Sussex (Inglaterra)
6 de noviembre de 2009
Lentamente, la bruma iba trepando por los acantilados de tiza engullendo a su paso las playas y las praderas. Las ovejas que pastaban frente a la ventana de la casa que Sergio había alquilado pronto desaparecerían de su vista, y los prados verdes se untaban de una melancólica humedad.
Los dedos de Sergio se deslizaban con extraordinaria rapidez por el teclado de su ordenador. Al fin había encontrado el camino, y la historia fluía con suavidad. Sin embargo, no le había resultado nada fácil.
Tras regresar a su monacal retiro, allí donde se suponía que la muerte sorprendió a Sherlock Holmes, Sergio había vagado por las praderas y los acantilados durante varios días sin un rumbo fijo, y sin más compañía que las ovejas y el pastor que velaba por ellas. Pero, a pesar de su soledad, en más ocasiones de las que hubiera deseado se había sentido en compañía de una mujer. Pero ¿quién era su acompañante?
A veces, cuando miraba hacia su derecha convencido de la presencia de aquella mujer, Sergio creía descubrir los ojos risueños de Clara; pero, otras veces, eran la mirada azul y la piel limpia de Cristina las que lo sorprendían.
Durante aquellos primeros y dolorosos días en los que Guazo y los cadáveres de las cuatro mujeres asesinadas por él aparecían en sus sueños, Sergio no fue capaz de escribir ni una sola línea. Su novela no estaba en un punto muerto; simplemente, no acababa de nacer.
Pero el destino aguardaba tras la más inesperada esquina para cambiar las cosas. Y sucedió cinco días después del regreso de Sergio a Sussex. Ocurrió la mañana en que tomó la decisión de viajar a Londres y pasar un día completo en la capital.
El mediodía lo sorprendió vagando sin rumbo por Oxford Street. Después, tomó Duke Street y luego Wigmore Street. Al cabo de unos minutos, se encontró, sin haberlo previsto, en Queen Anne Street. No salió de su ensimismamiento hasta ese momento. Hasta ese instante, había estado rumiando los reproches que su hermano Marcos le había hecho por no comprometerse con Cristina. Se preguntaba si realmente no quería vivir en la ciudad en la que nació o simplemente no podía olvidar a Clara. ¿Qué quería hacer con su vida exactamente? El piso en el que había vivido con Clara estaba a nombre de ella; él carecía de una casa propia. ¿Dónde deseaba vivir? ¿Desde dónde quería reconstruir su vida?
De pronto, el cartel de una casa en alquiler en Queen Anne Street atrajo su atención. Se trataba de un inmueble de ladrillo visto rojo, de tres alturas, al que se accedía a través de unas escaleras de un color blanco inmaculado. Era una construcción antigua, más que centenaria, y la imaginación de Sergio comenzó a desbordarse. ¿No había sido en esa calle donde John Watson tuvo su domicilio tras casarse por tercera vez?
Dejándose llevar por un repentino impulso, Sergio marcó el número de teléfono que aparecía en el letrero del anuncio y, sin detenerse a pensar en lo que hacía, concertó una cita con el agente inmobiliario para aquella misma tarde.
La casa resultó ser tan espléndida y maravillosa como cara. El piso inferior constaba de un pequeño recibidor; una cocina amueblada en tonos claros; un salón amplio, luminoso y provisto de una extraordinaria chimenea. Las ventanas eran enormes, con grandes cristaleras que miraban a la calle. También había un pequeño aseo.
En el segundo piso estaban las habitaciones. Una de ellas contaba con un vestidor y un lujoso cuarto de baño. Pero lo mejor del inmueble estaba aún más arriba, en la planta bajo cubierta. Allí aguardaba a Sergio la pieza que había de enamorarlo irremediablemente: un gigantesco estudio de más de sesenta metros cuadrados totalmente diáfano. La luz entraba a raudales por la ventana orientada hacia Queen Anne Street y, además, un impactante ventanal se abría en el techo ofreciendo una perspectiva insólita del cielo gris de Londres.
El precio del alquiler, naturalmente, era alto. Sergio era consciente de que aquella zona de la ciudad, entre Marylebone y Regent's Park, era una de las más exclusivas del centro de Londres. ¿Podía permitírselo? Se respondió que sí y cerró el trato. Se trasladaría allí a comienzos del próximo mes. La casa estaba totalmente amueblada, de modo que no tendría necesidad de comprar ningún mueble. Asimismo, tendría tiempo de negociar los términos de la extinción de su actual contrato de alquiler en Sussex. Londres, se dijo, era un magnífico lugar para vivir.
Totalmente entusiasmado, Sergio paseó por aquel impresionante estudio situado en la planta bajo cubierta. Escuchó decir al agente inmobiliario que aquella casa tenía ciento cincuenta años de historia y, para sorpresa suya, el tipo mencionó el insólito dato de que en aquella misma calle, tal vez en aquella misma casa, había vivido el doctor Watson.
—Ya sabe, el compañero de Sherlock Holmes —añadió el vendedor, un hombre alto, de expresión severa y labios finos que vestía un traje de corte anticuado.
Sergio se volvió hacia el agente inmobiliario al escuchar aquel dato, pero toda su atención había sido atraída por una pequeña puerta situada en una de las esquinas del estudio.
—¿Qué hay allí? —preguntó.
—¡Oh! —exclamó el vendedor—. Se trata de un pequeño trastero.
La madera del suelo crujió cuando Sergio se acercó hasta la pequeña puerta. El techo, que era abuhardillado, le obligó a agacharse para acceder al trastero. Abrió la puerta y se encontró con una pieza de no más de seis metros cuadrados que, contra lo que había pensado, estaba inmaculadamente limpia. El suelo era también de madera, y al mirarlo fue cuando se produjo el parto de la nueva novela de Sergio Olmos.
—¡Me lo quedo! —dijo.
El agente inmobiliario sonrió con regocijo y se frotó sus manos regordetas.
Nada más poner el pie en la pequeña casita de Sussex, Sergio comenzó a hilvanar su particular biografía novelada de Sherlock Holmes. El modo en que podía iniciar su nueva aventura literaria se lo había proporcionado el trastero de la que sería su nueva casa. La historia había comenzado a construirse sobre los siguientes pilares:
El 4 de octubre de 1902, John Hamish Watson contrajo matrimonio por tercera vez. Sergio no había podido evitar acordarse de José Guazo al pensar en el amigo de Holmes. Y también lo había tenido muy presente cuando optó por elegir como esposa del doctor a Grace Dunbar, a quien Watson conoció durante «La aventura del puente de Thor», en detrimento de las otras dos candidatas que los holmesianos han barajado: lady Violet de Merville y lady Francés Carfax.
Si W. S. Baring-Gould está en lo cierto en su obra Sherlock Holmes de Baker Street, Watson falleció, posiblemente en Queen Anne Street, el miércoles 24 de junio de 1929. Lo que Sergio Olmos iba a añadir en su novela era algo trascendental.
Watson había mostrado en muchas de sus narraciones una verdadera obsesión por salvaguardar el buen nombre de algunos de los clientes de Holmes, razón por la cual no había publicado esas historias. En otros casos, la discreción se debía a razones políticas, o a que la aventura carecía de interés literario. Pero el doctor conservaba todos aquellos documentos en una caja de hojalata en la que aparecía su nombre. Aquella caja, según él mismo dice en «La aventura del puente de Thor», estaba depositada en la sucursal bancaria Cox & Cox, en Charing Cross. Pues bien, Sergio proponía al lector un juego: ¿y si Watson ocultó también entre sus papeles la información capaz de desvelar dónde pasó Holmes los años que sus biógrafos consideran perdidos?
El temor que Watson sentía por que aquellos secretos cayeran en manos de desaprensivos se fue incrementando con la edad, según la tesis de Sergio. Y, pocos días antes de su muerte, ordenó que le trajeran su preciado archivo desde el banco hasta su casa. En el trastero del estudio de su vivienda en Queen Anne Street, el médico había preparado un magnífico escondite para su archivo bajo el suelo de madera. Tan bien se había realizado el trabajo que resultaría imposible localizarlo, y el doctor lo tendría a mano en caso de necesidad.
El juego literario proseguía sobre la base de que, casi cien años después, el destino había hecho que Sergio Olmos alquilase la misma casa en la que Watson había vivido. Y la casualidad había hecho el resto: Sergio había encontrado los archivos de John Watson.
A partir de aquella idea, la historia había comenzado a fluir con rapidez. Y fue entonces cuando sonó el teléfono de Sergio. Eran las cinco de la tarde y la niebla había devorado finalmente a las ovejas que pastaban frente a su casa.