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9 de octubre de 2009

Sergio Olmos había leído el diario de Guazo durante buena parte de la noche. Aquellas páginas amargas le habían desvelado tanto de la personalidad de su amigo como de sí mismo. El terrible retrato que Guazo había dibujado de Sherlock Holmes y de Sergio había tomado asiento en el sillón de aquella habitación de hotel y el escritor lo contemplaba atónito. Con cada renglón, con cada página, como si la maldición de la obra de Basil Hallward[119] hubiera caído sobre él, la imagen de Sergio reflejada en el diario de Guazo se había tornado más y más aterradora.

El alba descubrió al escritor bañado en sudor. Se sentía culpable de la muerte de aquellas mujeres, y no solo por no haber sido capaz de descubrir la identidad de su asesino mucho antes, sino por haber incitado a Guazo a cometer aquella monstruosidad. Si no hubiera sido tan distante con Guazo; si prestara tanta atención a los sentimientos de las personas como la que dedicaba a los de sus personajes de novela, tal vez todo aquello no hubiera ocurrido jamás.

Al mirar hacia atrás, Sergio descubrió que carecía de amigos. No tenía nadie en quien confiar, salvo en su hermano Marcos. Solamente Marcos podía ser considerado una baliza emocional. No había otro hombro en el que llorar, si llorar era imprescindible.

El diario de Guazo había retratado tan bien los sentimientos de los miembros del Círculo Sherlock hacia Sergio que este supo que jamás encontraría en ellos a un amigo, si un día lo necesitaba. En cuanto a Clara, era evidente que la había perdido para siempre. Todas sus relaciones estaban destinadas al fracaso. Su frialdad, su falta de pasión, arrojaban agua en cualquier hoguera.

Aquella mañana, Sergio tomó dos decisiones. En ambas, lo sabía, primó su cobardía. En primer lugar, se despediría por la mañana del inspector Diego Bedia, a quien comenzaba a tomar cierto cariño. Lo mejor, como siempre había hecho en su vida cuando algo así ocurría, era huir.

Por la tarde abrazaría a Marcos antes de despedirse. Aunque era cierto que le preocupaba el claro derrumbe de su hermano mayor, a quien veía cada vez con la tez más apergaminada y hundido por los crímenes de Guazo, era mejor alejarse para no sufrir. Lo invitaría a ir a Sussex, se dijo, a pesar de que sabía perfectamente que Marcos jamás salía de aquella ciudad a la que tanto amaba.

Dejaría para la noche el último acto de cobardía del día.

A las nueve de la mañana, Sergio se acomodó por última vez en la cafetería del hotel. Siempre que podía, elegía la misma mesa, al fondo del local, junto a la pared. Se hizo traer café con leche, tostadas y zumo de naranja. También pidió el periódico. Desde el interior de aquellas páginas, Tomás Bullón desayunó con él:

Dorset Street era una calle temible, tal vez la más peligrosa de Londres. Los delincuentes encontraban allí un auténtico asilo político, porque ni siquiera la policía osaba adentrarse en ella sin temor. Sin embargo, Mary Kelly se movía por Dorset y por sus tabernas como pez en el agua, y ello a pesar de que los crímenes de Jack la habían hecho estremecer. No en vano, Annie Chapman había vivido en Dorset Street, y Hanbury Street, donde Annie fue asesinada, estaba a solo doscientos metros de la habitación que Mary ocupaba en Miller's Court.

El jueves, día 8 de noviembre, Maria Harvey estuvo por la tarde con Mary Jean Kelly. Al parecer, la lavandera preguntó a su amiga si podía dejar allí ropa sucia, una enagua blanca de niña, un gorro negro, un abrigo del mismo color, dos camisas de hombre y la papeleta de empeño de un chal gris.

La City de Londres, ajena a las miserias de Whitechapel, seguía su imperturbable vida. Aquel día, los ciudadanos respetables de la famosa Milla Cuadrada se preparaban para el desfile triunfal del día siguiente, cuando el recién elegido lord mayor —un cargo cuyos orígenes se remontan a la Edad Media y cuya jurisdicción se agota en los límites de la City —saludaría al vecindario. En aquella ocasión, el cargo había recaído en la persona de James Whitehead.

Aquella noche, Barnett no estuvo con Mary. Aseguró que se fue a dormir a las ocho, la misma hora en la que se acostó Julia Van Turney, vecina de Mary que vivía en el número 1 de Miller's Court. Entre esa hora y las doce menos cuarto, nadie sabe con certeza dónde estuvo Mary Kelly, si bien algunas versiones aseguran que se la vio bebiendo en el pub Britannia en compañía de una mujer llamada Elisabeth Foster. Otros afirman que fue vista junto a un hombre de aspecto respetable y poblado bigote oscuro en ese mismo establecimiento.

A partir de ese instante, muy pocas cosas están claras, a pesar de los testimonios que se escucharon días más tarde en el juicio.

Mary Ann Cox vivía en el número 5 de Miller's Court, uno de los cubículos que alquilaba el casero de Mary, John McCarthy, un tipo que era dueño de una tienda en Dorset Street. Ann Cox iba de camino a su casa cuando vio a Mary a las doce menos cuarto. Salía del Britannia junto a un hombre tocado con un sombrero hongo. Se trataba de un individuo bajo y corpulento, de rostro enrojecido, un bigote generoso y de unos treinta y cinco años. Mary Ann Cox era viuda y vivía sola. Saludó a la pareja y los vio entrar en la habitación de Mary Jean. La joven le dijo a la viuda que estuviera atenta, porque tenía pensado cantar una canción.

Minutos después, en efecto, la señora Cox escuchó la voz de Mary. La muchacha cantaba A violet from mother's grave[120]. Cuando estaba serena, Mary cantaba bien, pero cuando se emborrachaba solía ser ciertamente escandalosa, y eso sucedió aquella noche. Por eso, a las doce y media, Catherine Picket, vecina de Mary, le dijo a su marido que fuera a llamarle la atención. Aquellos gritos, más que cánticos, eran insoportables.

La señora Cox había vuelto a salir a la calle, y regresó a la una. Pudo ver que en la habitación de Mary, que estaba al nivel del suelo, había luz, e incluso ella seguía cantando. La razón por la que una mujer viuda salía y entraba con frecuencia a esas horas de la noche es simple: también ella era prostituta…

Sergio sonrió con aquel apunte de Tomás Bullón. Era preciso aclararle al lector qué hacía una viuda saliendo y entrando de su casa de continuo en plena noche victoriana, cuando apenas las farolas de gas alumbraban la cara de los escasos viandantes. Incluso a Sergio, que conocía la historia tan bien como Bullón, le pareció que el periodista había logrado construir un inteligente y excitante resumen de las últimas horas de Mary Kelly. Sergio supuso que Bullón intentaría sacar hasta la última gota de beneficios de los crímenes que Guazo había cometido, y una buena manera era estirar la historia recordando el último crimen de Jack.

El café se le había quedado frío, lo cual decía bastante a favor de la prosa de Bullón. Miró el reloj. Eran las nueve y treinta y uno. Aún faltaba una hora para su cita con el inspector Diego Bedia, a quien había telefoneado a primera hora con el propósito de despedirse de él. De modo que Sergio se concedió el deseo de seguir leyendo a Bullón:

George Hutchinson había heredado de sus tiempos como vigilante nocturno la costumbre de dormir poco y pasear mucho, pero aquella madrugada del 9 de noviembre estaba en la calle simplemente porque lo habían desahuciado. Alrededor de las dos, Hutchinson vio a un hombre elegante bajo un farol de gas cerca de Commercial Street y, casi de inmediato, vio a Mary Kelly que venía por Dorset Street. Hutchinson conocía bien a Mary, y en más de una ocasión la había invitado a una copa. Por un instante, tal vez Hutchinson pensó que aquella era su noche de suerte y que tal vez Mary sería generosa con él. Pero resultó que la muchacha le pidió prestados seis peniques para poder pagar el alquiler de su habitación. Imagino que Hutchinson comprendió que su noche de suerte aún estaba por llegar. Le explicó a Mary que no tenía un penique. Eran dos almas en medio de la miseria.

Mary se despidió. Tenía que trabajar, y Hutchinson la vio detenerse junto al hombre que estaba bajo una farola. Unas solas palabras fueron suficientes para que ella riese y Hutchinson los viera partir con la mano del hombre alrededor de la cintura de la bella prostituta.

Nunca sabremos si fueron los celos los que hicieron que George Hutchinson siguiera a la pareja, pero lo cierto es que gracias a su testimonio sabemos que ambos se dirigieron a Miller's Court, y que Mary lamentó en voz alta haber perdido su pañuelo, a lo que el desconocido respondió sacando de alguna parte un pañuelo rojo y haciendo unos pases propios de un torero.

Si creemos a Hutchinson, el hombre con quien Mary entró en su habitación aquella madrugada tenía la piel clara, bigote, cejas pobladas, cabello oscuro y unos treinta y cinco años de edad. El desconocido vestía un abrigo negro adornado de astracán, cuello blanco, corbata negra, botines oscuros, guantes de seda en su mano derecha y un pequeño paquete en la mano izquierda. Medía alrededor de un metro setenta y cinco. A esa descripción, Hutchinson añadió el detalle de que el hombre llevaba un reloj de oro con cadena, de la cual colgaba un sello con una piedra roja.

En definitiva, la descripción correspondía a un hombre de aquellos que aplaudiría de cerca al nuevo lord mayor al día siguiente, más que a un miserable vecino de Whitechapel. Sin embargo, y aunque parezca increíble, Hutchinson no sería llamado a declarar, y eso que se mantuvo firme en todos los interrogatorios a los que fue sometido por la policía.

Habría que interrogar a Hutchinson sobre los motivos que le llevaron a vigilar la casa de Mary hasta las tres, pero el caso es que así fue. Según su declaración, ni Mary ni su acompañante salieron de la habitación antes de esa hora. En ese momento, comenzó a llover con fuerza y decidió marcharse.

La popular viuda Cox regresó a esa hora a casa. En su declaración afirmó que la luz de la habitación de Mary estaba apagada en ese instante. Una hora más tarde, Elisabeth Prater, que vivía en el número 20, encima de Mary, fue despertada por su gato Diddles. Fue entonces cuando escuchó un grito: «¡Ay! ¡Asesinato!». Otra testigo, Sarah Lewis, dijo haber escuchado el mismo grito.

Mary Jean Kelly jamás fue vista con vida, ¿o tal vez sí?…

Sergio esbozó una sonrisa. No había duda de que Bullón era un truhán, pero sabía cómo mantener la atención del lector. Miró su reloj. Debía apresurarse si quería llegar a tiempo a su cita con el inspector Bedia.

Sergio se presentó en la comisaría vestido con un elegante traje Hugo Boss de color negro, como acostumbraba. Su inmaculada camisa blanca y sus relucientes y carísimos zapatos contrastaban con la humilde americana y la camisa a rayas que formaba el aliño indumentario de Diego Bedia. El sueldo de un inspector de policía no daba para más, y las cosas se complicaban de un modo extraordinario si además había que pasar una compensación económica porque Ainoa era menor de edad y vivía con su madre tras el divorcio de Diego y Beatriz.

—De modo que el escritor abandona la ciudad. —Diego recibió a Sergio con un poderoso apretón de manos—. Al final, no hemos podido detenerte —bromeó.

—Holmes siempre fue más listo que Scotland Yard —replicó Sergio—. Siempre se salía con la suya.

Por un instante, los dos hombres se miraron a los ojos en silencio, como si en lo más profundo de la mirada del contrario pudieran ver reproducidas en un cinematógrafo mágico las imágenes de todo lo que habían vivido en las últimas semanas. En la calle, como una promesa de tiempos venturosos, lucía al fin el sol.

—¿Has leído el artículo de Bullón? —preguntó Diego, intentando evitar que la emoción le jugara una mala pasada. Al contrario que Sergio, él sí era un hombre sentimental y le costaba muy poco tomar afecto a las personas que creía amigas—. Me parece que va a explotar el filón hasta donde pueda.

—Eso parece. —Sergio sonrió, agradeciendo que Diego cambiara de tema porque, contra su costumbre, también él se había emocionado—. Gracias a Dios, todo lo que escribe ahora es solo historia lejana.

—Mmm —murmuró Diego—. ¿De modo que a la última víctima la asesinó en la habitación en la que ella vivía?

—Así fue —contestó Sergio—. En la muerte de Mary Kelly rompió con su rutina habitual. Al contrario que a las demás mujeres, a Mary no la asesinó en la calle, si es que a las demás las mató exactamente donde fueron encontradas. A pesar de todo, hay similitudes con los demás crímenes en cuanto a la elección de la víctima: una prostituta con problemas de alcoholismo. Pero, en contraste con las otras, Mary era joven, muy guapa y estaba embarazada.

—¿Embarazada? —Diego no había leído eso en el dossier que le habían entregado los miembros del Círculo Sherlock.

—Eso sostienen algunos investigadores —repuso Sergio—. Dicen que estaba de tres meses. Además —añadió—, no la atacó por la espalda, como al resto, y con ella se ensañó más que con ninguna.

Diego meneó la cabeza.

—¿Crees que Guazo hubiera llegado hasta ese extremo?

—Yo ya soy capaz de creer cualquier cosa —admitió Sergio—. Jamás hubiera imaginado que José pudiera matar a nadie, y ya ves lo que ha ocurrido.

—¿Qué dice tu hermano?

—Está aún más consternado que yo —respondió Sergio—. Voy a comer con él cuando salga de trabajar. Quiero despedirme de él con calma.

—¿Y Cristina?

Sergio se mordió el labio inferior. Diego había pulsado una tecla dolorosa.

—Hablaré con ella esta noche —se limitó a responder el escritor—. ¿Y qué pasa con Estrada? —preguntó para cambiar de tema—. ¿Por qué disparó si Guazo estaba desarmado?

—Él asegura que Guazo hizo un gesto sospechoso. Parece ser que se metió la mano en la bata que vestía y creyó que iba a sacar una pistola. Tu amigo Bullón —añadió con sorna— ha corroborado esa historia. También él vio el gesto de Guazo y asegura que dijo: «Deberían darle esto a Sergio».

—¿Y qué era? —preguntó Sergio asombrado.

—Nada. En realidad, nada. No tenía armas ni nada parecido.

—Y Guazo ¿qué dice?

—Nada —respondió Diego—. Está aislado y custodiado por la policía en el hospital. Sigue muy grave y apenas ha hablado. Ha confesado que empleó un cuchillo de veinticinco centímetros de hoja y tremendamente afilado para cortar la garganta de las mujeres, y las mutilaciones las hizo con escalpelos quirúrgicos. Nos dijo dónde encontrar las armas en su casa y, en efecto, aparecieron donde afirmó que estaban. Pero del episodio del disparo, no ha dicho nada. No sabemos qué quiso decir ni por qué hizo aquel gesto extraño. En cuanto a Estrada, pues se ha metido en un buen lío y ahora tendrá que aclarar por qué disparó a un hombre desarmado. Pero creo que el testimonio de Bullón será clave.

—Al final, Estrada se ha cubierto de gloria, ¿no?

Diego soltó una carcajada sin el menor disimulo.

—Más o menos —dijo cuando la risa se lo permitió—. Querer ser un héroe tiene su precio, supongo.

—En fin, Diego, debo irme. —Sergio extendió la mano hacia el policía.

El inspector miró al escritor e, ignorando la mano tendida, lo abrazó efusivamente.

—Fue un placer conocerte —confesó.

Sergio, tan poco acostumbrado a expresar sus sentimientos, se vio sorprendido. Sin embargo, terminó por devolver el abrazo a aquel policía entrañable de aspecto tan italiano.

Sergio y Marcos comieron en silencio. Sergio miró a su hermano mayor disimuladamente varias veces. Las arrugas que flanqueaban las comisuras de la boca se habían hecho más profundas, el tono de su piel parecía cada vez más amarillento, y las tensiones de los últimos días habían roturado profundos surcos en su frente. En su cabeza rapada se reflejaba ocasionalmente el sol de otoño filtrándose por la ventana del restaurante.

Solo la llegada de los cafés cambió la decoración de aquella comida de despedida. Marcos no había sido capaz de reprochar a su hermano que volviera a dejarlo solo. Sabía que Sergio aborrecía aquella ciudad tanto como él la amaba. No podía culpar a su hermano pequeño por no sentirse cómodo dentro de la piel de un hombre provinciano. Sí en cambio había algo que no podía comprender.

—¿Y a Cristina? ¿También a ella la vas a poder olvidar? —preguntó por encima de la taza de café.

—Eso no es asunto tuyo, Marcos —respondió visiblemente enojado Sergio.

—Creo que dejas atrás a una mujer maravillosa.

—¿Lo dices por experiencia propia? —Sergio lamentó haber contestado de ese modo—. Lo siento —dijo—, discúlpame.

—No importa.

—¿Has leído el artículo de Bullón? —Sergio echó mano del mismo recurso que había empleado Diego por la mañana.

—Sí, claro —respondió Marcos. De inmediato, en sus ojos apareció el brillo del interés por los enigmas—. Sigo pensando que hay cosas que no encajaban en aquella historia.

—¿Lo de los testigos que vieron a Mary por la mañana?

—Claro —dijo Marcos visiblemente entusiasmado. El asunto, era evidente, le devolvía la salud—. Veamos, a pesar de que los informes médicos sitúan el asesinato de Mary en la madrugada del día 9, resulta que Carolina Maxwell, que conocía perfectamente a Mary Kelly, aseguró en el juicio que la había visto con vida a las ocho de la mañana de ese día. —Marcos dio un nuevo sorbo al café—. Maxwell describió incluso con detalle la ropa que llevaba Mary. Además, dijo que la acompañaba un hombre.

—Y luego está el testimonio de Maurice Lewis —añadió Sergio, que se había dado cuenta de que el truco de provocar la memoria de su hermano era infalible para animarlo—, el sastre que vivía en Dorset Street, que aseguró que vio en la noche del crimen a Mary y a Barnett bebiendo cerveza en el pub El Cuerno de la Abundancia.

—Y añadió que la vio con vida a las diez de la mañana —apuntó Marcos—. Pero la policía no le hizo caso ni tampoco llamaron a declarar a George Hutchinson, que la había visto entrar en la habitación con aquel tipo que llevaba un pañuelo rojo.

—¿Y qué me dices del fuego? —recordó Sergio—. Dicen que la chimenea de la habitación de Mary estaba encendida. ¿Para qué lo hizo Jack si eso podía llamar la atención de cualquiera que pasara por allí? ¿Y por qué atrancó la puerta de entrada, si eso le impediría huir con rapidez si lo sorprendían?

—Por otra parte, si Mary estaba embarazada, ¿por qué ese dato no se menciona en los informes médicos? —Marcos entornó los ojos, tratando de encontrar la respuesta a aquellas dudas—. En fin —dijo al cabo de unos segundos—, supongo que si Jack ha pasado a la historia no es solo por matar a unas mujeres, sino porque su nombre ha quedado para siempre como sinónimo de terror, como Drácula. Y los mitos siempre guardan enigmas sin respuesta.

Sergio escuchó a su hermano embelesado. Nunca había escuchado una definición así de Jack el Destripador, emparentándolo con el mito de Drácula. La idea le pareció magnífica y muy literaria. Pero el brillo que había prendido en los ojos de Marcos ya se había esfumado.

El segundo abrazo del día fue para Sergio más doloroso, pero los dos hermanos lograron evitar que las lágrimas arrasaran sus ojos.

Cuando la vio entrar en el restaurante, el reproche que su hermano le había hecho por la tarde le pareció a Sergio incluso insuficiente. Cristina vestía unos sencillos pantalones vaqueros azules, un jersey beis y una chaqueta de cuero negro. Prendida de su mirada azul, Sergio vio una mezcla de tristeza y temor.

La cena fue aún más triste que la comida que había compartido con su hermano. Cristina apenas probó los platos, y la botella de vino italiano quedó prácticamente intacta. Ninguno quiso postre.

—Cristina —dijo Sergio casi en un susurro—, yo me ahogaría si tuviera que vivir aquí.

—Yo no te lo he pedido —respondió la muchacha. Sus palabras se acompañaron de una mirada fría.

—¿Vendrías conmigo?

—¿Cómo podría hacerlo si no me lo has pedido?

Sergio guardó silencio y se mordió la lengua. ¿Realmente estaba dispuesto a pedirle eso a Cristina? Antes de que pudiera responderse con sinceridad, la joven dijo algo que tuvo en Sergio un efecto similar a la bala que Estrada disparó al pulmón de José Guazo:

—Es por Clara, ¿verdad? ¿No la has olvidado?

¡Clara! Los ojos pícaros y sonrientes de Clara Estévez sobrevolaron la mesa que ocupaban.

—No —respondió Sergio—. Ella no tiene nada que ver.

Pero ¿realmente era así? ¿Había olvidado a Clara?

Cristina no quiso acompañar a Sergio a su hotel y, cuando él la acompañó hasta su domicilio, tampoco permitió que Sergio subiera a su piso.

Se despidieron en el portal, en el mismo barrio donde habían ocurrido los crímenes que habían convertido a la ciudad en noticia de apertura de los telediarios nacionales. Ahora, en aquella noche agradable de octubre, todo aquello parecía irreal. Lo único real en ese momento era el temblor de los labios de Cristina, el espejo empapado de sus ojos azules, y la palabra que salió de su boca y se clavó en el corazón de Sergio como una daga:

—Adiós.