba cuando ambos eran más jóvenes. Guiñó un ojo a Marja y a Diego, y dijo:
—Marcos, ¿cuántos nombres de inspectores de policía de los que aparecen en las aventuras de Holmes serías capaz de citar de memoria?
De inmediato, en los ojos de Marcos brilló una luz, y la expresión de su rostro se dulcificó.
—¿Y tú? —preguntó desafiante a su hermano pequeño.
—Creo que podría recordar el nombre de al menos seis.
—No tendré problema en mencionar cuatro más de los que tú nombres —replicó Marcos—. Y, desde luego, Lestrade no sirve. —Y mirando a Diego y a su novia, añadió—: La gente cree que el único inspector que aparece en esas historias es Lestrade, cuyo nombre de pila, por cierto, desconocemos. Solo sabemos que comenzaba por G.
—Está bien —sonrió Sergio—, allá van mis nombres: Tuson Pollock, de «El oficinista del corredor de Bolsa»[121]; White Mason, de El valle del terror; MacKinnon, de «La aventura del fabricante de colores retirado»; McDonald, de El valle del terror; Lanner, de «El paciente residente»; Athelney Jones, de «La liga de los hombres pelirrojos», y Wilson Hargreave, de «La aventura de los monigotes».
—¡Bravo! —exclamó Marja.
—Sorprendente memoria —dijo Diego, visiblemente impresionado—. ¿Todos esos policías eran tan torpes como Lestrade?
—Bueno, algunos lo eran mucho más —respondió Marcos, que parecía haber recuperado el ánimo—, y otros, en cambio, gozaban del respeto de Holmes. Por ejemplo, Athelney Jones era realmente estúpido, pero McDonald era un buen profesional.
—Sí, pero en líneas generales Scotland Yard no sale bien parada en las aventuras —reconoció Sergio—. Bueno, ahora te toca a ti —retó a su hermano.
—¿Cuatro nombres más? Eso es fácil. —Marcos cerró los ojos uno segundos—. Veamos: no has citado al inspector Patterson, al que Holmes había dejado toda la información para desarticular la organización criminal de Moriarty, según dejó escrito antes de caer a las cataratas de Reichenbach en «El problema final». Luego, añadiría a Forbes, de «El tratado naval»; al inspector Gregory, de «Estrella de plata», y naturalmente a Tobías Gregson, a quien vemos en varias historias, como por ejemplo en «La aventura del Círculo Rojo» o en «El intérprete griego». Y, desde luego, podría añadir algunos más.
Aquel juego tuvo la virtud de animar la velada, lo mismo que los chascarrillos políticos a propósito de qué papel jugaba ahora en el ayuntamiento Jaime Morante. Al parecer, le costaba mucho trabajo asumir el trabajo de estar en la oposición, y corrían rumores de que iba a regresar a sus clases de matemáticas.
Marja explicó que los ánimos en el barrio seguían revueltos. Jóvenes seguidores de Toño Velarde habían provocado incidentes con los inmigrantes.
—A mí me han roto el cristal de una de las ventanas de una pedrada —dijo.
—No me habías contado nada. —Diego la miró con asombro.
—Ha sido hoy —explicó Marja—. El lunes vendrá el cristalero.
—Nunca pensé que Morante pudiera caer tan bajo como para pretender sacar rédito político con el tema de la inmigración —dijo Sergio.
—Parece mentira que no lo conozcas —comentó Marcos.
La cena fue un completo éxito. Cuando los hermanos Olmos dejaron a la pareja a solas, había pasado ya la medianoche.
—¿Has traído la llave? —preguntó Sergio a su hermano cuando estuvieron a solas.
Marcos asintió.
Los dos hermanos se sintieron incómodos caminando por el piso de su difunto amigo. A Sergio le seguía pareciendo imposible que el muchacho al que conoció veinticinco años antes se hubiera convertido en un asesino en serie tan cruel como astuto. Sin embargo, la amargura que destilaba el diario que el doctor había escrito desvelaba detalles de las muertes de aquellas mujeres que solo el criminal podía conocer.
—Estrada le disparó desde aquí —dijo Marcos, sacando a su hermano de sus cavilaciones—. Bullón publicó varias fotografías en las que se veía al inspector más o menos en esta posición, y el cuerpo de Guazo había caído ahí, junto a ese sillón.
Sergio se acercó hasta el sillón que su hermano había señalado.
—A Guazo le gustaba sentarse ahí a leer —comentó Marcos—. Se pasaba tardes enteras en ese sillón desde que murió Lola.
Sergio contempló el sillón en silencio, preguntándose qué había querido decir el doctor cuando metió su mano en el batín. Aquel gesto provocó el grito de alarma de Guazo y el disparo de Estrada. La policía no había podido arrancarle ni una sola palabra al médico, y tampoco había aclarado la razón por la cual enviaba pétalos de violeta en sus cartas a Sergio. Su único comentario al respecto había sido que quiso introducir una innovación respecto a la historia holmesiana de «Las cinco semillas de naranja».
El sillón era negro, de cuero, y muy cómodo, según el propio Sergio comprobó dejándose caer en él. Estaba situado junto una ventana y a su lado había una lámpara de lectura. Sergio la encendió, y la zona próxima al sillón se vio bañada por un concentrado haz de luz.
—De modo que Guazo estaba sentado en este sillón cuando Estrada lo sorprendió —dijo Sergio, aún recostado en el sillón.
—Realmente, Estrada llamó al timbre, y Guazo abrió la puerta.
—Es decir, que abrió la puerta del piso y aguardó la llegada a Estrada sentado tranquilamente. —Sergio estaba desconcertado—. ¿Por qué iba a sacar una pistola? Una pistola que, además, se descubrió que no tenía.
—Fue entonces cuando dijo que debían darte algo a ti, y metió su mano en el batín.
—Pero nadie vio nada de nada —dijo Sergio casi en un susurro—. Salvo que…
De pronto, se levantó del sillón y lo levantó, alejándolo de la pared. Fue entonces cuando los dos hermanos vieron un trozo de papel en el que nadie había reparado. Sergio lo cogió y no pudo evitar que sus manos temblaran. En el papel había una palabra escrita:
LIPSKI