6

En una ciudad del norte de España

24 de agosto de 2009

Tenéis datos fiables?

—Tenemos datos, pero yo no me atrevo a decir qué grado de fiabilidad tienen.

—Entonces, ¿para qué te necesito a ti y a todos esos? —Jaime Morante gritó por encima de la mesa al tiempo que miraba con desprecio a un grupo de personas que llevaban chapitas de metal clavadas en sus ropas en las que se veía el rostro de un Morante que exhibía una sonrisa seductora.

—Las encuestas nunca son del todo fiables, señor —se atrevió a responder el interpelado, un tipo bajito, con poco pelo y que padecía estrabismo—, y mucho menos en un barrio como ese, donde ni Dios sabe quién está empadronado y quién no. Además, muchos de los encuestados no saben ni hablar español.

—¿Y qué coño me importan a mí los que no son españoles? ¡Quiero la opinión de los que son como yo, de aquí de toda la vida! ¡Los negros y todos los demás ni me votan ni me votarán! Si por mí fuera, no quedaría uno en estas calles. ¿Es tan difícil de entender eso?

Esta vez no dio opción a que el hombrecillo que dirigía al grupo de encuestadores pudiera responder. Hizo un gesto con la mano pidiendo que lo dejaran solo. Inspiró profundamente, se levantó, ajustó su corbata y contempló en silencio una réplica del cuadro de Jean-Baptiste Greuze titulado La jeune filie à l'agneau que decoraba la pared principal de su despacho.

Al mirar aquella obra, imágenes de un tiempo lejano salieron a su encuentro. Se recordó a sí mismo como el brillante estudiante que siempre fue. La imagen que desempolvó su memoria era la de un joven alto, delgado, con cara de enterrador de película del Oeste, como solía decir alguno de los miembros del Círculo Sherlock. Aunque el paso del tiempo le había hecho engordar algo, su inteligencia no había menguado, y seguía conservando sus ojos fríos y retadores.

En los tiempos del Círculo Sherlock, Jaime Morante vivía en Madrid porque su padre, que era funcionario, había sido destinado allí. Al principio, el buen hombre se había prometido regresar a casa en cuanto tuviera la menor oportunidad de traslado, pero el paso del tiempo lo fue acostumbrando a la vida en la gran ciudad y el terruño le tiraba menos. Y, aunque cada verano la familia regresaba a casa, esta, lentamente, fue considerada como tal únicamente por Jaime. De modo que, cuando ganó la plaza de profesor de matemáticas para un instituto, no dudó en pedir como destino su ciudad de origen. Y así fue como alcanzó la primera de las metas que se había trazado para sí mismo: ser profesor en su ciudad y gozar del prestigio social anhelado.

De su segundo gran sueño no le habló a nadie en toda su vida. Durante todos aquellos años como profesor fue labrándose una espesa red de contactos, de relaciones a los más altos y a los más bajos niveles, que le permitieran, llegado el momento, maniobrar según su deseo. Y, mientras llegaba su ocasión, analizaba con su privilegiada mente todo cuanto sucedía en la ciudad. Contrajo matrimonio con Elisa, una mujer insulsa y sumisa, con la que tuvo dos hijos, pero nada de aquello colmaba sus aspiraciones. Lentamente, Morante conoció a casi todos los que tenía que conocer y fue conocido por todos los que tenían que conocerlo, según su meticuloso plan. Y cuando creyó que el tiempo de la cosecha había llegado, anunció su propósito de presentarse a las elecciones municipales para ser el futuro alcalde. Para ello, creó un partido propio. Ninguna de las formaciones políticas existentes le servía.

¿Qué proponía el candidato Morante? Él sabía que preguntas como esa han de ser respondidas con mucha cautela. Lo importante, según creía, era hablar de todo aquello que los vecinos estimaban como cosas comunes, sin deslizar jamás un mensaje radical ni con una carga ideológica clara. Se trataba de recuperar la identidad histórica de la ciudad, de apelar a los símbolos comunes, de ensalzar el valor de los colectivos culturales y deportivos, de regar las raíces de una historia que se estaba olvidando porque quienes la conocían, o incluso la habían escrito, habían desaparecido.

Los cálculos electorales eran claros. Morante dominaba lo suficiente las matemáticas como para saber cuántos votos precisaba, y creía conocer lo bastante a sus vecinos como para sospechar dónde podría alcanzar esos votos.

En el transcurso de aquellas investigaciones electorales fue cuando se topó con el distrito norte, donde el granero de votos era tan grande que quien se hiciera con la mayoría tendría buena parte de la alcaldía en el bolsillo. Y para lograrlo había que apostar fuerte.

En ninguna otra parte de la ciudad el discurso ambiguo y amarillo de la recuperación de la historia, del orgullo local y el resto de las milongas que empleaba podía ser más efectivo (o menos) que en ese barrio. Ante él se alzaba un enemigo imprevisible y multicolor: la hidra de la inmigración.

Si cambiaba su discurso en aquel barrio, pensó, sus adversarios tendrían un buen motivo para la crítica, de modo que solo quedaba una opción: endurecer ese discurso para tratar de ganarse al votante no inmigrante y que odiaba a los recién llegados.

Cuando la parroquia puso en marcha el proyecto social de la Casa del Pan, Morante creyó que todo estaba perdido. Pero pronto advirtió las enormes posibilidades que se le abrían si acertaba a dar la vuelta a aquella situación. ¿Acaso no conocía desde hacía años a don Luis, el veterano párroco? ¿No tenía conocidos en la comunidad de feligreses en cuyos bolsillos deslizar ciertas promesas de futuro y en sus oídos susurrar algunos argumentos sobre cuánto había disminuido la seguridad en la zona con la llegada de aquellos forasteros?

El candidato Morante salió de su despacho y, como por arte de magia, su expresión agria quedó maquillada mostrando al mundo una sonrisa afectuosa y cordial. Saludó a cuantos encontró a su paso con familiaridad. A unos les preguntó por la salud de sus padres y a otros, por cómo iba todo en casa. ¿Los niños estaban bien? ¿El mayor había terminado los estudios en Madrid? ¿Sabías que yo también estudié en Madrid?, confesó en tono confidencial a un hombre de gran papada y enorme corpachón.

Así, entre sonrisas, llegó al coche que iba a convertirse en su hogar durante los días de frenética campaña electoral. Le había costado mucho abandonar su cátedra de instituto, pero, ahora que lo había hecho, estaba decidido a jugarse el todo por el todo. Siempre había sido un ganador.

Se miró en el espejo interior del vehículo que conducía su hombre de confianza más próximo y comprobó que su pelo, cada vez más escaso, seguía disciplinadamente dispuesto tal y como lo había ordenado por la mañana. Sin embargo, advirtió claros signos de cansancio en su rostro. Las bolsas que últimamente se habían afincado bajo sus ojos lucían más oscuras que de costumbre. El día había sido largo, y aún quedaba mucho por delante.

—Tenemos tiempo para ir a la cofradía antes del mitin —comentó al conductor. El chófer, un hombre servicial que había adquirido la costumbre de reír sacando la lengua, asintió y puso el vehículo en marcha.

Apenas un cuarto de hora más tarde, Jaime Morante hacía su entrada en el local de la cofradía. Se trataba de un centro social que abría sus puertas en el corazón de la ciudad. El recinto tenía dos pisos. En el de abajo había una cafetería abierta al público en general que lucía un largo y pulcro mostrador de madera. Un puñado de clientes apuraba sus cafés, fumaba y charlaba animadamente. Tras la barra, vestido con un impecable estilo años treinta, un hombre calvo y de rostro sonrosado saludó de un modo entusiasta a Morante al verlo llegar.

—¿Hay alguien? —preguntó el político.

Para cualquier otro que no fuera el camarero, aquella pregunta parecería absurda, pues era evidente que sí había clientes en el local. Pero Morante ni siquiera había mirado a los bebedores de café.

—Arriba, señor —dijo por toda respuesta el camarero.

Y, sin más, Morante se dirigió a unas bien torneadas escaleras de madera que daban acceso al segundo piso del local, el verdadero corazón de la Cofradía de la Historia.

Diez años atrás, un grupo de notables de la ciudad, a los que tal vez habría que conceder el título de visionarios a la vista de la decadencia económica local experimentada en los años posteriores, se reunieron por vez primera estableciendo como vinculó común su amor por aquella ciudad.

Como suele ser frecuente en iniciativas de ese tipo en una ciudad de provincias, todo surgió de forma espontánea e inesperada. Heriberto Rojas, un extremeño que llevaba más de media vida ejerciendo como médico de familia en la ciudad, compartió un café con el abogado Santiago Bárcenas y con el constructor Manuel Labrador. Fue una tertulia en la que se habló de todo y de casi todos. En un momento de la charla, Bárcenas y Labrador, que habían nacido en la ciudad y habían vivido en ella toda su vida, dejaron caer sobre la mesa su nostalgia por aquellos tiempos de la juventud.

—Aquellos sí que fueron buenos tiempos —dijo Labrador, un cincuentón que tenía más de quinientos obreros a su cargo y que resultaba adjudicatario de casi todas las obras públicas de la región. Dio una vigorosa chupada a su puro y guardó un silencio que los otros respetaron como si asistieran a un duelo.

Nadie podía decir que Manuel Labrador no fuera generoso con su ciudad. Siempre estaba al frente de cuantas iniciativas sociales y deportivas nacían, y además su dinamismo arrastraba a todo el mundo en aquellas aventuras sin poder evitarlo.

—Deberíamos publicar un libro.

La ocurrencia la tuvo el médico, Heriberto Rojas. Los otros lo miraron con asombro y les pareció más que nunca un científico loco, con aquel pelo suyo cano, largo y rizoso que tanto lo asemejaba a Albert Einstein. De pronto, Bárcenas, el abogado, se echó a reír. Su corpachón se agitó con cada carcajada mientras su dilatada papada subía y bajaba asemejándolo a un gigantesco pelícano. Bárcenas tenía casi sesenta años y gozaba de un enorme prestigio. Su bufete era uno de los más importantes de la ciudad.

—¡Coño, esa sí que es una idea! —dictaminó cuando la risa se lo permitió.

La idea, no obstante, aún debió engordar más antes de convertirse en una realidad, pero pronto la ola del entusiasmo de aquellos hombres llegó a un puñado de vecinos que creyeron que era su deber mantener vivo el rescoldo de la vieja historia local.

En los meses siguientes arrimaron sus poderosos hombros ilustres ciudadanos como don Luis, el párroco mayor de la iglesia de la Anunciación; el profesor Jaime Morante o Antonio Pedraja, dueño de un restaurante y una cafetería que pronto se convirtió en la sede del grupo. Pedraja, un tipo achaparrado, de manos anchas y pelo negro revuelto que parecía siempre recién levantado de la cama, era el ejemplo entre todos ellos de cómo la ciudad había sabido premiar a quien trabajaba honradamente en ella. Prácticamente de la nada, pero trabajando de sol a sol, había sabido abrirse camino hasta poder disfrutar de aquel emporio provinciano que le había llevado a establecer tan elevadas relaciones sociales.

Cuando Pedraja ofreció la parte de arriba de su cafetería como sede privada del grupo, cerrándola al público incluso, todos aplaudieron entusiasmados. Tal vez el hostelero no desconocía que muchos de aquellos hombres lo habían mirado con cierto desdén hasta hacía poco tiempo; pero, si así era, lo disimuló muy bien.

Para el nacimiento formal del grupo, con su propio nombre, hubo que esperar aún un año. Para entonces, la tertulia había aumentado en un par de miembros más, y fue uno de ellos el que dio con un nombre que fue recibido con una cerrada ovación inmediatamente después de ser propuesto: la Cofradía de la Historia.