30 de septiembre de 2009
Aquella noche iba a resultar trascendental para la resolución del mayor enigma que la ciudad había conocido a lo largo de su historia, pero Diego Bedia no podía saberlo cuando aguardaba a Tomás Bullón en una céntrica cafetería.
Diego consultó una vez más su reloj. Eran las nueve. Tamborileó con los dedos sobre la mesa ante la cual estaba sentado. Tenía prisa, y sin embargo el periodista se retrasaba. Tenía una cita para cenar con Sergio y con Cristina en un restaurante situado en el mismo edificio en el que Diego vivía, en el pueblo costero donde se había instalado tras su divorcio.
Diego aún debía recoger a Marja en el piso en el que ella vivía, de manera que el tiempo se le estaba escapando de entre los dedos. No obstante, necesitaba hacerle un par de preguntas a Bullón.
A las nueve y diez Tomás Bullón irrumpió en la cafetería. A Diego no le sorprendió que el atuendo del periodista consistiera una vez más en un pantalón vaquero a punto de explotar alrededor de su cintura, una camisa arrugada, una corbata cuyo color no era en absoluto el más adecuado y la familiar americana de tweed.
—Llega tarde —le espetó el inspector sin siquiera saludarlo.
—Tenía que enviar mi crónica —se disculpó Bullón—. Lo siento.
—¿Tiene algo que decirme? —preguntó Diego.
—Creía que era usted el que quería preguntarme algo —repuso el periodista mientras se rascaba la barba de tres días—. ¿Qué quiere que le cuente?
Diego cerró los ojos y respiró profundamente. Sabía que no debía hablarle a Bullón del paquete que Jorge Peñas había recibido si no quería arriesgarse a que el periodista divulgara la noticia antes de que los forenses hubieran hecho su trabajo para cotejar si aquel riñón pertenecía o no a Aminata Ndiaye. Sin embargo, decidió arriesgar.
—¿Tiene usted algo que ver con esto? —preguntó Diego poniendo delante de los ojos de Bullón una copia de la carta que acompañaba a la caja de cartón amarilla en la que Peñas había recibido el riñón.
Tomás Bullón leyó apresuradamente el texto. Sus pupilas se dilataron de inmediato. Era evidente que había comprendido adónde quería ir a parar el inspector.
—Le juro que yo no he escrito esa carta —aseguró Bullón.
Diego lo miró con desconfianza.
—Le prometí que no volvería a cometer una estupidez así —recordó Bullón—. Lo hice un par de veces porque necesitaba crear una noticia, nada más. Pero yo no he matado a nadie, y jamás se me ocurriría escribir algo así.
Diego seguía en silencio, estudiando al personaje que tenía delante. Los periodistas nunca le habían parecido gente de fiar, y a Bullón le creía menos que a ninguno. De todos modos, aquel hombre, a pesar de su aspecto, no era tonto. Diego había recabado información sobre él. Sabía que se había jugado la vida en determinados ambientes —narcotraficantes, redes de prostitución e incluso movimientos neonazis —para escribir sus artículos y algunos libros que, por lo que sabía, le habían reportado importantes beneficios.
Aunque jamás lo hubiera confesado, el inspector Bedia tenía una débil simpatía por aquel hombre desde que supo que estaba divorciado y que tenía una hija de la edad de Ainoa.
—Si me está mintiendo, haré que se arrepienta —dijo Diego, arrastrando las palabras. Miró a los ojos del periodista y trató de rastrear en lo más profundo si podía confiar en la palabra de aquel hombre.
—Le juro por mi hija que yo no he escrito esa carta.
—¿Tiene idea de quién puede haberlo hecho? ¿Quién cree usted que está detrás de todo esto?
Bullón se removió inquieto en su asiento. Por supuesto que él se había formulado en los últimos días aquellas mismas preguntas y naturalmente que tenía su propia opinión sobre esos crímenes. Pero carecía de pruebas. Y, aunque supiera algo, primero publicaría lo que había descubierto. Si ponía en manos de la policía lo que averiguara, posiblemente le obligarían a retrasar su reportaje, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Bullón estaba seguro de que el asesino de aquellas mujeres conocía muy bien el Círculo Sherlock. Y luego estaba aquella conversación durante la fiesta en la que Clara recibió el Premio Otoño de Novela. Aún no había logrado encajar todas las piezas, pero Bullón llevaba dándole vueltas al asunto durante varios días. Sin embargo, no fue eso lo que respondió al inspector Bedia.
—No, no sé quién ha podido escribir algo así. —Bullón miró alrededor. La cafetería estaba casi vacía. Bajó la voz y, casi en un susurro, preguntó—: ¿La carta llegó con un paquete en el que estaba envuelto un pedazo de riñón?
Diego lo miró con severidad.
—Buenas noches —dijo—. Por su propio bien, espero que no me haya mentido esta vez.
Tomás Bullón vio marcharse al policía. ¿Quién podría haber recibido una carta como aquella? Si Jack estuviera vivo, ¿a quién enviaría un riñón? Si lo descubría, Bullón sabía que tendría una exclusiva extraordinaria.
Diego recogió a Marja en su piso diez minutos después de dejar a Bullón.
—Lo siento —dijo mientras besaba a la muchacha en los labios—. ¡Estás preciosa!
Ella sonrió. Pero era cierto: Marja estaba radiante. Llevaba el cabello pelirrojo recogido en la nuca y vestía un sencillo, pero a la vez elegante, traje azul.
—No deberías llevar a alguien como yo a tu lado —comentó Diego, arqueando las cejas y mostrando su atuendo nada sofisticado: pantalón vaquero, camisa a rayas y americana negra.
—Te equivocas —se burló Marja—. Cuanto más feo aparezcas, más resplandeceré yo.
El trayecto hasta el restaurante lo consumieron charlando sobre las cosas más variadas —el trabajo de Marja, la historia de un pretendiente que le había salido a su hermana Jasmina, y cosas por el estilo—, pero ninguno mencionó los asesinatos ni el curso que seguía la investigación. Marja suponía que Diego y Sergio hablarían sobre ese tema más tarde, de modo que no preguntó nada al respecto.
Marja ya se había acostumbrado a que Diego conversara con Sergio sobre aquellos crímenes. Sabía que su novio confiaba plenamente en el escritor, y que parecía que esa relación de complicidad era correspondida por Sergio. Por otra parte, parecía lógico que ambos hablaran del caso, dado que Sergio había recibido las cartas en las que se anunciaban los asesinatos y era quien había puesto a disposición de Diego datos relevantes que habían permitido construir una línea de investigación.
Cuando llegaron al restaurante —un local limpio, de grandes ventanales desde los cuales se contemplaba una pequeña playa y, más allá, el puerto donde atracaban los pesqueros del pueblo—, Sergio y Cristina los aguardaban.
Fue una cena sencilla, a base de ensalada y pescado, regada con vino blanco. A pesar de las ganas que los dos hombres tenían de sacar a relucir el asunto de la investigación policial —especialmente Diego, que conocía el escalofriante dato del riñón enviado en una caja de cartón—, los dos procuraron no mencionarlo hasta que fueron servidos los postres. Tanto Marja como Cristina se habían mostrado especialmente contentas, y los hombres no quisieron romper la magia de la velada.
Marja se llevó a la boca la cuchara y probó el flan de queso que había pedido. Después miró a Diego y luego a Sergio.
—¿No nos vas a contar nada nuevo sobre la investigación? —Sonrió con picardía.
Diego apuró el contenido de la copa de vino que tenía en la mano. Chasqueó la lengua y dudó sobre cómo enfocar el asunto.
—Lo cierto —dijo finalmente— es que hoy ha ocurrido algo verdaderamente notable, y horrible.
Tanto Marja como Cristina lo miraron expectantes. Sergio, por su parte, se dio cuenta de que sus dedos se movían nerviosos y jugueteaban por su cuenta con unas migas de pan.
Diego necesitó apenas cinco minutos para contar lo que había sucedido: el macabro paquete que había recibido Jorge Peñas, cómo Meruelo y Murillo se habían tropezado con el dirigente vecinal en plena calle, la llegada del paquete a la comisaría, el descubrimiento del riñón, el contenido de la carta que lo acompañaba y las reflexiones que habían hecho los inspectores a propósito del mensaje que Jack envió en 1888 a George Lusk.
Cuando dejó de hablar, tanto las dos mujeres como Sergio parecían hechizados. Marja y Cristina estaban más pálidas que de costumbre. El episodio del riñón había sido especialmente desagradable. Pero el asombro de Sergio se había producido por otro motivo.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego al escritor.
—¿Cómo dices que era la caja?
—De cartón y de color amarillo —respondió Diego—. Más o menos, así de grande. —Con la mano, señaló una altura aproximada a los veinte centímetros.
—¡Dios mío! —exclamó Sergio—. ¿Cómo he podido estar tan ciego? «La caja de cartón».
—¿Qué ocurre? —preguntó Diego.
Sergio Olmos estaba pálido como un cadáver y le temblaban los labios.
—Cariño, ¿qué sucede? —le preguntó Cristina, cogiendo la mano derecha de Sergio entre las suyas.
Sin embargo, Sergio parecía no escuchar nada ni ver otra cosa que algo que parecía estar más allá de la cristalera del restaurante; algo que solo él era capaz de ver.
De repente, se levantó de la mesa.
—Disculpadme, debo llamar a Víctor Trejo —dijo.