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30 de septiembre de 2009

El inspector jefe Tomás Herrera ojeó los informes forenses una vez más y luego paseó su mirada gris por su despacho. Los inspectores Bedia, Estrada y Palacios lo miraban expectantes.

—Nada de nada —dijo Herrera—. Como las otras veces. Ni una huella ni un resto de ADN. Ese tipo no comete errores. No mantuvo relaciones sexuales con las víctimas, las asesinó en otro lugar diferente al sitio en el que las dejó y no había rastro alguno de drogas en los cuerpos. Las dos fueron degolladas y murieron como consecuencia de los cortes producidos en la garganta por un arma blanca extraordinariamente afilada.

La voz del inspector sonó fatigada mientras daba cuenta del terrible estado que presentaba el cadáver de Aminata Ndiaye. Su rostro estaba desfigurado, les dijo. Presentaba macabros cortes en los párpados y en las mejillas. Sobre estas últimas, el filo del arma había dibujado una especie de letra «V» invertida. Los intestinos habían sido colocados sobre el hombro derecho de la mujer. La aurícula derecha le había sido seccionada, lo mismo que el lóbulo de la oreja y la punta de la nariz. El asesino había acuchillado sin piedad el abdomen, y en su orgía de sangre habían resultado heridos el hígado y el páncreas. Al parecer, se había llevado el riñón izquierdo. También faltaba parte del útero.

La relación de heridas parecía no tener fin, pero los miembros del equipo de investigación ya habían oído lo más importante: se encontraban tan a ciegas como al principio.

—Las heridas son prácticamente idénticas a las que sufrió Catherine Eddowes —comentó Diego—. También entonces Jack se llevó el riñón izquierdo y el útero.

—Ese miserable está completamente loco —dijo entre dientes el inspector Palacios.

Higinio Palacios tenía a todo el mundo tan acostumbrado a no decir nada si no se le preguntaba algo expresamente que todas las miradas se volvieron hacia él. Bajo el espeso bigote negro, su cara estaba roja de ira.

—Estrada, ¿qué hay de la furgoneta? —preguntó Herrera.

El inspector Estrada estaba reclinado sobre el respaldo de la silla en una posición chulesca. Había escuchado el resumen del informe forense con desgana y procuraba que todos se dieran cuenta de ello. Se sentía incómodo en una comisaría que no era la suya y no soportaba que aquellos pueblerinos le vinieran a explicar a él cómo tenía que hacer su trabajo. Era cuestión de tiempo, se consolaba, que pudiera invertir el orden de las cosas y dejar a cada uno de ellos en su lugar. Mientras tanto, se conformaba con besar en público a la inspectora Larrauri, y procuraba que los besos durasen más si Diego Bedia estaba cerca.

—Nada nuevo —respondió con gesto aburrido—. Ninguno de los miembros del famoso Círculo Sherlock tiene un vehículo así a su nombre. —Hizo un alto para rascarse la entrepierna y luego prosiguió con su informe—: Hemos investigado también a gente vinculada con ese político —consultó sus notas—, el tal Morante. Tampoco parece que nadie de su entorno tenga una furgoneta de la marca Citroën.

—¿Y la parroquia? —preguntó Herrera.

—Ninguno de los dos curas tiene un vehículo así, ni tampoco el comedor social. —La entrepierna de Estrada volvió a reclamar su atención, y el inspector le dedicó unos segundos rascándose de forma ostentosa—. Por otra parte, he comprobado también si alguien de la Cofradía de la Historia es dueño de una furgoneta de esa marca, pero no ha habido suerte. También hemos preguntado en los negocios de alquiler de vehículos de toda la provincia, pero ni siquiera tienen una de esa marca.

—¿Y el piso? —preguntó el inspector jefe.

—Meruelo y Murillo han investigado esa pista hasta donde les ha sido posible —respondió Diego—. Ninguno de los posibles sospechosos tiene un piso a su nombre en esa zona, ni tampoco lo han alquilado. Sí sabemos que Toño Velarde, uno de los hombres de confianza de Jaime Morante, vive en el barrio. De todos modos, seguimos trabajando en esa idea.

—Ningún criminal puede evitar dejar huellas en sus asesinatos —dijo Herrera—. Ni siquiera los más inteligentes, como el que perseguimos. La mera forma de matar ya es un indicio. Estoy seguro de que cometerá un error.

—El problema es saber cuándo —replicó Estrada—. Estamos ante un psicópata que no tiene el menor respeto por la vida humana. Un tipo cruel, manipulador y extraordinariamente cuidadoso. Alguien así puede matar ininterrumpidamente si no se relaja.

—Pero no pretende matar ininterrumpidamente —recordó Bedia—. Está imitando a Jack el Destripador, y todo esto no es más que una especie de juego de rol siniestro con el que ha desafiado a Sergio Olmos, a quien, por alguna razón que desconocemos, odia profundamente y lo considera una representación de Sherlock Holmes, al que también parece menospreciar. Para entender a nuestro hombre, creo que debemos conocer mejor a Jack.

Diego insistió en la importancia que, en su opinión, tenía la idea que Sergio Olmos le había dado sobre que tal vez el asesino, como quizá ocurrió con Jack, tuviera un escondite en la zona. Y volvió a recordar los trabajos del profesor de psicología de la Universidad de Liverpool, David Canter, una de las máximas autoridades mundiales en la técnica del perfil geográfico de los asesinos en serie. Según la experiencia de Canter, los lugares donde se cometen los crímenes están relacionados con el domicilio del asesino, o bien con una especie de refugio en el que se esconde. Jack y su admirador debían pertenecer, según esa idea, a la categoría denominada como «merodeadores»; tipos que rastreaban la zona más próxima a su refugio en busca de sus víctimas. La teoría del círculo decía que, uniendo los puntos más alejados en los que se habían cometido los crímenes mediante un círculo, era muy probable que el asesino viviera dentro de esa área urbana, tal vez incluso en su centro.

Ni Jack ni el hombre que lo imitaba era asesinos «viajeros». El inspector de policía Kim Rossmo, especialista en el análisis del comportamiento de los asesinos, también está de acuerdo con la idea de que, a medida que aumenta la distancia de los desplazamientos para cometer los asesinatos, el número de crímenes mengua. Los asesinos en serie se muestran más seguros cerca de su refugio, aunque no tan cerca como para que sean reconocidos de inmediato.

—Sin embargo, las prostitutas de Londres no parecieron temer a Jack a pesar de que sabían que alguien estaba asesinando a las mujeres —recordó Palacios—. Todas se fueron con él, como si fuera un cliente más.

—Lo que demuestra la extraordinaria inteligencia de Jack —respondió Diego—. Debía de ser un hombre joven, de entre unos veinte y cuarenta años, de complexión normal, pero suficientemente fuerte como para inmovilizar a sus víctimas. Ellas no recelaron del hombre con el que se habían ido porque nada en él lo hacía diferente. Probablemente vestía de un modo discreto, o incluso elegante. No debía de tener defectos físicos por los cuales pudiera ser recordado. Actuaba los fines de semana, tal vez porque estaba casado y no podía ir a Whitechapel siempre que quería, o quizá porque su trabajo entre semana se lo impedía. —Diego tomó aire y se pasó la mano por la perilla—. Era atrevido, temerario. En cada crimen se superó a sí mismo mutilando más y más a sus víctimas. No le importó trabajar en la calle, en plazas o en patios donde podía ser fácilmente sorprendido. Se creía invencible.

—¿Cuántos crímenes cometió Jack? —preguntó Palacios.

—Algunos investigadores le atribuyen siete, otros incluso más, pero generalmente se cree que mató a cinco mujeres —respondió Diego—. La policía no encontró ninguna pista que los condujera hasta él, pero en aquella época no se disponía de los medios actuales. No obstante, hay que reconocer que Jack era lo que los agentes del FBI John Douglas y Roy Hazelwood denominan un «asesino organizado». Sus escenarios aparecían extrañamente preparados: los objetos personales de Annie Chapman colocados de una manera peculiar a sus pies, los intestinos de Catherine Eddowes sobre el hombro derecho, y todo lo demás.

—Todo eso está muy bien —dijo Estrada con una media sonrisa en la boca—, pero nosotros no pretendemos encerrar a Jack el Destripador, sino a un hijo de puta que está tocándonos los cojones ahora mismo.

—Una aportación muy enriquecedora —dijo con ironía Diego sin mirar a Estrada—, pero a pesar de que te parezca una pérdida de tiempo recordar lo que hizo Jack, el hombre al que perseguimos trata de imitarlo en todo lo posible. Es cierto que no mata a sus víctimas en la calle, porque hoy sería prácticamente imposible lograrlo sin ser visto, pero se las ingenia para secuestrarlas, retenerlas durante un tiempo y dejar sus cadáveres mutilados donde le parece mejor. Y hay algo de todo lo que hemos dicho que nos debería preocupar.

Diego guardó silencio y observó el efecto de sus palabras en los demás policías.

—¿A qué te refieres? —preguntó Estrada.

—Hemos dicho que los investigadores que trabajan en el análisis del perfil geográfico del asesino tienen muy en cuenta dónde se cometen los asesinatos, y que es posible que nuestro hombre tenga un refugio en la zona. Sabemos también que se desplaza en una furgoneta de color negro de la marca Citroën, pero no sabemos cómo se gana la confianza de sus víctimas, teniendo en cuenta que, como sucedía en Londres en 1888, las mujeres del barrio, especialmente las extranjeras, están informadas de cuáles son las víctimas preferidas del criminal. —Diego hizo un alto antes de añadir—: Creo que existe una relación entre las cuatro mujeres asesinadas, y no me refiero solamente al hecho de que frecuentaran más o menos el comedor social.

—¿No me digas que tú también crees que las putas que asesinó Jack se conocían entre sí y sabían que el nieto de la reina de Inglaterra se había casado con otra puta y tenían una hija? —Estrada soltó una carcajada obscena—. Eso lo vi yo en una película de Johnny Depp.

—No me refiero ahora a lo que pasó en 1888 —respondió Diego sin mirar a Estrada—. Os digo que hay algo que se nos escapa. Creo que hay un hilo invisible que las unía.

José Meruelo y Santiago Murillo habían recorrido buena parte del barrio norte visitando los pisos en alquiler, los que se habían alquilado recientemente, y habían hablado con las agencias inmobiliarias de toda la ciudad. Cuando comenzaron la investigación, lo hicieron llenos de optimismo. Al menos, se dijeron, tenían un cabo del cual tirar. La idea de que el hombre al que buscaban tuviera un refugio en el barrio parecía razonable. Eso le había permitido moverse con relativa facilidad, además de responder a la pregunta de cuál era el lugar en el que asesinaba a sus víctimas.

Cuando se recibió la información de que una furgoneta Citroën de color negro había sido vista en las inmediaciones del lugar donde fue hallada muerta Aminata Ndiaye, la hipótesis de que el asesino vivía cerca de allí se vio reforzada. Se pensó que empleaba el vehículo para transportar los cadáveres y llevarlos hasta el mismo lugar en el que los dejaba.

Pero con el paso de las horas el entusiasmo de los dos policías fue decreciendo. Ninguno de los posibles sospechosos era propietario de piso alguno en el barrio, y el hecho de que se tratara de un distrito de más de veinte mil habitantes con pisos subarrendados y habitados en muchas ocasiones por inmigrantes sin papeles no facilitaba las cosas.

Meruelo le había confesado a su compañero la conversación que había mantenido con Diego a propósito de Bullón. Murillo lo había mirado con una mezcla de incredulidad y recelo.

—No me lo puedo creer —dijo el atlético policía—. Pero ¿cómo se te ocurrió hacer algo así? ¡Te pueden empapelar!

Meruelo le explicó lo que le había ocurrido a su hijo. Daría su vida por él, explicó.

—Pero no está en peligro de muerte, coño —respondió enojado Murillo—. Es solo por el maldito fútbol.

—No lo entiendes —se defendió Meruelo—. El fútbol es su vida.

—¿Qué va a hacer Diego?

—Lo ha arreglado con Bullón —confesó Meruelo—. Le he devuelto el dinero que me pagó por las informaciones.

—¿Y tu hijo?

—Diego me va a prestar el dinero para la operación del chaval —contestó Meruelo avergonzado.

—¡Joder, Meruelo! ¡Pero si Diego anda pelado desde lo de su divorcio!

—Ha insistido. Y yo me he comprometido a devolvérselo en el plazo de un año. No me va a cobrar intereses.

—Diego es un tío cojonudo y… —Murillo interrumpió para siempre aquella frase. Miró por encima del hombro de Meruelo y entornó los ojos.

Meruelo siguió la mirada de su compañero y descubrió de inmediato qué era lo que había llamado la atención de su amigo.

—¿No es aquel Peñas, el presidente de la asociación de vecinos? —dijo Meruelo.

Desde luego que era Jorge Peñas, pero apenas lo parecía. El hombre corría como si lo persiguiera el mismísimo diablo. En la mano llevaba una bolsa de plástico.

—¿Y para qué coño puede querer alguien el riñón izquierdo de esa negra? —dijo Estrada, sonándose estruendosamente la nariz.

Tomás Herrera evitó responder al comentario evidentemente racista del inspector. Durante aquellos días, Estrada había dado suficientes muestras de desprecio hacia los inmigrantes, e incluso había hecho bromas de mal gusto sobre el sexo y la procedencia de las víctimas del asesino que buscaban.

Diego estaba a punto de responder al comentario de Estrada, cuando la respuesta llamó a la puerta.

—Perdone, señor —dijo Murillo, dirigiéndose a Tomás Herrera—, pero creo que deberían ver esto cuanto antes.

Murillo mostró una bolsa de plástico de color verde y abrió la puerta del despacho lo suficiente como para que todos vieran el rostro paralizado por el terror que mostraba Jorge Peñas, a quien conocían por ser el presidente de la asociación vecinal del barrio.

—Pasen —dijo Tomás Herrera—. ¿Qué trae ahí?

—¡Es horrible! —farfulló Peñas, que parecía haber envejecido diez años de pronto—. ¡Horrible!

El hombre se dejó caer pesadamente en la silla que le cedió Higinio Palacios. Diego le trajo un vaso de agua, y Peñas lo apuró llevándoselo a los labios con manos temblorosas.

—Lo dejaron en la puerta de mi casa —dijo—. Llamaron al timbre, pero cuando salí no había nadie. Yo vivo en un segundo piso, ¿saben? Y no tenemos ascensor. Escuché los pasos apresurados de alguien que bajaba las escaleras, pero no lo vi. Perdí demasiado tiempo mirando la caja. Debía haberlo seguido. ¡Dios mío!

Los inspectores miraron intrigados la bolsa de plástico que Murillo había colocado sobre la mesa de Tomás Herrera.

—La bolsa es mía —explicó Peñas—. Lo que dejaron en mi puerta es la caja de cartón.

Tomás Herrera sacó del interior de la bolsa de plástico una caja de cartón de color amarillo. Se trataba de una caja de unos veinte centímetros por cada lado.

—¡Dios mío! —exclamó Herrera al ver lo que contenía la caja.

—Creo que esto responde a tu pregunta —añadió Diego, mirando de reojo a Estrada.

—También dejaron esta carta —dijo Peñas, mostrando un papel doblado.

Estrada arrebató la carta a Peñas antes de que Tomás Herrera pudiera evitarlo. Estrada había sacado de alguna parte unos guantes de látex, y leyó con avidez el mensaje. La incredulidad se pintó en su rostro. La segunda lectura la hizo en voz alta:

Desde el infierno, señor Peñas. Le envío la mitad del riñón que extraje de una mujer y guardé para usted. Lotra parte la freí y me la comí estaba muy buena. Puedo mandarle el cuchillo lleno de sangre con el que lo saqué solo si se espera un poco.

(Firmado) Atrápeme cuando pueda, señor Peñas.

—¿Qué clase de carta es esa? ¿Lotra parte la freí? —preguntó Herrera—. Ese cabrón no sabe escribir.

—Ya lo creo que sabe —contestó Diego—. Esperad un momento.

Diego dejó a todos con la boca abierta y salió precipitadamente del despacho de Herrera. Los demás se quedaron mirándose con incredulidad. Mientras tanto, en el fondo de la caja amarilla dormitaba un riñón humano.

Habían pasado tres días desde que las esperanzas que Jaime Morante tenía de ser el nuevo alcalde de la ciudad se habían evaporado. Desde entonces, no se había dejado ver, no había hecho declaraciones a los medios de comunicación, y nadie sabía qué planes tenía trazados.

La Cofradía de la Historia se encontraba casi al completo, con la excepción de José Guazo, en el mismo momento en el que en la comisaría se debatía sobre el siniestro presente que le había sido remitido a Jorge Peñas.

—Lo que debes pensar es que tienes una posición de fuerza que nadie podrá soslayar en la nueva Corporación —dijo Heriberto Rojas a Morante. Palmeó la espalda del candidato derrotado con afecto y luego cruzó una mirada cómplice con los demás.

El parecido de Rojas con Albert Einstein era aún más intenso aquel día: los ojos grandes; el cabello, blanco y despeinado; el mostacho cubriendo la boca, y los músculos de la cara flojos y caídos.

Morante tenía la cabeza hundida en el pecho. Aquella posición dejaba a la vista su galopante calvicie. Era la viva estampa del fracaso. Resultaba evidente que había acusado el golpe electoral mucho más de lo que estaría dispuesto a reconocer. Y, hasta cierto punto, era lógico. Morante era un hombre de éxito, brillante. La fortuna lo había acompañado como si fuera su sombra, y las expectativas que ofrecían las encuestas electorales no podían ser más halagüeñas. La tendencia del voto a su favor en el barrio norte parecía fuera de toda duda después de los asesinatos de aquéllas mujeres. Su mensaje calculadamente ambiguo para no ser tildado de racista se suponía que estaba calando entre los vecinos. Se trataba de recuperar la vieja esencia de la ciudad, un mundo perdido en el que no ocurrían asesinatos como aquellos y donde no había dificultad alguna en encontrar un puesto de trabajo, porque, entre otras cosas, no había que competir con inmigrantes para lograrlo.

Pero la realidad del escrutinio demostró que todos los planes tan minuciosamente trabajados habían fracasado. Y ahí estaba ahora el candidato, rodeado por sus incondicionales de la cofradía, que trataban inútilmente de dibujar un horizonte luminoso que, todos lo sabían, en realidad no existía.

Heriberto Rojas, Santiago Bárcenas, Manuel Labrador, Marcos Olmos, Antonio Pedraja y don Luis, el viejo cura, contemplaban la caricatura de sí mismo en la que se había convertido el arrogante Jaime Morante.

Al fin, el político levantó la cabeza y miró a los cofrades con expresión ausente.

—Hay cuatro mujeres muertas, y ni siquiera eso ha cambiado el voto en ese maldito barrio —dijo Morante con voz quebrada.

Los cofrades se miraron en silencio.

Diego Bedia regresó al despacho de Tomás Herrera solo unos segundos más tarde. Traía en sus manos un dossier y pasaba sus páginas con rapidez, como si buscara algo que hubiera leído y no supiera exactamente dónde.

—¡Aquí está! —exclamó, dando un golpe con la mano en la página que buscaba—. El martes, 16 de octubre de 1888, el señor George Lusk, presidente del comité de vigilancia de Whitechapel, recibió un paquete por correo. Era una caja de cartón que contenía parte de un riñón humano. Al paquete lo acompañaba una carta.

Diego leyó en voz alta el artículo publicado por el Times el 19 de octubre de aquel año, en el que se reproducía la carta que Lusk había recibido y que estaba repleta de faltas de ortografía:

Desde el infierno, señor Lusk. Le envío la mitad de riñó que cogí de una mujer, lo guarduve para usted, lotra parte la freí y me la comí; estaba muy buena. Puedo mandarle el cuchillo lleno de sangre con el que lo saqué solo si se spera un poco.

(Firmado) Atrápame cuando pueda, señor Lusk

Según el periódico, Lusk se tomó a broma el mensaje, pero decidió ponerlo en conocimiento del comité de vigilancia que se había organizado en el barrio. Finalmente, se recurrió al peritaje de un médico para saber si, en efecto, aquello era parte de un riñón humano. Inicialmente, Lusk consultó a su médico de cabecera, el doctor Aarons. Más tarde, los restos del riñón fueron examinados por los doctores Wiles y Reed, quienes concluyeron que se trataba de un riñón humano que había sido conservado en vino. Luego, la víscera fue llevada al Museo de Patología de Londres, llegando así a manos del doctor Thomas Horrocks Openshaw.

Para Openshaw no había duda alguna de que se trataba del riñón izquierdo de un ser humano.

—Escuchad esto —prosiguió «leyendo» Diego—. Parece ser que los informes que la policía redactó sobre este asunto se perdieron en el transcurso de los bombardeos que sufrió Londres durante la Segunda Guerra Mundial, pero al parecer se ha conservado al menos el que redactó el jefe del Departamento de Detectives, un tal James McWilliam, y que está fechado el 27 de octubre de 1888. El informe añade algunos datos más. —Diego tosió y se aclaró la garganta—: «Entonces el señor Lusk llevó el riñón y la carta a la comisaría de la calle Leman. El riñón fue remitido a esta oficina y la carta, a Scotland Yard. El inspector jefe Swanson me entregó la carta el día 20 del presente mes, yo la fotografié y se la devolví el día 24. El riñón ha sido examinado por el doctor Gordon Brown, quien opina que es humano. Se están realizando todos los esfuerzos posibles para rastrear al remitente, pero no es deseable que se dé publicidad a la opinión del doctor, ni de las acciones que en consecuencia se están llevando a cabo. Podría resultar al final que se tratase del acto de un estudiante de medicina, que no tendría dificultad en obtener el órgano en cuestión».

—Esa posibilidad que se menciona en el informe es factible, pero no me parece probable —opinó Higinio Palacios—. ¿De dónde ha sacado esa documentación? —preguntó a Bedia.

—Es una fotocopia de un dossier que los miembros del Círculo Sherlock comenzaron a elaborar hace más de veinte años, cuando estaban en la universidad —respondió Diego—. Algunos de ellos, como el doctor Guazo, han ido añadiendo datos estos años a medida que se publicaban nuevas investigaciones sobre los asesinatos de Jack.

—¡Otra vez volvemos al círculo! —exclamó Estrada.

—A pesar de lo que usted opine —dijo Herrera, mirando a Estrada—, hemos perdido un tiempo valioso estos días. Quien está detrás de la muerte de esas mujeres es alguien próximo a ese círculo, que conoce muy bien a Sergio Olmos y lo odia.

—Escuchad lo que dice aquí —intervino Diego, sin dejar que Estrada tuviera tiempo de replicar al inspector jefe—: «Algunos autores aseguran que el riñón de Catherine Eddowes que estaba en su cuerpo cuando se practicó su autopsia estaba afectado por el Mal de Bright, y el trozo del riñón que enviaron a Lusk padecía idéntica enfermedad. Por eso se terminó por concluir que, en efecto, aquel riñón era de Eddowes».

—De modo que nuestro hombre ha hecho con el riñón de Aminata Ndiaye lo mismo que Jack —recordó Herrera, dejándose caer en su silla.

—Los forenses determinarán si este riñón es el que faltaba en el cadáver de Aminata, pero me temo que será así —dijo Diego—. Y la carta que ha recibido Peñas es prácticamente una copia de la que se adjuntó con el paquete que enviaron a Lusk, que también era un dirigente vecinal. Las faltas de ortografía son simplemente una copia del texto que escribió Jack.

—Pura conjetura —se mofó Estrada—. ¿Quién sabe si aquella carta la escribió Jack o no?

—Los especialistas en esos crímenes —respondió Diego, sin mirar a Estrada— parecen estar de acuerdo en que esa carta, a la que denominan «From Hell»[105], tiene todos los visos de ser auténtica. Y eso que su autor no utilizó el nombre artístico que se había concedido a sí mismo. Los periódicos Echo, Daily Telegraph, Evening News y Times publicaron el contenido de la carta. Es más, el día 29 de octubre el propio doctor Openshaw recibió una nota —prosiguió diciendo Diego sin levantar la vista del informe—: «Viejo Jefe tenías razón era el riñón izquierdo iba a operar otra vez cerca de tu hospital tal y como iba a manejar mi cuchillo a lo largo de sus sanas gargantas entonces cuerpos de polis estropearon el juego pero creo que estaré en el juego muy pronto y te enviaré otro poco de interiores. Jack the Ripper. O ha visto usted el diablo con su microscopio y su escalpelo mientras examinaba el riñón con un portaobjetos cascado».

—¿Qué forma de escribir es esa? —insistió Herrera, a quien la manera tan peculiar que Jack tenía de redactar sus cartas lo tenía intrigado.

—Según el informe —contestó Diego—, los errores fonéticos de esta carta se parecen a los cometidos en la anterior, aunque son distintos.

—¿Y nadie vio al hombre que entregó el paquete? —quiso saber Palacios.

—Al contrario de lo que ha sucedido con Peñas —señaló Diego, leyendo de nuevo el informe que tenía en sus manos—, es posible que hubiera un testigo, una tal Emily Marsh, que trabajaba como dependienta en el negocio de venta de cuero que tenía su padre en el número 218 de Jubilee Street. Según declaró, el día 15, un hombre alto y vestido como un cura entró en la tienda y le preguntó la dirección de George Lusk. La muchacha se puso bastante nerviosa y dijo al desconocido que le preguntara al doctor Aarons, que era el tesorero del comité de vigilancia. Pero el hombre insistió y pidió a Emily que anotara en un papel la dirección de Lusk. Finalmente, ella escribió: «1 de Alderney Road». Pero el tipo no se llevó el papel, sino que memorizó la dirección.

—¿Y la chica no avisó a nadie? —preguntó Palacios.

—Sí —contestó Diego—. Según dice aquí —explicó, mirando al documento que manejaba—, Emily le pidió al chico de los recados de la tienda, John Cormack, que siguiera al desconocido, pero el muchacho lo perdió de vista. Sin embargo, el padre de Emily, el señor Marsh, se lo encontró por el camino.

—¿No hay descripción de aquel hombre? —insistió Palacios.

—El Daily Telegraph publicó lo siguiente, según la declaración de Emily. —Diego leyó en voz alta—: «El extraño es un hombre de unos cuarenta y cinco años, seis pies de altura y complexión flaca. Llevaba un sombrero blando de felpa, calado sobre la frente, alzacuellos y un abrigo negro muy largo con un collar clerical parcialmente vuelto hacia arriba. Cara chupada y barba oscura y mostacho. El hombre habló con un acento que recordaba al de los irlandeses».

—¡Una perfecta idiotez! —exclamó Estrada, que había guardado un despectivo silencio durante varios minutos—. ¿Quién puede demostrar que aquel hombre tuviera algo que ver con el paquete que mandaron a Lusk? ¿Qué clase de pista es esa, cuando el tipo podía estar disfrazado de cura, de militar o de lo que le diera la real gana? Y lo que es más importante: ¿qué coño nos importa a nosotros cuatro? ¡Estamos sentados aquí dándole vueltas a unos crímenes que ocurrieron en Londres en 1888! ¡Por Dios! ¿Estamos locos? ¡Hay alguien matando a gente en esta ciudad! ¡Un asesino de verdad, no un psicópata que está muerto y enterrado, fuera quien fuera y se disfrazase o no de cura!

—En eso estamos todos de acuerdo —replicó Diego—, pero ya ni siquiera tú, el adalid de la teoría de los músicos rusos asesinos, puede ignorar que el hombre al que buscamos sigue casi paso a paso lo que hizo Jack. Conocer los pasos de Jack nos acercará más al hombre que buscamos que encerrar a más violinistas, ¿no crees?

La pulla de Diego hizo su efecto, y Estrada se levantó de su asiento con fuego en la mirada. El inspector jefe Herrera golpeó la mesa con furia.

—¡Señores, no voy a permitir más enfrentamientos personales entre ustedes! —bramó—. Si no son capaces de dejar a un lado sus diferencias, solicitaré al comisario que sean separados de este caso.

Herrera ordenó que se pusiera a disposición de Estrada y de Palacios una copia del dossier sobre Jack. El Destripador había asesinado a cinco mujeres, según parecía opinar la mayoría de los estudiosos. El reto de la comisaría era evitar el quinto crimen del loco que imitaba en pleno siglo XXI al criminal decimonónico.