1 de octubre de 2009
Tomás Herrera se había acostado media hora antes de que sonara su teléfono móvil. Se frotó los ojos y miró el reloj. Las doce y cuarto. «¿Quién demonios llama a estas horas?». Se dio la vuelta en la cama y volvió a experimentar aquella terrible sensación de vacío que había dejado en el lecho la muerte de su esposa. Cuando cogió el teléfono, comprobó asombrado que era Diego Bedia quien lo llamaba.
Herrera tardó unos segundos en comprender lo que el inspector Bedia le estaba contando. «El riñón. La caja de cartón. Jack. Holmes». Pero, finalmente, logró encajar todas las piezas del apresurado informe de Diego.
—¡Joder! —exclamó—. ¿Cómo es posible?
Diego le dijo que estaba de camino y que se encontrarían en la dirección que le había dado. Después de colgar el teléfono, Herrera se quedó mirando la mitad de la cama en la que siempre dormía su esposa. Él nunca se acostaba en ese lado y aún no se sentía con fuerzas para que otra mujer durmiera allí. Sin poder evitarlo, la imagen de María, la amiga de Cristina Pardo, apareció en su mente como si se tratara de una diapositiva que una mano invisible hubiera proyectado. De pronto, el ensalmo se quebró, y Herrera tomó una decisión que más tarde habría de lamentar.
Buscó en la agenda de su teléfono un número. «No quiero más conflictos en este asunto. Que venga él también».
—¿Estrada? —dijo Herrera cuando el inspector Gustavo Estrada respondió a la llamada.
—¿Qué sucede?
Herrera colocó su teléfono móvil sujeto entre su hombro derecho y la oreja mientras se ponía los pantalones. Solo necesitó un par de minutos para resumir la situación. Cuando estaba a punto de colgar escuchó la voz de una mujer susurrando junto a Estrada. «La Bea. El muy hijo de puta está con ella».
—Nos vemos allí en quince minutos —dijo Herrera.
Gustavo Estrada saltó de la cama de la inspectora Beatriz Larrauri con sorprendente agilidad.
—Era Herrera —le dijo—. Lo tenemos.
—¿A quién?
Estrada había hecho sus propios cálculos. El domicilio de Beatriz Larrauri, o sea, el viejo piso de Diego, estaba mucho más cerca del lugar donde habían sido citados que el de Tomás Herrera. En cuanto a Diego, parecía ser que venía de camino. «Si me doy prisa, les daré una lección».
Con la rapidez de un ilusionista que cambia su indumentaria en un segundo, Estrada había salido de la cama de Beatriz y adoptado la forma de un inspector de policía. Comprobó su pistola y desde el umbral de la puerta respondió a la pregunta de su amante.
—Al asesino —dijo—. Tenemos al asesino.
Estrada miró su reloj. Las doce y veinticinco. Ni rastro de Diego Bedia ni de Herrera. La carrera bajo la lluvia había merecido la pena. Sus zapatos chapotearon en un sprint final hasta llegar al portal. Sin dudarlo, pulsó el timbre.
Durante unos interminables segundos, solo se escuchó la lluvia cayendo con fuerza sobre los coches aparcados junto a la acera. De pronto, Estrada vio los focos de un vehículo y temió lo peor.
Afortunadamente para él, no era el coche de Diego. Miró a un lado y a otro de la calle. Herrera se retrasaba. Supuso que estaría organizando un dispositivo en toda regla.
Estrada volvió a pulsar el timbre y se pasó la mano por el cabello empapado. Estaba a punto de llamar a cualquier otro vecino del inmueble cuando escuchó la voz que tanto anhelaba oír.
—¿Quién es?
—Policía —dijo—. Le ruego que abra la puerta.
Y la puerta se abrió.
Estrada no aguardó al ascensor. Demasiado arriesgado. Tal vez llegaran los demás. De modo que subió las escaleras corriendo.
Al final de su carrera se encontró la puerta del piso abierta. Se asomó con recelo y, por primera y única vez en toda la noche, se preguntó si no estaría cometiendo una terrible equivocación entrando solo en aquella casa.
—¡Policía! —gritó.
—Adelante —respondió una voz en tono amable—. Pase al salón.
Estrada avanzó con cuidado. El cañón de su arma hendía el aire como una proa hiere la espuma del mar. El pasillo del piso era bastante largo y estaba a oscuras. Al fondo, la luz dorada de una lámpara anunciaba el salón.
—De modo que es usted el héroe que me ha descubierto.
El doctor José Guazo estaba sentado plácidamente en un sillón. Tenía sobre las piernas una lujosa edición de las aventuras de Sherlock Holmes. Vestía un batín oscuro que cubría su impecable camisa blanca y un chaleco gris.
—Debo reconocer que no le esperaba a usted —dijo Guazo—. Para serle sincero, por lo que he escuchado, no me parece usted demasiado brillante. ¿No fue idea suya encerrar a los violinistas rusos? —Guazo soltó una risita débil que terminó en un estruendoso ataque de tos—. Creo que nunca se lo agradeceré lo suficiente. Sin su colaboración, hubiera resultado difícil matar a las dos últimas mujeres.
—Está usted loco. —Estrada no quitaba ojo a Guazo—. Levántese con cuidado y mantenga las manos donde yo pueda verlas.
—¿Y Sergio? ¿Qué ha sido del gran Sherlock Holmes? —Guazo sonrió—. Sabe, me resulta gracioso que sea Estrada y no Holmes quien se lleve el gato al agua. ¡El inspector Estrada! ¡Todo un héroe!
—Dése la vuelta —dijo Estrada.
—No se preocupe, inspector. —Guazo se había puesto en pie y dejó el libro que leía con sumo cuidado sobre una mesita auxiliar—. No me voy a fugar. Pero, dígame, ¿cómo me ha descubierto?
Estrada sentía que el sudor caía por su espalda. Sus nervios estaban tensos, y lanzaba miradas preocupadas hacia la puerta del piso. En cualquier momento, Herrera y los demás aparecerían. Debía actuar con rapidez. De camino al domicilio de Guazo, había telefoneado a Tomás Bullón. Quería un primer plano poniéndole las esposas al nuevo Jack el Destripador.
—Disculpe, inspector. —Guazo reclamó la atención de Estrada—. Le pregunté que cómo me había descubierto.
Aquel tipo estaba loco, pensó Estrada. ¿Qué juego era aquel? ¿Por qué le hacía gracia que fuera él, Estrada, y no Holmes quien lo detuviera? No entendía nada.
—La caja amarilla —dijo Estrada. Herrera le había dicho no sé qué de una historia de Sherlock Holmes y una caja amarilla.
—¡Sergio! ¡Sergio vio la caja en mi casa! —exclamó Guazo, dándose un golpe en la frente—. Debí suponerlo.
De pronto, Guazo comenzó a moverse por el salón ignorando por completo a Estrada y al cañón de su arma. Estrada lo miró asombrado. El doctor parecía absorto en sus propios pensamientos.
—No hay nada tan importante como los detalles triviales —murmuró.
—¿Qué ha dicho?
—Usted es un patán —respondió Guazo con el mismo tono amable que había empleado hasta ese instante—. El mayor patán de esta historia tenía que apellidarse Estrada. —Sonrió—. Debo reconocer que ha estado usted perfecto en su papel de policía imbécil. Pero el mérito, por lo que veo, ha sido de Sergio Olmos. Solo él sabe que no hay nada tan importante como los detalles triviales[106].
En ese momento, irrumpió en el piso con gran estrépito Tomás Bullón con una cámara de fotos.
—¡Aquí! ¡Aquí! —le gritó Estrada.
Fue entonces cuando Guazo hizo un gesto que provocó el desastre que sobrevino a continuación. Se llevó una mano al interior de su batín diciendo:
—Deberían darle esto a Sergio.
—¡Cuidado! —gritó Bullón, quien interpretó que Guazo pretendía sacar una pistola de su chaleco.
Estrada se giró alarmado por el grito del periodista y disparó al doctor Guazo. La primera bala se alojó en el hombro derecho del médico; la segunda perforó su pulmón.
Apenas un minuto después entraron en el piso el inspector jefe Tomás Herrera, Diego Bedia y cuatro agentes más. La escena quedó inmortalizada por la cámara fotográfica de Bullón.
Guazo yacía en un charco de sangre y mostraba una extraña expresión que mezclaba el dolor con una sonrisa amarga. La caída había dejado al descubierto un nuevo secreto del doctor: lucía un peluquín. Guazo estaba calvo por completo.
Nadie encontró un arma entre sus ropas ni en ninguna parte. Lo que el doctor quiso sacar de su bolsillo antes de recibir los disparos del inspector Estrada era un pequeño papel en el que nadie reparó. El papel había ido a parar debajo del sillón de lectura del médico.