28 de septiembre de 2009
Los asesinatos de Martina Enescu y de Aminata Ndiaye acapararon las portadas de los periódicos del día siguiente. Ni siquiera las elecciones y sus apretados resultados lograron competir con la información que, a cuatro columnas, recogía todos los detalles de los sucesos ocurridos en la ciudad.
El nuevo Jack el Destripador sembraba el terror en el barrio y provocaba la ira entre los vecinos, que culpaban a la policía de todo lo ocurrido.
Pero, a pesar de que las ediciones de todos los rotativos llevaban a la portada lo sucedido, el diario al que Tomás Bullón vendía sus reportajes había conseguido hacerse con la mayor parte del pastel de las ventas, y es que Bullón no había defraudado a nadie en su entrega diaria. Lo que Bullón publicaba aún no lo sabía la policía ni nadie: ¡el periodista había recibido una nueva carta supuestamente escrita por el asesino!
Clara Estévez y Enrique Sigler desayunaban en el comedor de su hotel, el mismo en el que estaba hospedado desde hacía semanas Sergio Olmos, y leían atónitos la crónica de Bullón. Ambos habían sido interrogados por la policía la tarde anterior. El inspector Diego Bedia y un policía alto y tan fuerte que parecía un atleta de halterofilia les exigieron un detallado relato de cómo había transcurrido la cena de homenaje a Jaime Morante, y de lo que ambos habían hecho después de terminar ese acto.
Ambos se habían mostrado tranquilos en su declaración. No tenían nada que ocultar. Tomaron un taxi a la puerta del hotel donde tuvo lugar el provinciano homenaje a Morante, puesto que llovía intensamente, y fueron hasta el hotel. Conservaban el tique del taxi, de modo que la policía podía encontrar al taxista y confrontar su relato. Habían llegado al hotel alrededor de las doce y media de la noche.
Clara y Sigler tenían previsto abandonar aquella ciudad decadente y triste esa misma mañana. Nada los retenía allí. Sin embargo, no pudieron ocultar un escalofrío al leer la crónica que Bullón había firmado:
DOBLE ASESINATO DEL NUEVO JACK.
EL ASESINO ESCRIBE UNA SEGUNDA CARTA
El lunes había amanecido brumoso y poco hospitalario. Pero no llovía, algo que hizo que el ánimo de Víctor Trejo mejorara. También él, como Clara y Sigler, tenía previsto marcharse por la tarde. Tenía reserva para un vuelo que lo llevaría a Madrid, y desde ahí proseguiría el viaje en el tren de Alta Velocidad Española hacia Sevilla. Pero, antes, quería despedirse de los hermanos Olmos y de Guazo.
Trejo compró el periódico en un pequeño quiosco en la plaza Mayor. El impacto de las fotografías de la portada le hizo tambalearse. Cuando logró reponerse, preguntó al quiosquero dónde podía encontrar una cafetería, y el hombre apuntó con el dedo hacia la izquierda del puesto de prensa. Víctor caminó por una amplia acera unos cincuenta metros y encontró una cafetería con cierto sabor decimonónico situada en una esquina, junto a una calle peatonal.
Una vez dentro, buscó la mesa más alejada de la barra y pidió un café con leche y un zumo de naranja. Solo entonces se permitió leer lo que Bullón había escrito:
Poco antes de entregar esta crónica, he recibido una carta similar en sus formas y en sus expresiones a la que días antes proporcioné a la policía. Alguien la había deslizado por debajo de la puerta de mi habitación. Esta misma mañana se la entregaré a la policía. La carta dice así:
No estaba bromeando, querido viejo Jefe, cuando le di el pronóstico, oirás sobre la obra de Saucy Jack mañana doble evento esta vez número uno gritó un poco no pude acabarlo de un tirón. No tuve tiempo de conseguir las orejas para la policía.
Jack el Destripador
El texto, con la excepción de algunas frases finales que el autor no ha querido añadir, es una copia exacta de una postal que recibió la Agencia Central de Noticias de Londres el lunes 1 de octubre de 1888. Carecía de fecha, pero estaba sellada ese mismo día en el London East.
La prensa de la época se hizo eco de la existencia de esa postal. El periódico Star publicó lo siguiente:
Un bromista que firmaba como Jack el Destripador escribió a la Agencia Central de Noticias la semana pasada, amenazando con una elaborada ligereza que en breve iba a comenzar las operaciones de nuevo en Whitechapel. Dijo que cortaría las orejas de la mujer para enviarlas a la policía. Esta mañana la misma agencia recibió una postal manchada aparentemente con sangre sucia. Estaba escrita con tinta roja.
¿Estamos ante una broma? Esa pregunta se planteó en 1888. De todas formas, personalmente no creo que sea así. La carta anterior que alguien me envió era similar a la que los investigadores conocen como «Querido Jefe». Y creo muy probable que, al contrario que otras decenas de cartas que la policía recibió en aquellos años, fuera obra del auténtico asesino.
Como el lector recordará, aquella carta fue escrita antes del doble asesinato que Jack cometió el 30 de septiembre, y a mí me enviaron esa copia antes del doble crimen que ha tenido lugar en la ciudad hace solo unas horas. En la primera carta, Jack anticipó a la policía que le iba a cortar las orejas a las mujeres. Y, desde luego, una oreja de Catherine Eddowes fue mutilada, al igual que le sucedió hace unas horas a una de las dos mujeres asesinadas.
En la postal del día 1 de octubre, Jack señaló algo que solo el verdadero asesino podía conocer: que la primera víctima había gritado un poco y que no pudo completar su trabajo. Y, en efecto, Liz Stride solo fue degollada, pero no eviscerada. Exactamente igual que le ha ocurrido a Martina Enescu en la esquina entre las calles Ansar y Alcalde del Río…
Víctor Trejo separó la mirada del periódico. ¿Cómo era posible que Bullón fuera tan imbécil? ¿Cómo había podido tener la ocurrencia de publicar el contenido de esa carta que decía haber recibido antes de entregársela a la policía?
Sergio Olmos y Cristina habían dormido juntos aquella noche. Pero apenas las primeras luces del día se filtraron por la ventana, se ducharon, se vistieron y salieron a la calle. También ellos compraron el periódico. Sergio quería saber qué había escrito Bullón, el único periodista que estuvo en el lugar de ambos asesinatos minutos después de que se encontraran los cadáveres.
Cuando leyó la crónica de Bullón, Sergio sintió un enorme malestar. Lentamente, una idea fue abriéndose paso en su mente mientras Cristina devoraba el resto del artículo:
El 2 de octubre el East Anglian Daily Times publicó:
SE RECIBIÓ UNA POSTAL MANCHADA DE SANGRE
La Agencia Central de Noticias recibió ayer una postal que llevaba el sello de «Londres E». La dirección y el texto estaban escritos en rojo e indudablemente por la misma persona que envió la asombrosa carta ya publicada y que se recibió unos días antes. Como en la misiva anterior, esta también hace referencia a horribles tragedias en el este de Londres, de hecho, es una continuación de la primera carta… La postal estaba manchada por ambos lados de sangre, que evidentemente ha sido impresa por el pulgar o el índice del escritor, para distorsionar la superficie arrugada de la piel… No se debe asumir necesariamente que ha sido obra del asesino; la idea que se nos ocurre de un modo natural es que todo el asunto es una broma. Pero, al mismo tiempo, la escritura de una carta previa inmediatamente anterior a que se cometieran los dos asesinatos fue una coincidencia tan singular que parece razonable suponer que el villano frío y calculador que es responsable de los crímenes ha elegido convertir el correo en un medio a través del cual transmitir a la prensa su diabólico y despiadado humor.
Y así ocurrió. Tal y como anticipaba el articulista, las cartas comenzaron a ser una pesadilla para la policía. En aquellos tiempos, la ciencia de las huellas dactilares no estaba desarrollada lo suficiente. No se tomaban las huellas a los detenidos, de modo que no se podía rastrear al autor de la carta. El texto que yo he recibido carece de manchas de sangre y, seguramente, tampoco habrá en él huellas, como ocurrió con la primera carta.
Algo que, sin embargo, nadie podrá arrebatar al autor de aquellos dos textos fue el mérito de acuñar un nombre artístico extraordinario para el asesino: Jack the Ripper.
Desde aquel momento, su nombre fue sinónimo del mal. Un verdadero demonio se movía por Whitechapel con la misma asombrosa rapidez con la que ahora parece hacerlo su imitador en el distrito norte de esta ciudad.
La noche del 30 de septiembre, en la madrugada del último domingo de aquel mes, Jack pareció ser invisible. Entre las doce cuarenta y seis y las doce cincuenta y seis asesinó a Liz Stride en un callejón oscuro situado junto a Berner Street y a las puertas de un centro obrero. Estuvo a punto de ser sorprendido, pero logró escapar sin ser detenido. Sin que sepamos el motivo, decidió ir a Mitre Square. Si tardó poco más de quince minutos en cubrir ese trayecto, tuvo apenas treinta y dos minutos para encontrar a otra mujer, convencerla para ir a un lugar más sombrío, degollarla y mutilar su rostro, y luego extirpar determinados órganos.
La otra noche, a unos pasos de donde tal vez se encuentre usted ahora, lector, alguien fue capaz de dejar a una mujer degollada en la calle Ansar, y a pesar de la llegada de la policía cuando fue descubierto el cadáver de Martina Enescu, y corriendo un riesgo extraordinario, logró dejar el cuerpo de Aminata Ndiaye brutalmente mutilado a poco más de un kilómetro de distancia.
Y todo ocurrió, como en 1888, el último domingo del mes, aunque no coincidió en esta ocasión con el día 30…
Diego Bedia leía el artículo de Bullón con el rostro crispado por la ira. Aquel hijo de puta había sido capaz de publicar una segunda carta sin entregársela primero a la policía, y para colmo concluía el artículo de un modo irresponsable, atizando aún más los ánimos de los vecinos:
El juez de instrucción Samuel Frederick Langham dictó sentencia el día 4 de octubre de 1888 sobre el caso de Eddowes: «Homicidio premeditado por persona desconocida».
Lo mismo que se había dicho en los casos anteriores. Las gentes del East End salieron a la calle exigiendo seguridad y respuestas, y entre las clases acomodadas comenzó a extenderse el temor y la inquietud: ¿qué sucedería si todo acababa en una revuelta?
Por las noches, Whitechapel y Spitalfields eran lugares fantasmas. Nadie se atrevía a transitar por allí por miedo al cuchillo de Jack. Los policías se mostraban incapaces de atraparlo, a pesar de que tomaban precauciones infantiles como usar botas con suela de goma para no hacer ruido durante sus rondas. Sin embargo, eso no evitó que el martes 2 de octubre, dos días después del doble crimen, apareciera el torso de una mujer en los cimientos de la nueva sede de Scotland Yard en Embankment.
A pesar de que algunos autores crean que fue también víctima de Jack, la mayoría de los especialistas lo niegan. De igual modo que no creen que Jack tuviera nada que ver con la aparición de un brazo de mujer el día 11 de septiembre.
Sucedió que una mujer llamada señora Potter denunció que su hija Emma, una muchacha de diecisiete años que padecía cierto retraso, llevaba desaparecida varios días. La noticia de la aparición de aquel brazo hizo que la señora Potter temiera lo peor, pero Emma apareció sana y salva más tarde.
Aquel brazo amputado que había aparecido atado a una cadena en la orilla del Támesis, junto al puente ferroviario de Grosvenor, en Pimlico, no parecía haber sido cercenado por Jack. Aun así, el clima de terror era tal que todo lo que oliera a sangre en Londres comenzó a ser atribuido al enigmático criminal.
¿Sucederá lo mismo ahora? ¿La policía logrará algún día que la gente del barrio norte pueda dormir en paz?…
Tomás Bullón demostró su sangre fría presentándose a media mañana en la comisaría. Estaba sin afeitar, con el pelo enmarañado, la corbata mal anudada y vestía la raída americana de tweed. Costaba imaginarse que fuera uno de los hombres del día.
Cuando lo vio, Diego tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para controlarse.
—¿Sabe usted que podemos empapelarlo por obstaculizar una investigación oficial? —le espetó.
—Eh, eh —dijo Bullón, alzando las manos—, que yo no he obstaculizado nada. —Sacó de la americana un papel doblado y se lo entregó al inspector—. Aquí está la carta.
—Debería haberla entregado antes de publicar su contenido —gruñó Diego.
—No veo por qué —respondió tranquilamente el periodista—. Los lectores tienen el derecho a saber qué sucede. No creo que el hecho de que ustedes conozcan esta carta antes o después signifique gran cosa. El otro mensaje que recibí se lo entregué a ustedes antes que al periódico, y en cambio tenemos ahora dos muertas más.
—Es usted un hijo de puta —estalló Diego.
—Debería tener más cuidado con lo que dice a un ciudadano que ha venido aquí libremente a colaborar con ustedes —repuso Bullón.
Diego estaba a punto de perder los nervios, cuando escuchó el sonido de su teléfono móvil. Miró la pantalla y comprobó que se trataba de Sergio Olmos.
—¿Sí? —preguntó.
—Hola, Diego —respondió Sergio—. ¿Has leído el artículo de Bullón?
—Precisamente le tengo a él delante ahora mismo.
—¿Podríamos vernos en unos minutos?
—¿Qué sucede?
—Creo que sé quién ha escrito esas cartas que Bullón ha publicado.
—¿Cuánto tardarás en llegar?
—Dame diez minutos —respondió Sergio—. Y sería bueno que no dejaras que Bullón se marchara.
Sergio Olmos entró en el despacho de Diego doce minutos después de haber hablado con él por teléfono. Al inspector no le pareció extraño que lo acompañara Cristina Pardo. Parecía que la relación entre ambos iba en serio, y sintió una débil punzada de celos. La chica le parecía bastante atractiva. De inmediato, se sintió mal al descubrir por dónde circulaban sus pensamientos y lamentó no estar pasando más tiempo con Marja desde que comenzó todo aquel enredo.
Tomás Bullón se quedó con la boca abierta cuando vio entrar a Sergio en el despacho.
—¡Hombre, Sergio! —exclamó. Se levantó y extendió su mano regordeta hacia el recién llegado—. ¿Qué te trae por aquí? Te echamos de menos en el homenaje a Morante.
El periodista peritó con la mirada la espalda y el trasero de Cristina sin disimulo alguno, y se sacó un pañuelo arrugado del bolsillo de su americana para pasárselo por la frente. Después, poniendo toda su atención en el culo de Cristina, lanzó un bufido. Sergio lo fulminó con la mirada.
—Me alegro de que aún estés aquí —dijo Sergio, subiéndose los calcetines negros. Los zapatos italianos espejeaban, como era costumbre en él, y el traje Hugo Boss se ajustaba a él como un guante—. Creo que te va a interesar lo que tengo que comentarle al inspector.
—¿No me digas? ¿Puedo grabarlo? —bromeó Bullón.
—Eso deberás preguntárselo al inspector, ¿no crees? —Sergio sonrió.
—Bien, ¿qué es lo que sucede? —preguntó Diego.
—Verás —respondió Sergio—, hace un rato estaba leyendo el reportaje que ha escrito mi amigo Bullón —miró al periodista de reojo y lo vio sonreír muy orgulloso— y se me han venido a la cabeza ciertos recuerdos.
Bullón frunció el entrecejo. ¿Adónde quería ir a parar Sergio?
—Como ya te he contado en alguna ocasión —prosiguió el escritor, haciendo caso omiso al cambio de expresión de Bullón—, en el Círculo Sherlock tuvimos debates bastante serios sobre los crímenes de Jack. Morante, que siempre estaba fascinado por los criminales a los que se enfrentaba Holmes, era un apasionado de Jack. Fue él quien más nos animó a recopilar aquel informe sobre los crímenes, ¿recuerdas, Tomás? —Sergio se volvió hacia el periodista, pero no aguardó su respuesta—. Pero algunos de nosotros defendíamos a Holmes de aquellos que lo criticaban por no haber investigado los crímenes de Whitechapel. El bueno de Tomás había convertido en su héroe a otro personaje de aquella historia en el que muy pocos reparan.
Diego Bedia advirtió que el periodista empalidecía. Fuera lo que fuera lo que Sergio tenía en mente, era indudable que había dado en el centro de la diana.
—Me refiero a Thomas J. Bulling. ¿Lo recuerdas, Tomás? —Sergio miró de nuevo al periodista, pero tampoco aguardó, su respuesta—. Tomás mostró simpatía de inmediato por Bulling porque era periodista y porque el nombre de ambos era muy parecido. Aquello tenía su gracia, y todavía tenía más el hecho de que Bulling fuera un periodista de la Agencia Central de Noticias, donde se recibieron algunas de las famosas cartas atribuidas a Jack.
Diego Bedia entornó los ojos. Empezaba a ver hacia dónde conducía el razonamiento de Sergio.
—El caso es que algunos policías que participaron en la investigación sobre los crímenes de Jack, como el inspector jefe de detectives John George Littlechild, se mostraron convencidos de que había sido el propio Bulling el que había escrito aquellas cartas. Y otros han apuntado a su jefe, el director de la agencia, John Morre.
—Eso son estupideces —gruñó Bullón—. Es cierto que siempre me pareció que los periodistas habían jugado muy bien sus cartas en aquel asunto. Pero jamás se ha podido probar que la carta «Querido Jefe» y la postal manchada de sangre las escribiera Bulling. —Bullón tenía la boca seca y se pasó el pañuelo arrugado por la comisura de los labios—. Casi todo el mundo cree auténticas esas cartas.
—Yo no he dicho que las hubiera escrito Bulling, y no niego que pudieran ser obra de Jack —replicó Sergio sin alzar la voz—. Lo que quería decir es que tú tenías a Bulling por un ejemplo, y esta mañana recordé lo que dijiste en una de aquellas reuniones: que, si un día tuvieras entre manos una noticia como la de Jack, no dudarías en echar más leña al fuego enviándote cartas como aquella que Bulling dijo recibir y de la que dio cuenta a la policía. —Sergio miró a Diego y dijo—: ¿Me permites el dossier que te dejamos sobre Jack? Gracias —añadió cuando el inspector puso en sus manos los documentos. Después, buscó con parsimonia una página—. Escucha, Diego, lo que escribió Bulling al comisario jefe Williamson:
Estimado señor Williamson:
A las nueve menos cinco de esta noche recibí la siguiente carta, cuyo sobre incluyo y por el cual podrá ver que es la misma caligrafía que las anteriores comunicaciones…
Sergio leyó el contenido de una de aquellas misivas supuestamente escritas por Jack el Destripador. Cuando concluyó la lectura, todos guardaron silencio durante unos segundos, hasta que Diego lo rompió mirando a los ojos a Bullón.
—Se lo voy a preguntar solo una vez: ¿ha escrito usted esas cartas?
Bullón se pasó el pañuelo por la frente sudorosa y se retrepó en su asiento.
—Todo eso no prueba nada —farfulló—. Puras conjeturas propias de Holmes.
—¡Joder, Tomás! —exclamó Sergio—. ¿No te das cuenta de que te estás metiendo en un lío enorme? Si has escrito esas cartas, dilo ahora. ¿O debemos pensar también que fuiste tú el que escribió las notas en las que me anunciaban los crímenes? ¿Quieres que tu hija te vea en los periódicos convertido en sospechoso de asesinato?
—¡Alto, alto! —gritó Bullón—. Yo no tengo nada que ver con esas muertes.
La mención de su hija había logrado el efecto que Sergio pretendía.
—Pues está usted a un paso de que yo empiece a pensar lo contrario —dijo Bedia—. Eso por no hablar de que sé que usted ha sobornado a un policía de esta comisaría para tener acceso a información privilegiada del caso.
Bullón acusó el golpe. No esperaba que Meruelo hubiera confesado. Suponía que el policía tenía mucho que perder si admitía esa falta.
—Diego —dijo Sergio, mirando al inspector—, si Tomás admite aquí y ahora que ha escrito esas cartas, ¿qué le sucederá?
Diego reflexionó unos segundos. Si aquel imbécil había pretendido confundir a la policía, no podía quedar sin castigo. Pero tampoco estaba dispuesto a que Meruelo se viera salpicado por culpa de aquel irresponsable. Meruelo debería devolver el dinero que Bullón le había pagado, y no tenía intención de contárselo a nadie. Si Bullón guardaba silencio, tal vez todos saldrían beneficiados. Además, aquel desgraciado tenía una hija, como Diego, y la pobre niña no tenía la culpa de que su padre fuera estúpido. Si podía, le ahorraría la vergüenza de ver a su padre abriendo los informativos de todas las televisiones como principal sospechoso de haber matado a cuatro mujeres.
—Escribió usted esas cartas, ¿sí o no?
Tomás Bullón se derrumbó y dijo que sí, que él había escrito aquellas cartas porque el fuego de la noticia se alimenta con madera. Y él, Bullón, necesitaba más madera.